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Missing

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Este hombre con sombrero que aterriza en Santiago de Chile es un republicano como Dios manda al que Henry Kissinger y su colega acaban de dejar sin hijo, torturado y tiroteado por ahí. Pero él, claro, todavía no lo sabe... Jack Lemmon es un yanqui proverbial que solo en la desgracia personal descubrirá -oh, sorpresa- que en su gobierno también caben las manzanas podridas y los sepulcros blanqueados. Los pecadores de la pampa, y también los pecadores de la pradera. 

Uno se pasa toda la película llamándole gilipollas por no darse cuenta de que le están engañando como a un chino de Taiwán. En la embajada de Estados Unidos saben de sobra que su hijo ha sido asesinado por el ejército amigo, pero prefieren dejarlo correr a ver si el padre se cansa de preguntar, regresa a Nueva York y deja de dar tanto por el culo. Tampoco van a decirle, claro, que su hijo era un periodista demasiado curioso y preguntón que se merecía de sobra el escarmiento. Un grano en el culo que había que extirpar aunque fuese un grano compatriota.

Pero es que ni siquiera al final de la película, cuando Jack Lemmon conoce la verdad y rompe a llorar, este hombre empecinado aprende la lección. Es un caso perdido, la verdad. No es cierto eso que ponen por ahí en algunas reseñas: que el personaje se cae el caballo camino de Damasco y asume que el gobierno americano es un imperio colonial y militarista; un grupo de cowboys trajeados que defienden el "american way of life" deponiendo gobiernos, ensalzando a psicópatas y asesinando a sus propios compatriotas si estos huelen a socialistas. 

Antes de tomar el avión de regreso a Estados Unidos, Jack Lemmon amenazará con recurrir a los tribunales sin entender que los tribunales sirven a la ley, y que la ley la quitan y la ponen esos mismos hijos de puta que le despiden en el aeropuerto con una sonrisa en la cara y una bala en el bolsillo.





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Salvad al tigre

🌟🌟🌟

Yo envidio mucho a los agentes comerciales porque no sería capaz de vender una Coca-Cola en el desierto. Para ganarse la vida de comercial hay que tener mucho carácter, o mucha jeta, y yo no tengo ninguna de las dos cosas. Al final siempre me podría la pereza o la timidez. O el nihilismo sobre cualquier afán. Si hubiera tenido que alimentar a mi hijo vendiendo seguros por las puertas o bienes inmuebles por las agencias -o colecciones de ropa como en “Salvad al tigre”- al pobre se lo hubieran tenido que llevar los servicios sociales para no morir de inanición. 

Los vendedores como Harry Stoner para mí son seres humanos excepcionales, casi rayando lo extraterrestre. Luego es verdad que la mayoría son unos liantes, unos aprovechados que te calan a la primera y te  endilgan un producto defectuoso o una cosa que no necesitabas. Pero yo de mayor querría ser como ellos: esa presencia, esa determinación, ese rollo que se gastan...

En “Salvad al tigre”, Harry Stoner está cerca de cumplir los 50 años y su mundo empieza a desmoronarse. Su empresa ya no vende y su pito ya no se levanta. O solo se levanta estimulado por bellas jovencitas, lo que viene a llamarse en medicina “pitopausia selectiva”. Harry, además, padece un estrés postraumático que ya le dura treinta años -y lo que te rondaré morena- de cuando salvó la vida por los pelos en la II Guerra Mundial. Yo, en cambio, que soy un funcionario acomodado, no tengo ninguna empresa que sostener, ni padezco -gracias a los dioses- ninguna variante de la pitopausia, ni he tenido que jugarme la vida en ninguna guerra comercial promovida por el IBEX 35. Con algunos años más que Harry Stoner, creo que estoy, sinceramente, un poco mejor que él. No tan guapete, ni tan peripuesto, porque me visto con cualquier cosa y me afeito de cualquier manera. Pero menos estresado, eso sí, alejado del tabaco y de los whiskazos. Y de la competencia diaria por sobrevivir en la selva de los tigres. 






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En bandeja de plata

🌟🌟🌟🌟

El título original, “The Fortune Cookie”, es la galleta de la suerte que en los chinos de provincias jamás nos ponen junto al platillo de la cuenta. El retoño y yo comimos una vez en un chino prestigioso de Barcelona y tampoco nos la pusieron, con la ilusión que nos hacía comulgar con esa hostia oriental que lleva dentro un gran consejo o un buen augurio. Puede que nos vieran tal cara de palurdos que prefirieron ahorrársela para dársela a otros comensales. Hay gente que lleva el destino escrito en la cara y ninguna galleta va a mejorárselo por muy confuciana que sea su sabiduría.

La película de Billy Wilder, en todo caso, no va de restaurantes chinos, sino de un cuñado que enreda al otro para intentar engañar al seguro fingiendo una lesión neurológica. Hacia la mitad de la película, Jack Lemmon, el fingidor, que en el fondo es un tipo legal pero vive tan enamorado de su ex mujer que cree que así podrá recuperarla, abre una galleta de la fortuna que en Estados Unidos nunca te escaquean y lee:

“ Puedes engañar a todas las personas una parte del tiempo y a algunas personas todo el tiempo, pero no puedes engañar a todas las personas todo el tiempo”.

En la película -y en internet- dicen que la pronunció Abraham Lincoln en un famoso discurso, y si non è vero è ben trovato, porque Lincoln dijo muchas cosas que han quedado en los frontispicios de las universidades y en las antesalas de los palacios. Jack Lemmon, al leer el papelito enrollado, comprenderá que tarde o temprano van a cazarle en la impostura y a partir de ahí ya todo serán dudas y arrepentimientos.

Yo, por mi parte, mientras veía estas malevolencias de Wilder y Diamond, me iba acordando de algunas compañeras de trabajo que también se pasan la vida engañando al seguro, en este caso a la Junta de Castilla y León. No es que engañen exactamente, pero vamos, que se las arreglan para que los lunes y los viernes siempre les caiga encima alguna dolencia o algún impedimento para no ir a trabajar. Ellas sí que llevan años, incluso décadas, engañando a todo el mundo, y todo el tiempo. O casi.



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Primera plana

🌟🌟🌟🌟

Todas las mañanas, cuando abro el periódico digital y me enfado con algún periodista que redacta las noticias con aires de literato, me acuerdo de Walter Matthau gritándole a Jack Lemmon: "¡Nadie lee el segundo párrafo!". 

Si Walter Matthau se quejaba de que el "Chicago Examiner" no aparecía citado en las primeras líneas del artículo, proclamando tener la exclusiva de la noticia, yo, tan avinagrado como él, me quejo de esos redactores que se guardan lo fundamental para el segundo o el tercer párrafo -el qué, el cómo, el dónde- y utilizan el primero para dar rienda suelta a sus ambiciones: "Ayer lunes, en la fría mañana del Páramo Leonés, en esa hora tenebrosa del amanecer..." Paparruchas. Estos tipos seguramente jamás han visto “Primera plana”, y mucho menos “Lou Grant, que fue una escuela de periodismo para todos los chavales que entonces vivíamos pendientes de aquellos currantes que dirigía la madre de Tony Soprano. Profesionales sin tacha que se recordaban a todas horas mientras redactaban las noticias: "Lo importante va siempre en el primer párrafo...".

En fin, cosas mías. Asociaciones que me vienen a la cabeza mientras veo "Primera plana" y me voy riendo casi en cada diálogo y en cada réplica; en cada ocurrencia y en cada giro argumental.  Porque el guion es de oro, y los actores son de leyenda, y Billy Wilder es un tipo vitriólico que no trata bien a casi nadie. En la película no hay ningún periodista con un mínimo de ética o de dignidad, y en eso “Primera plana” es una película de rabiosa actualidad. Ahora todo es digital e instantáneo, pero las noticias que publicaba el “Chicago Examiner” no se diferencian mucho de las que ahora nos dan los buenos días. En la prensa sigue habiendo más exageraciones que exactitudes, más intereses que moralidades. Los redactores-jefe son todos como este tipejo que interpreta Walter Matthau: paniaguados que también obedecen órdenes, urden en las sombras y sonríen con una jeta de cínicos recalcitrantes.









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Glengarry Glen Ross

🌟🌟🌟🌟🌟

Si un desconocido te sonríe, malo. Y si llama a la hora de la siesta, ponte a temblar. Eso es que quiere venderte algo: un abono a Vodafone o la salvación de tu alma. O quizá una finca en las Glengarry Highlands, como tratan de endilgarnos estos comerciales de la película. 

Nadie saluda afablemente si no es por interés. Si ya tenemos sospechas de los seres queridos -que a veces no se distinguen de los seres interesados- imagínate si te cruzas con estos tipos de “Glengarry Glen Ross”, que colocan terrenos con esa verborrea que les enseñan en las escuelas de economía. En esos antros donde aprenden las debilidades de nuestra psicología para que firmemos en la línea de puntos y despojarnos de los cuartos. 

En 1992 le cogíamos el teléfono a cualquiera porque aún no teníamos el domo de Telefónica, con su pantalla a modo de chivato, y por ahí, por ese anzuelo, nos enganchaban estos desalmados con promociones de la hostia e inversiones milagrosas. Ahora, gracias a la telefonía móvil, ya es más difícil que nos pesquen. O tenemos los números anotados en la lista de contactos, o nos salta el aviso de un teléfono sospechoso. Podemos hasta bloquearlos si nos dan mucho la tabarra. En eso, “Glengarry Glen Ross” ya es como un documental del Canal Historia, uno que versa sobre los vendedores de fincas en la época de Graham Bell. 

Pero también podría ser un documental de National Geographic: uno sobre cazadores con gabardina y úlceras en el estómago. Lo que hacen los comerciales de Glengarry Glen Ross no es muy distinto de  alancear el mamut o de espetar el salmón en el arroyo. Pero como estamos en 1992, y la cosa laboral se ha diversificado mucho en la sabana norteamericana, ahora nuestros muchachos cazan incautos para hipotecarlos por terrenos que no valen una mierda. En el fondo son los mismos cromañones competitivos que salen de buena mañana y regresan de mal atardecer. Sólo hemos cambiado el vestido de pieles por el traje de ejecutivo. La lanza y el cuchillo por la agenda y el maletín.  La evolución no consigue milagros en el plazo de tan pocos milenios. 







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Irma la dulce

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Hoy no se podría estrenar una película como “Irma la dulce”. Saldrían las feministas en bloque a decir que se blanquea la prostitución y que se hace comedia con los puteros. Se harían campañas, boicots, escraches... Arderían las tertulias en la radio y los canales en internet. Las gafas de Billy Wilder no sobrevivirían a la premiere en Nueva York. Pero todo esto solo es ficción: en 2023 Billy Wilder ni siquiera escribiría un guion tan suicida y problemático. O sí, pero solo por tocar los cojones, y divertirse con el espectáculo. 

Y la verdad es que tendrían su parte de razón, las nuevas inquisidoras. “Irma la dulce” se ha quedado trasnochada y un poco tontorrona. Incluso yo, que soy de los que defiende la regulación de la prostitución -que no su abolición- me doy cuenta de que la película sobrevuela alegremente el drama de estas mujeres que se exponen en la calle como gallinas en la carnicería. Hay que ser muy rijoso, muy hijo de puta precisamente, para meterse en la cama con una mujer que sabes que está siendo explotada, chuleada, golpeada incluso, cuando la recaudación no es la esperada. Y en “Irma la dulce” todas las prostitutas llevan un moratón en alguna parte de su cuerpo. Iba a decir que son como Cabiria, la prostituta de Fellini, pero Cabiria, que era tan pobre y desgraciada, al menos trabajaba para sí misma y no le rendía cuentas a nadie.

El verano pasado, en Ámsterdam, T. y yo conocimos el Barrio Rojo. Fue una experiencia chocante, que puso a prueba nuestro discurso. T. es feminista, pero no es una exaltada feminista: ella no iría insultando a los clientes por los canales, clamando por la castración química, ni querría que yo tirara el DVD de “Irma la dulce" a la basura, como penitencia por mis cinéfilos pecados. Las prostitutas de Ámsterdam también trabajan en expositores, y es verdad que uno siente un poco de vergüenza, y hasta de culpa, paseando por allí. Pero sus condiciones laborales no tienen nada que ver con las de Irma y sus compañeras. En Ámsterdam, por fortuna, no hay lugar para los redentores como Néstor Patou.





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Con faldas y a lo loco

🌟🌟🌟🌟🌟 


-    Cariño, he de ser sincero contigo. Tú y yo no podemos casarnos.

-    ¿Por qué no?

-    Pues, primero porque no soy rubio natural. Vamos, es que ni soy rubio, como puedes comprobar. Y jamás me teñiría de rubio si me lo pidieras.

-    No me importa.

-    Y no fumo. ¡No fumo nada! Aunque me gustaría, ¿sabes?, porque cuando me pongo nervioso, en lugar de meter un pitillo en la boca y entretenerla, digo cosas de las que al final siempre me arrepiento. Los fumadores son más elegantes por eso, porque se callan mientras fuman.

-    Me es igual.

-    ¡Tengo un horrible pasado! Como todo el mundo. No con una saxofonista, pero casi.

-    Te lo perdono.

-    Nunca podré tener hijos. Más hijos, quiero decir. Y aunque pudiera, ya no sería su padre, sino su abuelo.

-    Los adoptaremos.

-    No me comprendes, cariño. No soy un hombre. Soy un medio hombre que llora con las películas, que se emociona con los violines, que no tiene carnet de conducir. Que no sabe nada de mecánica y no podría arreglarte ni un enchufe miserable. Que no tiene aspiraciones de gourmet ni habilidades de cocinero. Que se pasa la vida viendo fútbol, y leyendo y escribiendo, y soñando pájaros. Un perfecto inútil.

-    Bueno, nadie es perfecto.





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El apartamento

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Hace pocos meses, de madrugada, una mujer que conocí en las redes sociales me contaba por teléfono las desgracias de su vida. Mayormente su relación con los hombres, que al parecer había sido caótica, insatisfactoria, llena de trampas y malentendidos. Yo no daba crédito a la fotografía que coronaba su perfil de WhatsApp: una pelirroja guapísima, de cabello corto, de ojos verdes y pizpiretos... Su voz era como el cantar de los nenúfares, si los nenúfares cantaran. Vivía un poco lejos de La Pedanía, pero ella venía hacía mí como el bólido de Fernando Alonso, sin parar en los semáforos. Yo estaba seguro de que esta mujer me estaba confundiendo con otro, porque ella venía de jugar la Champions League de los amores: maromos con pasta, yates amarrados, suites de cinco estrellas, pechos fornidos y bronceados. Ese era, al menos, el paisanaje que ella me desgranaba: yuppies de Madrid, abogados de Barcelona y artistas de Luxemburgo. La Champions, ya digo.

A mí, al principio, me daba que esta mujer estaba piripi como una cuba, o que me tomaba el pelo por una apuesta con las amigas.  Pero no: ella valoraba precisamente que yo fuera un anacoreta de La Pedanía, un bobolón del corazón, un desentendido de la moda...  Tan “diferente” a todos los demás. Tan “molón”, me dijo incluso.

-          Ojalá algún día encontrara a un hombre como tú -me soltó ya pasadas las dos de la madrugada.

Un hombre como yo soy... yo, obviamente, pero no me atreví a decírselo. Para qué. Ella se parecía mucho a la señorita Kubelik de “El apartamento”, en la cara y en los lamentos, y la señorita Kubelik estaba muy perdida en sus laberintos. Las mujeres así nunca encuentran la salida, o la encuentran demasiado tarde. O no quieren encontrarla.

-          ¿Por qué nunca me enamoro de una persona como usted? -se lamenta la señorita Kubelik ante Jack Lemmon, recordando que está fatalmente enamorada de un tipo impresentable, un mierda y un manipulador que es el jefe de la empresa.

-          Ya, bueno... -responde Jack Lemmon con el corazón destrozado-. Así es como son las cosas.







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Días de vino y rosas

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No duran mucho tiempo los días de vino y rosas, decía el inmortal poema de Ernest Dowson, que dicho así, con esta seguridad doctoral de libro de texto, me disfraza de bloguero muy leído, muy informado de las cosas literarias, cuando en realidad he tenido que buscar el dato en la Wikipedia que a todos nos iguala, a los incultos y a los letrados, a los que suspendían y a los que empollaban. Al final, gracias a este enorme chuletón que nos han regalado las nuevas tecnologías, se ha cumplido la profecía que anunciaba el tango Cambalache, y ya da lo mismo ser un burro que un gran profesor.



    Los días de rosas, en efecto, se pueden contar con los dedos de una mano -de dos si hay mucha suerte- porque el amor se marchita a la misma velocidad que los pétalos de las flores. Pero los días de vino, ay, para desgracia del matrimonio Clay, que pimplan y pimplan botellas de licores mucho más fuertes, duran años de tragedia matrimonial, de curdas hasta las tantas. De discusiones entre alientos que hipan y cuerpos que se tambalean. Porque al principio, de novietes, cuando los Clay todavía no eran tales, sino el señor Clay y la señorita Andersen, agarrados a la copichuela se echaban unas risas de la hostia, y veían la vida con una alegría que magnificaba todo lo bueno y relativizaba todo lo malo. Pero luego, otra vez ay, pasados los meses, la botella ya era para ellos un adminículo tan imprescindible como las gafas para ver, o el sonotone para escuchar, y sin ella ya no atinaban ni a poner un plato sobre la mesa, ni a centrar una meada en el cráter del retrete. Porque el cuerpo se les acostumbró, y el hígado se les aclimató, y casi sin darse cuenta terminaron jodiéndose primero los modales, y luego las responsabilidades, y ya finalmente la vergüenza. Perdieron para siempre aquella alegría de vivir que les salía pura del alma, cristalina como el agua del manantial, sin alcoholes añadidos, cuando gozaban de la felicidad verdadera de la juventud. 


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Avanti!

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La idea original de Avanti! era que el señor Wendell Armbruster  estuviera liado con el botones del hotel Excelsior, y que el escándalo mayúsculo de dos amantes adúlteros fuera todavía mayor. Pero corría el año 1972 y los ejecutivos del estudio disuadieron a Billy Wilder de rodar tal atrevimiento. El amor truncado que luego habrían de enterrar la señorita Piggott y el heredero Armbruster fue, finalmente, un romance de exquisita heterosexualidad, con cenas a la luz de las velas, rondalla de músicos italianos y playas accidentadas donde siempre hay un roquedo oculto en el que desnudarse.

    Curiosamente, los desnudos de Jack Lemmon y Juliet Mills -dos culos y dos pechos blanquecinos y mortales tostándose al sol- sí pasaron el filtro puritano de los mandamases en Hollywood, que tal vez lo consideraron un mal menor frente a la idea primera de colocar dos pollas contemplando las aguas del mar Tirreno, como dos periscopios en el ardor de la pasión, o dos polluelos de gaviota en el remanso de la satisfacción. La censura española -of course- no se dejó engañar por esta celebración del amor estival y retozón, por muy heterosexual que fuera. Y pporque, además, suponía el adulterio flagrante del heredero Armbruster, y el adulterio es un pecado muy gordo en cualquier orilla de los océanos.

    Donde no sé si existió otra censura mayor, radical, casi patriótica, de Avanti!, fue en la católica y soleada Italia, lugar idílico donde los nativos de la película se desviven para que los americanos con posibles dejen los dineros y las sonrisas. La imagen que se da de los italianos -y más concretamente de los italianos del sur- es un sainete casi tercermundista, con mafiosos desdentados, lugareños extravagantes, camareros chantajistas, burócratas ineficaces y mujeres tan cejijuntas y bigotudas que obligan a sus maridos a emigrar a Estados Unidos en busca del sueño de la Rubia Anglosajona. Y pasarse así, de polizones, a otra película muy famosa del año 1972 que ya no iba de americanos enterrando familiares en Italia, sino de italianos enterrando fiambres en los Estados Unidos. 



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La extraña pareja

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Cuando los hombres divorciados se enfrentan a la suciedad progresiva de su hogar -ésa que antes sólo limpiaban por encima los fines de semana para que la mujer no protestara-, tienen dos caminos a seguir: o abandonarse a la molicie y dejar que la mierda campe a sus anchas hasta que asome un prurito de vergüenza, o instalarse en la neurosis de quien no soporta ver el churretón sobre el azulejo o el pelo en la bañera. O la suciedad, o la locura. No hay término medio para el hombre solitario enfrentado a la mugre. Una mugre que además, sin que ninguna teoría científica sea capaz de explicarla, crece exponencialmente cuando un hombre vive solo, como si la mujer y los hijos que antes pululaban por allí fueran seres que absorbieran polvo y grasa en lugar de producirlos.



    En La extraña pareja, Oscar Madison es un divorciado de larga trayectoria que ha optado por vivir con el fregadero lleno de cacharros y la alfombra sembrada de colillas. Los fines de semana monta una timba de póker con los amigotes que lo deja todo perdido, pero ni a él ni a sus colegas les importa mucho la insalubridad del ecosistema. Felices y gorrinos, viven felices con sus partidas hasta que Félix se muda al piso de Oscar. Félix es un amigo común que acaba de divorciarse y que pasará unas semanas durmiendo en el cuarto de invitados. Lo que parece el inicio de la concordia y la francachela se convertirá, al poco tiempo, en una dura prueba para la amistad, porque Félix es un tipo muy diferente a Óscar, uno que ha optado por el segundo camino del hombre divorciado. 

    Armado de bayeta y desinfectante convertirá la cueva de su amigo en un piso que será la envidia de las vecinitas más exigentes cuando éstas bajen a tontear. Los intercambios sexuales de Oscar aumentan, pero sus amigos del póker, asfixiados en ese nuevo ambiente de limpieza, obligados por Félix a colocar sus cervezas sobre el posavasos y las colillas sobre el cenicero, decidirán trasladar sus barajas a una cueva donde haya menos etiquetas y menos reproches. Y Oscar, por supuesto, colocado en la tesitura de elegir entre los polvos de ocasión y las partidas de póker, tendrá que rogarle al bueno de su amigo que deje de limpiar tanto. Por el bien de su sagrada amistad, que ahora se tambalea.


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JFK

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Leo las primeras páginas del libro JFK, Caso Abierto y el recuerdo imborrable de JFK, la obra maestra de Oliver Stone, regresa una y otra vez. Necesito recobrar las imágenes para que la lectura se vuelva fluida y apasionante. Es la quinta o la sexta vez que veo la película y no me importan sus imperfecciones, ni sus visiones subjetivas. ¿Subjetivas, he dicho? Los cojones... En los ratos imperfectos me recreo en la belleza de Sissy Spacek, y en los ratos divagatorios le concedo a Oliver Stone mucho más que el beneficio de la duda. Y que se jodan, los creyentes en la comisión Warren. JFK es para mí una película fundacional, quizá el primer hito en mi formación como ciudadano interrogante y desconfiado. La descubrí con diecinueve años siendo un tontaina que aún creía en la honestidad de los gobiernos, y salí de ella convencido para siempre de la naturaleza diabólica de los gobernantes. Todo lo que he visto o leído desde entonces no ha sido más que el refrendo o el subrayado de aquellas revelaciones. Tengo cien libros y cien películas que vienen a contar más o menos lo mismo que expone JFK: que no mandan los que parecen; que la democracia es una fachada; que los mecanismos de poder son intocables; que nada ha cambiado desde la antigua Roma; que los Césares son contingentes y no necesarios. Que el poder del pueblo sólo es una bonita ilusión.


El libro que ahora me ocupa es demasiado condescendiente con la versión oficial. El autor siembra dudas en esto y en aquello, pero se nota que lo hace para cumplir el expediente, y para que los lectores avezados no lo tachen de simplón. Se nota que es un tipo políticamente correcto, centrado, centrista, que no se ha metido en este quilombo para destapar asuntos sucios del gobierno, sino para vender libros con el reclamo de una fotografía de Kennedy morituri en la portada. El tipo se nos pierde en los detalles, y se olvida de lo sustancial. Como decía X, el personaje de Donald Sutherland, lo que menos importa es si fueron los cubanos o la mafia, los anticastristas exiliados o los camioneros de Jimmy Hoffa. La identidad de la mano ejecutora sólo es un juego de adivinación. Una distracción para el público. Lo importante es saber quién se benefició con la muerte de Kennedy. Quién pudo perpetrar algo así y luego mantener el secreto. Quiénes se forraron, quiénes medraron, quiénes consiguieron lo que con su presencia viva no podían obtener. No es difícil de averiguar. Basta con ver la película atentamente y leer un par de libros sobre el tema. No éste que ahora leo, precisamente, pero sí otros, que algún día recomendaré en un blog paralelo que verse sobre libros conspiranoicos. Cuando recobre aquellos ojos, y regresen aquellas noches.




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