Los últimos Jedi

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Los últimos Jedi es una gran sandez. Y que me perdonen mis hermanos de la iglesia.... El universo de Star Wars tanmbién es mi infancia, mi nostalgia, mi felicidad pura de espectador acrítico y embobado. Antes de que me suplantara un adolescente con ínfulas de opinador, un cultureta con aires de intelectual -antes, incluso, de que llegaran estas gafas a dibujarme un rostro que en verdad no me pertenece- existió un niño que se sentaba en las plateas y se teletransportaba a la galaxia muy lejana con los pelicos erizados de la emoción, y la boca abierta del pasmo interestelar. 

Star Wars sigue siendo mi pequeña patria, mi otro universo, mi recreo escolar. Mi ritual de cada año, o de cada dos años, según como administren el cuentagotas los dueños del tinglado. Condenado por la neurosis y por la pereza, apoltronado en el sofá de prevejestorio achacoso, ya sólo piso los cines para volver a ser un niño feliz, enajenado, viajero del tiempo y del espacio, gilipollas perdido y a mucha honra además.


   Termin la película y yo vuelvo a mi vida de mayor. Pero el niño se queda allí, en la butaca, esperando la próxima entraga o el próximo spin-off , y es el adulto quien se sienta ante este teclado para emitir su opinión. Y lo cierto es -para qué engañarnos- que nunca fue una gran noticia que Disney comprara la sagrada franquicia. Todo se ha simplificado, infantilizado, banalizado... Diluido. Cualquier día de estos un X- Wing aterrizará en la selva donde Baloo y Mowgli sobreviven comiendo los plátanos. El rey Louie y su corte de macacos serán los próximos encargados de destrozar los AT-T tambaleantes.  Se suceden las pantallas de videojuego donde hay que derribar la nave, matar al malo, salir pitando, pilotar un cascajo, enfrentarse a duelo, armar un motín, destruir un caza, encontrar la isla desierta..., y poco importan las transiciones o las explicaciones. Todo sucede porque sí, porque mola, o porque ya toca, o porque los targets comerciales así lo demandan. Lo más triste de todo es que a los veteranos de las Guerras Clon nos regalan dos guiños y dos nostalgias de las viejas películas y salimos del cine tan contentos, prestos a volver. Somos así de poco exigentes, o de mucho románticos. 



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A Ghost Story

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Si hacemos caso de lo que nos cuentan en las películas, los fantasmas parecen más apegados a sus hogares que a sus parejas. Les tira más lo inmobiliario que lo romántico. Lo hipotecario que lo amatorio. No sé qué hacen los espectros verdaderos del folklore, pero desde luego, en el mundo del cine, si el amante que permanece vivo se muda a otra vivienda, el fantasma prefiere hacer nesting en lugar de acompañarle en la mudanza como un ángel guardián, o como un amante que no ceja en su empeño. Es una querencia curiosa e inexplicada. Jerry Seinfeld diría que con lo que cuesta encontrar un apartamento en Manhattan, ni siquiera los muertos están dispuestos a dejarlos así como así. Y quizá tenga razón: las casas encantadas, por lo general, son casas cojonudas, de alto valor inmobiliario, caserones decimonónicos o palacetes de aristócratas, nunca un cuarto piso sin ascensor en Vallecas, o la covacha del tío Anselmo en los Ancares. En los barrios pobres no existen los fantasmas y quizá por eso yo nunca he visto ninguno.

    En un episodio de Seinfeld, Jerry y sus amigos se pateaban los funerales de la zona para preguntar, fingiendo ser familiares o allegados, si el muerto dejaba tras de sí un apartamento apetecible, antes de que lo anunciaran en los periódicos y alguien más rápido se lo birlara. Lo que no sabían Jerry y sus secuaces es que el muerto, por muy muerto que estuviera, no iba a irse realmente del apartamento, y que en caso de conseguirlo iban a tener que convivir con una sábana blanca que les acecharía por las noches. Y quien dice un apartamento en Manhattan dice una casa como ésta que habitan Rooney Mara y Casey Affleck en A Ghost Story, que es una monada de vivienda, de planta única, en las afueras de la ciudad, ideal para una pareja de jóvenes fornicadores que buscan el retiro espiritual para componer sus músicas y sus artes. 

Cuando empieza la película, uno piensa que el espíritu ya está allí en forma de Rooney Mara, porque Rooney es verdaderamente un ángel caído del cielo, una mujer demasiado hermosa para ser verdad. Pero no: es su novio quien muere en un accidente de tráfico, y decide, una vez revestido con la sábana mortuoria, en aberrante pero tradicional decisión, dejar que su pareja se vaya lejos mientras él se instala en el salón a contemplar el paso de la no-vida: los nuevos inquilinos, la ruina del tiempo, el vacío de los eones... 




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El cochecito

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Todas las mañanas de escuela, cuando saco a mi perro Eddie para mear, me encuentro con una vecina que lleva su hijo al colegio. En coche. Sólo trescientos metros separan su domicilio del centro escolar, y el chaval, ya crecidito, no padece ninguna minusvalía física que yo sepa, ni ningún sentido trágico de la desorientación. El primer día que los vi pensé: "Será que está buena mujer va a trabajar a la misma hora, o que el colegio le pilla justo de paso para hacer los recados..." Pero no hay tal caso. A los cinco minutos exactos, ella, invariablemente, sin más propósito que haber hecho el recorrido escolar, ya está de vuelta en su portal. No hay que ser Sherlock Holmes para deducir que esa familia es un poco disfuncional, muy poco ecológica, y que lo del coche es un vicio adquirido como cualquier otro. Siempre que los veo subirse al coche, gravemente, como si fueran a emprender un largo viaje hacia las Chimbambas, me acuerdo de aquella frase que escribió Bukowski en sus diarios cuando conoció las escaleras mecánicas en unos grandes almacenes:

    "Dentro de 4000 años no tendremos piernas, nos menearemos hacia delante usando el culo..."


    Esta noche, viendo El cochecito, me he acordado de mis vecinos motorizados, a los que mañana volveré a encontrar cuando Eddie levante la patita. En El cochecito, que es la segunda película que firmaron juntos Azcona y Ferreri, don Anselmo es un jubilado que teme quedarse sin amigos porque su íntimo compadre, ahora impedido, se mueve por Madrid con un cochecito de minusválido, y se ha juntado con otros "ángeles del infierno" para ir de correrías por la Casa de Campo. Don Anselmo, al que da vida el impagable Pepe Isbert, está más sano que una manzana, y sus familiares, con buen criterio, no ven la necesidad de gastarse un pastón en el capricho. Le advierten que si deja de caminar se le van a anquilosar las piernas, pero el vendedor de los cochecitos, un ortopedista que se está forrando con el invento, le convence de que ahora lo moderno es ir a todos los sitios sin caminar, y que en el año 2000 ya nadie va a necesitar las piernas para nada. Azcona y Bukowski, tan lúcidos, ya habían anunciado al nuevo hombre en sus escritos.




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El pisito

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A finales de los años 50, en Madrid, cuando todavía no habían desembarcado las suecas para sonrojar a los biempensantes, se cruzaron los periplos vitales de Rafael Azcona, exiliado de Logroño, y Marco Ferreri, exiliado italiano que vendía objetivos fotográficos. Azcona y Ferreri se conocieron en los cafés literarios, en los mundillos de la cultura, y rápidamente se descubrieron como personalidades afines, proclives al humor negro y al retrato vitriólico. Entre que Azcona buscaba nuevas formas de expresarse, y que Ferreri siempre tuvo interés en hacer cine,  los dos amigos -uno que jamás había escrito un guión y otro que jamás había dirigido una película- eligieron un relato del propio Azcona y lo convirtieron en El pisito, que es una película que parece del neorrealismo italiano pero que está filmada en Madrid, y que contiene una carga de mala leche que hubiera espantado a los mismísimos Rossellini o De Sica.


    Petrita y Rodolfo, a punto de cumplir los cuarenta años, son novios desde tiempos inmemoriales, pero jamás han tenido el dinero necesario para comprarse un piso. La censura de la época nos impide conocer su vida sexual, que suponemos escasa y atribulada, practicada de estraperlo en picaderos apartados o en pisos que quizá les presta un amigo del trabajo, como hacía Jack Lemmon en El apartamento. Así las cosas, desesperados ya del magreo clandestino, y de la vergüenza social de los solteros, ambos deciden que Rodolfo se case con doña Martina, la inquilina del piso donde éste malvive de realquilado. De este modo, cuando Martina muera - y la pobre ya es una anciana con un pie y medio en la tumba-  Rodolfo heredará su contrato de inquilinato y Petrita verá cumplido su sueño de convertirse en ama de casa.

    Pero ay, de los pobres. que siempre fracasan en sus planes enrevesados y algo malévolos, porque doña Martina, rejuvenecida por el matrimonio, se resiste a abandonar este cochino mundo, y ese decadente piso, y Petrita y Rodolfo, resignados a su perra suerte, tendrán que seguir contando los días en el calendario mientras se vuelven más viejos y más gordos, más feos y más tristes, y el antiguo amor empieza a evaporarse siguiendo las rigurosas leyes de la edad.





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Somewhere

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Intuyo que Sofía Coppola sabe muy bien de lo que habla en Somewhere. Pero sólo lo sé yo, al parecer, y otros tres gatos que maullamos en el callejón de sus admiradores. Donde otros espectadores sólo han visto un ejercicio de estilo, un vacío de argumentos, una pedantería de niña pija que cuenta los ambientes del pijerío, yo, que a lo mejor tengo una sensibilidad especial con ella, o que simplemente veo intenciones donde no las hay, he visto en Somewhere una película muy sentida y muy personal.

    Supongo que hay algo de Sofía Coppola en esa niña que viaja con su padre por los festivales del ancho mundo, y que también sufrió los temblores de un matrimonio muy mal avenido. Supongo, también, que Sofía ha conocido -o incluso padecido en sus propias carnes- a tipos muy parecidos al Johnny Marco de Somewhere, el actor divorciado y abúlico que malgasta su tiempo libre en vicios que no le conducen a ninguna parte. Dijo una vez George Best: “Gasté mucho dinero en mujeres, alcohol y coches. El resto lo malgasté”. Y como él, Johnny Marco frecuenta mujeres de infarto, vive agarrado a la botella y dilapida sus millones en la compra de automóviles de alta gama, aunque en la película siempre le veamos conduciendo el mismo Ferrari de color negro. Un coche que viene a ser la metáfora automovilística de su vida, pues todos sus viajes, aunque el motor brame impetuoso y joven, terminan siendo erráticos y circulares.

    Pero a medio metraje, cuando la película ya nos ha mostrado su vida decadente y desnortada, aparece el personaje de su hija para rescatarle del vacío existencial. Del desenfreno sin sentido. Pero claro: con una niña así es mucho más fácil disfrazarse de padre responsable y molón durante mcuhos días. Cleo es una hija pluscuamperfecta que estudia sus asignaturas, lee novelas de vampiros y prepara sofisticados desayunos en la cocina. Patina como los ángeles, se desenvuelve en sociedad, es inteligente y perspicaz, educada y limpia. Jamás saldrá en Supernanny llamando hijoputa a su padre porque le ha quitado el móvil mientras cenaba, o estrellando los platos contra el suelo cada vez que tocaba comer verdura. 



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Black Mirror: USS Callister

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¿Cuánto hay de carne y cuánto de metafísica en el ser humano? A medio camino entre el ateísmo -que afirma que sólo somos un filete andante con muchos nervios por el medio- y el obispo Berkeley -que sostenía que somos el sueño transitorio de una siesta lánguida de Dios- han existido tantas teorías combinatorias que a uno le duele la cabeza con sólo recordarlas. 

    Uno, que fue de Ciencias en el instituto, y materialista dialéctico a la vieja usanza de don Karl, está por suscribir la teoría del filete andante y prescindir por completo de la idea del alma, y de cualquier insidia teológica que la susurre. Pero la misma ciencia que nos lleva por ese camino es incapaz de decidir qué demonios es la carne, y la materia incluso, pues el átomo, con sus electrones y sus protones, sus neutrones y sus subpartículas, no es más que una recreación simbólica para hacernos entender. En el fondo de la sustancia sólo hay "energías" y "campos energéticos" que nos devuelven la peligrosa idea del espíritu.

    En este enredo de teólogos y físicos, de carnívoros y espiritistas, Watson y Crick, allá por 1953, descubrieron la estructura del ADN y abrieron una vía de investigación más promisoria que el viejo debate del dualismo. La estructura helicoidal del ADN no era carne ni pescado: eran bases nitrogenadas ordenadas de un modo sacramental, casi divino, en forma de escalera que ascendía hacia lo sublime. El ADN que conforma el cuerpo y define el carácter era, finalmente, información pura. La síntesis inesperada de los viejos conceptos. 

    Las bases nitrogenadas son bits que pueden ser almacenados en los núcleos de las células, pero también, por qué no, en el disco duro de un ordenador. La información es etérea, conceptual, y puede ser transcrita en muchos códigos y soportes. Podemos tener un yo a esta lado cárnico -o carnicero- de la realidad y otro yo, idéntico, con los mismos atributos genéticos, en el mundo virtual de los chips electrónicos. Preguntarse, dentro de unos años, cuál será el más auténtico de los dos, si el que caga materia en descomposición o bits con forma de mojón, será una cuestión peliaguda que habrán de abordar los filósofos de la época. 


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Master and Commander


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Hoy en día los neuróticos ya no podemos ir al cine. Sólo en sesiones muy escogidas, casi clandestinas, como de ambiente de cine porno. Horarios de gente rara que sólo busca el silencio y la concentración. Que ansía, como ideal, un comportamiento de melómanos en la platea. De cartujos en los maitines ¿Por qué la gente guarda las formas en una ópera de Mozart y no en una película de Scorsese? Es un misterio.  ¿Por qué está gentuza que mastica las patatas, rebusca las palomitas, sorbe la cocacola, habla sin rubor, corretea por los pasillos, juega con el móvil, suelta chistes, golpea los respaldos, se ríe a destiempo, se mete mano entre jadeos, por qué, por qué, cuando van a otros espectáculos de más alta etiqueta se callan como hijos de puta, y se comportan como seres humanos civilizados, y no como los gremlins que veían Blancanieves en aquel cine rural tomado al asalto?


    Hoy he visto Master and Commander en la tele de mi salón, y aunque el DVD no está rayado, y la tele es de muchas pulgadas, y mi predisposición como espectador es de entrega absoluta y alborozo de cinéfilo, la experiencia me ha dejado un regusto de melancolía. Hace quince años vi Master and Commander en la pantalla enorme del Teatro Emperador, allá en León, en otra vida que ya me parece lejanísima: la vida de otro tipo que estaba más joven y más gordo, más risueño y más perdido. Salí de aquel cine con un colocón de sales marinas y pólvoras remojadas. Master and Commander me pareció la puta película de todos los tiempos, en aquel pantallón que era como el mismo mar que surcaban la Surprise y el Acheron. Éramos cuatro gatos en aquella sesión marginal; cuatro cinéfilos desconfiados, recelosos, que nos vigilábamos las manos como cowboys a punto de entrar en duelo, a ver si alguien sacaba la puta bolsa de patatas o el puto móvil de los cojones. 

Pero no hubo caso, y en apenas unos segundos ya éramos todos marineros a bordo de la Surprise, acojonados por el miedo pero excitados por la aventura. La pantalla ocupaba todo nuestro horizonte, y el rumor del mar, y el temblar de las velas, y el cañonazo del enemigo, nos cogían de improviso por cualquier lado. Estas experiencias ya no regresarán jamás... Los cines se han vuelto hostiles, y yo me he vuelto majara por completo. 

Pero no todo es Jauja. Es difícil escapar. Hoy, mientras veía la película, una moto de las guerras napoleónicas se ha dado varios paseos bajo la ventana. El vecino de arriba se ha puesto a jugar con unas canicas de acero. Ladraron los perros. Saltó el whatsapp. Me entraron ganas de mear. Picoteamos unas gominolas. Hablamos en los silencios. Recordé que no había pan para mañana. No éramos como los gremlins de la película, pero no estábamos dando ningún ejemplo de saber estar. Es el virus, el picor en el ano, que se contagia.




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Lost in translation

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Bob y Charlotte andan perdidos por Japón, pero también andan perdidos por la vida. Japón, en Lost in translation, sólo es una metáfora geográfica de su perplejidad. Desde las habitaciones de su hotel, a muchos metros de altitud, Tokio es una ciudad indescifrable, enigmática, y bien podría ser la imagen urbana de sus propias incertidumbres. Ellos vagan por sus aceras y por sus templos como turistas asombrados, boquiabiertos, pero en realidad no comprenden gran cosa de lo que ven. Japón, como ahora mismo sus conciencias, es un lugar confuso y contradictorio. Tan familiar y tan extraño que a veces se sienten como en casa y a veces habitantes de un planeta muy lejano.


Japón,
mia que está leho Japón...

... cantaban los No me pises que llevo chanclas. Y allí, a tomar por el culo, en las islas del Sol Naciente, náufragos de su propio crucero, Bob y Charlotte se pierden en las traducciones como se pierden en la traducción de sus pensamientos. No aciertan a expresar con palabras lo que bulle en sus mentes atribuladas. Deberían de ser felices, pero no lo son. La sombra de estar viviendo una mentira, un matrimonio sin futuro, o una vocación sin satisfacciones, les marchita la sonrisa, y les nubla la mirada. 

Charlotte es una mariposa que empieza a revolotear por el mundo, pero sospecha que en la primera flor ha cometido un gran error inaugural. Cuando su marido aparece por la puerta, el corazón, todavía enamorado, late con fuerza, pero las entrañas le susurran algo muy diferente. Y las entrañas, esas hijas de puta resabiadas, nunca se equivocan. El plexo solar sabe más de la vida que el corazón, que es ciego, y que la cabeza, que es idiota del culo.

    Charlotte sospecha que todo ha terminado casi sin comenzar, pero es un pensamiento demasiado grave, demasiado maduro, para asumirlo de sopetón. Así que una noche, en el bar del hotel, cuando conoce a Bob, creerá encontrar en él al confidente que siendo treinta años mayor que ella, con toda una vida recorrida, con toda una historia en la mirada, podría servirle de guía. Pero Bob es otro turista que perdió su mapa en Japón y no está preparado para ayudar a nadie. Sólo para hacer compañía, y para ser solidario en la tribulación. A los cincuenta y tantos años todavía no ha conseguido traducirse. Y a esas edades ya es muy difícil aprender. 


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