El gran carnaval

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El Albuquerque Sun-Bulletin es un periódico de Nuevo México que recoge las anécdotas del gobernador y las cacerías de serpientes. Y Chuck Tatum, su periodista estrella, se aburre como una ostra en su mesa de trabajo. Él ha escrito para los periódicos más importantes del país persiguiendo corrupciones políticas, estafas bursátiles, héroes caídos en desgracia. Si no fuera por su adicción al alcohol y a las mujeres de los directores, no estaría en medio de la nada cubriendo noticias más dignas de un chupatintas que de un reportero fetén. Tatum ha tenido la mala suerte de aterrizar en Albuquerque con sesenta años de adelanto. Los Pollos Hermanos todavía no han cruzado la frontera con sus camiones cargados de producto y Héctor Salamanca es un recién nacido que está aprendiendo a descabezar muñecos en su cuna. Walter White, todavía nonato, no ha sufrido el cáncer de pulmón que terminará transformándolo en el temido Heisenberg. 

    En el Albuquerque del siglo XXI, con la DEA por aquí, los crímenes por allá, y Saul Goodman lavando el dinero sucio de tirios y troyanos, Chuck Tatum no hubiera dado abasto con tanto sobresalto noticiable. Pero en el Albuquerque de los años cincuenta sólo hay calma chicha y algún accidente de vez en cuando. Como el de Leo Minosa, buscador de reliquias indias en las montañas, que yace semivivo, medio muerto, en una cueva de espíritus malditos. Tatum decide que finalmente ha llegado su noticia. Un moribundo atrapado bajo los escombros significa una familia en vilo, un pueblo pendiente, un estado movilizado. Quién sabe si una nación al completo interesada. 

    Sólo hay que aliñar bien la ensalada y vender el producto. Y tapar la boca a los que aseguran que Minosa podría ser rescatado en pocas horas con una simple labor de entibación. Les pones un billete en el bolsillo y ya aseguran que es mejor horadar la montaña desde arriba. Un camino más lento, pero más seguro, y así tener seis días de drama garantizados. Seis días de crónicas firmadas por Chuck Tatum desde el desierto de Nuevo México. Tatum está harto de esperar a la realidad y decide crear la suya propia aun a riesgo de la vida de un hombre. Comienza el gran carnaval. Pocas veces Billy Wilder destiló  tan mala baba.



 
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Terciopelo azul

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Lo que viene a recordar David Lynch en Terciopelo Azul es que nuestra civilización es una manzana lustrosa que lleva gusano por dentro. En las primeras etapas de nuestro desarrollo embrionario, los seres humanos no somos muy distintos del pez, del reptil, del mamífero inferior, y sólo a partir de algunas semanas nos vamos redimiendo del pecado original. Los genes van  añadiendo tejidos que disimulan la vergüenza de nuestros ancestros, y son como manos de pintura que revocan las paredes. Pero debajo siempre hay algo que palpita, que transpira, que a veces traspasa nuestra obra de albañilería Un deseo, un crimen, un acto animalesco. 

    En las entrañas intestinales todos olemos a mierda y a pedo retenido, y en las entrañas neuronales ocurre tres cuartos de lo mismo. Aunque el libro del Génesis afirme que somos la cúspide de la Creación,  luego resulta que despojados de vestimentas y de artilugios sólo somos criaturicas del Señor. Los descendientes de aquella pareja ancestral que pilotaba el arca de Noé porque contaba con pulgares oponibles y podía transmitir instrucciones a través del lenguaje. Nada más. Minucias que no justifican tanto orgullo y tanto engreimiento.

    Con estos mimbres tan poco fiables, los seres humanos se juntaron para convivir en pueblos, en ciudades, en estados. Las gentes de bien -que son las que llevan el gusano vestigial amordazado- construyeron la concordia, los derechos humanos, las leyes fundamentales. Ellos sonreían al vecino y pagaban sus impuesto. Pero entre ellos, más o menos disimulados, aprovechándose de los incautos y de los permisivos, medraron los asociales, los sociópatas, los tarados de variado pelaje. De esa línea genalógica procede el Frank Booth de Terciopelo azul, que es un tipo extremo, devorado por su propio bicho, de tal modo que el tipo ya sólo es gusano o cucaracha, como un Gregorio Samsa sin remordimientos. 

    La pareja de pipiolos protagonistas no termina de creerse al personaje porque ellos pensaban que el "mal" vivía lejos, en otros barrios, en otros villorrios más allá del Mississippi. En los bajos fondos de las ciudades, o en las películas. Quizá en ningún sitio. Ellos no sospechaban que el  instinto violador, asesino, pudiera habitar la casa de al lado, la cola de la panadería, el asiento del autobús. Y más aún; que ellos mismos, que se creían impolutos y roussonianos, casi querubines si no fuera por algunos defectillos, y por algunas pajillas en el dormitorio, llevaran la larva agazapada en su interior.



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La huella

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Si alguien dijo una vez que todas las películas podían reducirse al esquema "chico busca chica"-y si terminaban follando era una comedia, y si no, una tragedia-, lo mismo podría decirse de la lucha de clases. La lucha por los recursos es tan vieja como la lucha por la jodienda, y forma parte de cualquier película analizada hasta su tuétano. Si la película termina con un cabronazo que acapara los medios de producción, tenemos drama; si el subalterno, el explotado, consigue un reparto más justo del pastel, tenemos una alegre ficción de sonrisas proletarias.

    Esta lucha peliculera puede ser estrictamente marxista, de bolcheviques contra el zar, de estibadores contra patrones, de esclavos alzados contra Roma. Pero puede ser, también, la rebelión de los marineros a bordo, la venganza del chaval contra el guaperas, la "promoción interna" de los matones dentro de la Mafia. O, incluso, como en La huella, el juego macabro que mantienen sus protagonistas tan ociosos como ocurrentes. El argumento es sobradamente conocido para los cinéfilos: Andrew Wyke, el escritor que vive retirado en su mansión de la campiña, cita al amante de su esposa para proponerle un sustancioso negocio de robos y estafas. Pero esto sólo es un anzuelo. Lo que Andrew Wyke quiere, en realidad, es hacer entender a su rival que jamás va a estar a su altura. Que un plebeyo nunca podrá satisfacer a su mujer como él la satisfizo en el pasado. Que entre ricos y pobres no sólo hay una brecha económica, sino otra más profunda, más decisiva, de pelaje, de sangres de distinto color. Una auténtico foso insalvable, como de castillo muy antiguo y muy británico. Andrew, el patrón, golpeará primero en su ofensa, y Milo, el peluquero, el obrero de la función, tratará de vengarse disparando los cañones de su ingenio, desde el acorazado Potemkin que navega en los mares de la rabia. 





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Largo domingo de noviazgo

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Cuando la opinión general sobre una película es que la fotografía es muy bonita, y que la banda sonora es una delicia, está claro que hay algo que no va bien. Y Largo domingo de noviazgo, a mi pesar, es una película de ésas: tan fascinante como fallida; tan conmovedora como decepcionante. 

    Dos años después de haber rodado Amelie, Jean-Pierre Jeunet adaptó esta novela de amor y guerra ambientada en los tiempos de la I Guerra Mundial. El soldado Manech muere -o tal vez no- en las trincheras del frente occidental, y Mathilde, su desconsolada novia, con la jugaba a perseguirse en lo alto del faro o del campanario, emprende una investigación para dar con sus huesos vivos o muertos. Mathilde se niega a aceptar con el corazón lo que muchos aseguran haber visto con sus ojos: que a Manech lo hirió de muerte un avión alemán mientras vagaba por la tierra de nadie, y que yace enterrado en ese cementerio interminable donde comparten eternidad los soldados franceses.


    Largo domingo de noviazgo nació para ser una película imborrable, llena de ocurrencias, de planos tan estudiados que parecen cuadros primorosos. Pero está mal escrita, mal contada, como si de tanto cuidar las formas se hubieran olvidado de aclarar el contenido. O quizá soy yo, definitivamente, que ya no estoy para estos trotes. Sea como sea, he vuelto a perderme -y ya van tres visionados que yo recuerde- en este embrollo de soldados fortachones y bigotudos que se llaman todos igual: Benoit, o Bastoche, o Bastogne, o Baptiste. Es como una tomadura de pelo. Como una película de chinos franceses indistinguibles unos de otros. Unos mueren, otros resucitan, otros remueren; algunos se cambian el nombre, otros se afeitan el mostacho, otros se intercambian las vestimentas o las botas de combate. O las chapas de identificación, incluso, en el colmo de los colmos. 

    Lo mejor es dejarse llevar y no pensar demasiado en la trama detectivesca. Pasear por la película como quien avanza por los pasillos de un museo, sin comprender del todo algunos cuadros, algunas esculturas, pero admirado igualmente por su belleza.





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Bloody Sunday


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Yo tuve un conocido en la adolescencia que de mayor quería ingresar en la Guardia Civil solo para "matar rojos". Soñaba con enfrentarse a ellos en alguna manifestación, en alguna marcha de sindicalistas del 1º de Mayo -que era la fantasía castrense que más le ponía- y recibir una pedrada en la cabeza que le diera la excusa para desenfundar el arma reglamentaria y vengar la década y media que llevábamos de democracia. 

    Mi conocido, como se ve, se creía un falangista de los tiempos de la II República; un pistolero del Far West que podía disparar contra pieles rojas sin que nadie le pidiera explicaciones. Sus familiares -que no estaban mucho mejor de la chaveta- eran unos nostálgicos del franquismo que aún no habían dado la Guerra Civil por concluida. En aquel tiempo gobernaban los socialistas de Felipe González que permitían que los putones y los maricones cantaran alegremente en televisión, y esa gente se sentía muy ofendida cada vez que sintonizaban la Primera o el UHF. Mi conocido escuchaba sus relatos, digería su frustración, y se vio a sí mismo como un ángel justiciero de la decadencia de Occidente.

    Con los años, guiado por el entusiasmo y por los buenos estudios, consiguió entrar en el cuerpo menetérico, que dijo una vez Chiquito de la Calzada. El exceso de ardor guerrero, o la fatalidad del destino, terminó dando con sus huesos en el País Vasco. Sé por otras amistades que allí lo pasó muy mal, arrodillado todas las mañanas ante su coche particular para revisar los bajos explotantes. Años después, tuvo la fortuna de regresar sano y salvo a la Meseta para llevar la misma vida de misa dominical, voto fidedigno al PP e indignación colérica contra los rojos que poblaban la televisión. Supongo que a veces, en el sofá, para amenizar la tertulia, todavía acaricia el arma reglamentaria entre las piernas soñando con grandes hazañas bélicas que ya nunca llegarán.



    Hoy por la noche he visto Bloody Sunday, el relato modélico que hizo Paul Greengrass de la histórica matanza de Derry. Trece muertos, y uno posterior, que inspiraron la celebérrima canción de U2. En alguno de esos paracaidistas británicos que dispararon contra la multitud he creído reconocer el gesto vengativo, el aire falangista, la pose marcial y fanática, de aquel conocido mío que también soñó con disparar algo más que pelotas de goma y gases lacrimógenos contra los chavales del pelo largo. 



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The Brink

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En su opúsculo Allegro ma non troppo, Carlo Cipolla propuso cinco leyes fundamentales sobre la estupidez humana que habría que cincelar sobre una piedra del monte Sinaí, o del monte que estuviera más a mano:
1. Que subestimamos el número de estúpidos que andan sueltos.
2. Que los estúpidos crecen en cualquier ecosistema humano sin diferenciar nobles ni plebeyos, géneros ni razas.
3. Que subestimamos el poder destructivo de los estúpidos.
4. Que los estúpidos, más que los malvados, son las personas más nocivas del tejido social.
5. Que una persona es estúpida si causa daño a otras personas y al mismo tiempo no obtiene ganancia personal alguna.


    Roberto y Kim Benabib son dos hermanos muy lúcidos y sarcásticos que han tomado buena nota de Cipolla para crear The Brink. Ellos -como Armando Ianucci en Veep- han intuido que la realidad cotidiana de nuestros gobernantes está más cercana al despropósito que a la eficacia, a la comedia absurda que al drama con pretensiones. Que los estúpidos -que son legión- también están infiltrados en los despachos, en los comités, en los parlamentos, en las altas esferas, y que, como asegura don Carlo, son elementos muy inquietos y destructivos. 

    House of cards o El ala oeste de la Casa Blanca nos muestran una realidad política donde todo es aplomo, cálculo, eficacia, lo mismo para hacer el bien que para perpetrar el mal. Y uno, que asiste al espectáculo modélico e irreprochable de su factura, en realidad nunca se las ha tomado demasiado en serio porque sospecha que por cada funcionario diligente hay otros cinco que no ven más allá de sus narices, corruptos o tontainas, irresolutos o metepatas. Sólo hay que abrir el periódico del día para comprobar que el número de estúpidos es el mismo en cualquier sección elegida al azar, lo mismo en nacional que en deportes, lo mismo en las críticas de cine que en las últimas novedades de la agricultura provincial. 




    The Brink se encarga, concretamente, de recordarnos que en los asuntos internacionales abundan los mandatarios ineficaces, psicópatas, impulsivos, corruptos, imbéciles, irracionales... Estúpidos que han sido elegidos en una democracia o que han tomado el poder armados con un kalashnikov. Igual que en la Sodoma condenada al fuego divino, en The Brink sólo hay un justo gracias al cual el mundo todavía no se ha ido al garete en un holocausto nuclear. Él es Walter Larson, el Secretario de Estado estadounidense, la única persona con dos luces y media en ese rebaño de gilipollas cegaratos. El problema es que Walter Larson vive obnubilado por las mujeres, y siempre hay una falda que se interpone en su labor; un escote que aplaza temporalmente la emisión de su juicio. Y el planeta, mientras tanto, pendiente de un hilo, y de un pene...


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El viajante

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En los albores de este humilde blog, el cine iraní era un plato que se incluía con frecuencia en el menú. Uno, de aquella, quería entrar en la blogosfera con credenciales de cinéfilo, con caché de cultureta, a ver si las mujeres reconocían en mí un alma sensitiva, ecuménica, que se interesaba por cinematografías distintas a los americanos dándose de hostias, y a los españoles dándose voces. Mientras las mujeres iban desertando de mi escritura, aburridas y perplejas, por aquí pasaron las películas de Kiarostami, de Panahi, de un señor llamado Asghar Farhadi que tenía dos haches intercaladas que eran la pesadilla de mi ortografía.

    Con el ya fallecido Kiarostami me pasé siete pueblos riéndome de su cansinidad, de su afición por las cabras que mascaban hierbajos y los pastores que las contemplan como si el tiempo lo regalaran con los yogures. De Panahi, que era un director más ágil y más urbano, me quedé con algunas películas muy estimables que denunciaban el estado de su país: la subordinación de las mujeres, la teocracia de los ayatolás, el tráfico insoportable de Teherán... Otras películas suyas, en cambio, cayeron instantáneamente en el olvido. Y luego vino este señor de las haches intercaladas, Asghar, y Farhadi, del que estuve a punto de desistir en las primeras citas, con algún bostezo de más y algún entusiasmo de menos. Hasta que un buen día llegó Nader y Simin: una separación y con esa obra maestra, con ese peliculón que subió a los altares sin pasar por la beatificación, el hombre de la perilla se convirtió en un guest star habitual de mi repertorio. 




    Su última película se titula El viajante, y viene avalada una vez más por la crítica, y por otro Oscar de Hollywood, que esta vez vino rodeado de una ardiente polémica sobre si Donald Trump merecía más bien un desplante o un escupitajo. En El viajante, la verdad, nadie viaja hacia ningún lugar. No físicamente, al menos. De un piso a otro de Teherán como muy lejos, que son los escenarios de la desgracia y la posterior venganza del matrimonio Etesami. Ellos no son Nader y Simin, pero se les parecen mucho: jóvenes y cultos, urbanitas y modernos. Y también, para su desgracia, reos de un dilema moral de los que paralizan el raciocinio, y anima el debate entre los espectadores.



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Cabeza borradora

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Entre 1965 y 1970, antes de que la vocación del cine llamara a su puerta, David Lynch estudió en la Academia de Bellas Artes de Filadelfia. Allí soñó con ser el enfant terrible de las artes plásticas; el pintor provocativo del reverso tenebroso. Allí se casó por primera vez, tuvo una hija, desarrolló su talento natural para retratar lo macabro y lo repulsivo. En las ruinas postindustriales de una ciudad enfermiza, Lynch encontró la inspiración para dibujar hombres deformados y bichos inexplicables. Hubo, sin embargo, demonios que saltaron de sus propias composiciones para robarle el sueño: fantasmas sobre la paternidad y la edad adulta que el propio Lynch dejó señalados en el documental The art of life.

   Años después, ya en Los Ángeles, David Lynch volcó sus experiencias filadélficas en su primer largometraje, Cabeza borradora, que tardó siete años en parir entre penurias económicas y desánimos creativos. Cualquier otro cineasta hubiera contado una historia lineal, autobiográfica, de jovenzuelo que llega a Filadelfia cargado de ilusiones y vive experiencias de azúcar y sal, de risas y llantos. Pero David Lynch es un tipo oscuro, retorcido, y en Cabeza borradora prefirió esconderse tras la máscara de una pesadilla: la que vive Jack Nance atrapado en ese matrimonio desolador, en esa paternidad lacerante del monstruo que no para de llorar. 

    Aunque la película es barroca y expresionista, lúgubre y desquiciada, es fácil seguir la pista del director en ese apartamento de cochambre, en ese matrimonio contraído sin ilusión. Es por eso, quizá, que Lynch va introduciendo más pesadillas dentro de la pesadilla, para guardar su intimidad bajo siete llaves y dos candados. Y es entonces cuando el espectador empieza a perderse en sus mundos oníricos, en sus obsesiones particulares. El teatrillo con cortinas que estrena función cada noche, entre los radiadores que no calientan.



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