Nader y Simin, una separación

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"Nader y Simin" podría haber sido la versión iraní de una película de Azcona y Berlanga. Aquí todo el mundo también va a lo suyo, a su rollo... Los personajes no paran de dar po’l culo para defender sus razones, sus intereses, sus pequeñas o grandes mezquindades. Hasta la puesta en escena tiene un cierto parecido con la de Berlanga: cuando unos personajes se tiran los trastos en primer término, otros, impacientes, siguen con sus monsergas en segundo plano, dando su opinión, lanzando su pedrada, defendiendo su libro, que es a lo que todo el mundo ha venido a esta película. Unos a divorciarse, otros a impedir el divorcio, otros a sacar tajada y otros a purificarse el alma en los textos del Corán.

    Al fin y al cabo, sabemos que esto es Teherán porque las mujeres no se apean el pañuelo, y porque los hombres lucen una perilla al estilo Jerjes. Pero por lo demás, el piso de Nader y Simin podría haber sido una corrala de Lavapiés, o un quinto sin ascensor de Moratalaz. Y en esos ambientes tan castizos, tan de vecinas en la escalera y de parados de larga duración, con esas comisarías atestadas y esos hospitales que huelen a lejía, Azcona y Berlanga habrían hecho maravillas costumbristas, descojonatorias, cargadas de un humor vitriólico y también algo misántropo. 

    Farhadi, en cambio, que se gasta otra mala baba, ha optado por el drama y ha rodado una obra maestra en las antípodas de lo azconaberlanguiano. No hay buenos ni malos en su película: sólo gente que busca una vida mejor, una salvaguarda para el honor, una justicia para la ofensa recibida. No hay maniqueísmos. No puedes tomar partido. El espectador, poco acostumbrado a estos desafíos, no encuentra ningún personaje al que poder insultar para quedarse a gusto. Ninguno del que poder reírse para aliviar la tensión. Nada. Farhadi no construye ningún refugio, ninguna escapatoria. No puedes juzgar, pero no puedes dejar de mirar. Y la desazón te va anegando poco a poco las entrañas.


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En realidad, nunca estuviste aquí

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El que nunca estuvo allí, en la película insoportable, fui yo, el espectador. Sí estuvo mi cuerpo, repantigado en el sofá, pero no mi espíritu, ingrávido y protestón, que a los pocos minutos de metraje emprendió un viaje astral hacia el infinito y más allá, harto de intentar comprender las andanzas justicieras de este émulo de Thor.

    Así escindido, he ido viendo sin ver, como esos ciegos de la neurología. Quien se quedó a ver la película fue mi becario neuronal, mi yo interino, mi piloto automático. El suplente al que pago un buen dinero para que el sofá no se quede vacío, como en la gala de los Oscar, cuando una superestrella se levanta para entregar un premio o vaciar la vejiga. Y yo, al menos en este reino de mi salón, soy la superestrella que abandona mentalmente el sofá cuando una película insufrible, incognoscible, se cuela entre las recomendaciones que tanto miro y remiro. 

Podría, por supueso, dejar la peli a medias, poner otra, olvidarme de que una vez fuimos presentados. Pero como soy un cinéfilo obtuso y cabezón, insisto en ella y me doy de hostias contra el muro, como si cumpliera penitencia por el pecado gordísimo de haberme dejado liar, o de haber entendido mal las críticas de los expertos. Luego me fallan las fuerzas, maldigo mi suerte, y al final llamo al doble que dormitaba su sueño debajo de mi cama, en la vaina alienígena. Y yo, felizmente suplantado, me piro por esos mundos virtuales a dormitar sueños y a hacer cábalas sobre mi vida.

    Dos horas más tarde, con cuatro cosas que el becario me cuenta, me pongo a escribir estas críticas que suelen salirse –a la fuerza- por la tangente, para disimular mi deserción y mi bostezo. Que no entran en el meollo de la película porque la película, en realidad, tampoco tiene meollo alguno. Sólo una sarta de imágenes violentas que pretenden epatar al espectador moderno, cuando el espectador moderno ya está hasta los huevos de estos cosquilleos, de estos jugueteos de la adolescencia, y sólo desea que le cuenten algo coherente, bien construido, al estilo de los viejos y denostados clásicos.



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El hombre de Alcatraz

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“Una vida entera leyendo habría colmado todos mis deseos”.

    En el trasiego de sus viajes laborales, o de sus ocios vacacionales, el protagonista de Ampliación del campo de batalla echaba de menos una vida entregada a la lectura, lejos del ruido y de las gentes. Yo estoy con él, a ratos, a rachas, en los momentos más bajos del espíritu. ¿Pero quién tiene tiempo, hoy en día, para leer? Y cuando digo leer, digo leer de verdad, profundizar en las tramas y en los conocimientos. Ahondar, abismarse, sumergirse, y no esto que hacemos la mayoría de nosotros cuando se acerca la noche, que es pasear los ojos entre las líneas, un breve rato, pensativos de otras cosas, hasta que el cansancio nos rinde, y el sueño nos releva. Leer se ha convertido en un ocio de lujo, como jugar al golf o navegar en el yate.

   Se nos va la vida en trabajar, en acarrear niños, en buscar aparcamientos. Hay que cocinar, que comer, que fregar los platos. Hacer colas, rellenar papeles, clasificar la basura. Soportar a mucha gente que preferiríamos no ver o ver más espaciadamente. Apenas queda tiempo para leer. Sólo los barones en sus castillos, o las duquesas en sus palacios, tienen tiempo para eso. O los presos, sí, en sus horas de celda, o de biblioteca, apartados del mundanal ruido por imperativo de la ley. Sólo ellos, en su desgracia, gozan del privilegio de la despreocupación. 

    Superada la depresión de los primeros meses, en los que quizá sólo fijaban la mirada en los barrotes, o en los desconchones de la pared, deciden transformar las horas muertas en horas vivas, productivas. Lectoras. Los hay que se sacan carreras, que retoman vocaciones, que se zambullen en las obras completas de Agatha Christie. Los hay, también, como Robert Sproud, el birdman de Alcatraz, que se convierten en ornitólogos reconocidos en el mundo entero. Para cuidar al pobre gorrión que se cayó del árbol, Sproud consultó libros, amplió conocimientos, se convirtió poco a poco en un experto en la materia. Se zambulló en la investigación y en la lectura. Montó su pajarería, su clínica veterinaria, su centro de peregrinación, todo ello sin salir de la celda. Escribió sus libros. Encontró el camino. No le envidio la suerte -54 años en una celda de aislamiento- pero en algún momento de la película pienso que Robert Sproud encontró al menos un placer que aquí fuera ya no se consigue. El  tiempo infinito, diáfano, imperturbado, de la lectura.




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No habrá paz para los malvados

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José Luis Torrente dejaba de tomar chupitos de whisky DYC justo antes de entrar en servicio. Santos Trinidad no. A Santos Trinidad se la soplan las convenciones alcohólicas del Cuerpo de Policía. Él necesita el cubata con dos dedos de Coca-Cola para seguir funcionando en las labores de la noche. Y también en las del día. Le pasa como a Romario -otro rebelde de pelo ensortijado, otro artista de la ejecución en los metros finales- que necesitaba acostarse con mujeres la noche anterior a un partido trascendental. Lo que a otros les incapacita para su trabajo, a otros, como a Santos Trinidad, les aporta la energía. Y también la anestesia, y la perrería, y el punto final de mala hostia que le protege de cualquier arrepentimiento. Su mismo apellido, Trinidad, tan caribeño, tan de sol y de playa, nos hace pensar que Santos y el ron, el ron y Santos, forman una unidad indisoluble en lo policial. Litros de alcohol corren por sus venas, como cantaba Ramoncín, y eso es lo que todavía le mantiene en pie, y ojo avizor.

    A José Luis Torrente le movían altos ideales en su apatrulle de la ciudad -acojonar a los negratas, amedrentar a las prostitutas, atropellar a los rojos- y el alcohol en sangre, si superaba cierta densidad crítica, le impedía concentrarse en tan nostálgica y patriótica labor. A Santos Trinidad, en cambio, se la soplan los ideales, si es que alguna vez los tuvo. No se ve ninguna bandera de España en ese Citroën con el que apatrulla sus propias venganzas. Ningún pin rojigualda adorna la solapa de su chupa barriobajera. El alcohol no le impide consagrarse a tareas santificadas por Dios, o por los hombres. En tiempos mejores, Santos Trinidad fue un policía eficiente y condecorado, capacitado para prestar servicios muy exclusivos al Estado que le paga. Pero ahora –no sabemos si el alcohol fue la gallina o el huevo de su decadencia- se dedica a husmear el rastro de chicas desaparecidas, y para esa sabuesa labor lleva el cubata colgado del cuello como un perro San Bernardo acarrea su barrilete.


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El escándalo de Larry Flynt

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El padre de mi amigo, que era un pornógrafo muy exigente, escondía las revistas Hustler en el altillo del armario empotrado, allá en su dormitorio matrimonial. A veces, en el revoltijo, cuando nos subíamos a la banqueta para usufructuar temporalmente el tesoro de los adultos, aparecía alguna Penthouse, o alguna Playboy, que también era pornografía de tronío, intelectual, tetas envueltas en artículos de opinión, de investigación incluso, mens sana in corpore sano, una paja para la ansiedad y una lectura para la sabiduría.

    Hustler no tenía nada que ver con la revista Lib -la de la pera mordida, tan parecida a la manzana de Apple. Lib era el contrabando habitual en nuestras aulas del bachillerato, tan simplona como excitante, sucia y aspiracional, pero con mujeres que estaban a años luz de la belleza que exhibían las modelos de Hustler, que eran todas anglosajonas bien alimentadas, sanísimas, hijas del maíz de Wisconsin o de la ternera de Illinois. Mujeronas de tentetieso que además parecían todas con estudios, de universitarias para arriba, porque tenían una cara de listas que  a veces nos abrumaban un poquitín, y nos cortaban el progreso de la erección, como si fuéramos indignos de tratar con aquellas señoras que tanto valían y tan buenorras se mostraban.

    Nosotros, por supuesto, no sabíamos nada de Larry Flynt, que era el dueño de aquel emporio de la masturbación masculina. Nunca nos dio por mirar la página de los créditos, tan ávidos e impacientes como íbamos al asunto. Por aquel entonces, mientras nosotros nos hacíamos las pajas, el pobre Larry, que era como el Jesucristo que se había inmolado para que nosotros siguiéramos pecando, languidecía en su silla de ruedas después del intento de asesinato que lo dejó paralítico y enganchado a las drogas. Fue la época en la que tambièn perdió a su amada Althea, y en la que tuvo que comparecer varias veces ante los tribunales, ya medio turulato, con la boca torcida, la bipolaridad disparada y el exceso en la verborrea. Pero eso sí: con las ideas muy claras sobre los límites de la libertad de expresión. Que son como los límites del universo: finitos, pero muy lejanos -a tomar por el culo, dado el contexto -si hablamos en años-luz de distancia.  El escándalo de Larry Flynt es el mismo escándalo que hoy en día persigue a nuestros tuiteros, nuestros humoristas, nuestros raperos. No hemos avanzado una mierda. Más bien lo contrario. La historia se muerde su propia cola, que era otro sueño prometido en las revistas pornográficas.


 

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R.A.F. Facción del Ejército Rojo

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El personaje más interesante de la Fracción del Ejército Rojo es sin duda Ulrike Meinhof. Sus compañeros de armas, los fundadores del grupo terrorista, eran unos guerrilleros vocacionales, casi diría que genéticos, que tomaron las armas sin pensárselo dos veces. Ya les conocemos de otras películas y de otras movidas. Los actores están muy bien escogidos porque ya tienen algo de partisanos en el gesto hosco y en la mirada desafiante. Su expresión resuelta está más allá de la democracia de las urnas, de la pintada callejera, de la soflama en las octavillas. Son hombres y mujeres de acción. Unos rojos muy combativos que sólo esperaban el chispazo de una reyerta para entrar en combustión, y que la encontraron en 1967, en el asesinato de un manifestante que protestaba contra la visita del Sah de Persia. El grupo primigenio de Baader y Esslin cogió el petate, se echó al monte simbólico de Alemania –pues quitando los Alpes de Baviera hay poca orografía donde esconderse- y empezó su campaña contra todo lo que oliera a presencia norteamericana, a juez encastillado, a empresario con sombrero de copa y puro de Montecristo.

    Pero Ulrike Meinhof, al menos en teoría, estaba hecha de otra pasta. Ella era una persona “respetable”, madre de dos hijas, y periodista de prestigio. Roja, muy roja, pero de prestigio. Tanto, que hoy solo podría escribir en alguna gacetilla perdida de internet, sujeta a la amenaza continua de la fiscalía, y de la policía. Pero en aquellos tiempos -más libres y democráticos que los de ahora- Ulrike sí podía escribir artículos incendiarios, protestones, provocativos incluso, como los que ahora perpetra Jiménez Losantos al otro lado de las trincheras. Ulrike era imprescindible en la refriega de las ideas, en la esgrima de las razones. En esas labores de inteligencia que son necesarias para ganar cualquier guerra de las importantes. 

Ulrike no necesitaba un kalashnikov para ser partícipe de la movida, pero le pudo el ideal romántico, como al Che Guevara. O quizá sintió un prurito de vergüenza al ver cómo otros tomaban las armas mientras ella se parapetaba tras la máquina de escribir. Pero las máquinas de escribir también son necesarias para derrotar al enemigo de clase. Lo sabían bien los primeros bolcheviques, y antes que ellos, los primeros marxistas. Ulrike equivocó el camino, subestimó su papel, y murió, o la mataron, donde menos falta nos hacía.





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Ana, mon amour

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Ana y Toma son dos universitarios rumanos que todavía no se conocen bíblicamente. En la primera escena ellos hablan y hablan sobre la filosofía de Nietzsche mientras al otro lado del tabique, en el piso contiguo, los vecinos de Toma echan el polvo del siglo ajenos a la cuestión de si el Superhombre anunciado por Zaratustra está relacionado con el ario nazi que echaba gas Zyklon en el tejadillo de las duchas. Ana y Toma preferirían abandonar la cháchara improductiva sobre Nietzsche y su hermana Elizabeth -que sólo es un pavoneo intelectual, un matarratos de mesa de cafetería- y lanzarse directamente al beso en la yugular, al manoseo en los genitales, y emular a esos vecinos que jamás desfallecen y gritan pletóricamente sus orgasmos. Pero Ana y Toma se tienen a sí mismos por seres intelectuales, educados, de amplias y variadas lecturas, y antes de desnudarse y de descubrirse monos al fin y al cabo, prefieren fingir durante varias citas que pertenecen a una estirpe superior que se bajó del árbol para buscar una librería abierta en mitad de la sabana.




    Ana y Toma, como puede deducirse fácilmente, son dos románticos incurables. Carne de tragedia. No tardarán mucho en follar, claro está, porque son jóvenes y atractivos, y pertenecen a esa muchachada moderna que ya no se anda con gilipolleces ni con crucifijos sobre la cama. Pero incluso sus primeros polvos ya vaticinan que algo no va a salir bien. Se follan con demasiada desesperación, con demasiado dramatismo. Como si siempre fuera la última vez. Nada que ver con la alegría bonóbica de suss vecinos tan sandungueros. Ana sufre algo así como un trastorno bipolar, como un quiero y no puedo de la vida, y en su desorientación ha encontrado un faro llamado Toma que siempre le indica dónde está la tierra firme. En la cama se agarra a él y a su verga con la desesperación de una náufraga a punto de ahogarse. Toma, por su parte, siente la imperiosa necesidad de ser necesitado, y alguna parte de su cerebro confunde este apremio del orgullo con el amor. Así que él también, en el navegar del lecho, se agarra a Ana como si ella fuera una tabla de salvación en mitad de la tormenta.

    Luego, en la película, pasan los años, se caen los cabellos, nacen los hijos, llegan los rencores… y aparecen los psicoanalistas que tratan de explicarles todo esto que yo les cuento. Todo muy interesante y aburrido al mismo tiempo. Necesario y plomizo, como un día de lluvia en Bucarest.


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The disaster artist

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Hace años yo formaba parte del jurado de un premio literario, aquí en la provincia. Era un certamen modesto, poco internacional, que buscaba nuevos valores en este páramo de las letras. A veces se presentaba gente original, competente, mucho mejor que uno mismo cuando escribía. Pero la mayoría de los que concursaban eran unos disaster artists de las letras: gente que apenas sabía redactar, que contaba unos rollos insufribles. Que cometía unas faltas de ortografía tan tremendas que era imposible concentrarse en las andanzas de los personajes. Leías nueve o diez páginas de aquellos empeños imposibles y rápidamente pasabas al siguiente relato que esperaba turno en el montón. Aquella gente se lanzaba a la escritura a tumba abierta, sin sospechar que carecía del menor talento para juntar letras e ideas, igual que otros nos lanzamos al bloguerismo pensando que tenemos algo deslumbrante y bien trabado que contar.

    Me he acordado de aquellos escritores tan voluntariosos como escasos de aptitudes mientras veía "The disaster artist". Ahora que ha pasado el tiempo, Tommy Wiseau -el disaster artist por antonomasia de las artes cinematográficas, desaparecido ya para siempre Ed Wood en el outer space- se ríe abiertamente de sí mismo y de su obra, y promociona su infrapelícula The Room como una divertida broma que le costó seis millones de dólares rascados de su propio bolsillo. El capricho de quien una vez quiso jugar a cineasta y tuvo el dinero necesario para pagarse los equipamientos. Pero Tommy Wiseau, al principio de la aventura, se tomaba muy en serio su película –o lo que sea eso-, y quizá pensó que con The Room estaba rodando la nueva Ciudadano Kane que dejaría epatados a los críticos. 

    Wiseau, como muchos de aquellos no-escritores que yo descartaba en la primera criba del certamen, ni siquiera conocía los rudimentos de su arte. Tenía una historia que contar, sí, como todos nosotros, porque quién no ha vivido amores y desamores, amistades y traiciones, sueños rotos y sueños cumplidos... El problema es que él no tenía ni puta idea de contarla. The Room es la película de alguien que no aprovechó las enseñanzas de Sócrates y nunca se conoció a sí mismo, o lo hizo demasiado tarde. James Franco, por el contrario, parece tener la cosas muy claras. Que el oráculo de Delfos le sigua guiando por el buen camino.



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