Los archivos del Pentágono

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Yo le quiero mucho, a don Steven. En mi cinefilia ramplona y provinciana, tan alejada de las recomendaciones del Cahiers du Cinéma, Spielberg me ha regalado películas cojonudas, imprescindibles, qué digo, ¡obras maestras!, aunque la crítica oficial me borre de sus órganos colegiados. Ya digo que le quiero mucho.

    Pero hay que reconocer que, últimamente, no está en forma. Hace un cine correcto, intachable, de clase magistral, porque él es the fucking master, pero se nos está haciendo mayor, abuelete. Y como todas las personas mayores de aquí y de allá, de la fría Meseta o de la cálida California, ha caído en la manía de contar varias veces la misma anécdota, y de subrayar lo que es obvio, y de cogernos del brazo con insistencia para que sigamos prestándole atención. Son tics de anciano que me temo, ay, van a ir a más... 

Ver sus películas más recientes es como visitar al abuelo los domingos por la tarde, allá en su casa de renta reducida, o en su asilo de jardín con monjas sonrientes. Una cita agradable en la que el abuelete, siempre lúcido, cuenta historias de mucha enjundia sobre las guerras de antaño o sobre el viejo periodismo. Pero al final termina estropeándolas porque piensa que nos hemos vuelto sordos, o lelos, o desatentos, y nos lo remarca todo con músicas, con redundancias, con golpes de efecto que se veían venir a diez leguas de distancia.

    Los archivos del Pentágono es una buena película. Nos ha jodido. Es Steven Spielberg hablando sobre la filtración de Daniel Ellsberg. Un momento histórico para el periodismo de papel. Habría que ser un verdadero inútil para estropear una historia así, con estos actores, con esta actriz principal tan eficiente. Pero la película no es, ni de lejos, Todos los hombres del presidente. La película de Pakula es fría, implacable, perfecta como un reloj fabricado por los suizos. Ella sí que nos toma por espectadores inteligentes, despiertos, que van siguiendo las miguitas de pan hasta toparse con Richard Nixon en la Casa Blanca. Dan ganas horribles de volver a verla. De hecho ya estoy buscándola por mi videoteca. Por la P de Pakula, que es la única de su apellido. Ya digo que mi cinefilia deja mucho que desear…



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El cuento de la criada. Temporada 1

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Ahora que ya no tenemos que cazar el mamut, ni que subir bombonas de butano, ni que abrir los tarros que antes necesitaban diez dedos rocosos y un gemido de poderío, el papel diferencial de los hombres ha quedado reducido a la nada. Matar arañas, quizá, de esas que corretean por los cuartos de baño y todavía asustan a algunas damiselas. Para todo lo demás ya no somos necesarios. La tecnología ha terminado con la necesidad de la fuerza bruta. Y los hombres, la verdad, somos poco más que fuerza bruta. La musculación ya sólo nos sirve para fardar. Y quien la tenga, claro. Pura inanidad. 

    Metidos como estamos en plena posmodernidad, lo único que ya nos diferencia de las mujeres es el pene. Ese aditamento ridículo que tiene el software más simple de la naturaleza. Un único bit de información que pone el 0 o el 1 según los aguijonazos del deseo o la presión de la vejiga al despertar. La selección sexual, siempre tan económica, irá eliminando poco a poco las otras diferencias biológicas, que dejarán de ser significativas. En la época de Google Maps ya no vamos a impresionar a las mujeres con esa brújula interior que nos orienta por las carreteras.

    Todo esto, por supuesto, es anatema y escándalo para los fundamentalistas religiosos. Los monoteístas, sobre todo. Agarrados a unas escritos que vienen de periplos muy antiguos por el desierto, los sacerdotes de los libros sagrados, si las sociedades civiles les dejaran, darían marcha atrás a los relojes para que todo volviera a ser como antes. Reinventarían la bombona de butano si hiciera falta, con tal de devolver al hombre a su posición hegemónica. Jurassic Park no era más que una tapadera del gobierno para devolver al mamut a las praderas, y darnos trabajo de verdad, sudoroso y machote, a los hombres que nos hemos decantado por la silla del ordenador.

    Lo más triste es que en gran parte del mundo la sociedad civil no existe, o no ha existido nunca, por mucho que la Ilustración prometiera lo contrario. No es necesario ver una distopía como El cuento de la criada para saber hasta dónde pueden llegar estos fanáticos que se toman los libros sagrados al pie de la letra. El cuento de la criada nos asusta porque sucede en Estados Unidos, en un contexto social muy parecido al nuestro, y porque los tiparracos que sustentan el tinglado visten como ejecutivos muy atildados y respetables, y no con turbantes ni máscaras de chamán.  

    Algunos arzobispos españoles, que ven la HBO gracias al pago de nuestros diezmos, babean de gusto cuando ven a la mujer reprogramada en “santuario de la procreación”. Ojo con ellos, que sólo están esperando su oportunidad. Hay que permanecer muy vigilantes.





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Antes que el diablo sepa que has muerto

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Los hermanos Hoffman-Hawke- antes de que el diablo sepa que han muerto y pueda hervirlos en los pucheros infernales- pecan contra todos los mandamientos de la Ley de Dios. Los diez, de cabo a rabo, sin saltarse ninguno. Desde los tiempos de Bette Davis o de James Cagney, en algún clásico olvidado del blanco y negro, que no se veía una cosa igual. Por variopinta. Y por contumaz.

    Los hermanos son un auténticos decatlonianos de las afrentas contra Dios. No unos psicópatas al uso, ni unos amorales de campeonato, pero si unos chapuceros casi ibéricos, casi entrañables, que planean el asalto a la joyería de sus padres para pagar las deudas que los acucian. Deudas de drogas, el hermano mayor, que a uno se le cae el alma al suelo cuando ve al gran Seymour Hoffman drogarse en pantalla como lo hacía en la vida real. Y deudas de divorciado, el otro hermano, que no tiene ni un duro para pasar la pensión de su hijo, siempre en otras cosas, en otros rollos, el primero de ellos tirarse a su cuñada, que por ahí empieza la conculcación de los Diez Mandamientos, en el sexto, como suele suceder casi siempre.

    Luego, obviamente, cae el séptimo mandamiento en el asalto a la joyería  Al verse atrapados, en la vorágine del escapar, del tapar huellas, los hermanos HH asesinan a varios infortunados que se cruzaban por ahí. Es el incumplimiento del quinto. Es evidente que no aman a Dios sobre todas las cosas, porque si no no delinquirían. Es el 1º. Y al cagarse en Dios varias veces –o algo muy parecido- a lo largo del metraje, ensucian el 2º mandamiento de un modo irreparable. Los hermanos HH codician los bienes ajenos, sean estos materiales o carnales, y consienten -y se autoconsienten- muchos pensamientos impuros. El 9º y 10º son de cajón. Mienten, por supuesto, como bellacos, a todas horas, lo que es la caída del 8º. Y no hay que olvidar que los atracados son sus propios padres, a los que por tanto parecen honrar bastante poco. Ya han caído todos los mandamientos menos uno. El de santificar las fiestas. Y aunque el atraco se perpetra en día laborable, lo mismo podría haberse cometido en día festivo de apertura, con lo que ya tenemos el pack completo. La debacle es total. La lista de pecados se ha completado. No hay por dónde cogerlos, a estos dos hermanos de tragedia griega, de Pepe Gotera y Otilio. De película de los hermanos Coen pero sin sentido del humor. La última gran película de Sidney Lumet.




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The Square

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Lo cierto es que casi todos ellos son unos falsarios de tomo y lomo. Hablo de los artistas modernos, y de los galeristas, y de los críticos, y de los compradores del producto: la fauna completa que sale tan malparada en esta película de ocurrencias tan geniales como deslavazadas. Una película de squetchs, de situaciones sueltas. Y por tanto, no una película, sino otra cosa. Una gran broma sobre el mundo del postureo que a veces aburre y a veces deslumbra. Una cosa fallida pero muy estimulante. 

    En el fondo, más allá del mcguffin del arte moderno, un estudio antropológico sobre la distancia que separa lo que somos y lo que pretendemos ser. Que esa es, en esencia, la brecha que nos define. La lucha que nos ocupa. Y el terreno que trata de acortar el arte. Domeñar al mono, disimular la carencia, barnizar la ignorancia... Aparentar. Disimular. Vender un producto a través de su envoltorio. Engañar, y ser engañados, civilizadamente. Pararse pensativos ante el cuadro abstracto y asentir como si entendiéramos. La metáfora perfecta. ¿O se decía símil? ¿Quién se acuerda ya de las clases de lengua y literatura?

    Pero no saquemos tan rápido el dedo acusador, los espectadores. Nosotros también tenemos lo nuestro, aunque vivamos en provincias muy alejadas de la Suecia neurálgica. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra, o que saque el primer moco cuando nadie le vea. Porque también nos hemos vuelto muy tontos, muy artistazos, los cinéfilos del pelotón. Muy estupendos. Hace treinta años, cuando los idiomas sólo eran cosa de las azafatas de vuelo y de los empresarios que viajaban, esta película la hubiésemos llamado El cuadrado, sin complicarnos la vida, y no The Square, como decimos ahora, presumiendo de inglés simplón de 2º de Primaria. The square, the circle, the triangle y…. ¿el rombo? ¿The romb? Nos recreamos en decir the square como unos políglotas de postín, de escueeer, y seguramente lo pronunciamos mal. En inglés hay la hostia de vocales, muchas más que en castellano, y es muy difícil acertar con la requerida en cada ocasión. Podría ser de escuear, o de escuier, o cualquier otra pronunciación desconcertante. Un charco fonético que pisamos sin necesidad, a lo bobo, por dárnoslas de europeos civilizados. Con lo esquemáticas y rotundas que son nuestras aes, y nuestras oes. Tan campechanas ellas.




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El silencio de los corderos

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No sé si a los demás también les pasaba esto, pero yo, de joven, cuando terminaba de ver una película, me levantaba de la butaca y empezaba imitar al personaje que me había seducido o impactado. Desde el malogrado Bobafet e incluso antes... Llevado por la tontuna me ponía a copiar andares, a repetir frases, a adoptar tonos de voz. Como hacen Bob Brydon y Steve Coogan en las películas viajeras de Michael Winterbottom, pero con mucha menos gracia. Un siroco lamentable que nunca anunciaban los telediarios. Si la película terminaba poco antes de ir a dormir, la tontería sólo duraba el rato de las abluciones, de los últimos rituales. Pero si la película había sido de sesión vespertina, el demonio me poseía para toda la jornada, y no había exorcismo que pudiera expulsarlo de mis imitaciones.


    Al final, tras el rapto y la suplantación, siempre prevalecía el Álvaro Rodríguez de gesto contenido y verbo grisáceo. Yo mismo con mi mismidad. Pero todos los demonios que me poseyeron dejaron algo en mi interior: un repertorio inagotable de chistes, de ocurrencias, de frases hechas... No soy un producto original. Estoy hecho de ladrillos manufacturados. Un guión de corta y pega. Un monstruo de Frankenstein escrito con miles de verborreas recosidas.

    Viendo hoy por enésima vez El silencio de los corderos, me he dado cuenta de que tengo mucho material salido de Hannibal Lecter. Más del que yo recordaba. Su espíritu burlón me poseyó con la fuerza de diez Pazuzus del desierto. Es que era muy hipnótico, el hijoputa. Yo soy de los que dice quid pro quo cuando propongo un intercambio de confidencias con la pareja. De los que susurra “fly, fly, fly…” cuando quiero que el pesado de turno se vaya por donde entró. De los que siempre pide “un buen Chianti” para hacer la broma tonta en las tabernas de los pueblos –nadie la entiende, por supuesto. De los que recomienda leer a Marco Aurelio cuando alguien se embrolla en sus razonamientos y no sigue la obvia línea de la simplicidad. 
    Sí: soy uno de esos. De los de Marco Aurelio. De esos irritantes. De esos insoportables.



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Júlia ist

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Las becas Erasmus no se crearon para fomentar el intercambio cultural, sino el intercambio genético. El proyecto Erasmus es una eugenesia ideada en los laboratorios de la UE para que los universitarios se mezclen entre sí, en el crisol de los pisos y las residencias, y mejoren la raza decadente que habita este continente destinado a ser una reliquia de la Historia. 

    Los chavales, claro está, no son nada tontos, y toman sus precauciones cuando se lanzan al fornicio. Sólo uno de cada 100 polvos transfronterizos termina con el nacimiento de un Bebé Europeo que surca los cielos como aquel flotaba y sonreía en 2001, la odisea del espacio. Pero esos bebés accidentales son el chocolate del loro en el Gran Designio Fornicador. Lo que importa realmente es que la juventud se vaya conociendo, aprenda idiomas, rompa barreras, acepte otros tonos de piel para hacer que su vida sexual sea más rica y estimulante. Y genéticamente fructífera, cuando llegue el día de mañana. Conseguir que nórdicos y mediterráneos, católicos y ortodoxos, cerveceros y vinícolas, arríen sus banderas nacionales y las conviertan en sábanas de cama y en cobertores de sus excesos.

    Todo lo demás, en las becas Erasmus, es discurso y excusa. Pomposidad académica. Si en los campos de fútbol se grita que hemos venido a emborracharnos y el resultado nos da igual, los becados europeos podrían cantar que ellos han venido a follar y el currículum también se la sopla. Es lo que le sucede a esta chica de la película, Júlia, la de Júlia Ist, que se afinca en Berlín con la noble intención de estudiar arquitectura, mejorar su nivel de alemán y permanecer fiel a su novio de toda la vida, que se queda en Barcelona con cara de panoli. El afán de Júlia es noble y sincero, pero la beca Erasmus tiene un poder maligno sobre las voluntades de los jovenzuelos, y a las pocas semanas de vida berlinesa, Júlia ya se habrá quitado las gafas que le hacían parecer una empollona retraída. 

    Y así, como despojada de un objeto maldito, de una carga óptica que pertenecía a su vida provinciana, Júlia aparcará los libros de arquitectura para aprobar otras asignaturas más apremiantes de la juventud, y de la vida, y de la esencia de la europeidad. Los novios multiculturales son mucho más guapos y mucho más excitantes que el pobre Jordi, el mentecato que ya sólo aparece de vez en cuando por el Skype maldiciendo su suerte, tratando de reconocer en esa Júlia descocada y desgafada a la chica formal que una vez fue su novia en Barcelona.



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El caso Sloane

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El caso Sloane pasó por Estados Unidos como una tormenta por las pantallas. El eterno debate sobre la posesión de armas acaloró a los espectadores americanos y dio mucho de sí en los foros de los cinéfilos: los que llevan pistola al cinto y los que no (que digo yo, que a ver quién discute de cine –o de cualquier otra cosa- con un tipo que gruñe su desavenencia mientras acaricia la culata de un revólver).

    Pero aquí, en la civilizada Europa, donde el tema de las armas nos parece un asunto de gentes como Cletus el de Los Simpson, o como vaqueros extintos de las películas de John Wayne, El caso Sloane llegó como una borrasca ya sin fuerza, y apenas dejó cuatro chubascos en la taquilla. Unas marejadillas en las críticas especializadas, y el sol triunfante, eso sí, entre nube y nube, de Jessica Chastain, que aquí no tiene el cabello de color dorado, sino de rojo fueguino, como las estrellas más lejanas y más grandes. Como las musas de Boticelli, o las fantasías de nuestros sueños. Los sueños lascivos, claro, y los galantes, y también los sueños que mezclan ambos conceptos en la coctelera del amor verdadero. Pues la distancia de un océano, y nuestra condición de espectadores, no son impedimentos para que el amor por Jessica nazca y fructifique.

    El caso Sloane es una película difícil de seguir. Los subtítulos se suceden a ritmo de ametralladora entre políticos y politicastros, lobistas de las armas y onegeístas de la paz. Y aún así, con las letras sucediéndose a todo trapo, uno comprende que muchas traducciones se están quedando en el tintero. En una película húngara no me hubiese dado cuenta, pero mi inglés del bachillerato sí alcanza para saber estos límites de mi ignorancia.  Decido, pues, con todo el dolor de mi ortodoxia cinéfila, pasar al idioma doblado, que produce urticaria y falsedad, pero mi entendimiento de los personajes no mejora gran cosa. Cada frase es más inteligente, más pomposa, más epatante que la anterior, y hay giros, y regiros, y soluciones brillantes a lo MacGyver de la retórica. Al final no sé quién sale victorioso en esta esgrima de mujeres hiperinteligentes, de hombres hipercorruptos, de hijos de puta e hijas de putero que fabrican verdades –constitucionales incluso- a cambio de una bolsa repleta de monedas.





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Bombshell: The Hedy Lamarr Story

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Mi padre decía que Hedy Lamarr era la actriz más hermosa que había visto en su vida. Quizá porque fue la primera que vio desnuda correteando sobre el lienzo, como una cervatilla salvaje, o como una ondina de las aguas, en aquella película mítica de su mocedad. O eso al menos imaginaba él, llevado por el espejismo de la nostalgia. Porque a mí, la verdad, las cuentas no me cuadran. La película de la que hablaba mi padre es Éxtasis, checoslovaca de entonces, de los años 30, en armoniosa gama de grises como decía Carlos Pumares, y es imposible que mi padre pudiera verla en la España franquista de León, con cuatro años recién cumplidos cuando los sublevados triunfaron en la ciudad. Quizá mi padre oyó hablar de Éxtasis en los círculos cinéfilos, o en su trabajo en el cine, que frecuentaban muchos críticos y muchos sabihondos, y él soñó que la imaginaba, o imaginaba que la soñó, a Hedi Lamarr, desnudica por los bosques centroeuropeos. La primera vez que una mujer aparecía sin ropa en una película comercial, si hacemos caso de los saberes enciclopédicos. Y que fingió –o experimentó, quién sabe- el primer orgasmo fuera de las pornografías que empezaron a proyectarse justo al día siguiente de la presentación de los hermanos Lumiére, en un café contiguo, semisótano, en el que había que decir "Fidelio" al portero que daba la entrada.


    Hasta que terminamos de ver este documental titulado Bombshell, Hedi Lamarr, para los cinéfilos provincianos, para los incultos de campeonato, no era más que eso: la nostalgia de nuestros padres. La actriz que le cortaba el pelo a Víctor Mature en Sansón y Dalila. La estrella en decadencia que se casó varias veces, que se operó todo lo operable, que tomaba pastillas para dormir y anfetaminas para despertar. Un clásico de los clásicos, dentro de Hollywood. Pero este documental –además de mostrarnos el dulce retozar de Hedy por la Checoslovaquia de Éxtasis- nos recuerda que a veces, la belleza física, en un acto generoso de los dioses, también viene acompañada de una gran inteligencia. De una que es incluso capaz de inventar un sistema de radiofrecuencia para dirigir misiles y torpedos en la II Guerra Mundial, y en las que vinieron después. En los ratos libres, doña Hedy, entre rodaje y rodaje, entre matrimonio y matrimonio, como quien no quiere la cosa, hacía estas cosas. La contribución bélica de esta actriz judía y exiliada.



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