Ladykillers

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Que dos mentes privilegiadas de la escritura cayeran en el pecado mortal de hacer un remake, nos hizo comprender que los hermanos Coen, cuando emprendieron la adaptación de Ladykillers, se habían tumbado a la bartola, o se habían quedado sin ideas. O que vieron una comicidad particular que podían trasladar al profundo sur americano, donde el río Mississippi riega los campos y a veces siembra las tontunas. 

    Al final les salió una película divertida, de las suyas menores, con mucho personaje estúpido que lleva pintado en la cara su destino funesto. Ladykillers no es una mala película, pero tampoco es magistral. Es un quiero y no puedo que deja las sonrisas a media asta. El quinteto de la muerte ya era una obra modélica, un clásico venerado. Nadie iba a superar la malevolencia de Alec Guinness o la cara de tonto que tenía Peter Sellers haciendo sus pinitos. Los remakes son para los cineastas sin recursos, para las productoras sin argumentos. Pero no para los hermanos Coen, que tanto habían demostrado, y tanto demostraron después.

    Sucede, además, que los Coen olvidaron una de las leyes fundamentales sobre la estupidez: que los estúpidos, amén de ser muy abundantes, muy pocas veces aparentan su condición. Viven camuflados en cualquier actividad humana, en cualquier clase social, en cualquier rincón de nuestra vida cotidiana. Puede ser el camarero que nos sirve el café o el jefe que nos espía por las esquinas; el contertulio con el que hablamos de fútbol o el doctor en Filosofía que diserta en la radio nocturna. O nosotros mismos, incluso, que vagamos en la ignorancia de nuestro yo más profundo. 

    Es en ese conflicto soterrado que mantenemos con los estúpidos, o que los inteligentes mantienen con nosotros, donde los Coen construyeron sus películas inmortales. Estúpidos que triunfan a pesar de todo, o que terminan pegándosela después de ponerlo todo patas arriba fueron Nicholas Cage en Arizona Baby; Tim Robbins en El gran salto; Willian H. Macy en Fargo. Pero en Ladykillers todos los personajes son imbéciles, y se comportan como tal, y además ponen caras de gilipollas todo el rato, y es como si uno estuviera viendo un sainete, una broma entre cuatro amigos que parecen algo tarados, y no la lucha secular entre los estúpidos y los inteligentes que lo mismo sirve para construir las grandes tragedias que las grandes comedias. Y Ladykillers, ay, no lo es.


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Moonlight

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Nacer negro, pobre y gay en Estados Unidos es el colmo de los colmos. Como en aquel chiste que nos sabíamos de pequeños, el de un desgraciado cuyo colmo era haber nacido en Estocolmo ya no recuerdo muy bien por qué, que ya ves tú, qué gilipollez, ganas de meterse con los suecos ahora que sabemos cómo son de abiertos y de diligentes, los jodidos rubios. Porque si naces negro, pobre y gay en Escandinavia, es como si nacieras blanco, rico y heterosexual, o casi, que allí a los negros sólo les miran mal cuatro tarados, y el Estado se encarga de que la pobreza sólo dure hasta que llega el primer chequebebé, y la supuesta vergüenza de ser homosexual ya es una cosa que da mucho la risa y sólo asusta a las viejas que nunca salen en las novelas de Stieg Larsson.



    Pero si naces con la triple condición que tiene el muchacho Chiron en Moonlight, allá en los suburbios de Miami, y además tienes una madre adicta al crack, y un padre que anda perdido por el mundo, y unos compañeros de colegio que son unos cabrones, y encima viene Donald Trump a vestirse de Caballero Justiciero enviado por Yahvé para acabar con las razas inferiores y los desviados de la sexualidad, entonces, digo, en ese contexto trágico de los norteamericanos, sólo te quedan dos opciones en la vida: o hundirte en la miseria hasta que el cuerpo aguante, y la mente se quiebre, y sólo las drogas puedan ayudarte a sobrellevar la humillación de cada día, o una mala tarde de las que tiene cualquiera, tras recibir la primera paliza que te desfigura el rostro, metes la cabeza en el agua helada, transfiguras las facciones en un gesto muy fiero de rabia, y juras, como juró Scarlett O'Hara recortada contra el crepúsculo, que jamás volverás a pasar hambre, hambre de orgullo, y que vas a convertirte en el macarra más temido de los contornos para que nadie vuelva a tocarte ni un solo pelo.

    Sólo los pelos del amor, claro, los más íntimos, cuando el pasado llame a tu puerta y el gesto hosco de traficante diurno y proxeneta nocturno se transmute en el  trance sentimental de quien sólo buscaba un poco de cariño.

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¿Qué fue de Jorge Sanz? Episodio 8

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¿Qué fue de Jorge Sanz? es el Boyhood de las series de televisión. Un serial en marcha, casi en directo, sobre las venturas y desventuras de ese actor llamado Jorge Sanz que a veces parece él y a veces su caricatura. Dos personajes en uno que sólo los amigos muy íntimos, o las enamoradas muy informadas, sabrían separar y distinguir. Uno de ellos es el Jorge Sanz real que cumple años y acumula canas. El actor de cine que rueda películas sin pena ni gloria pero que va ganándose un prestigio sobre las tablas del teatro. El otro personaje es el Jorge Sanz ficticio -¿o no?- que se enreda con varias novias a la vez, que ejerce de padrazo ocasional. Que sobrelleva la torpeza de un representante artístico que sabe más de quesos que de directores españoles: un gañán entrañable que no sabe distinguir a Fernando Colomo de Fernando Trueba pero sí un queso de Asturias de otro de Cantabria, cosa que es de mucho admirar, desde luego, pero que no sirve de gran ayuda a la carrera de su representado.



    El Jorge Sanz que suponemos inventado o exagerado es un tipo inmaduro, metepatas, que va por la vida como una vaca sin cencerro. Un liante que ahora, en el octavo episodio de la serie, aprovechando que el Jorge Sanz real se gana unas pelas en el rodaje de La reina de España, se ve en la necesidad de evadir impuestos como todo rico de vecino, y confía sus ahorros a un exfuncionario de Hacienda con conexiones muy poco claras en Andorra. Si usted, querido lector, o lectora, no termina de entender muy bien este lío de los dos Jorge Sanz -y uno más, el tercero, hecho de cera en el museo-, no se considere lerdo, ni se sienta culpable. ¿Qué fue de Jorge Sanz? es una serie difícil de explicar, pero imprescindible de ver. Una rareza, una extravagancia, un experimento único. Una serie autorreferencial. Un juego de espejos. Una gracia singular que David Trueba y los muchos Jorge Sanz entremezclados nos regalan cada año. Una satisfacción para este espectador atribulado que cada vez se ríe menos y de menos cosas. Una simpática broma que ojalá dure lo que duren las vidas de sus bromeados. Hasta que todos nos hagamos viejecitos y vayamos llorando las pérdidas como si de unos amiguetes se tratase. 





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Sherlock. Temporada 4

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O en la cuarta temporada de Sherlock ya están rizando el rizo de lo detectivesco (y esto es como El sueño eterno y la trama resulta tan fascinante como imposible de seguir), o yo me estoy volviendo más tonto cada día y me veo incapaz de seguir el ritmo de las ocurrencias. Lo más seguro es que estén sucediendo ambas cosas a la vez: que los guionistas de Sherlock ya no sepan cómo sorprender a los entusiastas, y que yo, en paralelo. que ya sufro la decadencia que anunciara Louis C. K. en Louie -un declive en progresión geométrica, y no aritmética-, tardo horrores en deducir una trama donde el desafío intelectual sobrepasa los límites de mi inteligencia, que tampoco es que en los tiempos de la juventud fuera muy aguda ni preclara, precisamente.

    Entre eso, y que el último episodio es un remake de Falcon Crest donde los familiares ya no se pelean por el petróleo de Texas o por los viñedos de California, sino por medirse el cociente de inteligencia que caracteriza a todos los Holmes (en fraternal y algo ridículo desafío), uno, que pensaba que los culebrones estaban fuera de la televisión de calidad, de la BBC que nos regala series con enjundia, ha salido chamuscado de esta cuarta entrega de Sherlock  y sus andanzas. Si es un problema intrínseco de la serie, de su agotamiento de ideas y de su excesivo celo en epatar, estaría bien que le fueran dando matarile ahora que todavía hablamos bien de ella, para que repose gloriosamente en nuestro recuerdo. Si, por el contrario, el problema es mío, de mi senectud irremediable, estaría bien que fuera yo el que se apartara de la pantalla, el que desistiera del empeño, y centrara sus esfuerzos neuronales en otras tramas menos dificultosas. No digo yo que caer en las redes de Aquí no hay quien viva, que sería una humillación lamentable, pero sí en un término medio, si puede ser.




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Manchester frente al mar

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"El carácter de un hombre es su destino". Esto lo escribió hace dos milenios y medio Heráclito de Éfeso, el filósofo que entonces apodaron "El Oscuro" porque hablaba en sentencias crípticas como de oráculo de Delfos. En esto, sin embargo, Heráclito no pudo ser más claro, y después de ver Manchester frente al mar yo estoy tentado de poner un póster suyo en las paredes, o un busto de escayola sobre la estantería, para homenajearlo cada mañana y ahuyentar de paso a los malos espíritus que niegan la evidencia. Heráclito, por supuesto, no conocía los misterios del código genético, ni las leyes mendelianas de la herencia, pero sí era un tipo inteligente, intuitivo, que allá en Éfeso tenía su prestigio y su magisterio, su barba de anciano venerable, y los domingos por la tarde era invitado a las tertulias del café para ilustrar a los tontos e iluminar a los ciegos.


    El carácter -que es esa insistencia neuronal que sólo se puede aplazar o disimular en ocasiones- nos salva o nos condena, nos guía o nos pierde, nos da una de cal y nos quita una de arena, y no hay educación ni propósito de enmienda que lo revierta. Somos lo que somos, y quien asegure que cambia, que evoluciona, que "madura", sólo se está engañando a sí mismo, o recitando como un loro los manuales de autoayuda. No es cierto que el hombre sea él y su circunstancia, como dijo el filósofo Ortega, porque es el hombre - con su carácter- el que va creando sus propias circunstancias, y al final todo es él, y todo emana de las mismas bases nitrogenadas que tejen las voluntades.

    Y dicho esto, basta una negligencia tonta, un accidente estúpido, una confabulación traidora de "la circunstancia" para que se produza una tragedia como ésta de Manchester frente al mar, para que la vida de uno cambie para siempre, y pueda decirse aquello tan manido de "soy un juguete del destino". Y que luego, para más inri, en otra jugarreta de la circunstancia, se te muera el familiar, y obligado por la ley, e impelido por la voz de la sangre, tengas que salir de la cueva donde el carácter te recluyó para hacerte cargo de ese adolescente que te da mil vueltas en el asunto. De tomar las decisiones más lógicas para enfrentar el resto de la vida. A mis cuarenta y tantos años, y humillado por un chaval. La madurez se tiene o no se tiene, definitivamente, como el talento artístico, o la almorrana en el culo. 


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Mozart in the Jungle. Temporada 3

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Se le está yendo la magia, a Mozart in the Jungle. En esta tercera temporada ha habido mucho relleno, mucha tontería, personajes principales que dimitieron de sus funciones y chiquilicuatres sin sustancia que se hicieron con el timón. Lo de casi siempre. El virus inevitable que termina por infectar cualquier serie longeva. La revolución de las masas, que ya anticipara Ortega y Gasset mucho antes de que se inventara la televisión.

    Los últimos diez episodios se han hecho muy largos, muy prescindibles. y aunque el último ha retomado las viejas esencias de la serie, y han regresado las músicas mezcladas con los amoríos, y los fracasos mezclados con los sueños, tal esfuerzo no ha servido para redimir tanta decepción y tanto bostezo. Tanta gilipollez, en ocasiones. Hemos roto demasiadas veces nuestro juramento de fidelidad, nuestro voto de atención, y se nos ha ido la mente a la lista de la compra, a la cita con el médico, al teléfono móvil que ofrecía jueguecitos para entretener la espera de escenas mejores, de episodios mejores. Hemos pecado gravemente contra Mozart in the Jungle, y aunque sentimos un poco de vergüenza, y un poco de dolor en los pecados, no tenemos ningún propósito de enmienda si la cosa continúa por estos derroteros. Y ya anuncian una cuarta temporada para finales de año...

    Ha habido, por supuesto -porque la serie viene de tocar los cielos- diálogos sustanciosos, momentos bonitos, mujeres de belleza legendaria. Monica Bellucci y su pacto con el diablo. Pequeñas compensaciones que salpimentaron la ensalada casi siempre desfallecida. Y de vez en cuando -porque cada vez se prodiga menos, y es como si anduviera en otros compromisos, o lo guardaran en la recámara para resucitar nuestro entusiasmo- Gael García Bernal, que es el alma de la serie, el Mozart cada vez más perdido en Nueva York. Pequeños alicientes para preservar nuestro interés en decadencia.  Nunca me tendría que haber gustado esta serie, pero me gustó. Porque su humor es benevolente, buenrollista, y a este cínico recalcitrante, a este nihilista del género humano, lo que le va es el humor vitriólico, hijoputesco, donde la maldad y la estupidez rezuman en cada acto ponzoñoso, en cada palabra malévola. En Mozart in the Jungle no hay personajes malos ni estúpidos: sólo soñadores y románticos. Una utopía sentimental tan mágica como esa música que tocan a todas horas. Me enamoré de Mozart in the Jungle a contracorriente, contra todo pronóstico. Un amor imposible que duró dos temporadas completas. Pero ahora, ay, comienzan las dudas. Y yo no querría.




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Beasts of No Nation

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Los había visto muchas veces en los telediarios, y en los documentales aterradores de La 2: niños que abultan menos que sus propios kalashnikovs y que vagan por las selvas africanas combatiendo en la facción desharrapada de cualquier guerra civil. Hoy los he vuelto a ver en Beasts of No Nation, que es una película sin aliños, sin cocciones, cruda hasta espantar a los espectadores más escrupulosos. 

    Niños como Agu, el protagonista a su pesar, que un día se levantan para ir al colegio y en el visto y no visto de un tiroteo se quedan sin maestros, sin padres, sin aldea en la que refugiarse, y son reclutados por una guerrilla que pasaba por allí a cambio de un cobijo y de un mendrugo de mandril. Les ponen un kalashnikov en bandolera, les sirven cocaína en polvo para el postre, luego les gritan que los tipos de la otra selva son unos antipatriotas y unos chorizos, unos violadores y unos asesinos, y los envían a la guerra para servir a un señor muy distinguido que vive muy lejos, en la gran ciudad, más antipatriota y chorizo que nadie. Y entre tiro y tiro, para hacerlos hombres de provecho y combatientes de pedernal, los obligan a violar mujeres y a ejecutar prisioneros en los descansos educativos de las refriegas.



    Y por debajo de ellos, en el subsuelo, moviendo los hilos y las codicias, el oro y el diamante, que son como la kriptonita que convierte a los seres humanos en bestias. O mejor dicho: que los devuelve a su estado natural de bestias. Sólo hay que rascar un poco la superficie para que Mad Max cabalgue de nuevo por los desiertos, o por las sabanas tropicales. Los occidentales hemos tenido la inmensa suerte de nacer sobre un subsuelo que nunca produjo gran cosa de valor: carbón, en las montañas lejanas, y petróleo, en los páramos tejanos o siberianos. Y poco más. Siempre que nosotros, o nuestros antepasados, necesitaron el metal precioso o el mineral indispensable, fuimos a robarlo a tierras muy lejanas donde además suele hacer mucho calor, y todo es como la pesadilla selvática de Apocalypse Now, o como las alucinaciones arenosas de Lawrence en Arabia. Habría que vernos a nosotros, los hombres del bienestar, viviendo sobre una montaña de riqueza que otra nación más poderosa quisiera arrebatarnos. 





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La tormenta de hielo

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Cuando el matrimonio de Ben y Elena Hood termina por congelarse en La tormenta de hielo -porque la chispa de la pasión ya no se enciende, y las manías del otro se han vuelto insoportables-, lo primero que piensan es en acudir a un asesor matrimonial para que les diagnostique el origen del mal, y le ponga remedio con unos cuantos consejos de Perogrullo, de puro sentido común, que ya recitaban las abuelas de los malcasados en los tiempos medievales. 

    La cosa, por supuesto, no funciona, porque nadie conoce mejor los secretos de la pareja  que la pareja misma, que se ha visto desnuda en la cama, y cagando en el váter, y vomitando intimidades en las fiestas alcoholizadas. ¿Qué va a saber de ellos un terapeuta que sólo los conoce de visita, que sólo dispone de recetarios de aplicación general? Un terapetura que tal vez -Dios no lo quiera- sea él mismo un hombre separado, o una mujer divorciada, y tenga una versión muy particular o muy sesgada del asunto.


    Desengañados de la terapia -y con muchos menos dólares en el bolsillo- el matrimonio Hood probará con el método más tradicional de acostarse con una persona de confianza para descongelar los hielos perpetuos. Y ya de paso, después del coito, o de lo que sea, aprovechar para aligerarse el espíritu con varios desahogos: que si mi marido no me comprende, que si mi mujer es una arpía, que si tengo que rehacer mi vida con otra persona y tal y cual.

    El señor Hood no tardará mucho en encontrar otra cama donde volver a sentirse un ser humano sexualizado. Pero lo que allí encuentra es más hielo todavía cuando el pito se le baja. Sexo del bueno, sí, pero nada más, porque la señora Carver, una vez satisfecha, no tiene humor para aguantar sus rollos postcoitales de macho proclive al autobombo. La señora Hood, por su parte, necesitará tomarse varios vasos de ponche para jugar al intercambio de parejas en la fiesta de unos vecinos sofisticados, y terminará -irónicamente- en los asientos abatibles de Mr. Carver, que no tarda ni tres segundos en confirmar que aquello es una cana al aire bastante lamentable. 

    Si esto era la prometida infidelidad, el cacareado adulterio, mejor me quedo como estaba, piensa la señora Hood mientras regresa a su casa cabizbaja. Allí se encontrará con el también derrotado señor Hood, tan bien follado como ninguneado por su amante, y entonces, mirándose a los ojos desengañados, ambos comprenderán que aún existe una tercera solución para los matrimonios mal avenidos: el ajo y el agua.





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Krámpack

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Para rematar sus actuaciones sobre el escenario, Ignatius Farray, el cómico que ha convertido sus propias taras en material de comedia, busca "chicos confusos" entre los espectadores para chuparles los pezones. Es una ocurrencia surrealista, estúpida, que nada tiene que ver con el discurso anterior de su monólogo (donde nada tiene que ver con nada, en realidad, porque Ignatius improvisa, desbarra, desnuda su alma, y lo mismo le sale una cacofonía de sandeces que un repertorio legendario de hallazgos).

    Al principio hay mucha perplejidad entre los asistentes, que venían preparados para descojonarse con un cómico peculiar y raruno, pero no tanto. Hay risas sofocadas, gestos de extrañeza, caras sonrojadas de "por favor, que a mí no me saque". Un incómodo compás de espera. Pero al final, para salvar la función, siempre hay un tipo que venía con los colegas y que se tira al ruedo porque ha bebido demasiado alcohol, o porque ha apostado una pasta gansa en el asunto. O porque es, verdaderamente, un chico confuso que busca probar una nueva experiencia. El caso es que Ignatius siempre se sale con la suya, y tras el lameteo pectoral, y su grito sordo de celebración, todo termina entre grandes carcajadas que alimentan su leyenda de comediante sin criterio.


    Y no cuento todo esto porque se me haya ido la pinza -que también-,  sino porque siempre que llega ese momento me acuerdo de Dani y de Nico, los dos amiguetes que en Krámpack también se chupan los pezones para echarse unas risas, y a veces, incluso, las pollas, en un juego homoerótico que no se sabe muy bien dónde les llevará.  Dani y Nico pasan juntos el verano en un pueblo de la costa, y allí, como son chavales simpáticos y bien parecidos, flirtean exitosamente con la muchachada femenina. Con las chicas salen en bicicleta, pasean por la playa, buscan rincones entre las rocas donde achucharse. Pero al final de la jornada, cuando regresan al chalet, la frustración se dibuja en sus rostros. Dani se queda con ganas de más sexo, cansado ya de los magreos sin continuación, y Nico, a quien en realidad las chavalas le importan un comino, se queda con más ganas de Dani, que es su amor verdadero. Así que ambos se acuestan en la misma cama y desnudos desfogan sus desencantos. El krámpack.




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Animales nocturnos

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Los escritores tienen fama de ser animales nocturnos. Pero en verdad son las musas quienes poseen el mal hábito de la madrugada. Son ellas las que aparecen a horas intempestivas para revolotear sobre las cabezas menos talentosas, y susurrarles al oído la idea que llevaba todo el día escondida como una niña traviesa. 

    Es por eso, porque hay que esperar la visita de las trasnochadoras, que los escritores mediocres, los esforzados, los que lo deben casi todo a la paciencia y casi nada al genio natural, han perdido ya el recto camino del ciclo circadiano. Como le sucede a Edward Sheffield en Animales nocturnos, que es un escritor frustrado que no le gusta ni a su propia mujer. Que ni siquiera es capaz de arrancarle una mentira piadosa cuando ella lee sus esbozos y sus manuscritos. Tan inseguro, y tan decepcionado, que terminará por rendirse, por claudicar ante la tarea, hasta que las musas, esta vez disfrazadas de trompazo de la vida que dejará en él una huella indeleble, le devuelvan las ganas de gritar, y hasta de vengarse un poquitín de quienes antes le menospreciaron.

    Los escritores de raza, en cambio, los que se ponen delante del folio o de la pantalla y trabajan concienzudamente sus ideas prístinas, son animales diurnos que llevan horarios estables y costumbres asentadas. Tipos muy aburridos, muy cuadriculados, de los que malamente se podría sacar una película con algo de carnaza. Los escritores de verdad se acuestan a una hora prudente, roncan el sueño de la satisfacción, y a la mañana siguiente, con la fresca, se levantan dispuestos a trabajar con el cuerpo descansado y el espíritu tonificado. Salen de paseo por el campo -porque muchos viven en el campo gracias a sus éxitos literarios-, hacen ejercicio, respiran el aire puro y regresan a casa con una bolsa de churros o de cruasanes en el zurrón. Se ponen el café, encienden el ordenador, mojan los manjares en el líquido sagrado y a partir de ahí ya todo es productividad y plenitud. Hacen la mañana frente a su escritura y luego, por la tarde, con la satisfacción del deber cumplido, le dedican su tiempo libre a la familia, al cine, a la lectura de otros autores quizá menos afortunados: los animales nocturnos de la frustración, que estos sí que dan para películas inquietantes, tenebrosas, de personajes atormentados que no paran de buscarse, y apenas se encuentran.




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Hasta el último hombre

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Hasta el último hombre no es una película antibelicista. No hagan caso de la publicidad. El soldado Desmond Doss, que se presentó desarmado en la batalla de Okinawa, no es moralmente superior a sus compañeros. Gibson le regala una hora entera de metraje para que entendamos su posición moral, su cabezonería de feligrés seducido por el quinto mandamiento. Asistimos con curiosidad a su infancia traumática, a sus amores gazmoños, a sus juramentos sagrados hechos sobre la Biblia. A su vida ejemplar de la América Profunda. Gibson siente simpatía por su protagonista, y hasta entiende su posicionamiento pacifista, pero pasada la primera hora de cortesía, cuando empiezan a caer los pepinazos sobre la isla de Okinawa, su objeción de conciencia valdrá tanto como la psicopatía de sus compañeros que se creen Rambo y siegan soldados japoneses como quien trabaja en la era armado de guadaña. Todos los soldados son necesarios para ganar la guerra, es el mensaje final de la película, y poco importa que antes de abandonar la trinchera le recen al dios Marte bañados en sangre, o al dios del Advenimiento bañados en santidad.

    A Gibson, además, lo que realmente le motiva es la víscera desparramada, el brazo cortado, la cabeza abierta, la pierna gangrenada. La rata que se come el cadáver agusanado. La truculencia y el asco. La sangre que salta y empapa los uniformes. Y a veces, incluso, en exceso narrativo, la propia cámara que filma las carnicerías. Los debates éticos sólo le sirven de excusa narrativa para armar la película. Hasta el último hombre es un remake encubierto de La Pasión de Cristo, solo que ahora los mártires son más terrenales y más americanos, y ya no tienen por enemigos a los judíos sibilinos del siglo I, sino a los japoneses malvados del siglo XX, que en manos de Gibson vuelven a ser unas caricaturas lamentables que sólo saben matar y poner ojos de trastornados. 

De nada nos sirvieron, ay, las cartas desde Iwo Jima ni las delgadas líneas rojas.  A Gibson le viene de perlas el soldado Desmond para dar rienda suelta a sus fijaciones sanguinolentas, porque este objetor de conciencia se paseaba por las batallas armado únicamente con sus paquetes de vendas y con sus inyecciones de morfina, y sólo iba atento al muslo desgarrado que se independizaba de su pierna, al boquete tremendo que dejaba ver el fistro diodenal. La arteria seccionada que irrigaba profusamente los baldíos arrasados. La casquería, y no otra cosa, es el tema principal de Hasta el último hombre






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Sing Street

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Al comienzo de La red social, el personaje de Mark Zuckerberg, rechazado por esa chica tan guapa que le adivina las intenciones, se encierra en su habitación estudiantil preso de la decepción, y suponemos que tras masturbarse en el cuarto de baño, y tras recomponer su figura ante el espejo, se lanza sobre su ordenador para crear el embrión de lo que más tarde se convertiría en Facebook. Un hito del progreso, del ingenio humano, la herramienta icónica de los inicios de este siglo -e incluso de este milenio si me apuran. Facebook, en su esencia, despojado de  poesía y de  trascendencia, sólo es el juguete que creó un universitario despechado para llamar la atención de su chavala. Otros con menos CI en la cocorota, o con menos ímpetu en las entrañas, se hubieran puesto a improvisar versos lamentables, o a componer tristes melodías de desamor. O a pergeñar el guión de una película romántica donde siempre llueve en los corazones. O hubiera llamado a los amigotes para tocar canciones con letras muy melancólicas sobre la soledad.


    Esto último, formar una banda de música para darse el pisto, y convocar las miradas de su amor imposible, es lo que hace el muchacho Connor en Sing Street, la película que hoy nos ocupa. Connor, el quinceañero de barriada, no va a la Universidad de Harvard como Zuckerberg, ni tiene un CI contrastado de la hostia, ni dispone de ordenadores -ni siquiera un mísero Spectrum de la época- allá en su barrio marginal de Dublín. Connor vive en los años ochenta, en la católica y apostólica Irlanda, y para olvidar la estricta educación de los Hermanos Cristianos, se pasa el día viendo la MTV que llega desde la pérfida Albión. Así transcurre su triste y monótona vida hasta que se enamora de Raphina, la chavala que sólo pisa el instituto por casualidad, que ya pasa de esas chorradas para inmaduros, y sólo alterna con tíos de pelo en pecho que conducen coches descapotables. Raphina es bellísima, inteligente, un año mayor que Connor. Inalcanzable. 

    Pero Connor, nuestro héroe, no se arredra ante las dificultades, y como es amiguete de un chaval que conoce  a otro que dispone de una batería y tal y cual, terminará montando un pifostio musical para mayor vanagloria suya. Y la cosa, contra todo pronóstico, funciona, con la hermosa pero algo inocente Raphina. Gracias a la música, y al orgullo desmedido del chaval, nacerán los brotes verdes del amor... 


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United 93

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En el chiste de Gila, un pasajero con miedo a volar razonaba que era imposible que los aviones se estrellaran como aseguraban en los telediarios, y que todos sus ocupantes muriesen al mismo tiempo en la tragedia, porque ya sería mucha casualidad que todos tuvieran señalado el mismo día para morirse, y que eso era un sindiós matemático, y una probabilidad ínfima que no podía ni considerarse. 

-Salvo que sea el día señalado para el piloto -respondía su compañero de asiento, muy poco tranquilizado en sus terrores, en cuyo caso ya poco importaban los destinos individuales, y los designios de las matemáticas.

    Eso fue lo que sucedió a bordo del United Flight 93 que acabó estrellándose en un campo de Pensilvania en la aciaga jornada del 11-S. Que sus pasajeros seguramente tenían marcado otro día fatídico en el calendario, cada uno en su destino, pero que fueron a coincidir el 11 de septiembre del 2001 con el día señalado para el piloto, para sus compinches en la fe. Y contra eso no pudieron hacer nada las cábalas probabilísticas. Ni sus intentos desesperados por defenderse. Y mira que lo intentaron, según la versión oficial que recoge la película de Paul Greengrass. Y a fe que hubieran logrado salvar sus vidas si ese mamón que controlaba los mandos no hubiera sido un fanático redomado, un ansioso de las mil vírgenes que le esperaban en el paraíso. Pero esto, ya digo, lo cuenta la versión oficial, que al parecer ha reconstruido los hechos gracias a las llamadas telefónicas que se produjeron desde el avión. Los terroristas perpetran el secuestro, los secuestrados se resisten, y a consecuencia de la lucha que se produce en la cabina, el United 93 se precipita contra el suelo. Punto final. Un asunto muy simple, y muy verosímil, que en la película te pone los pelos de punta y te quita las ganas de viajar en avión para una larga temporada. Al menos hasta que llegue el verano y la canícula  se vuelva más insoportable que el canguelo de volar. Pero hay otras teorías, ya digo, que circulan por ahí desde el mismo día de los hechos.
    Teorías que darían para rodar casi exactamente la misma película, pero con un final alternativo, y mucho menos edificante para el gran sueño americano, y para la gran patria que nos gobierna. 


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Los idus de marzo

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Para triunfar en el mundo de la alta política es aconsejable no ser buena persona. Cualquiera, dadas las circunstancias, podría ser el alcalde de su pueblo, o el representante local de un partido marginal, si hubiera que echar una mano a la comunidad o a los amiguetes que te reclaman. Sólo hay que leerse los papeles, firmar los documentos y manejar la suma y resta con llevadas para administrar los presupuestos. Y tener un poco de sentido común. Pero la política de verdad, la que consiste en ascender peldaños para alcanzar las esferas del poder, necesita tíos y tías con virtudes muy poco recomendables. No se puede llegar a presidente de nada, ni a subsecretario de cualquier cosa, si no se dispone de cierta habilidad para mentir, de cierta indiferencia para liquidar rivales. De tragaderas como bocas de metro para pactar con los enemigos si la situación lo requiere. Hay que manejar un cinismo de griego clásico para decir una cosa y luego sostener la contraria sin que a uno se le quite el sueño por la noche, ni el autorrespeto durante el día. Y sin que luego, delante de la cámara o del micrófono, la disonancia cognitiva altere tu gesto o tu mirada. O te haga temblar la voz. Hay que tener mucha jeta, mucho orgullo, mucho disimulo. Un autocontrol gélido que mete miedo en los votantes. Y luego hablan de la abstención...




    Pero hay gente todavía más sospechosa que los políticos: los asesores de los políticos. Lo aprendimos en Veep, o en The Thick of It, que son dos comedias canónicas donde los adláteres que rodean a la vicepresidenta, o al ministro de turno, son todavía más mezquinos y más intrigantes. Verdadera gentuza que vive directamente de la mentira, de la intoxicación, de la traición al compañero. Y lo aprendimos, también, en películas dramáticas como Los idus de marzo, donde los políticos que entrechocan las cornamentas sólo son actores secundarios en manos de sus asesores, que los traen y los llevan, los recomiendan y los advierten, los jalean o los reprenden. Tipos que conocen a la perfección los resortes del sistema, las estupideces de los votantes, las artimañas de los rivales. Una jungla de gorilas trajeados, chimpancés lúbricos, orangutanes con estudios y panteras rubias con ojos verdes que te nublan los sentidos. Es ahí, en ese ecosistema tan salvaje, done se juega el prestigio y los cuartos el bueno de Ryan Gosling. 

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Confesiones de una mente peligrosa

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Al principio de Confesiones de una mente peligrosa, Chuck Barris, arrepentido de su mala vida y de sus malas decisiones, confiesa que su único objetivo en la vida era que las mujeres le amaran, y, a ser posible, que le chuparan la polla. Esto último como guinda del pastel, si no era mucho pedir.

    Si hacemos caso de su caracterización, el pobre Chuck lo llevó bastante crudo en su juventud, porque era un muchacho sin atractivos físicos, y sin habilidades de galán, un fracasado sexual en el paraíso donde otros triunfaban y retozaban. Así que tuvo que esperar varios años para comprender que su creatividad -su mente peligrosa- sería el arma de combate que finalmente conquistaría a las mujeres. Mientras intentaba meterse en el mundo de la televisión como creador y productor, legó al mundo varias canciones que en su momento fueron éxitos tan fulgurantes como pasajeros. Chuck empezó a ligar, a tomarse cumplida venganza de los despechos juveniles, y hasta es posible que alguna novieta le pusiera por fin la guinda a su pastel. 

    Pero Chuck, ya subido en la ola, aspiraba a algo más: a mujeres guapas de verdad, con las que poder pasearse por Nueva York despertando envidias y levantando admiraciones. Así que se puso pesado, hizo carrera en el mundo de la tele, y allí, gracias a su mente inquieta, creó productos que lo catapultaron a la fama y a la cama de las gachíes más cotizadas. A él le debemos el formato primero de Contacto con tacto, o  El Semáforo, que tanto hicieron por nuestra educación y por nuestra formación cívica allá en la desperdiciada juventud.

    Pero a Chuck Barris le faltaba algo. Una inquietud muy personal que satisfacer. Un afán tan primario como el sexo, y tan vetusto como los primates: ser un matarife de la CIA. Kaufman, el guionista de la película, es un tipo muy hábil a la hora de sortear estas contradicciones, y crea mundos y personajes que podrían ser tan verídicos como fantásticos, tan apegados a la realidad como delirantes que te cagas.  Ése es su mérito incuestionable. La CIA, por supuesto, lo niega todo. Según ellos, la doble vida de Chuck Barris sólo es un invento publicitario y un filón para la película. Nada más. Faltaría más. 





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El hombre de las mil caras

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Algo falla en El hombre de las mil caras cuando en un momento de la película empezamos a sentir pena por Luis Roldán, ese hombre. Le vemos tan enamorado de su señora -y quién no estaría enamorado de una señora como Marta Etura-, le conocemos tan asustado por su futuro, tan arrinconado en ese piso-zulo de París donde Paesa y sus adláteres lo engañan como a un laosiano, que la simpatía empieza a ganarle terreno a nuestra repulsa. Tanto es así que casi dan ganas de levantarse del sofá para besarle la calvorota a este ladronzuelo tan entrañable: un tipejo que entre la alopecia, la barriga incipiente y la cara de tonto bien podría ser cualquiera de nosotros, los infortunados de la vida. 

    Pero uno se rehace rápidamente de esta compasión innoble, de este humanismo inadecuado, y vuelve a cagarse en las muelas de este funcionario que arrambló con los dineros públicos, y se llevó la pasta gansa, y lejos de devolver lo robado contrató al hombre de las mil caras para que se lo pusiera a buen recaudo en Singapur.


    Roldán es un chorizo, un delincuente, un chiquilicuatre de la corrupción noventera. Nosotros veníamos a ver una película de malos muy malos urdiendo sus trapicheos, sus puñaladas por la espalda; el espectáculo siempre fascinante de ver cómo trabajan los fontaneros del Estado y los especuladores del sistema, que son tipos que suponemos de hierro, de sangre de horchata, verdaderos "nasíos pa' robá" que tienen su aplomo y su prestancia. Y cuando nos encontramos a este hombre que duda, que llora, que casi se arrepiente de haber metido la mano en la caja, que es tan débil y tan poca cosa como cualquiera de nosotros, nos sentimos un poco contrariados. Nosotros veníamos a ver hombres muy hombres, decididos, el reverso tenebroso de nuestra triste figura, y nos encontramos con un Luis Roldán abrazado a su maletín como un niño se agarra a su cartera escolar. 

También nos encontramos a Francisco Paesa, el verdadero protagonista de la película, viviendo de prestado en un chalet de Las Rozas como si la dueña le hubiera puesto un piso de mantenido, y no al revés. Está visto que incluso los ladrones, y los liantes de altos vuelos, tienen poco glamur en nuestro país.






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Buenas noches, y buena suerte

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"Somos ricos, gordos, comodones y complacientes. Tenemos alergia a la información desagradable o inquietante. Nuestros medios reflejan esto. Si no nos levantamos de nuestros gordos traseros y reconocemos que la televisión se utiliza para despistar, engañar, divertir y aislarnos, entonces la televisión y los que la financian, los que la miran y los que trabajan en ella, puede que no se den cuenta hasta que sea demasiado tarde".

    Esto lo dijo Ed Murrow en 1958, ante sus compañeros de profesión, en un arranque de sinceridad que convirtió su fiesta y su homenaje en un desfile de rostros cariacontecidos. Cuarenta y nueve años después, para sofoco del alma en pena de Ed Murrow, nadie ha levantado todavía su gordo trasero de donde lo dejó. Ni el espectador que lo aprieta contra el sofá, ni el programador que lo menea en su silla de oficina. La televisión sigue siendo el instrumento inútil que Murrow ya barruntaba, incapaz de formar a la gente, de presentarle las noticias con objetividad, de ayudarle a tomar postura con las versiones contrastadas. No en vano, The Newsroom, que era el informativo quimérico que Aaron Sorkin ideó para los tiempos modernos, empezaba con Ed Murrow dignificando sus títulos de crédito, y avalando sus intenciones pedagógicas. 

    Por mucho que nos digan y nos mientan en nuestras televisiones posmodernas de los plasmas y los 4K, no existe la pluralidad real, el debate sano, la confrontación de ideas. Los informativos de los canales privados le bailan el agua a sus inversores, y a sus patrocinadores, como es lógico y normal, porque hay que dar de comer a los retoños y entre la dignidad y el frigorífico esto último es sin duda lo más importante. Y luego está nuestra televisión pública, ja, que sólo con el apellido ya te da la risa, porque no es tal, sino el chiringuito de cuatro inquisidores trajeados que han estudiado en prestigiosas universidades. Tipejos que cuando imponen su criterio y su opinión han de sujetarse el brazo fascistilla como hacía el Dr. Strangelove en lTeléfono Rojo, volamos hacia Moscú. A los efectos que nos ocupan, la televisión pública (ja) sólo es un desfile orquestado de ministras, portavoces y miembros guapísimos de la realeza que repiten como loros el mismo mensaje machacón: todo va de puta madre y la pobreza y la necesidad sólo son espantajos que agitan cuatro rojos muy vengativos. Incluso en esto no hemos cambiado nada desde los tiempos de Ed Murrow. 





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La doncella

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La doncella no es La vida de Adèle, pero casi. No ha pasado ni una semana desde que Emma y Adèle se amaron en mi televisor con el ímpetu de las amantes juveniles, y de pronto, en esta película coreana que yo esperaba de sangres y violencias -pues su director es un tipo muy dado a tales excesos- descubro que ahora los excesos que ocupan al director son sexuales, sabanísticos, de tórridas escenas. Las que entretienen a Lady Hideko -adinerada dama de la aristocracia coreana a la que todos los hombres pretenden sin coscarse de su predilección- y su criada, la dulce e impresionable Sook-Hee, que descubre en la señorita Hideko la hermosura de quien nunca le dio un palo al agua, y también la finura de quien recibió una educación esmerada desde niña. Y, sobre todo, la sorpresa infinita de saberse también deseada a pesar de su condición servil. 




    Pues luego, terminada la jornada, abrazadas y desnudas en la cama, ambas mujeres son indistinguibles en rango y clase social, y ya no es la señorita quien ordena y la criada quien obedece, sino que  se intercambian los roles, y muchas veces es la subalterna quien lleva el peso de las decisiones, y ordena el cambio de maniobras, y plantea nuevos objetivos militares, mientras la dama de alta cuna sonríe juguetona y se deja llevar. Y aún más: en la humillación de quien ya no porta la vara de mando, se excita todavía más, y gruñe maldades que son mucho de erotizar al personal. 

    En la cama de sábanas de seda, Hideko y Sook-Hee son la misma mujer, compenetradas y enamoradas, pero también son la misma mujer en un sentido visual, cognitivo, porque a ojos de un espectador occidental -que ya tiene dificultad en distinguir a dos actrices coreanas que hablan en el desayuno o pasean por la arboleda- cuánto mayor galimatías le resultan las identidades cuando los ojos se achinan aún más en el ardor del deseo, y los cuerpos se enredan en el fragor del espasmo, y los rostros se pegan tanto que uno ya no sabe quién es quién en la lucha sin cuartel sobre el tatami.


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Tres recuerdos de mi juventud

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Viendo Tres recuerdos de mi juventud -que es la historia de un amor adolescente con mucho desnudo en la cama y mucha verborrea de amantes que deshojan la margarita- he recordado, quizá por ser una película francesa, aquello que decía Michel Houllebecq en su novela Ampliación del campo de batalla:

    "La adolescencia no es sólo una etapa importante de la vida, sino que es la única etapa en la que se puede hablar de vida en el verdadero sentido del término. [...] A partir de ese momento ya está todo dicho, y la vida ya no es más que una preparación a la muerte".

    Algo así es lo que piensa Paul, el protagonista de la película, que ya de anciano recuerda su amor por Esther como el romance que al mismo tiempo inauguró y clausuró su vida sexual. Y no porque llegara virgen al encuentro, ni porque luego jurara voto de castidad, sino porque antes de Esther -la chica guapísima de los labios de gominola- sólo hubo tonterías y escarceos, y después de ella ningún amor alcanzó tales alturas de vértigo, ni tales valles de lágrimas. Una pasión irrepetible, desbocada, al mismo tiempo fundacional y definitiva. Los sentimientos son hormonas que se bañan en nuestra sangre como damiselas que chapotean en una tórrida tarde de verano; y el amor adolescente -y más si culmina en el sexo, y más si se practica en la romántica Francia- es el reino caótico, fueguino, maravilloso, de estos mensajeros químicos que son como el servicio de Correos de un país tercermundista.

      También escribe Michel Houllebecq en Ampliación del campo de batalla:

    "Siempre serás huérfano de esos amores adolescentes que no tuviste. En ti la herida ya es muy dolorosa; pero lo será cada vez más. Una amargura atroz, sin remisión, que terminará inundándote el corazón. Para ti no habrá ni redención ni liberación. Así son las cosas".

    Esto es así. Los amores que no se vivieron en la adolescencia no se recuperan jamás. No existe la redención, la superación, el tiempo recobrado. La asignatura pendiente de José Sacristán quedó suspensa para siempre. Por más polvos que echaran, y por más entusiasmo que le pusieran, a él y a Fiorella Faltoyano se les quedó el boquete y la amargura. No haber sido amado en la adolescencia -no haber conocido el gozo de la carne primeriza, el orgullo de ser deseado por quien uno deseaba- es una herida que jamás se cura. Queda ahí, abierta, fea, supurando, intoxicándolo todo...





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El fin de la comedia

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Un siglo después de que Friedrich Nietzsche proclamara la llegada del superhombre, Matt Groening dibujó al infrahombre definitivo, Homer Simpson, crisol de todos los defectos y de todas las estupideces, y enterró para siempre el sueño de una humanidad que evolucionaba hacia la cumbre.

   En aquel huevo interestelar que imaginara Arthur C. Clarke no se acercaba el nuevo hombre trascendido, sino un cerdo con poca pelambrera y escasas luces que se rascaba el culo, se emborrachaba con los amigotes y provocaba accidentes nucleares con su tontuna de trabajador sin cualificar. Un retroceso en toda regla. La desevolución que tarde o temprano nos devolverá a los árboles para rascarnos los sobacos. Nadie que haya leído Así habló Zaratustra se reconoce en ese sujeto que Nietzsche profetizó: demasiado listo, demasiado preclaro, demasiado guapo, incluso, si el libro hubiese venido con ilustraciones. En Homer, sin embargo, todos nos vemos reflejados: a veces un poco -en alguna tontería, en algún pecadillo venial- pero casi siempre mucho, y muy gravemente, en escalofríos que recorren la espina dorsal y que disimulamos con una carcajada que asusta a nuestros propios retoños, que sólo estaban allí para descojonarse con las tropelías y los trompazos de este mentecato sin parangón. Homer es todos nosotros, los hombres débiles, volubles, perezosos, desinformados, manipulables, cobardes, insolidarios, calvos incipientes y barrigudos ya consagrados. El reverso oscuro de nuestra tonta presunción, y de nuestro falso orgullo.




    Digo todo esto porque hoy he vuelto a ver El fin de la comedia, que es una sitcom que nada tiene que envidiar a las series americanas de las que bebe, y he descubierto que el personaje de Ignatius Farray es en realidad un Homer Simpson en carne y hueso, impreso en 3D, como aquel Homer que un día se escondió en el armario para huir de sus cuñadas y apareció en nuestro mundo de manos con cinco dedos. El alter ego de Ignatius es un tipo que también produce escalofríos cuando uno le ve penar por la vida, con su humorismo sin gracia, su exmujer que lo maltrata, sus vecinos que lo miran mal, sus ligoteos sin happy end, sus meteduras de pata en cualquier lugar y circunstancia. Un tipo gordo, poco agraciado, con mirada de pánfilo o de chiflado según salga la luna, al que no le sirve de excusa tener un gran corazón y buscar siempre la mejor de las intenciones. Ignatius II es un fulano como cualquiera de nosotros, los espectadores decadentes, que lo vemos, y simpatizamos, y nos descojonamos con sus desventuras. Un bípedo implume que al igual que los patos, cada vez que se para a tomar una decisión, deja una cagada en el suelo. 


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La vida de Adèle

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El amor es un sentimiento que viene sin llamar y se va cuando le apetece. Un ave de paso que a veces se queda durante años reconstruyendo el nido, y otras, las más, que sólo se queda unos días, o unas horas, porque venía con prisa y sólo reposaba del viaje hacia un amor más grande. El amor es un niño caprichoso que va a su puta bola, a su puto albedrío. Entra y sale de los cuerpos como Pedro por su casa, causando orgasmos y dolores de cabeza, llantos de mucho sufrir y risas de mucho regocijarse. Estremecimientos sísmicos de la piel y cagaleras de pasar largo tiempo en el retrete.

Y de todos los amores, no hay uno más imprevisible, más perturbador, que el primero. Porque es eso, el primero, el desconocido, el que hay que torear sin saber manejar el estoque y el capote. Sin saber si el toro nos viene de frente o de lado, manso o hijoputesco, afeitado o con los cuernos como puñales. Y si por desgracia -o por suerte- el primer amor no conoce el contacto carnal, éste se queda en un simple revoloteo de mariposas en el estómago, y cuando lo recuerdas de mayor te da un poco la risa, y un poco la añoranza inocente. Pero si viene con sexo húmedo y voluptuoso como las nubes cargadas de lluvia, se vuelve tormentoso cuando descarga su furia, y los vientos se vuelven imprevisibles y destructivos.


    El primer amor es también el primer huracán que habrá de arrasar nuestras vidas, cada uno con su nombre propio de mujer, o de hombre, y no empieza necesariamente por la letra A como en el mundo de la meteorología. En La vida de Adèle, sin ir más lejos, Adèle no es el primer amor de Emma, la chica del pelo azul. Ni muchísimo menos. Emma ya le ha sacado todo el jugo a su vida de universitaria, la estudiantil y la otra, y su primer amor se pierde en la bruma de los recuerdos. Para Adèle, sin embargo, que sólo ha conocido los romances tontos de la adolescencia, y el primer polvo con un tarugo sin arte ni conversación, Emma será el primer ciclón que pondrá su vida patas arriba. Y piernas arriba, también, en la cama de su habitación, que nunca conoció mujer, y piernas a un lado, y piernas al otro. Porque el amor primero de Adèle y el amor enésimo de Emma se acoplan como si estuvieran predestinados, y son como una estrella binaria en la que una parte se come a la otra en un baile de fuego, hasta devorarla y hacerle perder el sentido.


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Las ovejas no pierden el tren

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Treintañeros que luchan por salvar su matrimonio. Cuarentañeros que ya lo han perdido tras la refriega. Otoñales que aún no han apagado la última llama del deseo. Emparejados que no quieren desemparejarse, y desemparejados que buscan al emparejador que los vuelva a emparejar. Un trabalenguas de personajes que se buscan para el amor y no siempre se encuentran. Que a veces sólo se rozan, o chocan con tanta energía que se abrasan. O que simplemente no se entienden. Amantes -y aspirantes a amantes- que se engañan y son engañados con la mejor de las intenciones. Y niños por el medio. Y ancianos a los que cuidar. Y las apreturas económicas. Y los hombres, que son de Marte, y las mujeres, que proceden de Venus. La jungla de la jodienda, que no tiene enmienda, como dice el proverbio. La soledad de la cama, que es más llevadera en verano, pero muy jodida de soportar en invierno. El miedo a que pasen los años y llegue la enfermedad, y la demencia, y el amor exultante ya se vuelva del todo imposible. El sueño extinto de una plenitud perdida. La búsqueda de la última oportunidad, o de la penúltima, si hay un poco de suerte. Madrid y sus madrileños enamoradizos.

     Esto es, grosso modo, Las ovejas no pierden el tren, una película que así presentada parece contener grandes honduras y grandes filosofares, pero que en realidad es una tragicomedia que hemos visto cien veces en el cine nacional. Amores tópicos y desamores típicos que solventan un grupo de actores -y de actrices- que tienen el jeto preciso, el carisma contrastado, la presencia magnética. Y poco más. Te quiero, ya no te quiero, no puedo quererte, ojalá te quisiera. Margaritas que se deshojan. Margarita se llama mi amor, y también mi desamor. Rodríguez Garcés. Ovejas que salen y entran de los rebaños, y que temen perder el último tren del amor. Acojonadas perdidas.




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La vida privada de Sherlock Holmes

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Ni siquiera Sherlock Holmes es inmune a los encantos de una mujer: eso es lo que hemos aprendido viendo La vida privada de Sherlock Holmes. Que el detective de la inteligencia preclara, del espíritu impertérrito, el vulcaniano que se afincara en la Tierra mucho antes de construirse la nave Enterprise, también se cortocircuita como un robot averiado cuando una extraña dama aparece en Baker Street con el vestido mojado que transparenta las formas.

    Holmes, en una escena anterior, le ha dicho a su amigo Watson que ninguna mujer es digna de confianza. Que su dilatada práctica profesional, y su dolorosa experiencia personal, le han convencido de esta verdad incuestionable que guía sus pasos por la vida. Todos pensamos que Holmes es un misógino irredento que ve en las mujeres la encarnación del diablo, de la tentación, de la inferioridad intelectual incluso, pues no hay que olvidar que nos hallamos en el siglo XIX y que estos pensamientos eran muy comunes por la época. Pero luego, con el paso de los minutos, vamos comprendiendo que nuestro amigo Sherlock no es realmente un misógino, sino un sherlóckgino, si así pudiéramos decirlo. Es él mismo quien no se tiene demasiada confianza. Él mismo quien se achanta ante la presencia turbadora de una mujer. Lo descubrimos en su rostro preocupado, y en sus gestos envarados, la primera noche que Gabrielle Valladon hace posada en el 221B. Holmes sucumbe ante ese rostro hermosérrimo que solloza y pide ayuda. Ante ese cuerpo sonrosado que a veces se destapa en el revoltijo de las sábanas prestadas. Quizá no es amor todavía, pero sí su embrión, su semilla, y Holmes ya casi siente que la planta florida trepa por su garganta, ahogándole de gozo. Y lo que es peor: nublando su inteligencia, que hasta entonces no tenía rival en el otro centro neurálgico, allá en el escroto, donde el cerebro irracional dormía el sueño sin mujeres. 

    La vida privada de Sherlock Holmes es también la lucha privada de Sherlock Holmes: la que habrán de sostener la frialdad profesional y la calentura que ya le entibia los pantalones. El hombre supra-evolucionado frente al antropoide que nunca se había ido del todo.




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Avanti!

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La idea original de Avanti! era que el señor Wendell Armbruster  estuviera liado con el botones del hotel Excelsior, y que el escándalo mayúsculo de dos amantes adúlteros fuera todavía mayor. Pero corría el año 1972 y los ejecutivos del estudio disuadieron a Billy Wilder de rodar tal atrevimiento. El amor truncado que luego habrían de enterrar la señorita Piggott y el heredero Armbruster fue, finalmente, un romance de exquisita heterosexualidad, con cenas a la luz de las velas, rondalla de músicos italianos y playas accidentadas donde siempre hay un roquedo oculto en el que desnudarse.

    Curiosamente, los desnudos de Jack Lemmon y Juliet Mills -dos culos y dos pechos blanquecinos y mortales tostándose al sol- sí pasaron el filtro puritano de los mandamases en Hollywood, que tal vez lo consideraron un mal menor frente a la idea primera de colocar dos pollas contemplando las aguas del mar Tirreno, como dos periscopios en el ardor de la pasión, o dos polluelos de gaviota en el remanso de la satisfacción. La censura española -of course- no se dejó engañar por esta celebración del amor estival y retozón, por muy heterosexual que fuera. Y pporque, además, suponía el adulterio flagrante del heredero Armbruster, y el adulterio es un pecado muy gordo en cualquier orilla de los océanos.

    Donde no sé si existió otra censura mayor, radical, casi patriótica, de Avanti!, fue en la católica y soleada Italia, lugar idílico donde los nativos de la película se desviven para que los americanos con posibles dejen los dineros y las sonrisas. La imagen que se da de los italianos -y más concretamente de los italianos del sur- es un sainete casi tercermundista, con mafiosos desdentados, lugareños extravagantes, camareros chantajistas, burócratas ineficaces y mujeres tan cejijuntas y bigotudas que obligan a sus maridos a emigrar a Estados Unidos en busca del sueño de la Rubia Anglosajona. Y pasarse así, de polizones, a otra película muy famosa del año 1972 que ya no iba de americanos enterrando familiares en Italia, sino de italianos enterrando fiambres en los Estados Unidos. 



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Bésame, tonto

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Bésame, tonto es una película protagonizada por un marido celoso, una esposa amantísima, una prostituta de carretera y un ligón irresistible que hacía fortuna cantando en Las Vegas. Medio siglo después, Bésame, tonto, sin que nadie le haya quitado ni añadido nada -sólo una escena que en su día cortó la censura española- se ha transmutado en una película protagonizada por un marido maltratador, una esposa subyugada, una esclava del machismo y un acosador insufrible que no sabe refrenar sus instintos. Cuánto hemos cambiado... 

    Hoy nadie se atrevería a rodar una película como ésta. Ni siquiera en clave de comedia. El horno de los tiempos modernos no está para bollos, y miles de plumas afiladas -y quien dice plumas afiladas dice teclas como martillos- esperan el desliz o la sobrada para lanzarse a la yugular masculina del responsable. Muchas veces con razón, y otras -para mantener prietas las filas y las llamas en combustión- rizando los rizos inexistentes. Se ha declarado la guerra, y todos los hombres son sospechosos de patriarcado hasta que se demuestre lo contrario.

    En una línea de guión de Bésame, tonto se llega a decir que la mujer, sin un hombre que la lleve por la vida, es como un remolque sin vehículo. Un proyecto varado, sin motor propio. En fin: una barbaridad que en los tiempos modernos ya casi mueve más a la risa que a la indignación, como dicha por un borracho en plena melopea. 

    Wilder y Diamond eran dos tipos muy inteligentes, incisivos y puñeteros, pero también eran dos hijos de su época, y a veces se dejaban llevar por estos clichés de la mujer en la cocina y del hombre en la cacería. De la mujer que se realiza en el marido y del marido que se realiza en el trabajo. Luego llegó el feminismo, la mujer también quiso realizarse en el trabajo, y los empresarios, siempre tan avispados, aprovecharon para divir los trabajos en dos sueldos y los sueldos en cuatro migajas. Cuánto hemos cambiado también en eso.  Esta vez para peor.




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Black Mirror: Odio nacional

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Y nos quedaba, para rematar esta colección de pesadillas tecnológicas -pues todo en Black Mirror es pesadillesco salvo el paraíso californiano de San Junipero- el asunto espinoso del control gubernamental. Los crímenes que se investigan en Odio naciona, sólo son el mcguffin muy entretenido que distrae al espectador. Un recurso que hubiera firmado el mismísimo Alfred Hitchcock en sus buenos tiempos, pues él también usaba los suspenses para hablar siempre de algo más interesante, que en su caso solía ser el deseo sexual insatisfecho, o la simpleza estructural de los hombres frente a la complejidad desarmante de las mujeres. De hecho, como velado homenaje al orondo maestro, es imposible no acordarse de Los pájaros -y de su avícola y silenciosa animosidad- cuando en Odio nacional vemos esos enjambres de abeja-drones apostados en las azoteas de Londres, esperando la instrucción que los active...

Lo que le interesa de verdad a Charlie Brooker no es si el asesino es fulano de tal o mengano de cual, o si le mueven tales o cuales motivaciones, asuntos que al final se solventan con cuatro brochazos algo descuidados. El verdadero thriller se desarrolla en las cloacas que no vemos, en los despachos gubernamentales que sólo se insinúan. Allí donde cuatro hijos de puta con corbata han decidido que las cámaras de seguridad que nos vigilan en cualquier rincón de la ciudad, y en cualquier esquina del centro comercial, ya no son suficientes para tenernos bien amordazados. No sea que le miremos mal a un policía, o que le hagamos una higa al retrato del rey, o que nos sonemos los mocos con un pañuelo bordado en los colores republicanos. Estos tipejos que sueñan con el control absoluto del populacho seguirán, al parecer, ganando las elecciones en el futuro tecnológico donde viven los personajes de Black Mirror, y dispondrán de recursos más eficaces y sofisticados. De drones, por ejemplo, que ahora se ven a un kilómetro de distancia y se pueden derriban con la escopeta si te pillan en el campo, o con la escoba, si andas visitando a tu yerno en la ciudad. Pero que dentro de unos años, igual que se miniaturizaron los gramófonos o los transistores, se convertirán en pequeñas abejitas que podrán colarse por doquier y retratarnos en lo más secreto de nuestras tristes vidas.



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Kramer contra Kramer

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Una de las cosas que el Generalísimo creyó dejar atada y bien atada fue que en España no se iba a divorciar ni Cristo por mucha apertura que los sucesores negociaran con el populacho. Dios es lo primero -decía el Matarife- y el Concordato lo segundo, y para asegurarse de tal preeminencia dejó un rey a cargo que había jurado los principios fundamentales, y un embajador del Espíritu Santo que velaría por los españoles desde el Cerro de los Ángeles. 

    Seis años duró el sueño franquista de los matrimonios indisolubles, que para unos fueron un suspiro de la historia y para otros, los mal avenidos, seis siglos de tardanza. 

Un año antes de que se aprobara la Ley del Divorcio y los curas salieran a la calle para advertirnos del pecado, llegó a nuestras grandes pantallas -que todavía no eran minicines miserables- Kramer contra Kramer. Los divorciados eran personajes habituales en las películas americanas porque allí, al parecer, no había curas legislando en las recámaras del Congreso, y aunque también protestaban lo suyo y amenazaban con los fuegos eternos, la cosa se quedaba en las homilías parroquiales y en las telebasuras de la madrugada. Los americanos parecían casarse y descasarse como quien se compra un pantalón y luego lo devuelve porque le viene demasiado ancho, o demasiado estrecho, y eso despertaba las envidias entre los esposados que pedían una segunda oportunidad. 

    Había, incluso, un pueblo llamado Reno en el estado de Nevada que parecía vivir exclusivamente de este negocio tan poco romántico. Una auténtica ciudad del pecado que además ofrecía un sinfín de casinos para celebrar la alegría de la libertad recobrada. Aquello sí que parecía la Nueva Sodoma, o la Nueva Gomorra, que predicaban nuestros curas infatigables.

    Y así, entre la envidia y la perplejidad, veíamos a los americanos divorciarse alegremente en nuestras pantallas, casi sin traumas, como quien juega de adolescente al "verdad o consecuencia". Hasta que llegó Kramer contra Kramer y de pronto comprendimos que aquello no era la Jauja que nos habían vendido, y que en las separaciones matrimoniales ellos también sufrían y penaban. Como cuando aprendimos que los ricos también lloran en aquel culebrón insufrible de los mexicanos.





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Habitación 237

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Alguien de cuyo nombre no quiero acordarme me recomendó, con encendidas alabanzas, y adjetivos muy sonoros, Habitación 237, que al parecer es el documental definitivo sobre las simbologías y ocultas intenciones que Kubrick puso en El resplandor

    Uno pensaba, en su cortedad de miras, que El resplandor era la adaptación de una novela de Stephen King: la historia de un escritor frustrado que se enfrenta a la pesadilla del folio en blanco y termina desquiciado. Un cuento de terror sobre la ausencia de talento y el abandono de las musas. Pero esta interpretación, después de haber visto las sesudas lecturas que se exponen en Habitación 237, se queda corta, banal, muy propia de este blog perdido en la blogosfera. Por el documental pasan espectadores de perspicacia singular que dicen haber descubierto en tal detalle o en tal "error" la prueba fehaciente, incuestionable, de que Stanley Kubrick hablaba realmente sobre el genocidio de los indios americanos, o sobre el Holocausto de los judíos, o sobre el Minotauro cretense resucitado en las Montañas Rocosas. O -lo más jugoso de todo- sobre la falsa llegada del hombre a la Luna que el mismo Kubrick rodara en 1969 para que los rusos se murieran de envidia, y los occidentales reconociéramos el poderío supremo de nuestros amos. 

    El mismo título del documental ya es, según estos exégetas de El resplandor, una pista irrefutable de que Kubrick estaba confesando su impostura selenita, pues la habitación original de la novela -donde Jack Torrance bailaba con el fantasma salido de la bañera- llevaba el número 217 estampado en la puerta, mientras que la habitación de la película, en unas explicaciones muy confusas sobre negocios y maldiciones que a nadie convencen, lleva el 237. Y 237.000 millas es, milla arriba milla abajo, la distancia media entre la Tierra y la Luna... El que tenga ojos, que vea. Hay que joderse.


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