Proyecto Lázaro


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Según el evangelio de San Juan, Lázaro de Betania llevaba cuatro días muerto cuando Jesús se plantó ante su sepulcro y dijo aquello de "Levántate y anda". Como no soy dado a las series de criminólogos, desconozco el estado de putrefacción que puede alcanzar un cuerpo humano en esa etapa del más allá. Pero supongo -y más en Judea, con el calor del desierto, y las tumbas mal selladas- que Lázaro no andaría para muchos trotes cuando emergió de la oscuridad. Como milagro, su vuelta a la vida es un suceso incomparable, pero no sé hasta qué punto fue un acto caritativo de Jesús. 

    La película de Mateo Gil se titula Proyecto Lázaro no por casualidad. Marc Jarvis es un joven publicista que gana una pasta gansa y vive en una casa de ensueño junto al mar. Las titis del negocio se lo rifan para decorar sus camas solitarias... Todo es fiesta y sonrisa hasta que un cáncer de garganta, prematuro y demoledor, le condena a morir en el exiguo plazo de un año. Como en su caso hay mucho dinero, y mucha fe en la ciencia del futuro, Marc decide criogenizarse antes de que el cáncer se expanda por su cuerpo. Confía en que algún día, cuando llegue la resurrección de la carne anunciada en los evangelios, vuelva a ser el mismo Marc Jarvis de siempre, atlético y lozano, aunque el mundo donde creció se haya perdido en los sumideros del tiempo.

    Pero las ciencias de la resurrección, ay, aunque adelantan una barbaridad, todavía no están para muchas aventuras en el año 2084, que es cuando la empresa de congelados decide concederle una segunda oportunidad. Prodigy Health Corporation es una institución muy aparente, muy futurista, con mucho cristal y mucho suelo blanco. Mucho ordenador embutido en pantallas de cuarzo que relucen. Pero en realidad es una industria algo torpe, novata en este arte de devolver muertos a la vida. Sesenta años en una cuba de nitrógeno líquido, al parecer, no te garantizan estar mucho mejor que Lázaro tras sus cuatro días en el sepulcro, así que al criogenizado hay que ponerle casi de todo, desde músculos a tendones, desde órganos hasta cordones umbilicales que lo atan a una máquina. Una gran chapuza, en realidad, que Marc Jarvis soporta al principio con aire flemático, pues más vale estar así, remendado y dolorido, que no diluido en la negrura espesa del no existir.  





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Me siento rejuvenecer

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Cuatro siglos después de que Ponce de León buscara la fuente de la juventud en la península de Florida, el Dr. Barnaby, en la otra costa de los americanos, se puso a mezclar sustancias para dar con la fórmula mágica que detuviera el envejecimiento. El Dr. Barnaby lleva gafas de culo de vaso, tiene despistes propios de un genio y luce la elegancia británica de Cary Grant en cada una de las escenas. Su esposa, Ginger Rogers, que es una mujer chapada a la antigua, vive entregada al bienestar de su marido, y aunque anda por casa siempre vestida para una fiesta -porque en aquellas películas pasaban estas cosas tan fascinantes como ridículas- lo suyo es preparar sopas y planchar camisas para que el doctor no pierda un segundo de sus hondas reflexiones. Ella, en cierto modo, aunque esté tan poco empoderada, tan poco liberada de su yugo, también trabaja para la ciencia y para el progreso.

    El título original de la película es Monkey Business porque al final es un chimpancé, y no el doctor Barnaby, el que da con la síntesis exacta de la poción, mezclando al azar varias sustancias que reposan en los tupos de ensayo. Las probabilidades de que esto suceda son aritméticamente inconcebibles, como si el mismo mono, sentado al piano, interpretara la novena sinfonía de Beethoven con todas sus notas y toda su carga emotiva. Pero estamos en una screwball de aquellas que bordaba Howard Hawks, y los espectadores entramos en el juego con tal de ver a Cary Grant haciendo el payaso, y a Marilyn Monroe -que hacía sus pinitos, y lucía sus palmitos- enseñando pierna gracias a las medias irrompibles de acetato. Lo de ver a Ginger Rogers haciendo mohines y cucamonas ya es otro cantar...

    Lo que no queda muy claro, después de todo, es el efecto real de la fórmula obtenida. Porque rejuvenecer, lo que se dice rejuvenecer, no lo hace. Mejora la vista, cura la artritis, devuelve la euforia, pero los personajes siguen tal cual estaban, alopécicos, o barrigudos, o con el culo caído. La pócima es más bien un medicamento universal para los males menores, pero no parece detener el reloj biológico de los genes. Lo que sí detiene, y hasta retrasa, es la edad mental de sus consumidores, que según la cantidad ingerida regresan a las tontunas de la juventud, o a las gilipolleces de la adolescencia, y se comportan como auténticos irresponsables de la vida civil estrellando coches o pellizcando culos. La pócima de la juventud sólo parece despertar lo peor de las sinapsis cerebrales.



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7 años

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Acorralados por la justicia, los cuatro socios de una empresa que evade capitales se reúnen para decidir quién habrá de pagar el pato. Los cuatro son unos chorizos por igual, pero si van todos a la cárcel, como en la película de Berlanga, el negocio se va a tomar por el culo. Pero si sólo va uno de ellos, asumiendo todas las culpas, la empresa podrá seguir funcionando con los tres miembros restantes, que compensarán al chivo expiatorio con dineros y prebendas. 

    Incapaces de ponerse de acuerdo sobre quién habrá de pasar siete años poniendo el culo en las duchas, los cuatro socios contratan a un intermediador para que les ayude a elegir víctima. Podrían echarlo a pares o nones, o al pito-pito-gorgorito, a la pajita más corta, pero todos estos sistemas les parecen muy injustos y muy poco profesionales. Así que allí, en la sede social de la empresa, se presenta el intermediador para encontrar una decisión negociada y aceptada por todos. Los cuatro empresarios tratan de mantener una discusión racional, de pros y contras, de tú tienes familia y tú eres más prescindible en el negocio y tú no soportarías ni cuatro días en el trullo.

    Pero el diálogo se enquista, los nervios se sublevan, y al final deciden entrar a matar: que si tú eres un tal, que si tú un cual, que si tú un inútil, que si tú una puta... 7 años, la película, dura lo mismo que una conversación entre cuatro amigos que van perdiendo la compostura y acaban a gritos y a hostias como ingleses borrachos en una terraza de Magaluf. El mismo tiempo que duraría la reunión a puerta cerrada de un partido político, uno que tuviera que decidir quién se enfrentará a los leones de la prensa como quien echa un hueso a los perretes. 

    Quiero pensar, malévolamente, que 7 años es una metáfora retorcida sobre el estado actual de las cosas, y no un simple ejercicio de estilo -muy meritorio- ni un simple ejercicio de antropología -muy interesante. 



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Sparrows

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Han querido los hados que la película islandesa Sparrows aterrice en mi ordenador justo al mismo tiempo que leo las andanzas de John Carlin en esa isla que ya es mítica en lo futbolístico, y ejemplar en todo lo demás. El libro lleva por título Crónicas de Islandia, y por subtítulo, El mejor país del mundo. "Lo más parecido a una utopía bajo el sol", dice el bueno de John Carlin, que escribe páginas y páginas buscando una tara, una vergüenza, una fosa séptica escondida bajo ese jardín florido de progreso social y orden económico. Y no termina de encontrarla. 

    Al final de su aventura, tras decenas de entrevistas con islandeses de todo pelaje, desde ministras del gobierno a pescadores del bacalao, John Carlin se autoproclama islandés de adopción, y evangelista de su modo de vida. Islandia es, en efecto, el paraíso de la mujer liberada, del estado del bienestar, de la monogamia sucesiva que no conoce la culpa ni el pecado, pues allí los curas siempre lo tuvieron crudo con los paganos ancestrales. Islandia, además, que ya ha trascendido su pasado agropecuario, bulle de creatividad en todos los sectores de la economía, y aquello es como la meca actual de los ingenieros, de los biotecnólogos, de los diseñadores de esto y de los diseñadores de lo otro.

     A Sparrows, sin embargo, aunque transcurra en tierras islandesas, todo esto le importa un comino. Su relato es más íntimo, más pesaroso, lejos de las luces modernistas de Reikiavik. Ari, su protagonista, es un adolescente que ha de pasar el verano con un padre al que hace años que no ve. Y su padre no es, precisamente, un islandés modélico ni sofisticado. Es, más bien, un borrachuzo con arranques de ira que malvive trabajando en una factoría de pescado, en el quinto pino que plantaron los vikingos cuando llegaron a la isla. No todo el monte es orégano, al parecer, lejos de la capital. El pueblo huele a pescado, los adolescentes se cuecen en los botellones, y la chica maravillosa prefiere entregar sus besos a un matón de los que te encontrarías en cualquier lugar del mundo, en Moratalaz, o en Ponferrada, muy lejos de la mística del escandinavo civilizado.

    El pueblo de Sparrows es, para resumirlo, un pueblo de mierda. Ahora vete tú y dile al pobre chaval que está viviendo en "la utopía bajo el sol". Como poco te mete una hostia y te deja en el sitio. 




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The Young Pope

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The Young Pope no es una serie de televisión. Son dos. La primera consta de seis episodios y basta con ver sus primeros minutos para ya quedar enganchado y recomendársela a todo el mundo. Es como si Paolo Sorrentino no hubiera dejado de rodar La gran belleza, solo que ahora, en vez de seguir las andanzas de Jep Gambardella, traspasa los muros del Vaticano para seguir las aventuras de Lenny Belardo, el cardenal norteamericano que es elegido contra todo pronóstico por el Espíritu Santo. Porque ha sido Él, sin duda, y no el cardenal Voiello, el hacedor de papas que se ha quedado pasmado, quien ha designado a un tipo tan inesperado como contradictorio: guapo, joven, atlético, fumador..., y ultraconservador hasta meter miedo.

    Pío XIII -y la elección de este nombre no es, por supuesto, casual- recoge el testigo de San Pedro para cercenar cualquier afán aperturista o reformador. La Iglesia, bajo su mandato, regresará a las posturas beligerantes e intransigentes. Poco a poco irá desandando el camino hasta perderse en los tiempos decimonónicos, cuando la Iglesia todavía era una institución poderosa, de extensos territorios, que acojonaba a sus feligreses con solo levantar un dedo. Belardo ha optado por el camino oscuro para salvar a la Iglesia como un Darth Vader vestido de blanco. Si la gloria estaba en el pasado -piensa Belardo- volvamos a él. A la misa en latín, al papa que no viaja, a las amenazas del infierno.

    La segunda parte de The Young Pope tiene cuatro episodios y ya es como si a Sorrentino le hubiera dado un telele, o un aburrimiento. Lo que antes era intriga política y debate teológico, ahora se convierte en torrente de sentimientos, y en pulsión de los corazones. La serie embarranca y nos confunde. Hay lágrimas, pudores, confesiones, arrepentimientos. Padres ausentes que parecen sacados de una película ñoña de Steven Spielberg. Si la serie nos tenía fascinados porque el Vaticano es tenebroso en los fondos pero bellísimo en las formas, de pronto, como en la película de Manuel Summers, aquí to er mundo é güeno y encuentra su redención, y su camino, y su perdón. Y el  Vaticano, para nuestro asombro, vuelve a ser ese lugar de gentes buenas y afables que nos narraban los curas de nuestra infancia. El País Encantado de los Hombres sin Sexo. 

Sólo faltan las campanas tocando en el cielo, como en el final de Rompiendo las olas.


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Un pez llamado Wanda


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    En el documental sobre la vida, obra y milagros de los Monty Python titulado Almost the Truth, todos rajan un poco de todos cuando rememoran los viejos tiempos. Son pequeñas collejas, delicados pellizcos, que quizá no van a más porque aquí todo el mundo -salvo Terry Gilliam- es un caballero británico educado en Oxford o en Cambridge. Lo cierto, sin embargo, es que todos iban bastante a su bola, y que sólo apremiados por los productores se reunían en torno a una mesa para discutir ideas y rebajar egos. Los Python tenían personalidades que a veces chocaban, inquietudes que no siempre coincidían. Sueños más o menos secretos de montárselo de otra manera, o en solitario, para no encasillarse en el papel de payasos eternos. Idle soñaba con hacer musicales; Gilliam con rodar sus propias chifladuras; Palin se consideraba infravalorado como actor; Jones era un pequeño dictador detrás de la cámara; y Chapman, el fallecido, se pasaba las horas entre brumas alcohólicas y resacas pesarosas.



    Pero la voz más discordante es sin duda la de John Cleese. Cleese utiliza ironías muy finas y sonrisas muy amables para atizar el fuego del descontento, pero no puede disimular su incomodo por muchas cosas que rodó a su pesar. Era, probablemente, el miembro más reconocible de los Python, por su estatura, por su currículum paralelo. El más ganso de todos -junto a Palin- cuando había que dar el do de pecho de la astracanada. Quizá se vio minusvalorado, encerrado en una jaula de oro, como el famoso loro del gag inmortal. Y quiso volar.



    Cuando los Python decidieron que ya no más, como en la canción, Cleese fue el actor más prolífico de todos. Hizo comedias, dramas, westerns, pero casi todo fue cayendo en el olvido del cinéfilo desmemoriado. Todo salvo Un pez llamado Wanda, que fue un proyecto muy personal en el que Cleese puso guión, actuación y parte de la dirección. Un pez llamado Wanda es una película ochentera, alocada, de músicas rumbosas metidas con calzador. Tiene momentos memorables y momentos catastróficos. El tiempo empieza a erosionarla. Cleese se lo curra, se lo monta, y nuestra simpatía está con él porque no es fácil sobrevivir a los Python. También anda por allí Michael Palin, de ex Python invitado, haciendo el ganso una vez más. Recuerdo que la publicidad de la época nos vendió Un pez llamado Wanda como "la vuelta de los Monty Python". Hay que tener poca vergüenza, con sólo un tercio del personal. Fuimos a verla como tontos y aun así nos lo pasamos de rechupete, con mucha risa, y mucho ojo dislocado en el escote de Jamie Lee Curtis. Pero aquí, el que cortó el bacalao, el que se llevó las carcajadas, el que ganó un premio Oscar meses después, fue Kevin Kline. Ni Pythons ni hostias en vinagre. Kline se come todas las escenas como se comió los peces del acuario. A Wanda incluido. Si Cleese quería lucirse, se equivocó de partenaire. Le salió un robaescenas como en los tiempos de los Python. Una vez más en segundo plano, y diluido. 


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Monty Python: Almost the Truth


🌟🌟🌟🌟

De todos los personajes históricos que nunca fueron, pero podían haber sido -el quinto Beatle, o el decimotercer apóstol, o el sexto integrante de la Quinta del Buitre- a mí me hubiera gustado ser el séptimo miembro de los Monty Python. 
Para eso tendría que haber nacido británico o americano de Minnesota; estudiar en Oxford o en Cambridge una carrera de alta consideración; tener el talento de escribir chorradas ingeniosas que escandalizaran a las viejas y asustaran a los biempensantes. Y por supuesto, haber tenido la potra de coincidir con ellos: con Eric, con John, con Michael... De gustarles, de encajar, de ser aceptado. Sentarme junto a ellos alrededor de un escritorio redondo -o de una mesa cuadrada, lo mismo da- y lanzarnos a idear sketches, paridas, provocaciones. Reírnos de nuestras propias ocurrencias a mandíbula batiente, que es una expresión que siempre me gustó mucho, a mandíbula batiente, como un esqueleto descarnado, de humor puro, sin gota de grasa. Como una animación loca de esas que perpetraba Terry Gilliam en las películas.

    Haber viajado con ellos a las Bahamas cuando llegaba la crisis creativa. Discutir con muy malas pulgas aspectos del guion o del vestuario. Amasar unos cuantos millones con los contratos y los royalties. Desvelar maldades en las entrevistas del DVD cuando me hiciera viejecito. Regresar, sin embargo, como si aquí no hubiera pasado nada, a los escenarios de medio mundo para representar los viejos chistes y los nuevos sarcasmos. No sé... Tengo la megalómana intuición, la aznariana ensoñación, de que yo hubiera encajado muy bien con estos tipos. De que a su lado, inspirado por el trabajo colectivo, por el aire electrificado, ellos me hubieran sacaso unos cuantos chistes que hubiesen pasado a la historia de la comedia, y de la provocación: un gag sobre la tontuna religiosa en La vida de Brian. o una gracia medieval en Los caballeros de la mesa cuadrada. Un apunte descojonatorio pero profundo en El sentido de la vida...




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Better Call Saul. Temporada 3

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Creía haber leído en algún lugar que Better Call Saul terminaría con la conversión definitiva de Jimmy McGill -el abogado de las ancianitas desvalidas- en Saul Goodman -el asesor de los narcotraficantes con metralleta. Saul Goodman va inscrito en los genes de Jimmy McGill como una maldición de su destino. Y aunque Jimmy es un buen tipo que en el fondo sólo quiere hacer un poco de justicia, y ganarse unos cuantos dólares en el proceso, el fantasma de Saul poco a poco va deslizándose bajo su piel, usurpando su personalidad. Y no es que el contexto, precisamente, poblado de caraduras y arribistas, de listos y listillos, ayude mucho a impedir esta fagocitación.

    Así sucede en realidad con todos nosotros. El yo que somos y el yo que seremos caminan separados durante muchos años, uno en acto y otro en potencia. A veces, en las fotografías que nos hacen de jovenzuelos, se puede ver un extraño resplandor que nos acompaña en el gesto, en el escorzo. Algunos lo confunden con un fantasma,  o con un reflejo del sol, pero en realidad es nuestro yo futuro, el definitivo, que está esperando el paso de los años para tomar posesión de su plaza. Hasta que él no llega, todos somos interinos, provisionales, soñadores... La juventud sólo es un tiempo de verano antes de que se presente el señor otoñal para sustituirnos. Un buen día nos dormimos y a la mañana siguiente ya no estamos, desplazados por el Saul Goodman que esperaba su momento bajo la cama, como los extraterrestres envainados de La invasión de los ladrones de cuerpos.

    Saul Goodman ya ha asomado la patita en la serie, pero no ha llegado del todo. Se transparenta en alguna mirada perdida, en alguna conducta deshonesta. Su nombre aparece en los anuncios estrambóticos que Jimmy McGill rueda para la televisión. Pero nada más. Better Call Saul no debería haber terminado todavía, pero busco su cuarta temporada en la red y descubro, primero perplejo, y luego entristecido, que nadie garantiza su renovación. La serie, al parecer, está dando unos índices de audiencia muy bajos, y su productora se lo está pensando dos veces, y hasta tres. "Que se joda el espectador medio", gritó una vez David Simon cuando le preguntaron por la complejidad de The Wire. Si finalmente nos quitan a Saul Goodman, será el espectador medio el que nos joda a nosotros.



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Trainspotting 2

🌟🌟

Veinte años después de haberles desplumado 16.000 libras, Renton regresa a Edimburgo para visitar a sus viejos amigos del trapicheo. A sus cuarenta y seis años le ha dado un ataque de nostalgia muy propio de la edad, y ese impulso, sensiblero pero vigoroso, es más poderoso que el miedo a recibir un par de hostias de sus ex-colegas del suburbio, que tal vez, sólo tal vez, no le hayan perdonado su traición



    Sick Boy sigue sobreviviendo en el lado oscuro de la ley, Spud va y viene con sus chutes de heroína y sus deschutes de metadona, y Begbie, que ahora se hace llamar Franco, se sigue liando a hostias con cualquiera que le mira de soslayo, aunque ahora lo haga dentro de los muros del talego. Si alguien pensaba que Trainspotting 2 iba a contradecir la primera ley de la termopsicología, que afirma que las personas no cambian jamás, y que todos estamos condenados a repetirnos con mayor o menor disimulo, se va a llevar un buen chasco con el argumento. Los gamberretes que en Trainspotting rezumaban juventud loca, ahora transitan la muy jodida década de la cuarentena, que no por casualidad tiene nombre de peligro por enfermedad. Los desperfectos en la fachada ya no hay cuadrilla que pueda revocarlos, y por dentro, en la fontanería de las vísceras, empieza a escucharse un runrún sospechoso, un siseo persistente, que tarde o temprano desembocará en la enfermedad que habrá de llevarnos por delante.

   A nuestros muchachos de Trainspotting peinan canas y están algo arrugados. Se les ve más torpes, más hieráticos, menos ocurrentes. Corren y se cansan; pelean y se caen; filosofan y se extravían. Ya ni siquiera se drogan con asiduidad, y sólo de vez en cuando se dan el homenaje de un "trainspotting" por los viejos tiempos. Pero no han cambiado en absoluto. Siguen cayendo en los mismos hoyos, en las mismos errores, como autómatas programados para seguir un único camino por la vida. Son como nosotros, y nos com-padecemos de ellos. Aunque la película sea un experimento innecesario. Un sacacuartos -lo que sólo es un decir, si te la has bajado por el morro- para los nostálgicos. 



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Trainspotting

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En los períodos de sequía creativa, cuando no sé qué escribir sobre una película y sufro la tentación de volver a los temas archisabidos, me doy un garbeo por los extras del DVD para inspirarme en las entrevistas que concedió el director, o el actor principal, a ver si ellos me dan el germen de una idea. El hilo conductor que me permita enhebrar cuatro filosofías baratas y cuatro chascarrillos de barrio para solventar la entrada del día y mantener vivo este engendro sin pies ni cabeza, sin orden ni estructura. Como el bebé monstruoso que Jack Nance alimentaba sin esperanza en Cabeza borradora: el producto informe y errático de mi nulo talento para escribir cosas originales.

    Venía uno a Trainspotting -por ejemplocon la intención de disertar un poco sobre las drogas, sobre la sociedad injusta que alimenta la desesperanza en la juventud. Pero de pronto las palabras me han parecido altisonantes, impropias de un blog sin altura ni pretensiones. Es por eso que he perdido casi una hora buscando otra idea alimenticia en el DVD, como quien busca un salvavidas o un clavo al que agarrarse. Trainspotting, en efecto, como allí afirman sus propios creadores, desde Irvine Welsh a Danny Boyle, no es una película sobre pandilleros heroinómanos en Edimburgo, aunque pudiera parecerlo. Su tema central es la amistad que se derrumba, aunque se hayan pasado los años mozos en las cuchipandas y en las correrías, jurando un compromiso eterno que el tiempo finalmente se llevó. El gran drama de Renton no es la heroína, sino la certeza de vivir desplazado, en una tierra que no ama, en  un grupo de amigos que lo llevan por senderos que no quiere transitar. Renton no se drogaba para hacer piña, sino para olvidar que estaba en ella. Ese es el viaje personal de Trainspotting. Una cosa muy profunda en realidad, enmascarada tras músicas molonas y planos desquiciados. Y picos en vena.

    Creo que por hoy, gracias a los extras en DVD, he salvado el culo.


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This is Spinal Tap

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Rodolfo Chikilicuatre empezó siendo un personaje más de la pandilla nocturna de Andreu Buenafuente. Un cantante de tupé imposible y guitarra infantil que cantaba el Chiki Chiki rodeado de tías jamonas. Su número de humor, estrafalario y tontuno, terminó participando en el festival de Eurovisión para asombro y carcajada de los espectadores que aquel día, por primera vez en muchos años, nos asomamos a las pantallas cantarinas del continente. Algún telespectador en los confines de la vieja Europa, quién sabe si en Malta, o en Letonia, se tomó muy en serio el baile ridículo de Rodolfo, y éste, mejorando actuaciones precedentes, y varias que vinieron después, recibió cincuenta y cinco puntos que refrendaron el triunfo del humor sobre la realidad. De la broma cachonda sobre la seriedad de la propuesta.


   Veinticinco años antes, al otro lado del charco, un grupo de comediantes televisivos que además componían canciones y rasgueaban las guitarras, decidieron gastar una broma parecida en This is Spinal Tap, el falso documental que cubría la gira por Estados Unidos de los Spinal Tap, un grupo de rock británico que trataba de reverdecer las viejas glorias de su repertorio. El mockumentary de Rob Reiner era la parodia hilarante de todas las tonterías musicales y extramusicales que rodeaban a los melenudos de entonces: las riñas internas, las crisis conceptuales, las extravagancias en los hoteles. La "Yoko-Ono" de turno que al final terminaba por joderlo todo. 

    Los componentes de Spinal Tap eran medio bobos y medio yonquis. Unos majaderos sin dos dedos de frente que iban metiendo la pata en cualquier escenario que pisaban. Pero muchos espectadores salieron de los cines convencidos de su existencia real, y se preguntaron, extrañados, cómo es que nunca habían oído hablar de aquel grupo de fama mundial. La broma de estos comediantes americanos se hizo bola de nieve, y fenómeno universal, y años después, para seguir con el cachondeo, y satisfacer las inquietudes de los fans, decidieron formar el grupo verdadero de los Spinal Tap, una mezcla imposible entre el rock de The Queen y las letras de La Polla Records, que tocó sus descojonaciones en los escenarios más selectos del circuito mundial. Tuvieron, incluso, una aparición estelar en Los Simpson, que hoy por hoy es la aspiración máxima de cualquier artista que se precie. El reconocimiento último tras el que ya puedes retirarte para morir tranquilo. 


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El ladrón de orquídeas (Adaptation)

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"Hay demasiadas ideas, y cosas, y gente... Demasiadas direcciones que tomar. Empiezo a pensar que la razón por la que es bueno que algo te interese apasionadamente, es que reduce el mundo a un tamaño más manejable".

     Esto lo escribe Susan Orlean, que trabaja para el New Yorker, y que acaba de conocer a John Laroche. John es el ladrón de orquídeas, un tipo estrafalario que arranca flores protegidas en los pantanos de Florida fascinado por sus formas, y por sus mecanismos adaptativos. Un fulano inquieto, neurótico, poco aseado en el vestir, pero que habla con tanta pasión sobre el universo de las orquídeas, y de su vínculo íntimo con el resto de la creación, que la escritora, que en principio estaba allí para escribir un reportaje, cae fascinada ante su discurso y decide escribir una novela inspirada en su obsesión. Porque la obsesión -comprende Susan- no es la tontuna de los locos, ni el empeño de los maníacos, sino un modo muy sabio de poner orden en el caos. De encontrar el sendero en la espesura. De no perderse en el viaje errático y ramificado de la vida.


    Años después, Charlie Kaufman, el marciano que un día decidió ganarse la vida escribiendo guiones, recibió el encargo de adaptar El ladrón de orquídeas a la gran pantalla. Pero la novela de Susan Orlean es un relato de acomodo imposible, pues está llena de reflexiones, de apuntes, de filosofías particulares, intraducibles en imágenes. Así que Kaufman, bloqueado ante la máquina de escribir, decide bajar al terreno personal -que puede ser real o ficticio o una tomadura de pelo monumental-, y se coloca a sí mismo como el protagonista principal de la película. El ladrón de orquídeas resulta ser finalmente la historia de tres obsesiones: la de Laroche por las orquídeas, la de Susan Orlean por Laroche, y la de Charlie Kaufman por sacar adelante una adaptación que resuma tanta fascinación sin horizonte. 

¿El resultado?: otra película de Charlie Kaufman imposible de contar, de resumir. Una ida de olla maravillosa. Personajes reales que hacen de ficticios, y personajes ficticios que hacen de reales. Un guión que habla sobre la escritura de un guión. El metaguión. La puta locura. 



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Cómo ser John Malkovich


🌟🌟🌟🌟

Cómo ser John Malkovich empieza con una marioneta igualita que Pablo Iglesias, el líder de Podemos, bailando la danza de una depresión. El parecido es asombroso: la misma barba, la misma coleta, los mismos ojos entrecerrados al estilo tártaro de Lenin...

    La marioneta se mira al espejo, no se gusta, lo rompe. Destroza los objetos de la habitación y se revuelca en el suelo dominada por la rabia. Es una performance como de político derrotado en unas elecciones. Poco antes, en los telediarios, uno ha visto al Pablo Iglesias de verdad sostener un florido debate contra las fuerzas del Mal en el Parlamento. Y ahora, en lo que iba a ser una ficción de media tarde, una película escrita por Charlie Kaufman -el raro- para Spike Jonze -el extravagante-, uno vuelve a encontrarlo convertido en un muñeco manejado por un hábil titiritero, como si esto fuese 13 TV insinuando subordinaciones del "Coletas" al chavismo venezolano, o al régimen iraní. Uno, que conoce de sobra el argumento de la película, y sabe que lo del títere sólo es una coincidencia de fisonomías, acaba, sin embargo, de abandonar los vapores alucinógenos de la siesta, y teme por un segundo no haber despertado todavía, y estar soñando una pesadilla imposible donde John Cusack mueve los hilos de la izquierda española y John Malkovich, aunque afeitado de barba y de cabeza, hace el papel de un político gallego que aparece en todas partes soltando obviedades sin pudor y trabalenguas sin sentido. Malkovich, Malkovich, Malkovich...




    Pero los vapores del sueño sólo duran unos minutos, y al despejarse la niebla uno ya está metido en la trama absurda pero absorbente de la película: el piso siete y medio, la portezuela escondida tras el archivador, el acceso imposible a la mente de John Malkovich durante un cuarto de hora de sensaciones subrogadas... La película, así contada, parece la ocurrencia de un loco, o la resaca de un borrachuzo, pero puesta en imágenes es un relato que da para mucha reflexión sobre los límites del yo, los caminos del éxito y los amores imposibles. Cómo ser John Malkovich es una película venida de Marte, imaginada en un manicomio. Irresistible, e hipnótica, como Catherine Keener.

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Fargo. Temporada 1

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El personaje central de la primera temporada de Fargo es Lester Nygaard, el hombre de la casa modesta y el matrimonio arruinado. Y el trabajo aburrido. La gran vidorra pasó de largo camino de paraísos más australes que Minnesota, y a Lester, atrapado en esa vida corriente que parece el Día de la Marmota, con la nieve perpetua y los personajes archisabidos, sólo le queda esperar un golpe de suerte antes de que la enfermedad y la muerte llamen a su puerta.

    Y de pronto, la fortuna, inesperada y burlona, aburrida de tanto prodigarse con otros hombres, le pone en contacto con un genio que concede deseos inconfesables. Lorne Malvo no es un genio que haya salido de la lámpara maravillosa, ni de los cuentos de Las Mil y Una Noches. Es más bien un matarife a sueldo, un psicópata con perilla. Un ángel caído que lo mismo tira de espada flamígera que de gatillo fácil para cumplir con sus objetivos. A veces cobra por ellos, y a veces, como en el caso que nos ocupa, sólo mata para pasar un buen rato. 

    Nygaard, en la sala de espera del hospital, con la nariz rota y el espíritu humillado, le hablará de un tal Sam Hess que es el chulo del pueblo, el exmatón del instituto, el tiparraco deleznable que a sus cuarenta años todavía sigue partiéndole la jeta en plena calle. Nygaard no sospecha que el tipo a quien le está contando su frustración, y su afán vengativo, es un asesino sin escrúpulos que no le teme al rayo divino ni al roer de la conciencia. Horas después, en el puticlub del pueblo, Sam Hess será asesinado con una puñalada en el cuello mientras disfrutaba de su adulterio habitual. Con su muerte se abrirá la caja de los truenos, y dará comienzo, propiamente, la trama criminal de la serie. Los nueve episodios restantes sólo son la consecuencia disparatada, desbordada, sanguinolenta, de ese encuentro que una mala tarde de invierno puso en contacto al hombre gris con el demonio negro. 



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El gran carnaval

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El Albuquerque Sun-Bulletin es un periódico de Nuevo México que recoge las anécdotas del gobernador y las cacerías de serpientes. Y Chuck Tatum, su periodista estrella, se aburre como una ostra en su mesa de trabajo. Él ha escrito para los periódicos más importantes del país persiguiendo corrupciones políticas, estafas bursátiles, héroes caídos en desgracia. Si no fuera por su adicción al alcohol y a las mujeres de los directores, no estaría en medio de la nada cubriendo noticias más dignas de un chupatintas que de un reportero fetén. Tatum ha tenido la mala suerte de aterrizar en Albuquerque con sesenta años de adelanto. Los Pollos Hermanos todavía no han cruzado la frontera con sus camiones cargados de producto y Héctor Salamanca es un recién nacido que está aprendiendo a descabezar muñecos en su cuna. Walter White, todavía nonato, no ha sufrido el cáncer de pulmón que terminará transformándolo en el temido Heisenberg. 

    En el Albuquerque del siglo XXI, con la DEA por aquí, los crímenes por allá, y Saul Goodman lavando el dinero sucio de tirios y troyanos, Chuck Tatum no hubiera dado abasto con tanto sobresalto noticiable. Pero en el Albuquerque de los años cincuenta sólo hay calma chicha y algún accidente de vez en cuando. Como el de Leo Minosa, buscador de reliquias indias en las montañas, que yace semivivo, medio muerto, en una cueva de espíritus malditos. Tatum decide que finalmente ha llegado su noticia. Un moribundo atrapado bajo los escombros significa una familia en vilo, un pueblo pendiente, un estado movilizado. Quién sabe si una nación al completo interesada. 

    Sólo hay que aliñar bien la ensalada y vender el producto. Y tapar la boca a los que aseguran que Minosa podría ser rescatado en pocas horas con una simple labor de entibación. Les pones un billete en el bolsillo y ya aseguran que es mejor horadar la montaña desde arriba. Un camino más lento, pero más seguro, y así tener seis días de drama garantizados. Seis días de crónicas firmadas por Chuck Tatum desde el desierto de Nuevo México. Tatum está harto de esperar a la realidad y decide crear la suya propia aun a riesgo de la vida de un hombre. Comienza el gran carnaval. Pocas veces Billy Wilder destiló  tan mala baba.



 
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Terciopelo azul

🌟🌟🌟🌟

Lo que viene a recordar David Lynch en Terciopelo Azul es que nuestra civilización es una manzana lustrosa que lleva gusano por dentro. En las primeras etapas de nuestro desarrollo embrionario, los seres humanos no somos muy distintos del pez, del reptil, del mamífero inferior, y sólo a partir de algunas semanas nos vamos redimiendo del pecado original. Los genes van  añadiendo tejidos que disimulan la vergüenza de nuestros ancestros, y son como manos de pintura que revocan las paredes. Pero debajo siempre hay algo que palpita, que transpira, que a veces traspasa nuestra obra de albañilería Un deseo, un crimen, un acto animalesco. 

    En las entrañas intestinales todos olemos a mierda y a pedo retenido, y en las entrañas neuronales ocurre tres cuartos de lo mismo. Aunque el libro del Génesis afirme que somos la cúspide de la Creación,  luego resulta que despojados de vestimentas y de artilugios sólo somos criaturicas del Señor. Los descendientes de aquella pareja ancestral que pilotaba el arca de Noé porque contaba con pulgares oponibles y podía transmitir instrucciones a través del lenguaje. Nada más. Minucias que no justifican tanto orgullo y tanto engreimiento.

    Con estos mimbres tan poco fiables, los seres humanos se juntaron para convivir en pueblos, en ciudades, en estados. Las gentes de bien -que son las que llevan el gusano vestigial amordazado- construyeron la concordia, los derechos humanos, las leyes fundamentales. Ellos sonreían al vecino y pagaban sus impuesto. Pero entre ellos, más o menos disimulados, aprovechándose de los incautos y de los permisivos, medraron los asociales, los sociópatas, los tarados de variado pelaje. De esa línea genalógica procede el Frank Booth de Terciopelo azul, que es un tipo extremo, devorado por su propio bicho, de tal modo que el tipo ya sólo es gusano o cucaracha, como un Gregorio Samsa sin remordimientos. 

    La pareja de pipiolos protagonistas no termina de creerse al personaje porque ellos pensaban que el "mal" vivía lejos, en otros barrios, en otros villorrios más allá del Mississippi. En los bajos fondos de las ciudades, o en las películas. Quizá en ningún sitio. Ellos no sospechaban que el  instinto violador, asesino, pudiera habitar la casa de al lado, la cola de la panadería, el asiento del autobús. Y más aún; que ellos mismos, que se creían impolutos y roussonianos, casi querubines si no fuera por algunos defectillos, y por algunas pajillas en el dormitorio, llevaran la larva agazapada en su interior.



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La huella

🌟🌟🌟🌟

Si alguien dijo una vez que todas las películas podían reducirse al esquema "chico busca chica"-y si terminaban follando era una comedia, y si no, una tragedia-, lo mismo podría decirse de la lucha de clases. La lucha por los recursos es tan vieja como la lucha por la jodienda, y forma parte de cualquier película analizada hasta su tuétano. Si la película termina con un cabronazo que acapara los medios de producción, tenemos drama; si el subalterno, el explotado, consigue un reparto más justo del pastel, tenemos una alegre ficción de sonrisas proletarias.

    Esta lucha peliculera puede ser estrictamente marxista, de bolcheviques contra el zar, de estibadores contra patrones, de esclavos alzados contra Roma. Pero puede ser, también, la rebelión de los marineros a bordo, la venganza del chaval contra el guaperas, la "promoción interna" de los matones dentro de la Mafia. O, incluso, como en La huella, el juego macabro que mantienen sus protagonistas tan ociosos como ocurrentes. El argumento es sobradamente conocido para los cinéfilos: Andrew Wyke, el escritor que vive retirado en su mansión de la campiña, cita al amante de su esposa para proponerle un sustancioso negocio de robos y estafas. Pero esto sólo es un anzuelo. Lo que Andrew Wyke quiere, en realidad, es hacer entender a su rival que jamás va a estar a su altura. Que un plebeyo nunca podrá satisfacer a su mujer como él la satisfizo en el pasado. Que entre ricos y pobres no sólo hay una brecha económica, sino otra más profunda, más decisiva, de pelaje, de sangres de distinto color. Una auténtico foso insalvable, como de castillo muy antiguo y muy británico. Andrew, el patrón, golpeará primero en su ofensa, y Milo, el peluquero, el obrero de la función, tratará de vengarse disparando los cañones de su ingenio, desde el acorazado Potemkin que navega en los mares de la rabia. 





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Largo domingo de noviazgo

🌟🌟🌟

Cuando la opinión general sobre una película es que la fotografía es muy bonita, y que la banda sonora es una delicia, está claro que hay algo que no va bien. Y Largo domingo de noviazgo, a mi pesar, es una película de ésas: tan fascinante como fallida; tan conmovedora como decepcionante. 

    Dos años después de haber rodado Amelie, Jean-Pierre Jeunet adaptó esta novela de amor y guerra ambientada en los tiempos de la I Guerra Mundial. El soldado Manech muere -o tal vez no- en las trincheras del frente occidental, y Mathilde, su desconsolada novia, con la jugaba a perseguirse en lo alto del faro o del campanario, emprende una investigación para dar con sus huesos vivos o muertos. Mathilde se niega a aceptar con el corazón lo que muchos aseguran haber visto con sus ojos: que a Manech lo hirió de muerte un avión alemán mientras vagaba por la tierra de nadie, y que yace enterrado en ese cementerio interminable donde comparten eternidad los soldados franceses.


    Largo domingo de noviazgo nació para ser una película imborrable, llena de ocurrencias, de planos tan estudiados que parecen cuadros primorosos. Pero está mal escrita, mal contada, como si de tanto cuidar las formas se hubieran olvidado de aclarar el contenido. O quizá soy yo, definitivamente, que ya no estoy para estos trotes. Sea como sea, he vuelto a perderme -y ya van tres visionados que yo recuerde- en este embrollo de soldados fortachones y bigotudos que se llaman todos igual: Benoit, o Bastoche, o Bastogne, o Baptiste. Es como una tomadura de pelo. Como una película de chinos franceses indistinguibles unos de otros. Unos mueren, otros resucitan, otros remueren; algunos se cambian el nombre, otros se afeitan el mostacho, otros se intercambian las vestimentas o las botas de combate. O las chapas de identificación, incluso, en el colmo de los colmos. 

    Lo mejor es dejarse llevar y no pensar demasiado en la trama detectivesca. Pasear por la película como quien avanza por los pasillos de un museo, sin comprender del todo algunos cuadros, algunas esculturas, pero admirado igualmente por su belleza.





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Bloody Sunday


🌟🌟🌟🌟

Yo tuve un conocido en la adolescencia que de mayor quería ingresar en la Guardia Civil solo para "matar rojos". Soñaba con enfrentarse a ellos en alguna manifestación, en alguna marcha de sindicalistas del 1º de Mayo -que era la fantasía castrense que más le ponía- y recibir una pedrada en la cabeza que le diera la excusa para desenfundar el arma reglamentaria y vengar la década y media que llevábamos de democracia. 

    Mi conocido, como se ve, se creía un falangista de los tiempos de la II República; un pistolero del Far West que podía disparar contra pieles rojas sin que nadie le pidiera explicaciones. Sus familiares -que no estaban mucho mejor de la chaveta- eran unos nostálgicos del franquismo que aún no habían dado la Guerra Civil por concluida. En aquel tiempo gobernaban los socialistas de Felipe González que permitían que los putones y los maricones cantaran alegremente en televisión, y esa gente se sentía muy ofendida cada vez que sintonizaban la Primera o el UHF. Mi conocido escuchaba sus relatos, digería su frustración, y se vio a sí mismo como un ángel justiciero de la decadencia de Occidente.

    Con los años, guiado por el entusiasmo y por los buenos estudios, consiguió entrar en el cuerpo menetérico, que dijo una vez Chiquito de la Calzada. El exceso de ardor guerrero, o la fatalidad del destino, terminó dando con sus huesos en el País Vasco. Sé por otras amistades que allí lo pasó muy mal, arrodillado todas las mañanas ante su coche particular para revisar los bajos explotantes. Años después, tuvo la fortuna de regresar sano y salvo a la Meseta para llevar la misma vida de misa dominical, voto fidedigno al PP e indignación colérica contra los rojos que poblaban la televisión. Supongo que a veces, en el sofá, para amenizar la tertulia, todavía acaricia el arma reglamentaria entre las piernas soñando con grandes hazañas bélicas que ya nunca llegarán.



    Hoy por la noche he visto Bloody Sunday, el relato modélico que hizo Paul Greengrass de la histórica matanza de Derry. Trece muertos, y uno posterior, que inspiraron la celebérrima canción de U2. En alguno de esos paracaidistas británicos que dispararon contra la multitud he creído reconocer el gesto vengativo, el aire falangista, la pose marcial y fanática, de aquel conocido mío que también soñó con disparar algo más que pelotas de goma y gases lacrimógenos contra los chavales del pelo largo. 



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The Brink

🌟🌟🌟🌟

En su opúsculo Allegro ma non troppo, Carlo Cipolla propuso cinco leyes fundamentales sobre la estupidez humana que habría que cincelar sobre una piedra del monte Sinaí, o del monte que estuviera más a mano:
1. Que subestimamos el número de estúpidos que andan sueltos.
2. Que los estúpidos crecen en cualquier ecosistema humano sin diferenciar nobles ni plebeyos, géneros ni razas.
3. Que subestimamos el poder destructivo de los estúpidos.
4. Que los estúpidos, más que los malvados, son las personas más nocivas del tejido social.
5. Que una persona es estúpida si causa daño a otras personas y al mismo tiempo no obtiene ganancia personal alguna.


    Roberto y Kim Benabib son dos hermanos muy lúcidos y sarcásticos que han tomado buena nota de Cipolla para crear The Brink. Ellos -como Armando Ianucci en Veep- han intuido que la realidad cotidiana de nuestros gobernantes está más cercana al despropósito que a la eficacia, a la comedia absurda que al drama con pretensiones. Que los estúpidos -que son legión- también están infiltrados en los despachos, en los comités, en los parlamentos, en las altas esferas, y que, como asegura don Carlo, son elementos muy inquietos y destructivos. 

    House of cards o El ala oeste de la Casa Blanca nos muestran una realidad política donde todo es aplomo, cálculo, eficacia, lo mismo para hacer el bien que para perpetrar el mal. Y uno, que asiste al espectáculo modélico e irreprochable de su factura, en realidad nunca se las ha tomado demasiado en serio porque sospecha que por cada funcionario diligente hay otros cinco que no ven más allá de sus narices, corruptos o tontainas, irresolutos o metepatas. Sólo hay que abrir el periódico del día para comprobar que el número de estúpidos es el mismo en cualquier sección elegida al azar, lo mismo en nacional que en deportes, lo mismo en las críticas de cine que en las últimas novedades de la agricultura provincial. 




    The Brink se encarga, concretamente, de recordarnos que en los asuntos internacionales abundan los mandatarios ineficaces, psicópatas, impulsivos, corruptos, imbéciles, irracionales... Estúpidos que han sido elegidos en una democracia o que han tomado el poder armados con un kalashnikov. Igual que en la Sodoma condenada al fuego divino, en The Brink sólo hay un justo gracias al cual el mundo todavía no se ha ido al garete en un holocausto nuclear. Él es Walter Larson, el Secretario de Estado estadounidense, la única persona con dos luces y media en ese rebaño de gilipollas cegaratos. El problema es que Walter Larson vive obnubilado por las mujeres, y siempre hay una falda que se interpone en su labor; un escote que aplaza temporalmente la emisión de su juicio. Y el planeta, mientras tanto, pendiente de un hilo, y de un pene...


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El viajante

🌟🌟🌟

En los albores de este humilde blog, el cine iraní era un plato que se incluía con frecuencia en el menú. Uno, de aquella, quería entrar en la blogosfera con credenciales de cinéfilo, con caché de cultureta, a ver si las mujeres reconocían en mí un alma sensitiva, ecuménica, que se interesaba por cinematografías distintas a los americanos dándose de hostias, y a los españoles dándose voces. Mientras las mujeres iban desertando de mi escritura, aburridas y perplejas, por aquí pasaron las películas de Kiarostami, de Panahi, de un señor llamado Asghar Farhadi que tenía dos haches intercaladas que eran la pesadilla de mi ortografía.

    Con el ya fallecido Kiarostami me pasé siete pueblos riéndome de su cansinidad, de su afición por las cabras que mascaban hierbajos y los pastores que las contemplan como si el tiempo lo regalaran con los yogures. De Panahi, que era un director más ágil y más urbano, me quedé con algunas películas muy estimables que denunciaban el estado de su país: la subordinación de las mujeres, la teocracia de los ayatolás, el tráfico insoportable de Teherán... Otras películas suyas, en cambio, cayeron instantáneamente en el olvido. Y luego vino este señor de las haches intercaladas, Asghar, y Farhadi, del que estuve a punto de desistir en las primeras citas, con algún bostezo de más y algún entusiasmo de menos. Hasta que un buen día llegó Nader y Simin: una separación y con esa obra maestra, con ese peliculón que subió a los altares sin pasar por la beatificación, el hombre de la perilla se convirtió en un guest star habitual de mi repertorio. 




    Su última película se titula El viajante, y viene avalada una vez más por la crítica, y por otro Oscar de Hollywood, que esta vez vino rodeado de una ardiente polémica sobre si Donald Trump merecía más bien un desplante o un escupitajo. En El viajante, la verdad, nadie viaja hacia ningún lugar. No físicamente, al menos. De un piso a otro de Teherán como muy lejos, que son los escenarios de la desgracia y la posterior venganza del matrimonio Etesami. Ellos no son Nader y Simin, pero se les parecen mucho: jóvenes y cultos, urbanitas y modernos. Y también, para su desgracia, reos de un dilema moral de los que paralizan el raciocinio, y anima el debate entre los espectadores.



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Cabeza borradora

🌟🌟🌟

Entre 1965 y 1970, antes de que la vocación del cine llamara a su puerta, David Lynch estudió en la Academia de Bellas Artes de Filadelfia. Allí soñó con ser el enfant terrible de las artes plásticas; el pintor provocativo del reverso tenebroso. Allí se casó por primera vez, tuvo una hija, desarrolló su talento natural para retratar lo macabro y lo repulsivo. En las ruinas postindustriales de una ciudad enfermiza, Lynch encontró la inspiración para dibujar hombres deformados y bichos inexplicables. Hubo, sin embargo, demonios que saltaron de sus propias composiciones para robarle el sueño: fantasmas sobre la paternidad y la edad adulta que el propio Lynch dejó señalados en el documental The art of life.

   Años después, ya en Los Ángeles, David Lynch volcó sus experiencias filadélficas en su primer largometraje, Cabeza borradora, que tardó siete años en parir entre penurias económicas y desánimos creativos. Cualquier otro cineasta hubiera contado una historia lineal, autobiográfica, de jovenzuelo que llega a Filadelfia cargado de ilusiones y vive experiencias de azúcar y sal, de risas y llantos. Pero David Lynch es un tipo oscuro, retorcido, y en Cabeza borradora prefirió esconderse tras la máscara de una pesadilla: la que vive Jack Nance atrapado en ese matrimonio desolador, en esa paternidad lacerante del monstruo que no para de llorar. 

    Aunque la película es barroca y expresionista, lúgubre y desquiciada, es fácil seguir la pista del director en ese apartamento de cochambre, en ese matrimonio contraído sin ilusión. Es por eso, quizá, que Lynch va introduciendo más pesadillas dentro de la pesadilla, para guardar su intimidad bajo siete llaves y dos candados. Y es entonces cuando el espectador empieza a perderse en sus mundos oníricos, en sus obsesiones particulares. El teatrillo con cortinas que estrena función cada noche, entre los radiadores que no calientan.



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Fargo

🌟🌟🌟🌟🌟

Fargo es una  historia de maleantes metidos a estúpidos, y de estúpidos metidos a maleantes, que se convirtió, desde el primer visionado, en un clásico imprescindible en nuestras estanterías. Fargo era brutal, divertida, disparatada. Si la realidad a veces supera la ficción, Fargo superaba la realidad con creces, tres pueblos y medio de Minnesota. Y sin embargo era perfectamente verosímil, y congruente, porque la imbecilidad de los seres humanos no conoce límites, y estos personajes de la película están lejos de agotar todas las posibilidades. 

    Fargo es un guion perfecto con un grupo de actores elegidos al dedillo. Una pequeña venganza de los hermanos Coen hacia su tierra natal, Minnesota, que es esa pequeña Suecia donde ellos se aburrieron como ostras en su niñez y en la que colocan, con sonrisa de traviesos, esta galería de personajes avariciosos y miserables, violentos y poco juiciosos. Y por encima de ellos, tuerta en el país de los ciegos, la agente de policía Gunderson, que con su embarazo y su cachaza de norteña va recogiendo las miguitas -más bien los mojones- que estos criminales de pacotilla van dejando en su torpe delinquir.

    Fargo nos dejó turulatos, ganó sus premios, dejó su huella..., pero luego cayó poco a poco en el olvido. La podías encontrar por cuatro duros en los rastrillos de los kioscos. Los cinéfilos la veíamos cada cierto tiempo para recordar las jetas y los diálogos, pero cada vez dejábamos más espacio entre una cita y la siguiente. Sospechábamos que la Minnesota de los hermanos Coen daba para mucho más: que aquellos personajes no habían surgido de la nada como una cosecha inusual de gilipollas, sino que formaban parte del paisaje nevado, agorafóbico, opresivo. Que había más chicha en aquellos parajes, vamos. Pero los hermanos Coen habían jurado no regresar, y cualquiera que intentara copiarlos caería en el ridículo más espantoso, porque ellos, más o menos acertados, más o menos ocurrentes, tienen un sello propio que no se puede falsificar. 

    Y de pronto, como caído del cielo nuboso, aparece este hermanastro suyo de apellido Hawley para convertir la película en algo más que un hecho afortunado: en el Big Bang de un universo que todavía no conoce la desaceleración. En el embrión de una serie de televisión que de momento no tiene límite ni decadencia. En la serie, Fargo se trascendió a sí misma y se convirtió en un episodio piloto, en un acto inaugural, en un génesis de esta biblia criminal y socarrona que no transcurre en las arenas abrasadas del desierto, sino en los páramos nevados de Norteamérica.



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La muerte de Luis XIV

🌟🌟🌟

Según la teoría cinematográfica de Ignatius Farray, La muerte de Luis XIV es una obra maestra porque cuenta exactamente eso, la muerte de Luis XIV, el ocaso último del Rey Sol, y no se desvía ni un centímetro de lo que anuncia en el título. 

    No hay tiempo ni intención de contar guerras de religión, batallas de frontera, litigios con el Papa. Nada veremos de Versalles ni de París. Nada de sus reinas amadas ni de sus amantes amantísimas. Nada de los embajadores españoles que siempre quedan como malotes. En la película de Albert Serra sólo asistiremos a la lenta agonía de Luis XIV postrado en su cama. La muerte monda y lironda. Una one room movie por donde pasan los médicos que le atienden, los familiares que le lloran, los cortesanos que escuchan sus últimas voluntades. Y también el heredero de la corona, un bisnieto que ha sobrevivido a las fiebres y a las viruelas, a las gripes y a las bacterias, en esos tiempos donde cualquiera podía morir de cualquier cosa, y a cualquier edad. 

    Luis XIV ha tenido la soberana fortuna de llegar a los setenta y siete años venerables, pero le ha llegado su fin, como a todo quisqui. La muerte no distingue al rey en su trono del labrador en su jergón. La muerte no sabe de absolutismos absurdos ni  economías perversas.  Ella fue la primera que enarboló la bandera de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Desde los tiempos inmemoriales todos fuimos muy democráticos bajo su guadaña.


      La muerte de Luis XIV, en algún momento del metraje, pasa a convertirse subrepticiamente en La medicina en tiempos de Luis XIV, que es el asunto más discutido de los que rondan por su lecho. En la estancia privada del monarca, como si se tratara de una convención de matasanos, se dan cita y discuten con alta erudición los partidarios de la sangría venosa, los filósofos del humor corporal, los mercachifles del elixir milagroso. Doctores perplejos de Versalles y eruditos confundidos de la Sorbona parlotean y se pisan la palabra con aristocrática educación. Ellos no lo saben, claro, pero son unos inútiles de tomo y lomo que con cada medida que adoptan aceleran la muerte del Rey. Se iba a morir igual, eso está claro, pero en los tiempos modernos aún hubiera tenido tiempo para enviar otro ejército contra los españoles, u otro recaudador de impuestos contra los pobres, u otra embestida de su pelvis contra la favorita de turno. 

    El Rey Sol, desde el cielo de los reyes, todavía les está pidiendo explicaciones por robarle la última alegría.


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Monsieur Verdoux

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Monsieur Verdoux es una adaptación muy libre de las malandanzas de Landru, el donjuán de viudas que las desposaba en flagrantes bigamias para luego asesinarlas y quedarse con sus bienes. La idea de llevar al cine su historia fue de Orson Welles, que hubiera hecho una película muy turbia y más siniestra. Pero por esas cosas que tenía el bueno Orson, la historia terminó en manos de Charles Chaplin, que decidió, obviamente, hacer una película de Charles Chaplin. Es decir: un poco de comedia de vodevil, un poco de tragedia con partitura propia, y un discurso final sobre los vicios malsanos de la humanidad. El cóctel habitual de sus largometrajes sonoros, que en Tiempos modernos o en El gran dictador le salieron de rechupete, pero que aquí -y es muy probable que sea una neura mía particular, o una mala tarde de primavera- no termina de funcionar.

    Hay algo confuso en el tratamiento de Monsieur Verdoux. Y no le hago un reproche moral a Charles Chaplin por frivolizar a su personaje convirtiéndolo en un clown. Ya presupongo que él no está del lado de Verdoux y sus impulsos homicidas, aunque al final de la película le dote de una dignidad irreprochable en la corte de justicia. Mi queja tiene que ver con el tono, con el estilo de la película. Con la fusión fallida entre la risa y la muerte. El humor que subraya los crímenes que se cometen en Fargo -por poner un ejemplo- es negro, socarrón, vitriólico, y no le quita ácido a lo que vemos. Más bien se lo añade, haciéndolo todavía más truculento. En cambio, las humoradas de Chaplin en Monsieur Verdoux se han quedado payasescas y muy poco procedentes. Crean una disonancia en la mente del espectador; o al menos en este espectador que no sabe muy bien a qué atenerse. La charlotada y el crimen no parecen maridar demasiado bien.




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David Lynch: The art of life

🌟🌟

Antes del David Lynch cineasta existió el David Lynch artista, un joven que pintaba cuadros extraños y componía collages que mezclaban lo orgánico con lo inorgánico, lo real con lo fantástico. Cosas alucinadas, de pesadilla, como salidas -o escupidas, o regurgitadas- de una imaginación tan desbordada como malsana. Un algo de sanatorio mental, de mal viaje con un tripi. 

    La confirmación, una vez más, de que a veces la personalidad va un por lado y el aspecto físico va por otro, porque ese David Lynch que aparece en The art of life tenía pinta de joven bonachón, casi de tontorro, con aires un poco de pasmado jovial. En esa juventud, Lynch soñaba con ser un artista posmoderno, de los que provocan incendidos en sus exposiciones. Pero las casualidades de la vida, y luego los apuros monetarios, le fueron conduciendo al mundo del cine donde finalmente encontró su vocación y su pincel. El lienzo ideal para plasmar sus ocurrencias de sueños desquiciados y personajes inquietantes.

    David Lynch nunca ha dejado de dibujar, de pintar, de experimentar con diversos materiales. Y es así, trabajando en la terraza de su residencia, como le descubrimos en The art of life, manchando de barros y de pinturas -y de otras extrañas sustancias que es mejor no tratar de adivinar- sus pobladas y ya canosas cejas. The art of life es el documental que nos cuenta la vida de David Lynch que los profanos desconocíamos: la que va desde su nacimiento en la lejana Montana hasta el estreno de Cabeza borradora. Una vida que en realidad se parece mucho a la de cualquier artista incomprendido en su juventud. Un viaje convencional de gentes que le apoyaron y padres que renegaron de él; de maestros que confiaron en su talento y otros que le dieron la espalda. 

    Y atravesándolo todo, como una guía del destino, la suerte. La suerte que todo hombre talentoso -incluido David Lynch- necesita para triunfar. Un encuentro casual, una amistad afortunada, un conocido que abre las puertas...




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Después de la tormenta

🌟🌟🌟

Tengo una deuda pendiente con el cine japonés. Un déficit imperdonable. Salvando los clásicos de Akira Kurosawa que fueron obligatorios enmi juventud, todo lo demás me produce una pereza infinita, un miedo que habla muy mal de mi cacareada cinefilia. 

    Sólo de vez en cuando, cuando viene muy aclamada por la crítica y el gusanillo de la conciencia ya no me deja en paz, me aventuro por la islas del sol naciente para asomarme a la vida de estos humanos tan alejados de mi repertorio. Luego, la verdad sea dicha, siempre encuentro un provecho en sus historias: la familia y el honor, la vejez o el pacifismo, y arrepentido de mis prejuicios hago un propósito de enmienda muy reverencial ante el altar sagrado de sus no-dioses. Pero a las pocas semanas, como un canalla sin honor, me olvido de las promesas proferidas, y vuelvo al bucle sin fin del cine anglosajón y del cine español, con alguna película europea o argentina que adorna la ensalada para disimular la sosería de mis ingredientes.

    Después de la tormenta es la segunda película que veo de este director llamado Hirokazu Koreeda. Un tipo que hace un cine muy occidental, muy digerible. Sus personajes, obviamente, son japoneses que viven en Japón, con su arroz y su pescado, sus coches que viajan por la izquierda y su densidad de población inasumible, pero podrían ser vecinos perfectamente de Fuenlabrada, o de Castellón, si les redondeáramos un poco los ojos y pusiéramos las calles un poco más sucias. En Después de la tormenta hay una anciana que vive sola con su pensión, una hija que la visita con las nietas insufribles, y un hijo divorciado que pasa de vez en cuando para sablear un poco de comida y recoger varias camisas planchadas. Lo consabido, vamos... 

    Y afuera, tras las ventanas, la tormenta del título, el tifón, que vendrá para arrasarlo todo y luego dejarlo tal cual estaba, como en el Gatopardo de Lampedusa. A Koreeda le salen unas películas muy medidas, muy circunspectas, sin melodramas ni cursilerías. Los ancianos son respetables, los niños no dan mucho por el culo y los adultos hablan como usted y como yo, sin que parezcan personajes salidos de una novela, redichos y estomagantes. Dentro de unos meses habré olvidado Después de la tormenta como ya hice con Still Walking, la película anterior de Koreeda. Son cosas de la edad, y de la administración neuronal. Pero de momento, hasta que la desmemoria me alcance, me quedo con un puñado de cercanías, y con un manojito de conversaciones.




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Barton Fink

🌟🌟🌟🌟🌟

Los detractores de Barton Fink -que son legión en los foros de internet- alegan que la película es críptica, indescifrable, sobre todo en su tramo final de flamígeros pasillos y cajas misteriosas. Aseguran -estos heréticos- que los hermanos Coen aprovecharon que el Pisuerga pasaba por California para hablar de pelusas muy íntimas de su ombligo, y que nos colaron sus neuras profesionales en forma de película respetable, casi de arte y ensayo. Pero no hay nada que entender, realmente, en Barton Fink, o que no entender. La película es el relato de una pesadilla, y como tal ha de contarse y de entenderse. El bueno de Barton vive un sueño terrible desde que llega a Hollywood con su máquina de escribir, sus gafitas de intelectual, y su abrigo improcedente para tan altas temperaturas, como un soldado de Napoleón o de la Wehrmacht invadiendo Rusia pero al revés.


    En el mismo instante en que Barton Fink se hospeda en el tétrico hotel regido por Chet, la película abandona cualquier pretensión de ser lógica, verosímil, porque el mundo al que llega Barton tampoco es lógico ni verosímil. Al menos para él, que viene de la otra costa del país y no entiende qué pretende de él la parte contratante de California. Qué narices hace allí -se pregunta- escribiendo basura para una película de serie B, él que es Barton Fink, y que viene aclamado por la crítica teatral de Broadway.

     Además hace demasiado calor, y en su habitación del hotel, enfrentado a la máquina de escribir, los mosquitos le sobrevuelan a sus anchas, y los vecinos de pared no paran de molestar con sus jadeos sexuales por una lado, y con sus tejemanejes secretos por el otro. Enfrentado al folio en blanco que es el anuncio de su fracaso, Barton es incapaz de conciliar un sueño reparador, y se desenfoca, y enloquece, y ya no puede distinguir lo que imagina de lo que ve. Su única salvación, su único remanso de paz, es el cuadro de la chica en la playa, abandonada al placer del rayo de sol. Ella es la única salida de ese manicomio de escritores alcoholizados, huéspedes asesinos y jefazos que viven al capricho de su humor.



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