Paterson

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En Paterson, New Jersey, muy cerca de donde Tony Soprano gestionaba su negocio de residuos urbanos, vive Paterson, el conductor de autobús que cada mañana se despierta al lado de Laura, musa de sus poemas, e inspiración de su bolígrafo. Paterson, en los descansos de su trabajo, mientras come los cupcakes que Laura le prepara, escribe poesía en un libro de páginas en blanco. Poemas urbanos que hablan del amor que vive en las casas humildes, bajo los postes de la luz, y muy cerca de las autopistas. Amores de asfalto y ladrillo, de polución y pub nocturno, tan lejos de los palacios de Verona y de las mariposas en primavera. Son malos tiempos para la lírica, como cantaba Germán Coppini, y además, Paterson, la ciudad, no parece precisamente la ciudad del amor, la París trasplantada a este lado del océano. Sin embargo, Paterson, el poeta, es capaz de extraer su belleza oculta cuando suelta el volante y abre su libro de poemas. Su oficio le obliga a ir con la mirada atenta, con el oído estirado, y quizá por eso está muy entrenado para ver más allá del paisaje y de las apariencias.


    Y luego está Laura, la mujer que lo espera todas las tardes en casa, como un seguro de vida, como un remanso de agua que nunca se seca. Como una certeza que sostiene los días sombríos y los humores sin equilibrio. Laura es la mujer que otros hombres no soportarían ni dos días seguidos, tan infantil, tan diletante en sus locos proyectos, pero a la que Paterson profesa una admiración infinita, y una fe incondicional. El poeta vive felizmente resignado a su suerte. La del amor, la del trabajo, la de sus amigos cada noche en el pub. Con una cerveza por delante ellos le ponen al día de esa otra ciudad que no recorre su autobús, ni su imaginación. Paterson es un poeta que escribe reconciliado con la vida, en paz con sus semejantes. Risueño con su destino. Hay otra literatura que surge de la inconformidad, de la tristeza, de la rebeldía. Del desamor. Una que sabe a pólvora, a gritos, a cañonazos. A rebeldía. Éste no es el caso.



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Y tu mamá también

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Para los muchachos que sólo piensan en follar el mundo es un ruido de fondo. El telón de fondo para ese teatro pornográfico que ellos proyectan continuamente en su cabeza. Un decorado tan intrascendente como aquellos que ponían Hannah-Barbera en las locas persecuciones de sus dibujos animados. Salir de la adolescencia masculina -que no es una tarea fácil, ni un logro universal- significa tomar conciencia de ese mundo exterior que tiene sus problemas económicos, sus políticos corruptos, sus naturalezas arruinadas; sus gentes, también, con sus enfermedades serias y sus problemas morrocotudos. Hacerse adulto es casi como volver a nacer: abrir los ojos y destaponar los oídos. Quitarse las gafas de rayos X que sólo desnudaban los cuerpos y buscaban la oportunidad. Bajar el volumen del martillo neumático que taladraba la cabeza con el estruendo monótono del deseo.


    En Y tu mamá también, Tenoch y Julio son dos adolescentes atrapados todavía en esa esclavitud. Dos intrépidos hormonados que aprovechan sus vacaciones para recorrer México en un cascajo de automóvil. Buscan playas paradisíacas donde lucir el body y beber tequila hasta el amanecer. Y de paso, si encuentran chavalas predispuestas, sumarlas a la fiesta loca de su juventud. Pero en su camino se cruza Luisa, y el dúo se convierte en triángulo, y la camaradería, en rivalidad. Luisa es una mujer adulta, bellísima, a la que conocen por estar casada con un primo de Tenoch. Les separa la edad, la madurez, la vida entera. Pero Luisa, contra todo pronóstico, sin desvelar sus intenciones, se suma a la fiesta de su viaje por México, y ellos, por supuesto, obnubilados por el deseo, le hacen un hueco en su tartana. 

    Ahí empieza una road movie donde Julio y Tenoch conducen cegados por esa mujer voluptuosa que además se muestra generosa en las noches de motel. Y ella, Luisa, cuando ellos no están presentes, aprovecha para llorar su desgracia secreta y su dolor. Mientras tanto, ahí afuera, en las carreteras,  México se desangra de pobreza. Ellos no escuchan la voz en off que nosotros los espectadores sí escuchamos. Gracias a ella conocemos las desgracias que el trío se cruza por el camino sin atender, sin escuchar, cada uno sumido en sus graves asuntos. El sexo y la muerte, nada menos.


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Revolutionary Road

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Cuando su marido, el señor Wheeler, sale todas las mañanas a trabajar como un zombi con su sombrero y su maletín, ella, April, mientras limpia los cacharros del desayuno y prepara la comida del mediodía, piensa en un futuro muy diferente del que les aguarda en su barrio residencial. La vida acomodada, rutinaria... y vacía. April Wheeler sueña con una vida en Europa, en París, que es la ciudad del amor, ahora que el suyo se les está marchitando sin remedio. Y eso que todavía son jóvenes, y guapos, y despiertan la envidia en el vecindario de las otras parejas. Algunos, incluso, los desean sexualmente en el secreto... El señor Wheeler, de hecho, se está tirando a una secretaria hechizada por su gran parecido con el actor Leonardo DiCaprio, y April, aunque no lo sabe, y quizá no lo sospecha, es una mujer intuitiva que detecta el olor a podrido en el aire. 

    París es la solución. La revolución francesa. Empezar de nuevo, soñar, rehacerse. Allí podrían fingir que se conocen de nuevo en una tierra extraña, en un continente alejado, para que el amor brote como recién plantado verde y fresco. Un autoengaño gozoso.

    Pero el señor Wheeler, ay, es un hombre de los de antes -y de los de ahora, también, en algunos ecosistemas- y su orgullo masculino no le deja ver más allá de sus narices. Si él está a gusto, viene a decir, todos estamos a gusto. Para qué cambiar. Los demás son planetas que giran a su alrededor, como un sol que irradiara la autoridad y la decisión. Dónde vivir, cómo vivir, de cuántos hijos rodearse... El señor Wheeler no entiende que hay estrellas binarias que danzan una alrededor de la otra. Él es como el Rey Sol, solitario en su trono. Y April, a su lado en la cama, con los ojos abiertos, incapaz de dormir, rumia una revolución no armada de fusil, ni de hueso jamonero, como Carmen Maura en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Solo una goma. Una valentía. Una verdadera sedición. 





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El navegante

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Por una serie de casualidades que ahora no vienen al caso, Buster -el pretendiente- y Betsy -la chica que le ha dado calabazas- navegan a la deriva a bordo del Navigator, un barco de recreo que se ha convertido en una prueba de supervivencia. Buster y Betsy están solos a bordo, sin tripulación, sin fogoneros, sin cocineros que les preparen la comida. Ellos son gente de buena familia que no sabe ni freír ni un huevo ni preparar un café, así que aprovechan las conservas de la despensa para sobrevivir al primer día en el océano. Las latas se resisten, los gags se suceden, y con los estómagos medio vacíos y el orgullo algo tocado, los amantes de Teruel, California, se preparan para pasar su primera noche en los camarotes.

    Si esto fuera una película porno, diríamos que El navegante ha tardado mucho tiempo en arrancar. Llevamos veinte minutos de metraje y aún no hemos visto ni un beso casual en las mejillas. Y eso que la situación -solitarios en alta mar, con decenas de camarotes a su disposición, y el bamboleo sensual del oleaje- es más que propicia para dar rienda suelta al instinto de la carne. Si hoy fuera viernes y esto fuera el Canal + de mi juventud, Buster y Betsy terminarían por encontrarse al sentir el primer escalofrío de la brisa. Que si tú no sé qué, que si tú no sé cuál, y en el siguiente plano ya los tendríamos a los dos como Dios los trajo al mundo, cumpliendo paso a paso los protocolos establecidos en el cine porno, que empieza por aquí y termina por allá con una rigidez ritual muy parecida a la liturgia de la misa dominical.

    Pero esto, no lo olvidemos, es una película de Buster Keaton, con sus trompazos y sus ocurrencias. Solo al final se produce un piquito entre los amantes reconciliados, que después de pasar las mil y una sobreviven castos y puros a la larga travesía por los siete mares. En el momento más peliagudo de su aventura tienen que vérselas con una tribu de indígenas que se quedan prendados de Betsy, y que hacen todo lo posible para subirse al Navigator con escalas de junco y troncos de palmera. El guion dice -para quitarle hierro al asunto- que son una panda de caníbales que no conocen la civilización ni la lata de atún. Yo creo que aquí había un gangbang que luego la censura fulminó. No sé.





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Siete ocasiones

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Jimmy es un hombre feúcho, delgado, sin media hostia que ofrecer, que además está a punto de perder su negocio de agente bursátil. Todas la mujeres le ignoran salvo Mary, que siente por él un amor callado y nunca declarado. Uno que es correspondido por Jimmy de la misma manera: también callado y nunca declarado.

    Pero Jimmy, después de todo, es un tipo con suerte. Una mañana recibe la noticia de que su abuelo moribundo -que se ha dedicado toda su vida a robar las plusvalías- le ha legado siete millones de dólares. De los de 1925, además. Pero el abuelo, que es un tipo desconfiado y conservador, ha impuesto una condición para que el nieto no derroche la herencia en mujeres y parrandas: deberá casarse antes de las siete de la tarde del día en que cumpla veintisiete años, y emplear ese dinero en crear un hogar y en criar una prole. En perpetuar el apellido, en definitiva. No parece un asunto tan grave, lo de casarse, pero ese día señalado en el testamento es, justamente, el mismo en que Jimmy recibe la noticia...

    A partir de ahí se desarrolla la trama loca de Siete ocasiones, que es una obra maestra de Buster Keaton que no conoce el óxido ni la mugre. Media hora después de que los chavales repartan la edición vespertina del periódico, con el anuncio de la propuesta en la portada, hordas de mujeres vestidas de novia perseguirán a Jimmy por las calles disputándose su atención, sus ropas, sus besos, como si fuera una estrella del rock and roll. Jimmy no ha cambiado en absoluto, pero las mujeres ya lo ven de otra manera. La moraleja es evidente, y un tanto misógina quizá. Nadie se atrevería hoy en día a rodar un película donde mil mujeres alocadas persiguen al rico heredero por avenidas y barrancos. O la contrapuesta: una película donde mil hombres persiguieran a la diosa del porno que les ha prometido locuras en la cama a cambio de contraer matrimonio. Lo que vendría a ser el contrapunto masculino, el reverso de la trama. La cara B de nuestra superficialidad en asuntos sexuales. Es un debate abierto en el que no voy a entrar. Aún tengo ampollas de la otra escaldadura.



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Operación Cicerón

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Este blog tiene muy poco color en blanco y negro porque me da miedo revisar el cine clásico. A veces, en los canales de pago, descubro una película canónica que vi en la juventud y a los quince minutos me siento incómodo, como pillado en una impostura. Los clásicos tienen mucho de aforamiento, de respeto debido a los mayores. Muchos han sufrido la erosión evidente del tiempo: tienen grietas, muescas, fallos estructurales incluso. Son como ancianos que caminan muy bien vestidos, y conservan un aire aristocrático y distinguido. Pero en cuanto se ponen a gesticular, a bailar, a contar un chascarrillo, se descubren fuera de época, y fuera de tono. 

    Para un cinéfilo que se precie, el cine clásico es una asignatura obligatoria, pero no una obligación del entusiasmo. Se lo leí una vez a un internauta muy inteligente. Muchas películas están en los cielos por lo que significaron en su momento, pero no porque sigan manteniendo la vigencia o la frescura.

    Hay dos películas de Joseph L. Mankiewicz que no han sufrido esta maldición de la decadencia. Que podrían rodarse otra vez mañana mismo, plano por plano, diálogo por diálogo. Mecanismos asombrosos que han sido preservados de la herrumbre y la humedad. Una es Eva al desnudo, tan recordada; y la otra, Operación Cicerón, tan olvidada. En la neutral Turquía de 1944, los espías del Eje reciben la inesperada visita de un Santa Claus veraniego apodado Cicerón: un tipo que les trae jugosos secretos del otro lado de las trincheras. Cicerón sabe que los nazis están desesperados por desentrañar la Operación Overlord, y les cobra sumas considerables por ir desvelándoles poco a poco los misterios. A Cicerón le importa una mierda quien gane la II Guerra Mundial, porque él es albanés, y eso es como ser de Mozambique en los tiempos de las Guerras Púnicas. Y le importa una mierda, además, el dinero, porque él todo lo hace por el amor de una mujer. Una muy guapa, aristócrata, inalcanzable para su estirpe de plebeyo. 

    Operación Cicerón (y esto es un spoiler, querido amigo, o amiga) inspiró los celebérrimos versos de la canción:


Por el amor de una mujer
jugué con fuego sin saber
que era yo quien me quemaba.




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El hombre perfecto

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Seducido por su título, me senté a ver El hombre perfecto con un cuaderno de apuntes sobre las rodillas, a ver en qué podía mejorar yo este cuerpo tan poco serrano, y esta imaginación tan poco resolutiva. Ahora que estoy de nuevo en el escaparate del amor, y que la competencia con los otros maniquíes se torna durísima y despiadada, me asomé a la película llevado por ese reclamo como de libro de autoayuda, como de artículo de la revista Muy Interesante, a ver si se me pegaba algo de ese tipo tan apuesto que aparecía en el cartel: un hombre joven, con gafas de sol, de barbilla dominante, vestido con un polo de sport como de ejecutivo que viniera de jugar al tenis, o al pádel, mientras su chica espectacular espera al borde de la piscina, tumbada en la hamaca. Un triunfador de la vida que seguramente podría ofrecerme unos consejillos para cultivar el cuerpo, estructurar la mente y poner en práctica tres o cuatro tácticas infalibles para conquistar a las mujeres.

    Pero este tipo, Mathieu, el escritor frustrado que se apropia de la novela de un moribundo y alcanza las mieles fraudulentas del éxito literario, es un hombre bastante imperfecto para mi mal. Un auténtico hijo de puta, más bien. A los diez minutos de película ya tenía yo el cuaderno cerrado, y el bolígrafo encapuchado, los dos sin trabajo a mi vera en el sofá. Lo del hombre perfecto era una ironía, una cuchipanda, pero como no venía entrecomillada, ni escrita en cursiva, uno se la creyó a pies juntillas, y cuando se dio cuenta de que allí no había aprendizajes ni recetarios, ya era demasiado tarde para abandonar. Porque, luego, la verdad sea dicha, la trama de El hombre perfecto tiene su gracia y su miga, y de vez en cuando asoma por allí el espíritu orondo del maestro Hitchcock para darle suspense al asunto de la suplantación, cuando Mathieu es descubierto en su impostura, y se lanza a la carrera loca del mentir, y del asesinar...




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Bone Tomahawk

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Desde que hace veinte años le internaran en urgencias y le diagnosticaran una muerte inmediata, el género del western se ha vuelto un abuelete sanísimo que hace cien flexiones todas las mañanas, compra bolsas de naranjas en el supermercado y estampa las fichas de dominó con una fortaleza que a mí me rompería los veintisiete huesos de la mano. El western está hecho un chaval y no tiene pinta de  morirse a corto plazo, para lamento de sus herederos. Cuando Clint Eastwood, en un último intento por salvarlo, rodó Sin Perdón y le salió una obra maestra como la copa de un pino, le insufló nueva vida en los pulmones, y en el hospital ya nunca hubo que usar la máquina que hace ping, ni la que hace pong, como aquella que trasteaban los enfermeros locos en El sentido de la vida.


    Visto que el abuelete estaba sanísimo, y que incluso trempaba cuando se le ponía delante una madurita de buen ver, los productores de Hollywood le han ido buscando novias con las que entrecruzarse a ver si de ahí salía un vástago que diera frutos en taquilla. Al western le han emparentado con alienígenas, con viajes en el tiempo, con reflexiones futuristas como la que proponían en Westworld. A veces con fortuna y a veces sin ella. En Bone Tomahawk, para rizar el rizo, un iluminado que responde al nombre de S. Craig Zahler ha decidido que al Far West le sentaba bien una tribu de indios antropófagos, unos muy salvajes, antediluvianos, que secuestran al hombre blanco para cortarlo en pedacitos y cocinar con él unos platos muy bastos que no ganarían jamás un premio en Masterchef

Dicho así, podría pensarse que Bone Tomahawk es una película pensada para los chavales, para que sus novias entrecierren los ojos y ellos, muy chulitos, se rían a mandíbula batiente y las tomen cálidamente por los hombros. Pero a este cineasta inesperado le ha salido un western muy tradicional, muy mesurado, con el espíritu ecuménico de los hermanos Coen sobrevolando todo el metraje. Salvo cuando llega la hora de enfrentarse a los cocineros, claro, y aquello se convierte en el Holocausto caníbal revisitado.




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