Glengarry Glen Ross
Top Gun: Maverick
🌟🌟🌟
No pasan los años por Pete Mitchel, el Maverick. Ahí sigue flipando con sus Rayban, con su chupa, con su pelo inmaculado.
Con sus andares de chulopiscinas. Es verdad que en el plano corto se le adivina
alguna arruga, alguna tirantez en la piel, pero Maverick va demasiado rápido
por la vida para que te fijes en esas cosas. Sigue siendo el más intrépido con
la moto y el más escurridizo con el caza de combate. Y el que más liga, de lejos, en la
cantina militar. Cuando era un niñato se tiraba a todas las niñatas de
California, pero ahora, con la edad, ha ampliado su espectro a las divorciadas
de buen ver. Hasta Jennifer Connelly,
que ya es decir, se pirra por sus huesos de australopiteco. Lo digo sin ofender: ya en
la primera película, cuando combatía al comunismo internacional, Maverick era
un retaco como nuestros antepasados de la sabana; así que ahora, para su
suerte, no se le nota tanto el encorvamiento de la edad.
Desde 1986 han pasado varios
Mavericks por mi vida y ninguno ha dejado gran huella que se diga. Había un
tolai en nuestro instituto al que apodábamos “Maverick” porque se parecía mucho
a Tom Cruise Tenía la misma sonrisa ahostiable y la misma prepotencia innata. Ya no recuerdo
su nombre verdadero, que sería Javier, o Manolo, como todo hijo de vecino. Cada
día aparecía por las inmediaciones con una novia diferente y le envidiábamos a
dolor, casi sanguinariamente. Luego vino el Maverick de Mel Gibson, que era el
truhan de las cartas, y Maverick Viñales, que hacía room-room con la moto, y
los Dallas Mavericks, que entonces tenían a Dirk Nowitzki y ahora tienen a "Locura" Doncic. Ellos son los únicos Mavericks que me han conmovido en el sofá...
“Top Gun: Maverick” no me
ha conmovido ni la punta del pijo. Ni siquiera cuando sale Val Kilmer arrancándose las palabras. La película es otra oda a estos sicarios de los neocons. El
espectáculo aéreo es la hostia, no digo que no, pero jamás pierdo de vista el trasfondo
del asunto. Estos aviadores molones llevan varias décadas bombardeando dictaduras
espeluznantes, pero también democracias que molestan, sueños de emancipación
y proyectos de bienestar.
La hija oscura
🌟🌟
Después de mucho revolver
en las carpetas del disco duro, al final nos pusimos a ver “La hija oscura”.
Pero un poco a oscuras también: a oscuras de habitación, ya de anochecida, y a oscuras
de conocimientos, con pocos datos sobre el material. Solo que salía Olivia
Colman y que había estado nominada al Oscar por su trabajo. Y suficiente, en
verdad, más que suficiente, porque cuando Olivia se pone ella es superlativa y
llena la pantalla con un algo de catedrática.
“Va, venga, la de Olivia
Colman...”, acordamos en la última ronda de negociaciones, y al principio nos
las prometíamos muy felices porque ella salía todo el rato, de vacaciones en un
hotel junto al mar. Olivia paseaba, tanteaba el terreno, observaba atentamente
a los niños, y nosotros, en los silencios, aprovechábamos para alabarla: qué
bien estaba Olivia Colman en aquella película, la de la reina, y en aquella
otra, la del Alzheimer. Qué actriz, qué portento, qué presencia...
Pero la película, al
menos en su inicio, es eso, oscura. Como la hija del título. Olivia es una
mujer enajenada que tiene comportamientos raros y... oscuros. Van veinte
minutos de película y Olivia ya está harta de sus vacaciones: no la dejan leer,
no la dejan escribir, no la dejan disfrutar del silencio. Es como en las
vacaciones de los proletarios, aunque ella vaya de finolis. Pero no van por ahí
los tiros de su tristeza. Lo de Olivia es como un trauma que se le quedó. En
los flashbacks que la asaltan suponemos que sale ella de joven, incómoda con
una maternidad que la supera, o que la desborda, algo así. Los recuerdos son
extraños, y el presente muy turbio. Es todo confuso y raro. Y en el reloj del
ordenador acababan de darnos la una de la madrugada...
A esas alturas aún no
sabíamos si Olivia tenía uno de esos días o si padecía una enfermedad
diagnosticada en el DSM V. Pero ya nos daba igual. Yo, por mi parte, me quedé pajarito,
piando a T. mi estupor. Muy bajito.
Enemigo a las puertas
Los hombres nos pasamos la vida entera midiéndonos las pollas, que para un heterosexual como yo, tan típico y tan tópico, sólo es una práctica real cuando miramos de reojo en los urinarios, o nos asomamos a las páginas porno con acomplejantes resultados. Cuando decimos "comparar pollas" queremos decir, en realidad, comparar testosteronas, que son las hormonas esteroideas que esculpen nuestros rasgos fenotípicos. Pero preferimos, llegado el caso, el lenguaje de la calle al de la clase de biología, para que no nos tomen por empollones y no nos partan la cara en los bares del barrio.
Una historia de violencia
Hay un momento terrible, en cualquier noche de bodas, pasada la resaca del champán y la euforia del sexo pasional, en que uno, desvelado en mitad de la madrugada, tal vez sentado en el retrete o haciendo zapping frente al televisor, se pregunta quién coño es ese hombre o esa mujer que sigue durmiendo en la cama, o que finge que duerme, tal vez pensando lo mismo que estamos pensando nosotros...
Hace sólo unas horas que hemos jurado amor eterno en la iglesia del pueblo, o en la oficina del ayuntamiento, y ahora, de repente, como nos sucedía en las primeras noches de noviazgo, el otro, o la otra, nos parece un extraño del que desconocemos la mayor parte de su vida. Hemos escuchado relatos, conversado con familiares, compartido anécdotas con amigos comunes y no comunes... Hemos visto fotografías en los viejos álbumes de la suegra y en los perfiles variopintos de las redes sociales. Tenemos muchas piezas del puzle y por eso hemos dado el paso trascendental de amar y de confiar. Pero el puzle del otro siempre va a quedar incompleto, con huecos en la biografía, y piezas que no terminan de encjar. Nadie conoce a nadie, en realidad, pero esta ignorancia no suele traer consecuencias funestas: como mucho podemos desconocer un pecadillo de juventud, un delito menor, un tonteo con sustancias ilegales... Peccata minuta. Cosas de la gente normal.
El show de Truman
La primera vez que ves El show de Truman sólo estás pendiente, lógicamente, de las andanzas y malandanzas de Truman Burbank. Jim Carrey monopoliza la película y uno está que se come las uñas con su despertar del engaño y su fuga hacia Mundo Exterior donde le espera Natascha McElhone. Que ya quisiera uno -digo yo- pasar unos cuantos años en la inopia vital, vigilado por un dios con boina francesa, si la compensación es que luego, ya unidos para siempre, Natascha te dedique danzas melanesias al calor de las fogatas.
Quiero decir: la mujer de Truman no es su mujer de verdad, sino una actriz que a veces parlotea incoherencias publicitarias mirando hacia el infinito, pero en realidad también se pasa todo el día allí, esclavizada, fingiendo un matrimonio que tal vez empieza a traspasarle la piel. Supongo que por el día, mientras Truman va repartiendo sonrisas y pólizas de seguro, unos empleados del show adecentan su casa y bajan al supermercado y Meryl Burbank aprovecha el asueto para refugiarse por unas horas en su casa verdadera, seguramente a pocas millas del trabajo por si a Truman le da la ventolera, y convivir unas pocas horas con el señor Gill y sus hijos semiabandonados. ¿Qué pensará de todo esto, me pregunto, el señor Gill, un tipo que lleva años viviendo un vis a vis carcelario y que ve a su esposa en la tele no fingiendo el amor como una actriz profesional, sino haciéndolo de verdad como una actriz porno, aunque sea protegida por una cortinilla televisiva, por un fundido en negro con acompañamiento musical, cuando ella se entrega al débito conyugal para que Truman siga sin coscarse del gran negocio que se mueve a su costa?
Madre!
Westworld
Westworld es un parque temático enclavado en el mismísimo Monument Valley donde John Ford rodaba sus películas de vaqueros. Los turistas de "Westworld", muy selectos, pagan una pasta gansa por vivir la experiencia única del Far West: caminar por la calle polvorienta armados de pistolas; entrar en el saloon dando una patada a la puerta batiente; presumir de asesinatos ante el barman calvorota que sirve whisky peleón. Liarse a hostias con el primer desafeitado que cruza la mirada y luego curar las heridas con las prostitutas que esperan solícitas en el primer piso. El ritual, vamos.