Hasta el último hombre

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Hasta el último hombre no es una película antibelicista. No hagan caso de la publicidad. El soldado Desmond Doss, que se presentó desarmado en la batalla de Okinawa, no es moralmente superior a sus compañeros. Gibson le regala una hora entera de metraje para que entendamos su posición moral, su cabezonería de feligrés seducido por el quinto mandamiento. Asistimos con curiosidad a su infancia traumática, a sus amores gazmoños, a sus juramentos sagrados hechos sobre la Biblia. A su vida ejemplar de la América Profunda. Gibson siente simpatía por su protagonista, y hasta entiende su posicionamiento pacifista, pero pasada la primera hora de cortesía, cuando empiezan a caer los pepinazos sobre la isla de Okinawa, su objeción de conciencia valdrá tanto como la psicopatía de sus compañeros que se creen Rambo y siegan soldados japoneses como quien trabaja en la era armado de guadaña. Todos los soldados son necesarios para ganar la guerra, es el mensaje final de la película, y poco importa que antes de abandonar la trinchera le recen al dios Marte bañados en sangre, o al dios del Advenimiento bañados en santidad.

    A Gibson, además, lo que realmente le motiva es la víscera desparramada, el brazo cortado, la cabeza abierta, la pierna gangrenada. La rata que se come el cadáver agusanado. La truculencia y el asco. La sangre que salta y empapa los uniformes. Y a veces, incluso, en exceso narrativo, la propia cámara que filma las carnicerías. Los debates éticos sólo le sirven de excusa narrativa para armar la película. Hasta el último hombre es un remake encubierto de La Pasión de Cristo, solo que ahora los mártires son más terrenales y más americanos, y ya no tienen por enemigos a los judíos sibilinos del siglo I, sino a los japoneses malvados del siglo XX, que en manos de Gibson vuelven a ser unas caricaturas lamentables que sólo saben matar y poner ojos de trastornados. 

De nada nos sirvieron, ay, las cartas desde Iwo Jima ni las delgadas líneas rojas.  A Gibson le viene de perlas el soldado Desmond para dar rienda suelta a sus fijaciones sanguinolentas, porque este objetor de conciencia se paseaba por las batallas armado únicamente con sus paquetes de vendas y con sus inyecciones de morfina, y sólo iba atento al muslo desgarrado que se independizaba de su pierna, al boquete tremendo que dejaba ver el fistro diodenal. La arteria seccionada que irrigaba profusamente los baldíos arrasados. La casquería, y no otra cosa, es el tema principal de Hasta el último hombre






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Sing Street

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Al comienzo de La red social, el personaje de Mark Zuckerberg, rechazado por esa chica tan guapa que le adivina las intenciones, se encierra en su habitación estudiantil preso de la decepción, y suponemos que tras masturbarse en el cuarto de baño, y tras recomponer su figura ante el espejo, se lanza sobre su ordenador para crear el embrión de lo que más tarde se convertiría en Facebook. Un hito del progreso, del ingenio humano, la herramienta icónica de los inicios de este siglo -e incluso de este milenio si me apuran. Facebook, en su esencia, despojado de  poesía y de  trascendencia, sólo es el juguete que creó un universitario despechado para llamar la atención de su chavala. Otros con menos CI en la cocorota, o con menos ímpetu en las entrañas, se hubieran puesto a improvisar versos lamentables, o a componer tristes melodías de desamor. O a pergeñar el guión de una película romántica donde siempre llueve en los corazones. O hubiera llamado a los amigotes para tocar canciones con letras muy melancólicas sobre la soledad.


    Esto último, formar una banda de música para darse el pisto, y convocar las miradas de su amor imposible, es lo que hace el muchacho Connor en Sing Street, la película que hoy nos ocupa. Connor, el quinceañero de barriada, no va a la Universidad de Harvard como Zuckerberg, ni tiene un CI contrastado de la hostia, ni dispone de ordenadores -ni siquiera un mísero Spectrum de la época- allá en su barrio marginal de Dublín. Connor vive en los años ochenta, en la católica y apostólica Irlanda, y para olvidar la estricta educación de los Hermanos Cristianos, se pasa el día viendo la MTV que llega desde la pérfida Albión. Así transcurre su triste y monótona vida hasta que se enamora de Raphina, la chavala que sólo pisa el instituto por casualidad, que ya pasa de esas chorradas para inmaduros, y sólo alterna con tíos de pelo en pecho que conducen coches descapotables. Raphina es bellísima, inteligente, un año mayor que Connor. Inalcanzable. 

    Pero Connor, nuestro héroe, no se arredra ante las dificultades, y como es amiguete de un chaval que conoce  a otro que dispone de una batería y tal y cual, terminará montando un pifostio musical para mayor vanagloria suya. Y la cosa, contra todo pronóstico, funciona, con la hermosa pero algo inocente Raphina. Gracias a la música, y al orgullo desmedido del chaval, nacerán los brotes verdes del amor... 


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United 93

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En el chiste de Gila, un pasajero con miedo a volar razonaba que era imposible que los aviones se estrellaran como aseguraban en los telediarios, y que todos sus ocupantes muriesen al mismo tiempo en la tragedia, porque ya sería mucha casualidad que todos tuvieran señalado el mismo día para morirse, y que eso era un sindiós matemático, y una probabilidad ínfima que no podía ni considerarse. 

-Salvo que sea el día señalado para el piloto -respondía su compañero de asiento, muy poco tranquilizado en sus terrores, en cuyo caso ya poco importaban los destinos individuales, y los designios de las matemáticas.

    Eso fue lo que sucedió a bordo del United Flight 93 que acabó estrellándose en un campo de Pensilvania en la aciaga jornada del 11-S. Que sus pasajeros seguramente tenían marcado otro día fatídico en el calendario, cada uno en su destino, pero que fueron a coincidir el 11 de septiembre del 2001 con el día señalado para el piloto, para sus compinches en la fe. Y contra eso no pudieron hacer nada las cábalas probabilísticas. Ni sus intentos desesperados por defenderse. Y mira que lo intentaron, según la versión oficial que recoge la película de Paul Greengrass. Y a fe que hubieran logrado salvar sus vidas si ese mamón que controlaba los mandos no hubiera sido un fanático redomado, un ansioso de las mil vírgenes que le esperaban en el paraíso. Pero esto, ya digo, lo cuenta la versión oficial, que al parecer ha reconstruido los hechos gracias a las llamadas telefónicas que se produjeron desde el avión. Los terroristas perpetran el secuestro, los secuestrados se resisten, y a consecuencia de la lucha que se produce en la cabina, el United 93 se precipita contra el suelo. Punto final. Un asunto muy simple, y muy verosímil, que en la película te pone los pelos de punta y te quita las ganas de viajar en avión para una larga temporada. Al menos hasta que llegue el verano y la canícula  se vuelva más insoportable que el canguelo de volar. Pero hay otras teorías, ya digo, que circulan por ahí desde el mismo día de los hechos.
    Teorías que darían para rodar casi exactamente la misma película, pero con un final alternativo, y mucho menos edificante para el gran sueño americano, y para la gran patria que nos gobierna. 


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Los idus de marzo

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Para triunfar en el mundo de la alta política es aconsejable no ser buena persona. Cualquiera, dadas las circunstancias, podría ser el alcalde de su pueblo, o el representante local de un partido marginal, si hubiera que echar una mano a la comunidad o a los amiguetes que te reclaman. Sólo hay que leerse los papeles, firmar los documentos y manejar la suma y resta con llevadas para administrar los presupuestos. Y tener un poco de sentido común. Pero la política de verdad, la que consiste en ascender peldaños para alcanzar las esferas del poder, necesita tíos y tías con virtudes muy poco recomendables. No se puede llegar a presidente de nada, ni a subsecretario de cualquier cosa, si no se dispone de cierta habilidad para mentir, de cierta indiferencia para liquidar rivales. De tragaderas como bocas de metro para pactar con los enemigos si la situación lo requiere. Hay que manejar un cinismo de griego clásico para decir una cosa y luego sostener la contraria sin que a uno se le quite el sueño por la noche, ni el autorrespeto durante el día. Y sin que luego, delante de la cámara o del micrófono, la disonancia cognitiva altere tu gesto o tu mirada. O te haga temblar la voz. Hay que tener mucha jeta, mucho orgullo, mucho disimulo. Un autocontrol gélido que mete miedo en los votantes. Y luego hablan de la abstención...




    Pero hay gente todavía más sospechosa que los políticos: los asesores de los políticos. Lo aprendimos en Veep, o en The Thick of It, que son dos comedias canónicas donde los adláteres que rodean a la vicepresidenta, o al ministro de turno, son todavía más mezquinos y más intrigantes. Verdadera gentuza que vive directamente de la mentira, de la intoxicación, de la traición al compañero. Y lo aprendimos, también, en películas dramáticas como Los idus de marzo, donde los políticos que entrechocan las cornamentas sólo son actores secundarios en manos de sus asesores, que los traen y los llevan, los recomiendan y los advierten, los jalean o los reprenden. Tipos que conocen a la perfección los resortes del sistema, las estupideces de los votantes, las artimañas de los rivales. Una jungla de gorilas trajeados, chimpancés lúbricos, orangutanes con estudios y panteras rubias con ojos verdes que te nublan los sentidos. Es ahí, en ese ecosistema tan salvaje, done se juega el prestigio y los cuartos el bueno de Ryan Gosling. 

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Confesiones de una mente peligrosa

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Al principio de Confesiones de una mente peligrosa, Chuck Barris, arrepentido de su mala vida y de sus malas decisiones, confiesa que su único objetivo en la vida era que las mujeres le amaran, y, a ser posible, que le chuparan la polla. Esto último como guinda del pastel, si no era mucho pedir.

    Si hacemos caso de su caracterización, el pobre Chuck lo llevó bastante crudo en su juventud, porque era un muchacho sin atractivos físicos, y sin habilidades de galán, un fracasado sexual en el paraíso donde otros triunfaban y retozaban. Así que tuvo que esperar varios años para comprender que su creatividad -su mente peligrosa- sería el arma de combate que finalmente conquistaría a las mujeres. Mientras intentaba meterse en el mundo de la televisión como creador y productor, legó al mundo varias canciones que en su momento fueron éxitos tan fulgurantes como pasajeros. Chuck empezó a ligar, a tomarse cumplida venganza de los despechos juveniles, y hasta es posible que alguna novieta le pusiera por fin la guinda a su pastel. 

    Pero Chuck, ya subido en la ola, aspiraba a algo más: a mujeres guapas de verdad, con las que poder pasearse por Nueva York despertando envidias y levantando admiraciones. Así que se puso pesado, hizo carrera en el mundo de la tele, y allí, gracias a su mente inquieta, creó productos que lo catapultaron a la fama y a la cama de las gachíes más cotizadas. A él le debemos el formato primero de Contacto con tacto, o  El Semáforo, que tanto hicieron por nuestra educación y por nuestra formación cívica allá en la desperdiciada juventud.

    Pero a Chuck Barris le faltaba algo. Una inquietud muy personal que satisfacer. Un afán tan primario como el sexo, y tan vetusto como los primates: ser un matarife de la CIA. Kaufman, el guionista de la película, es un tipo muy hábil a la hora de sortear estas contradicciones, y crea mundos y personajes que podrían ser tan verídicos como fantásticos, tan apegados a la realidad como delirantes que te cagas.  Ése es su mérito incuestionable. La CIA, por supuesto, lo niega todo. Según ellos, la doble vida de Chuck Barris sólo es un invento publicitario y un filón para la película. Nada más. Faltaría más. 





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El hombre de las mil caras

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Algo falla en El hombre de las mil caras cuando en un momento de la película empezamos a sentir pena por Luis Roldán, ese hombre. Le vemos tan enamorado de su señora -y quién no estaría enamorado de una señora como Marta Etura-, le conocemos tan asustado por su futuro, tan arrinconado en ese piso-zulo de París donde Paesa y sus adláteres lo engañan como a un laosiano, que la simpatía empieza a ganarle terreno a nuestra repulsa. Tanto es así que casi dan ganas de levantarse del sofá para besarle la calvorota a este ladronzuelo tan entrañable: un tipejo que entre la alopecia, la barriga incipiente y la cara de tonto bien podría ser cualquiera de nosotros, los infortunados de la vida. 

    Pero uno se rehace rápidamente de esta compasión innoble, de este humanismo inadecuado, y vuelve a cagarse en las muelas de este funcionario que arrambló con los dineros públicos, y se llevó la pasta gansa, y lejos de devolver lo robado contrató al hombre de las mil caras para que se lo pusiera a buen recaudo en Singapur.


    Roldán es un chorizo, un delincuente, un chiquilicuatre de la corrupción noventera. Nosotros veníamos a ver una película de malos muy malos urdiendo sus trapicheos, sus puñaladas por la espalda; el espectáculo siempre fascinante de ver cómo trabajan los fontaneros del Estado y los especuladores del sistema, que son tipos que suponemos de hierro, de sangre de horchata, verdaderos "nasíos pa' robá" que tienen su aplomo y su prestancia. Y cuando nos encontramos a este hombre que duda, que llora, que casi se arrepiente de haber metido la mano en la caja, que es tan débil y tan poca cosa como cualquiera de nosotros, nos sentimos un poco contrariados. Nosotros veníamos a ver hombres muy hombres, decididos, el reverso tenebroso de nuestra triste figura, y nos encontramos con un Luis Roldán abrazado a su maletín como un niño se agarra a su cartera escolar. 

También nos encontramos a Francisco Paesa, el verdadero protagonista de la película, viviendo de prestado en un chalet de Las Rozas como si la dueña le hubiera puesto un piso de mantenido, y no al revés. Está visto que incluso los ladrones, y los liantes de altos vuelos, tienen poco glamur en nuestro país.






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Buenas noches, y buena suerte

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"Somos ricos, gordos, comodones y complacientes. Tenemos alergia a la información desagradable o inquietante. Nuestros medios reflejan esto. Si no nos levantamos de nuestros gordos traseros y reconocemos que la televisión se utiliza para despistar, engañar, divertir y aislarnos, entonces la televisión y los que la financian, los que la miran y los que trabajan en ella, puede que no se den cuenta hasta que sea demasiado tarde".

    Esto lo dijo Ed Murrow en 1958, ante sus compañeros de profesión, en un arranque de sinceridad que convirtió su fiesta y su homenaje en un desfile de rostros cariacontecidos. Cuarenta y nueve años después, para sofoco del alma en pena de Ed Murrow, nadie ha levantado todavía su gordo trasero de donde lo dejó. Ni el espectador que lo aprieta contra el sofá, ni el programador que lo menea en su silla de oficina. La televisión sigue siendo el instrumento inútil que Murrow ya barruntaba, incapaz de formar a la gente, de presentarle las noticias con objetividad, de ayudarle a tomar postura con las versiones contrastadas. No en vano, The Newsroom, que era el informativo quimérico que Aaron Sorkin ideó para los tiempos modernos, empezaba con Ed Murrow dignificando sus títulos de crédito, y avalando sus intenciones pedagógicas. 

    Por mucho que nos digan y nos mientan en nuestras televisiones posmodernas de los plasmas y los 4K, no existe la pluralidad real, el debate sano, la confrontación de ideas. Los informativos de los canales privados le bailan el agua a sus inversores, y a sus patrocinadores, como es lógico y normal, porque hay que dar de comer a los retoños y entre la dignidad y el frigorífico esto último es sin duda lo más importante. Y luego está nuestra televisión pública, ja, que sólo con el apellido ya te da la risa, porque no es tal, sino el chiringuito de cuatro inquisidores trajeados que han estudiado en prestigiosas universidades. Tipejos que cuando imponen su criterio y su opinión han de sujetarse el brazo fascistilla como hacía el Dr. Strangelove en lTeléfono Rojo, volamos hacia Moscú. A los efectos que nos ocupan, la televisión pública (ja) sólo es un desfile orquestado de ministras, portavoces y miembros guapísimos de la realeza que repiten como loros el mismo mensaje machacón: todo va de puta madre y la pobreza y la necesidad sólo son espantajos que agitan cuatro rojos muy vengativos. Incluso en esto no hemos cambiado nada desde los tiempos de Ed Murrow. 





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La doncella

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La doncella no es La vida de Adèle, pero casi. No ha pasado ni una semana desde que Emma y Adèle se amaron en mi televisor con el ímpetu de las amantes juveniles, y de pronto, en esta película coreana que yo esperaba de sangres y violencias -pues su director es un tipo muy dado a tales excesos- descubro que ahora los excesos que ocupan al director son sexuales, sabanísticos, de tórridas escenas. Las que entretienen a Lady Hideko -adinerada dama de la aristocracia coreana a la que todos los hombres pretenden sin coscarse de su predilección- y su criada, la dulce e impresionable Sook-Hee, que descubre en la señorita Hideko la hermosura de quien nunca le dio un palo al agua, y también la finura de quien recibió una educación esmerada desde niña. Y, sobre todo, la sorpresa infinita de saberse también deseada a pesar de su condición servil. 




    Pues luego, terminada la jornada, abrazadas y desnudas en la cama, ambas mujeres son indistinguibles en rango y clase social, y ya no es la señorita quien ordena y la criada quien obedece, sino que  se intercambian los roles, y muchas veces es la subalterna quien lleva el peso de las decisiones, y ordena el cambio de maniobras, y plantea nuevos objetivos militares, mientras la dama de alta cuna sonríe juguetona y se deja llevar. Y aún más: en la humillación de quien ya no porta la vara de mando, se excita todavía más, y gruñe maldades que son mucho de erotizar al personal. 

    En la cama de sábanas de seda, Hideko y Sook-Hee son la misma mujer, compenetradas y enamoradas, pero también son la misma mujer en un sentido visual, cognitivo, porque a ojos de un espectador occidental -que ya tiene dificultad en distinguir a dos actrices coreanas que hablan en el desayuno o pasean por la arboleda- cuánto mayor galimatías le resultan las identidades cuando los ojos se achinan aún más en el ardor del deseo, y los cuerpos se enredan en el fragor del espasmo, y los rostros se pegan tanto que uno ya no sabe quién es quién en la lucha sin cuartel sobre el tatami.


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