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Glengarry Glen Ross

🌟🌟🌟🌟🌟

Si un desconocido te sonríe, malo. Y si llama a la hora de la siesta, ponte a temblar. Eso es que quiere venderte algo: un abono a Vodafone o la salvación de tu alma. O quizá una finca en las Glengarry Highlands, como tratan de endilgarnos estos comerciales de la película. 

Nadie saluda afablemente si no es por interés. Si ya tenemos sospechas de los seres queridos -que a veces no se distinguen de los seres interesados- imagínate si te cruzas con estos tipos de “Glengarry Glen Ross”, que colocan terrenos con esa verborrea que les enseñan en las escuelas de economía. En esos antros donde aprenden las debilidades de nuestra psicología para que firmemos en la línea de puntos y despojarnos de los cuartos. 

En 1992 le cogíamos el teléfono a cualquiera porque aún no teníamos el domo de Telefónica, con su pantalla a modo de chivato, y por ahí, por ese anzuelo, nos enganchaban estos desalmados con promociones de la hostia e inversiones milagrosas. Ahora, gracias a la telefonía móvil, ya es más difícil que nos pesquen. O tenemos los números anotados en la lista de contactos, o nos salta el aviso de un teléfono sospechoso. Podemos hasta bloquearlos si nos dan mucho la tabarra. En eso, “Glengarry Glen Ross” ya es como un documental del Canal Historia, uno que versa sobre los vendedores de fincas en la época de Graham Bell. 

Pero también podría ser un documental de National Geographic: uno sobre cazadores con gabardina y úlceras en el estómago. Lo que hacen los comerciales de Glengarry Glen Ross no es muy distinto de  alancear el mamut o de espetar el salmón en el arroyo. Pero como estamos en 1992, y la cosa laboral se ha diversificado mucho en la sabana norteamericana, ahora nuestros muchachos cazan incautos para hipotecarlos por terrenos que no valen una mierda. En el fondo son los mismos cromañones competitivos que salen de buena mañana y regresan de mal atardecer. Sólo hemos cambiado el vestido de pieles por el traje de ejecutivo. La lanza y el cuchillo por la agenda y el maletín.  La evolución no consigue milagros en el plazo de tan pocos milenios. 







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Top Gun: Maverick

🌟🌟🌟


No pasan los años por Pete Mitchel, el Maverick. Ahí sigue flipando con sus Rayban, con su chupa, con su pelo inmaculado. Con sus andares de chulopiscinas. Es verdad que en el plano corto se le adivina alguna arruga, alguna tirantez en la piel, pero Maverick va demasiado rápido por la vida para que te fijes en esas cosas. Sigue siendo el más intrépido con la moto y el más escurridizo con el caza de combate. Y el que más liga, de lejos, en la cantina militar. Cuando era un niñato se tiraba a todas las niñatas de California, pero ahora, con la edad, ha ampliado su espectro a las divorciadas de buen ver. Hasta Jennifer Connelly, que ya es decir, se pirra por sus huesos de australopiteco. Lo digo sin ofender: ya en la primera película, cuando combatía al comunismo internacional, Maverick era un retaco como nuestros antepasados de la sabana; así que ahora, para su suerte, no se le nota tanto el encorvamiento de la edad. 

Desde 1986 han pasado varios Mavericks por mi vida y ninguno ha dejado gran huella que se diga. Había un tolai en nuestro instituto al que apodábamos “Maverick” porque se parecía mucho a Tom Cruise Tenía la misma sonrisa ahostiable y la misma prepotencia innata. Ya no recuerdo su nombre verdadero, que sería Javier, o Manolo, como todo hijo de vecino. Cada día aparecía por las inmediaciones con una novia diferente y le envidiábamos a dolor, casi sanguinariamente. Luego vino el Maverick de Mel Gibson, que era el truhan de las cartas, y Maverick Viñales, que hacía room-room con la moto, y los Dallas Mavericks, que entonces tenían a Dirk Nowitzki y ahora tienen a "Locura" Doncic. Ellos son los únicos Mavericks que me han conmovido en el sofá...

“Top Gun: Maverick” no me ha conmovido ni la punta del pijo. Ni siquiera cuando sale Val Kilmer arrancándose las palabras. La película es otra oda a estos sicarios de los neocons. El espectáculo aéreo es la hostia, no digo que no, pero jamás pierdo de vista el trasfondo del asunto. Estos aviadores molones llevan varias décadas bombardeando dictaduras espeluznantes, pero también democracias que molestan, sueños de emancipación y proyectos de bienestar. 


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La hija oscura

🌟🌟

Después de mucho revolver en las carpetas del disco duro, al final nos pusimos a ver “La hija oscura”. Pero un poco a oscuras también: a oscuras de habitación, ya de anochecida, y a oscuras de conocimientos, con pocos datos sobre el material. Solo que salía Olivia Colman y que había estado nominada al Oscar por su trabajo. Y suficiente, en verdad, más que suficiente, porque cuando Olivia se pone ella es superlativa y llena la pantalla con un algo de catedrática.

“Va, venga, la de Olivia Colman...”, acordamos en la última ronda de negociaciones, y al principio nos las prometíamos muy felices porque ella salía todo el rato, de vacaciones en un hotel junto al mar. Olivia paseaba, tanteaba el terreno, observaba atentamente a los niños, y nosotros, en los silencios, aprovechábamos para alabarla: qué bien estaba Olivia Colman en aquella película, la de la reina, y en aquella otra, la del Alzheimer. Qué actriz, qué portento, qué presencia...

Pero la película, al menos en su inicio, es eso, oscura. Como la hija del título. Olivia es una mujer enajenada que tiene comportamientos raros y... oscuros. Van veinte minutos de película y Olivia ya está harta de sus vacaciones: no la dejan leer, no la dejan escribir, no la dejan disfrutar del silencio. Es como en las vacaciones de los proletarios, aunque ella vaya de finolis. Pero no van por ahí los tiros de su tristeza. Lo de Olivia es como un trauma que se le quedó. En los flashbacks que la asaltan suponemos que sale ella de joven, incómoda con una maternidad que la supera, o que la desborda, algo así. Los recuerdos son extraños, y el presente muy turbio. Es todo confuso y raro. Y en el reloj del ordenador acababan de darnos la una de la madrugada...

A esas alturas aún no sabíamos si Olivia tenía uno de esos días o si padecía una enfermedad diagnosticada en el DSM V. Pero ya nos daba igual. Yo, por mi parte, me quedé pajarito, piando a T. mi estupor. Muy bajito.





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Enemigo a las puertas

🌟🌟🌟🌟

Los hombres nos pasamos la vida entera midiéndonos las pollas, que para un heterosexual como yo, tan típico y tan tópico, sólo es una práctica real cuando miramos de reojo en los urinarios, o nos asomamos a las páginas porno con acomplejantes resultados. Cuando decimos "comparar pollas" queremos decir, en realidad, comparar testosteronas, que son las hormonas esteroideas que esculpen nuestros rasgos fenotípicos. Pero preferimos, llegado el caso, el lenguaje de la calle al de la clase de biología, para que no nos tomen por empollones y no nos partan la cara en los bares del barrio.


    En el principio de los tiempos, Dios creó la testosterona para que los hombres echáramos músculo, agraváramos la voz y cuadriculáramos la mandíbula, que son los reclamos para que las mujeres se presten a la reproducción. Pero luego, con las complicaciones de la civilización, la testosterona fue asumiendo funciones, ampliando sus horizontes, y terminó por convertirse en la hormona del orgullo y de la guerra. En Stalingrado, en 1942, aunque Stalin había sublimado la suya en un seminario de curas, y Hitler, según las malas lenguas, sólo producía la mitad de lo posible, ambos volcaron sus reservas sobre la ciudad del Volga para engendrar una tormenta de fuego que se convirtió en la batalla más decisiva de la II Guerra Mundial. Los anglosajones, por supuesto, cuando ruedan sus películas, dicen que el hito decisivo fue el desembarco de Normandía, pero por entonces los alemanes ya llevaban seis meses retirándose del Este, y racionando la gasolina hasta en los mecheros para el tabaco.

(Stalingrado, no lo olvidemos, quizá fue la primera batalla de los tiempos modernos, desencadenada por la posesión de unos pozos petrolíferos).

    Entre las ruinas de la ciudad cien veces bombardeada y reconquistada, Vassili Zaitsev, el francotirador del Ejército Rojo elevado a la categoría de leyenda, tambièn tiene que medirse la polla con un rival temible del ejército alemán. Medirse el fusil no es más que una metáfora del asunto. Por eso son fálicos, y disparan proyectiles en la calentura. 




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Una historia de violencia

🌟🌟🌟

Hay un momento terrible, en cualquier noche de bodas, pasada la resaca del champán y la euforia del sexo pasional, en que uno, desvelado en mitad de la madrugada, tal vez sentado en el retrete o haciendo zapping frente al televisor, se pregunta quién coño es ese hombre o esa mujer que sigue durmiendo en la cama, o que finge que duerme, tal vez pensando lo mismo que estamos pensando nosotros...

    Hace sólo unas horas que hemos jurado amor eterno en la iglesia del pueblo, o en la oficina del ayuntamiento, y ahora, de repente, como nos sucedía en las primeras noches de noviazgo, el otro, o la otra, nos parece un extraño del que desconocemos la mayor parte de su vida. Hemos escuchado relatos, conversado con familiares, compartido anécdotas con amigos comunes y no comunes... Hemos visto fotografías en los viejos álbumes de la suegra y en los perfiles variopintos de las redes sociales.  Tenemos muchas piezas del puzle y por eso hemos dado el paso trascendental de amar y de confiar. Pero el puzle del otro siempre va a quedar incompleto, con huecos en la biografía, y piezas que no terminan de encjar. Nadie conoce a nadie, en realidad, pero esta ignorancia no suele traer consecuencias funestas: como mucho podemos desconocer un pecadillo de juventud, un delito menor, un tonteo con sustancias ilegales... Peccata minuta. Cosas de la gente normal.

    En las películas, sin embargo, los amantes suelen ser personas poco normales, gente “peliculable”, de biografías excitantes u oscuras, extravagantes o complejísimas. Y por eso, en ese momento terrible de la noche de bodas, uno puede llegar a pensar que quien duerme pecho con espalda es un prófugo de la justicia, un testigo protegido, un agente de la CIA, un extraterrestre con forma humana como aquellos que pululaban por Men in Black... Su nombre verdadero podría no ser el que figura en el carnet de identidad. El carnet de identidad, mismamente, podría estar falsificado... Nuestro amor podría tener, incluso, un pasado de matón en Filadelfía, a sueldo de la mafia local, con varios fiambres en la conciencia y en la no-conciencia. Quién sabe si una vocación de asesino bien disimulada bajo esos aires de honrado ciudadano...



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El show de Truman

🌟🌟🌟🌟

La primera vez que ves El show de Truman sólo estás pendiente, lógicamente, de las andanzas y malandanzas de Truman Burbank. Jim Carrey monopoliza la película y uno está que se come las uñas con su despertar del engaño y su fuga hacia Mundo Exterior donde le espera Natascha McElhone. Que ya quisiera uno -digo yo- pasar unos cuantos años en la inopia vital, vigilado por un dios con boina francesa, si la compensación es que luego, ya unidos para siempre, Natascha te dedique danzas melanesias al calor de las fogatas.

    Hoy que he vuelto a ver El show de Truman con el desenlace sabido y la moraleja digerida, me ha dado por pensar en los otros personajes que viven atrapados con él en Seahaven Island. Porque si Truman es un prisionero de la vida, ellos, los actores y actrices que se dedican a engañarle, son unos prisioneros del trabajo bajo la bóveda del gran estudio de Christof.

     Quiero decir: la mujer de Truman no es su mujer de verdad, sino una actriz que a veces parlotea incoherencias publicitarias mirando hacia el infinito, pero en realidad también se pasa todo el día allí, esclavizada, fingiendo un matrimonio que tal vez empieza a traspasarle la piel. Supongo que por el día, mientras Truman va repartiendo sonrisas y pólizas de seguro, unos empleados del show adecentan su casa y bajan al supermercado y Meryl Burbank aprovecha el asueto para refugiarse por unas horas en su casa verdadera, seguramente a pocas millas del trabajo por si a Truman le da la ventolera, y convivir unas pocas horas con el señor Gill y sus hijos semiabandonados. ¿Qué pensará de todo esto, me pregunto, el señor Gill, un tipo que lleva años viviendo un vis a vis carcelario y que ve a su esposa en la tele no fingiendo el amor como una actriz profesional, sino haciéndolo de verdad como una actriz porno, aunque sea protegida por una cortinilla televisiva, por un fundido en negro con acompañamiento musical, cuando ella se entrega al débito conyugal para que Truman siga sin coscarse del gran negocio que se mueve a su costa?   

    ¿Qué pensará de todo esto la mujer verdadera de Marlon, el tipo entrañable, el amigo del alma, el borrachín que nunca suelta el pack de seis latas para presentarse al lado de Truman en las duras y en las maduras? Ese tipo que siempre está cuando Truman necesita un apoyo, o una juerga, o un lavado de cerebro. Un tipo omnipresente al que los productores reclaman a cualquier hora cuando saltan las alarmas de Truman mosqueado, de Truman que reflexiona, de Truman que casi muere aplastado por un foco que se desprendió. Marlon también lleva una vida verdadera fuera de Seahaven, pero sólo durante unas horas al día, sin sábados ni domingos, tal vez sólo las vacaciones de verano, quince días al año, cuando le dice a Truman que está de viaje en Singapur y en realidad sólo está tres kilómetros más allá, al otro lado del decorado, descansando con otra familia, en otro pueblo, con otros amigos más verdaderos. 





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Madre!

🌟

Alrededor de una cagada depositada sobre la acera se reúnen varias personas haciendo corrillo. Mientras unas sonríen divertidas y otras gruñen escandalizadas, las hay que aprovechan para sacar punta a su espíritu científico, deductivo, sherlockholmesiano. Analizando la textura, el fraccionamiento, el olor inconfundible, son varios los que aseguran que el mojón es una cagada de perro. La plasta es de tamaño medio, de marrón indefinible, de textura a medio cocer. Los que tienen perro opinan con más didactismo; los que no, tiran de su larga experiencia en la ciudad sorteando cagadas parecidas. Aunque a decir verdad, boñigas tan sugestivas se han visto pocas en los últimos tiempos. La deposición es amorfa y original. Como un manchurrón abstracto que disparara la imaginación interpretativa. Suscita el debate abierto y el intercambio de ideas. Es como una provocación del ayuntamiento, como una ocurrencia genial del intestino. Casi una obra de arte urbano, radical, transgresora, quién sabe si la gamberrada inaugural de un nuevo Banksy que trabajara otros materiales y otras ideas.


    Al otro lado del mojón, sin embargo, para contradecir las versiones de los animalistas, y los desvaríos de los pedantes, varios transeúntes sostienen que los excrementos tienen un origen humano inconfundible, y que allí -porque este barrio es zona de copas por la noche- ha defecado algún gracioso con el esfínter aflojado por el alcohol. Hay quien cree adivinar, incluso, entre los intersticios de la mierda, restos de comida inequívocamente humana, lentejas, o pellejos de garbanzo, o hasta pepitas de sandía, y disertan sobre la última cena del caganet como quien practicara una autopsia en la morgue, o desvelase los secretos alimenticios de la última momia hallada en Egipto. Los animalistas gruñen poco satisfechos con la explicación, y hablan del carácter omnívoro de los perros, y de su costumbre de hociquear entre los restos de basura. Los seguidores de la vía artística insisten en la aparición de un nuevo genio en la ciudad, y en este batiburrillo de discrepancias se van agotando los minutos y los argumentos hasta que finalmente llega el barrendero municipal, recoge la mierda con sus utensilios, y la introduce sin decir una palabra en el cubo de la basura. La mierda, y el debate, terminan de repente. 

    Madre! es una cagada. 


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Westworld

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Westworld es un parque temático enclavado en el mismísimo Monument Valley donde John Ford rodaba sus películas de vaqueros. Los turistas de "Westworld", muy selectos, pagan una pasta gansa por vivir la experiencia única del Far West: caminar por la calle polvorienta armados de pistolas; entrar en el saloon dando una patada a la puerta batiente; presumir de asesinatos ante el barman calvorota que sirve whisky peleón. Liarse a hostias con el primer desafeitado que cruza la mirada y luego curar las heridas con las prostitutas que esperan solícitas en el primer piso. El ritual, vamos.

    Westworld también ofrece otras actividades a sus clientes, como ir a buscar oro con los mineros, o adentrarse en las tierras salvajes de los indios. Pero los turistas, en su mayoría, prefieren quedarse en el poblado a descerrajar tiros y luego echar un polvo para aliviar la tensión. Alguno podría pensar que para este viaje no hacían falta tantas alforjas: que total, para disparar un arma, y satisfacer los bajos instintos, existen mil sitios en el mundo real que son más baratos que esta recreación casi almeriense de los poblachos ultramisisipianos. Pero no es lo mismo: la gracia de Westworld es que allí no rige ninguna ley -como casi no regía ninguna en el Far West original-, y que el turista, básicamente, puede hacer lo que le dé la gana con sus residentes, que no son actores contratados como en el Tren de la Bruja, o como en la Casa del Terror, sino robots de alta tecnología que se prestan a cualquier abuso porque están programados para la indefensión, y además van armados con revólveres de fogueo.

    Westworld, aunque haya alcanzado la pericia biónica de los Nexus 6, en realidad es un asco de sitio donde todo se reduce, esencialmente, a que un turista borracho lo siembra todo de cadáveres y varios operarios salen por la noche con las mulillas como si de una corrida de toros se tratase. Plasma y arena. Un divertimento chusco y algo cañí. Y lo peor no es eso: lo peor es que Westworld, la serie, tampoco responde a las expectativas que crearon los articulistas en sus foros, y los amigos en sus recomendaciones. Será que estoy viviendo una mala época, o que la serie me ha entrado por un mal sitio del ojete. No lo sé.  Sólo la belleza de Evan Rachel Wood -que es tan hermosa que te funde los plomos metafóricos- me distraede la realidad amarga que oprime el pecho. Quizá no era el momento de ponerse a ver Westworld. A veces no falla uno, ni la serie, sino el contexto. 




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Rompenieves

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Rompenieves es el nombre del tren donde viajan los últimos seres humanos. Un arca de Noé rodante que describe círculos alrededor de Eurasia mientras espera que llegue el deshielo. Algún político iluminado -seguramente un eurodiputado español, que vivía su retiro dorado en  Bruselas- decidió combatir el cambio climático echando no sé qué mierda en el aire, y consiguió, como en los cómics de Mortadelo y Filemón, cuando el profesor Bacterio le ponía remedio a las desgracias, congelar el planeta hasta casi acabar con la humanidad.

       El Rompenieves, como no podía ser de otro modo, está estrictamente jerarquizado. En los vagones delanteros, que parecen de un Orient Express futurista, viajan los millonarios que se abrieron camino en la vida. En los traseros, que parecen transportes fletados por Adolf Eichmann, viajan los desgraciados que no supieron emprender en los negocios. En el medio, armada hasta los dientes, una legión de seguratas impide la revuelta de los perroflautas, a tiro limpio si fuera menester. Como se ve, el Rompenieves es toda una metáfora del sueño ultraliberal. Libres ya del Estado tocapelotas, los ricos campan a sus anchas en sus vagones de primerísima clase, mientras los pobres comen mierda en pastillas y beben agua oxidada. “Es el orden natural de las cosas”, afirma Mr. Wilford, el dueño del tren. Ytal felonía, que en la ficción nos parece una cosa de ser muy hijo de puta, es lo mismo que repiten a todas horas nuestros prohombres de derechas, cuando salen en las tertulias o en los artículos de opinión, negando la existencia de la lucha de clases. Los mismos tipos que luego, tras ofenderse mucho por haberles mencionado la estructura piramidal de la sociedad, se suben al tren, o al avión, o al autobús “Supra”, y se compran un billete de primera clase para no coincidir con parásitos como tú, quejica de la taberna, y perroflauta con piojos. Lo que no harían, y no dirían, estos golfillos, subidos en el Rompenieves.


          De todos modos, a este coreano que dirige la función, el tal Joon-ho Bong, le importa una mierda la lucha de clases. Rompenieves, aunque pudiera parecerlo, no es ni de lejos el Octubre de Serguei M. Eisenstein. Las diferencias de status sólo crean la tensión necesaria para que el personal se líe a hostias, y a partir del minuto treinta uno se ve enredado en otro blockbuster oriental de peleas a cuchillo y patadas voladoras. Ni un pelo de la barba de Marx sale volando en los fotogramas. 


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