El resplandor

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Ese sexto sentido que en la película llaman "el resplandor" no es un prodigio tan infrecuente. No hay que tener midiclorianos en la sangre, ni poseer el sentido arácnido de Peter Parker, para presentir la desgracia en cada recodo de la vida. Simplemente hay que hacerse mayor, pegarse varias hostias de campeonato, e ir aprendiendo poco a poco a distinguir los entornos hostiles y los personajes chalados. El cocinero del hotel Overlook, que se tira el rollo de poseer "el resplandor" y haberlo heredado de su abuela querida, en realidad sólo es un hombre veterano que ha visto pasar por el negocio a tipos de todo pelaje, lo mismo clientes que empleados. Y cuando conoce al próximo guardián de la época invernal -un desgreñado con cara de loco, aliento de alcohólico y sonrisa de psicótico inminente-, y descubre, además, la mirada asustada en su mujer, y la taradura extraña de un chaval que habla con su propio dedo, los pelos que no tiene en la cabeza se le erizan de miedo, y el presentimiento de que esa familia va a terminar siendo el ejercicio de un aizkolari ya no le deja disfrutar de sus merecidas vacaciones. Así que el pobre hombre, maldiciendo su suerte, su puto resplandor, decide internarse en las carreteras nevadas de Colorado para ir a rescatar a esos desgraciados que ya se defienden cuchillo en mano, allá en el cuarto de baño.






    Y qué decir de ese pobre chaval, que lleva años conviviendo con un padre que se parece mucho a Jack Nicholson, el actor que una vez hizo de loco en una película de manicomios y le dieron un Oscar por clavar la chifladura. Papá, el querido Jack, que para más inri se llama igual que el actor, es un tipo que también sonríe con todos los dientes, hace gestos raros con las manos y emite sonidos guturales cuando habla. Allá en Denver, cuando papá soltaba las maldiciones o sacaba la mano a pasear, había vecinos, policías, familiares incluso, y uno se sentía lejanamente protegido. Sólo había que abrir la ventana y gritar, o coger el teléfono y llamar. Pero aquí, en el hotel Overlook, en las montañas donde Cristo perdió el mechero y todavía no lo ha encontrado, no hay nadie que responda a la llamada. La emisora de radio no funciona, las líneas telefónicas se cortan con las nevadas, y el invento de internet es todavía un cuento de hadas en 1980. Él y su madre están indefensos contra este Homer Simpson sin puta gracia que sin tele y sin cerveza ha perdido la cabeza. Este chaval no tiene ningún "resplandor": sólo está acojonado. Y tiene pesadillas sangrientas.




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Los fabulosos Baker Boys

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La película se titula Los fabulosos Baker Boys porque trata de dos hermanos, los hermanos Baker, que se ganan la vida interpretando rancias canciones de amor. Pero fabuloso, lo que se dice fabuloso, aquí sólo hay uno, el menor, porque el otro, el mayor, es un  hombre derrotado que traiciona su música y su dignidad por ganar un puñado de dólares en garitos de viejos con sonotone, o de idiotas sin devoción. Frank Baker sólo quiere dar de comer a su familia, y pagar la hipoteca de su casa, y todo lo demás es secundario y negociable. Frank Baker es un tipo vulgar, corriente, sin chicha ni limoná. Un tipo majete e irrelevante como cualquiera de nosotros.

    El otro hermano, sin embargo, al que los dioses miraron de otra manera, es un tipo molón. Los designios genéticos le han hecho más alto, más guapo, más estiloso. Y también más inconformista. Cuando tiene que ganarse las perras junto a su hermano, toca el piano con sonrisa cínica y ademanes distantes. Cumple como un profesional mientras piensa en otra vida más fructífera y edificante. A él le dan por el culo los ancianos, los matrimonios, los asistentes a la boda. El público sin pedigrí. Terminada la función y cobrados los jayeres, Jack Baker busca refugio en los bares de la música incorrupta, donde el muy jodido, transmutado, toca el piano como un verdadero jazzman de aire melancólico y pensativo. Es allí dond Jeff Bridges expone su alma verdadera y dolorida. Cuando acaricia las teclas se le transfigura la cara, y se le transparentan las entrañas. 

    Luego se acomoda en la barra, pide un whisky on the rocks y las mujeres van haciendo cola para concertar una cita en su apartamento. Ni la mismísima Michelle Pfeiffer -el animal más bello de aquella era geológica- pudo resistirse a tantos encantos reconcentrados. Ella también le sonrió, le acechó en la distancia, pero sin éxito alguno en los primeros escarceos. Hasta que un día ella se vistió de rojo ceñido, y se subió al piano en un escorzo, y retozó sobre la madera barnizada como una gata en temporada de procrear. O como una pantera hambrienta.  Y el macho presuntuoso abrió las puertas de su castillo. Nos ha jodido.




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Black Mirror: La ciencia de matar

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(Contiene un spoiler como una casa)

Por mucho que Joseph Goebbels vociferara en la radio que los judíos eran hijos del demonio que escupían fuego por la boca, los soldados alemanes, cuando se veían obligados a ejecutarlos en los campos de concentración, sólo veían seres humanos que en nada se diferenciaban de ellos mismos, sus verdugos. Los soldados disparaban porque desobedecer una orden costaba la propia vida, pero el trauma quedaba, el ardor guerrero languidecía, y la pesadumbre moral se propagaba entre la tropa. Fue por eso que los dirigentes nazis tomaron la determinación de construir las cámaras de gas, para que ya nadie tuviera que abatir a un prisionero desarmado. En las duchas de Zyklon B los judíos se morían ellos solitos, sin cámaras ni testigos, y los cadáveres eran retirados por sus propios compañeros de cautiverio, así que el soldado quedaba liberado de culpa para combatir fogosamente contra el comunismo del Este y la decadencia del Oeste.


    Lo que yo no sabía hasta hoy -y he conocido en Black Mirror: La ciencia de matar- es que esos mismos soldados, librados de los crímenes a sangre fría, llegaban al frente de combate y en su mayoría tampoco disparaban sobre los enemigos armados. Ni eran disparados por ellos. La cifra es sorprendente: sólo un 20 o 30 % de los combatientes usaron realmente sus armas en la II Guerra Mundial. Los demás quedaban paralizados por el miedo, o se veían incapaces de matar a seres humanos que correteaban al otro lado del río o de la explanada. El prurito moral que nos viene de serie les incapacitaba para el combate, incluso a riesgo de perder su propia vida en el tiroteo. El "no matarás" era a veces más poderoso que el instinto de supervivencia.

    Esta realidad fue bien conocida por los altos mandos militares, y se tomaron medidas para atajarla. En las guerras posteriores, el odio reconcentrado hacia el enemigo se convirtió en el objetivo prioritario de los instructores. Ahí nació el sargento Hartman de La chaqueta metálica, y el "salgento" Arensivia de Historias de la Puta Mili. Los porcentajes de soldados aguerridos subieron y subieron en cada conflicto, hasta alcanzar una eficacia casi total en las guerras recientes contra el terrorismo (?). El último paso para llegar a la perfección letal lo propone Charlie Brooker en La ciencia matar. Hay que ver el juego que las lentes Z-eyes le están dando al serial de Black Mirror.


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Rogue One

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Compro la entrada, saludo a los empleados, me acomodo en la butaca. Mientras la luces permanecen encendidas miro a mi alrededor buscando al masticador de palomitas, al pesado del teléfono, al hombre enamorado que no para de hablar con su chica. A todos esos intrusos que podrían joderme la película si se acercaran demasiado. Esos Lord Sith de los cojones que interrumpen la sosegada paz de este cinéfilo Jedi.
 
    Apago el teléfono móvil. Carraspeo. Rezo para que nadie se siente a mi lado con una bolsa de patatas fritas. Y mientras en la pantalla se suceden avances de películas que nunca veré, me pregunto qué hago allí de nuevo, a punto de ver otra película de Star Wars cuarenta años después de la primera, como si no hubiese pasado el tiempo ni la vida. Ni el amor ni los hijos. Ni la salud ni la enfermedad. Siento una pequeña punzada de vergüenza. Un segundo de duda. Un músculo de mi culo se tensa, se rebela, inicia el movimiento subrepticio de levantarse. Pero sólo se queda en un intento. En un espasmo. La voluntad de quedarme sentado ha prevalecido, y el músculo insensato será castigado por su motín cuando acabe la película. La Alianza Rebelde será aplastada.

    Pero las inquietudes no se disipan. Que en la sala haya otros cuarentones parecidos a mí -gafosos, intelectualoides, con aspecto de poco espabilados- no me hace sentir mucho mejor. Hace años que he dejado de frecuentar los cines y hoy, sin embargo, vengo a ver una película diseñada para la chavalada, con sus tiros, sus explosiones, sus efectos especiales que producen mareo en las personas de cierta edad. Hay películas más sesudas en la cartelera, más adultas, que tratan del espíritu y de la muerte, de la paternidad y del amor. Pero yo estoy aquí, escondido del cine solemne, dimitido de la cinefilia respetable, a punto de reencontrarme con la Estrella de la Muerte y con los destructores del Imperio.

    De pronto se apagan las luces, el cine queda en silencio, y en la pantalla negra aparece la vieja letanía del tiempo pretérito y de la galaxia lejana. Y entonces vuelve a obrarse el milagro de la sustitución. El adulto desaparece, se desvanece, sin dejar humo ni olor, y en la butaca desalojada vuelve a sentarse el niño que yo fui, con sólo cinco años de inocencia y de tontuna, boquiabierto ante el espacio interestelar surcado por las naves. El niño que se estremece, que se maravilla, que busca héroes a los que aplaudir y villanos a los que vilipendiar. Que se caga de miedo cuando Darth Vader aparece resollando sus maldades. El niño al que le importa una mierda que Rogue One no sea una película perfecta. Ni falta que hace. Porque ese niño no es cinéfilo, ni crítico, ni está infectado por el virus del análisis. Todo lo que pasa en Rogue One es mágico, fantástico, incuestionable. Rogue One -mientras dure la función, mientras no vuelvan a encenderse las luces- es la puta hostia de las galaxias. La pera limonera. La máquina de Zoltan que me devuelve a la infancia inmaculada.

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Muerte en León

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Acostumbrado a ver series criminales basadas en "true storys" que suceden al otro lado del charco, o al otro lado de los montes meseteños, uno ve Muerte en León con la rara sensación de conocer bien el lugar del crimen. De haber pasado cien veces por allí camino de la estación de autobuses, o paseando al perro, o dando largas caminatas por la orilla del río. Ahora ya no, porque vivo muy lejos, en el Otro País de los Leoneses, pero sí hace unos años, donde uno pacía en el mismo paraje donde nació, y la carne y el espíritu moraban más o menos por el mismo vecindario.


    Uno pensaba que el asesinato de Isabel Carrasco era una trama estrictamente provinciana, con sus urdimbres locales y sus desdichas de aldeanos. Un crimen que tuvo sus quince minutos de gloria -o de miseria- en los telediarios nacionales y que rápidamente dejó de ser noticia para los habitantes de Móstoles, o para las paisanas de Jaén. Por eso, cuando supe que la tele de pago estrenaba una serie de cuatro episodios inspirada en el asunto, sentí, en la entraña más imbécil del orgullo, que ya no era un leonés alejado de las cosas importantes, sino que había emparentado con esos hombres de mundo de Madrid o de Nueva York para los que un tiroteo en la calle es casi el pan nuestro de cada día. 

    Aunque hay que decir, para orgullo todavía más idiota, que una presidenta de la Diputación no es asesinada todos los días ni siquiera en Madrid, ni en Nueva York tampoco, aunque allí las llamen de otra manera y lleven Colts del 45 en las cartucheras. De todos modos, cuando uno lee las entrevistas en la prensa local, el responsable de Muerte en León parece un poco sorprendido por la aldeanidad del asunto. Como si se arrepintiera de haber diseccionado un crimen que al final no tenía morbo ni pedigrí. Ni moraleja. Ni nada de nada. Un odio muy particular y muy visceral que terminó como tantos odios de nuestra vasta geografía: con un tiro a traición y "un no me arrepiento de nada". Una villanía sin glamour. Un ajuste de cuentas vecinal. Un crimen de provincias muy lejanas donde -casi- nunca pasa nada. 




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Snowden

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Si algo aprendimos en 2001: Una odisea del espacio es que las herramientas del hombre sirven primero para matar, y luego, si se muestran útiles y versátiles, se aprovechan para la vida doméstica. Cuando el mono empieza a jugar con el fémur cachiporril bajo la sombra del Monolito, lo primero que pasa por su cabeza es matar al fulano que le arrebató la charca. No piensa en partir nueces, en cascar cocos, en ablandar pulpos. Ni siquiera en inventar el béisbol aprovechando un pedrusco cuasiesférico de las cercanías. Todo eso vendrá después, en un estadio posterior de la evolución. Lo primordial es partirle el cráneo a ese hijo de puta, y recuperar la fuente de agua, y una vez culminada la venganza, en el rapto de alegría, lanzar el fémur al aire para que empiece a sonar el Danubio Azul de Johann Strauss.



    Y así, en una elipsis temporal de cuatro millones de años, descubrimos a su retataranieto sentado ante un ordenador, aporreando las teclas. Nuestro simio contemporáneo busca porno en internet, chatea en un foro de cinéfilos, whatsappea mensajes con su enamorada y participa en un crowfunding para salvar las focas del Ártico. El descendiente de aquel mono es un tipo maravillado ante la ciencia moderna, y cree sinceramente que internet es la proa de un progreso imparable y benefactor. No sabe, quizá, que el origen de la gran telaraña es un asunto militar, una necesidad tecnológica que nació en los despachos guerreros del Pentágono. Quizá no sabe, tampoco, que su ordenador, su móvil, su tablet, su reloj de muñeca con ciento una sofisticaciones, no son aparatos inventados por un alma generosa para hacerle la vida más fácil, abrirle una ventana al mundo, facilitarle la comunicación fraternal con el resto del planeta. Sus cachivaches con chip incorporado se han inventado para tenerle controlado, para saber qué dice, qué urde, qué malas compañías suele frecuentar. Como el fémur de 2001, los gadgets de la modernidad se han creado en primer lugar para hacer la guerra. Una que es silenciosa, soterrada, sin tiros de por medio. Lo otro, nuestro día a día en internet, o en las redes sociales, es un asunto secundario. La derivada doméstica de un armamento muy secreto y muy sofisticado. 

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El turismo es un gran invento

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En El turismo es un gran invento, Benito Requejo, que es el alcalde de Valdemorillo del Moncayo, has a dream durante una noche de pesada digestión, y a la mañana siguiente, iluminado como Juana de Arco, convoca al vecindario para exponer su plan de desarrollo: convertir el pueblo en un gran centro turístico. 

Sólo así, argumenta, podrán evitar que los mozos se marchen a Barcelona a trabajar en las fábricas, y que las mozas los sigan detrás para servir como chachas. Pero al señor alcalde no sólo le mueve la preocupación por la demografía que se desploma: la vida en la gran ciudad es disoluta, perniciosa, con boîtes de luces coloreadas, y bailes agarrados en la oscuridad, y los jóvenes valdemorillenses, que han sido criados en el temor de Dios, son carne de cañón para los maleantes sin escrúpulos, para los tejemanejes de la tentación. La cruzada de don Benito es económica, pero también moral, en esa España vigilante y vaciada que aún resiste el azote del fornicio, y de la desvergüenza.


    Los vecinos de Valdemorillo reciben sus propuestas con escepticismo de paletos, pero don Benito, que es un pesado muy convincente, argumenta que si los pueblos de Levante eran villorrios de pescadores y ahora nadan en la abundancia gracias a que las suecas nadan en sus playas, por qué ellos, que también viven del sector agropecuario, y tienen los mismos cojones que cualquiera -y uno más escondido en el rabo de la boina- no van a desarrollar también su propia industria del turismo. Cierto es que en el Moncayo no hay playa. ¡Pero qué es una playa -con su arena incómoda, su basura flotando, sus niños dando por el culo- comparada con ese pasaje inigualable de los montecicos y los vallecicos! Con las plantaciones de malacatones y la ermita milenaria de la Virgen.

    Con estos argumentos irrebatibles, los vecinos tragan, las ilusiones se disparan, y en lo que ahora se llamaría un crowfunding -y que antes se llamaba suscripción popular- todos ponen un dinero para que don Benito y el secretario se vayan a la costa a estudiar las cosas del turismo. O lo que es lo mismo: alojarse en hoteles muy caros, tostarse los callos en las piscinas y sobre todo, por encima de cualquier estudio de mercado, departir con las extranjeras que por allí se exhiben, tan distintas a las cejijuntas y bigotudas que se han quedado en Valdemorillo rezando los rosarios y bailando las jotas. 

Don Benito y su secretario, que habían venido en misión espiritual, en cruzada aragonesa para salvar a sus compatriotas de la perdición, descubren que el turismo, al final, consiste en venderle el alma al diablo, y llenar la Plaza Mayor de rubias con poca ropa que provoquen el sofocón en las parientas, el infarto en el señor cura, y la masturbación compulsiva en los catetos que jamás vieron otra cosa en la vida, salvo los ángeles en las pinturas. 




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Melancholia

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El mero hecho de vivir ya es una melancolía constante. Todo sucede una sola vez y se esfuma para siempre. Nunca te bañarás dos veces en el mismo río, dijo Heráclito de Éfeso, y ahí empezó la gran melancolía que siglos después retomó Lars von Trier para su película.

    Todo está condenado a extinguirse. Nosotros moriremos, y nuestros recuerdos morirán con nosotros. Nuestros hijos, que ahora nos parecen inmortales, también morirán algún día, y rogamos a los dioses cada mañana para no llegar vivos a ese momento. Nuestro paso por la vida será borrado por completo. Al final se perderán nuestros genes, se borrarán nuestras fotografías, se rayaran nuestros discursos. Se quemarán nuestras escrituras en los fogones de los servidores. Desapareceremos. Y será como si nunca hubiésemos existido. La esperanza que Black Mirror depositó en San Junipero sólo es un cuento para adultos. La nana infantil que por una noche nos libró de la angustia y del mal sueño. Por mucho que TCKR Systems nos curara de la melancolía, y pudiera regalarnos una eternidad erótico-festiva donde el río de Heráclito se secara, llegará un día en que las mismas máquinas se oxidarán y las cucarachas sin conocimientos informáticos tomarán el relevo de la obra divina. ¿Y si ellas fueran, finalmente, las depositarias de las Sagradas Escrituras? ¿Ellas la imagen y la semejanza? 

Pero las cucarachas, con toda su preeminencia, también serán pasto de la melancolía. Tras su largo reinado sin Cucal aerosol, la Tierra será despedazada por el impacto con un cometa, o por el choque con un planeta descarriado como el de la película. O eso, o será convertida en fosfatina por un rayo láser de la Estrella de la Muerte, que pasaba por allí y decidió hacer prácticas camino de Alderaan. Y si no suceden estas cosas terribles -que sólo son probabilidades catastróficas- queda la certeza insoslayable de que el Sol acabará por calcinarnos y engullirnos.  Todo lo que ahora vemos, tocamos, soñamos o juramos como amor eterno, se convertirá en gas informe, en átomos disueltos, en polvo de estrellas. El origen, quizá, de nuevos sistemas y mundos. Parece bonito, sí, poético incluso, pero es una mierda pinchada en un palo. Es la melancolía. 





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Black Mirror: San Junipero

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(Contiene un gran e inevitable spoiler)

En 1987, Belinda Carlisle cantaba aquello de Heaven is a place on Earth en Los 40 Principales, y nosotros, quinceañeros que admirábamos sus canciones y todavía más su belleza, siempre hacíamos el chiste de que el Cielo, efectivamente, estaba en este planeta, y más concretamente donde Belinda ponía los pies, o comía los macarrones, o se acostaba con el suertudo de su maromo. Porque Belinda era una mujer preciosa, turbadora, una cantante muy distinta a las yogurinas bailongas que tanto nos enardecían por entonces. La primera MILF, quizá, en nuestra larga vida de deseos.

    Yo me acordaba mucho de Belinda Carlisle en las clases de religión porque mi ateísmo había tomado su canción por un himno de rebeldía. Y mientras el cura nos hablaba de la contemplación beatífica de Dios, que era el premio de mierda que les esperaba a los católicos de mis compañeros, yo canturreaba por lo bajini Heaven is a place on Earth convencido de que el único cielo estaba en esta vida, en esta corta oportunidad, muy posiblemente en el amor de una mujer que dijera que sí, que venga, que vamos a retozar sobre una nube, y que salgan los ángeles por Antequera.

    En la primera escena de Black Mirror: San Junipero, suena Heaven is a place on Earth en la discoteca donde la chavalada se busca para pasar un buen rato. Y uno, que es bastante cortico para pescar pistas y anticipar derroteros, se deja llevar por el canturreo tonto, por la evocación ñoña, y tiene que esperar tres cuartos de hora para caer en la cuenta de que Charlie Brooker no da puntada sin hilo, y que esa canción estaba puesta allí como un grandísimo spoiler para los espectadores más avezados. Porque la ciudad de San Junipero es el Cielo propiamente dicho: un villorrio a orillas del mar donde la temperatura siempre es agradable, la gente siempre es joven, y la música molona no para de sonar. 

San Juníepero es la ensoñación post-mortem que han elegido Kelly y Yorkie para ser eternamente jóvenes y amarse por las noches con la misma fogosidad con la que se aman por el día. Un Cielo californiano que a mí no termina de convencerme, porque yo soy más de arrejuntarse en bosques nevados y en cabañas con chimenea. Ese sería el Cielo que yo contrataría con la funeraria del futuro para pasar la eternidad en compañía femenina, y no ese San Junipero donde los muertos sudan a todas horas celebrando que el amor nunca termina.



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En la ciudad de Sylvia

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El protagonista de En la ciudad de Sylvia es un jovenzuelo desocupado que mata su tiempo acechando a las mujeres de Estrasburgo en las terrazas de los cafés. Donde otros menos atractivos nos llevaríamos la mirada reprobatoria, o la burla descarnada, él, que tiene rostro de niño y mirada de soñador, es capaz de sostener largas miradas que no incomodan a las damiselas, y hasta consigue arrancarles sonrisas de complicidad. Ellas son chicas muy hermosas que no salen a la calle sin un hombre que las arrulle, y una de dos: o lo tienen sentado a su vera vigilando la inversión, o esperan con impaciencia que aparezca dominante por una de las avenidas. Pero como nuestro hombre parece inofensivo, y además va armado con un bloc de dibujo y un lapicero de versos, todas se prestan al juego fugaz de ser retratadas por el artista que las dibuja, y por el poeta que las idealiza.




    Así pasa la mañana nuestro querido protagonista hasta que Pilar López de Ayala cruza ante su mirada y de pronto, como arrancado de un sueño estúpido, y devuelto a la  realidad cruda del amor, suspende los escarceos poéticos y aplaza los juegos pictóricos. Pilar es demasiado bella, demasiado trascendente, como para andarse con gilipolleces de rondador cafetero. Y además se parece mucho a Sylvia, su antiguo amor estrasburgués, a quien lleva seis años rebuscando y anhelando. Traspasado por la doble flecha del amor y del recuerdo, nuestro juglar moderno guarda el bloc, el lapicero, hace un medio simpa con cuatro monedas que se caen de los bolsillos y emprende la persecución callejera de esa mujer que es la condensación exacta de todas las mujeres. La perdición del instinto, y la locura de la razón.  En un abrir y cerrar de ojos, Estrasburgo deja de ser la capital de Europa para convertirse en la ciudad de Sylvia, sólo de Sylvia, que ya es la única mujer existente en su mirada, y en su deseo.



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Black Mirror: Cállate y baila

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Cuando llegamos a la adolescencia en el colegio de curas, los profesores de religión empezaron a advertirnos contra el grave pecado de la masturbación, que ellos no llamaban así porque les parecía una palabra muy fea, pecaminosa en sí misma -un atrevimiento lingüístico introducido por los socialistas- sino que decían tocamientos propios, o vicio solitario, de tal modo que al principio, en nuestra primera edad clandestina, no sabíamos muy bien de qué nos estaban hablando, y alguno llegó a creer que nos afeaban lo de comerse los mocos, o lo de morderse las uñas, que también eran asuntos muy feos del sucio tocarse.



    Nosotros ya sabíamos, porque éramos veteranos de las monsergas catequistas, que Dios lo sabía todo sobre nuestros malos comportamientos. Que su ojo vigilante, inscrito en aquel Triángulo que flotaba sobre nuestras cabezas como una nave extraterrestre, atravesaba muros y paredes, conciencias y disimulos. Y pronto supimos, por supuesto, que también traspasaba las sábanas de la cama, y las mamparas del baño, donde nosotros hablábamos de darle al manubrio, o de hacerse una gayola, en argot barriobajero que jamás apareció en las escolásticas del colegio. En Black Mirror: Cállate y baila, no es el Dios del catecismo quien observa cómo los personajes se pajean ante el ordenador, amorrados a páginas muy guarras y muy poco edificantes, sino unos tipos misteriosos que chantajean al pecador con difundir la grabación si no se presta a delictivos tejemanejes. Los personajes de Cállate y baila seguramente no contaban con que otro ser omnisciente, también monocular, los acechaba desde sus propios ordenadores, instalado en la misma carcasa, y enfocado directamente a sus pensamientos. La webcam de nuestros cacharros es un pequeño dios que también sobrevuela nuestras debilidades. Un duendecillo que casi siempre está apagado, pero que a veces, cuando se enciende por error, o cuando alguien lo activa sin consentimiento, alcanza las alturas del gran Ojo de la Providencia, y se convierte en el Dios terrible y puñetero de nuestra infancia que todo lo sabía y todo lo fiscalizaba. Un voyeur de espíritu negrísimo que también amenazaba con contárselo todo a nuestra mamá, y a nuestros amigos, para que sintiéramos la angustia infinita, y la vergüenza sin consuelo.


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Black Mirror: Playtest

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En las conversaciones que mantengo conmigo mismo sobre Black Mirror -pues soy el único habitante en veinte kilómetros a la redonda que parece seguir esta serie- ya me extrañaba que Charlie Brooker no hubiese dedicado un capítulo al mundo de los videojuegos, que como dirían David Broncano y sus secuaces de la radio son vida moderna pura, la avanzadilla de la realidad virtual que tarde o temprano será indistinguible de la vida real. De tal modo que nuestros nietos ya podrán irse de juerga o jugar al billar con los amigotes sin tener que levantarse del sofá, sólo con un casco puesto en la cabeza, y la imaginación echada a volar.
.


    En el futuro que plantea Black Mirror: Playtest, la industria del videojuego utiliza voluntarios que se dejan mangonear las meninges en pro de la ciencia y del progreso. Tipos como Cooper, el turista americano, que entre flirteos y desayunos post-coitales  no tuvo tiempo de sacar el billete de regreso a su país, y ahora se ha quedado colgado en la isla con la tarjeta de crédito inutilizada. Contratiempos de juventud que solventará haciendo de cobaya en un videojuego muy secreto, muy experimental, que diseña un jovenzuelo japonés en una mansión recóndita de la campiña. A Cooper lo seducen, lo lían, le prometen una pasta gansa a cambio de enfrentarse a sus propios miedos, pues en eso consiste el intríngulis del pasatiempo: caminar por los pasillos oscuros y recargados  como si se tratara de la Casa del Terror en las fiestas de Villaperales del Manzanar, e ir encarando fobias y tirrias, pesadillas y repeluses, que salen directamente del subsconciente. 

    Como Luke Skywalker internándose en el bosque pantanoso del planeta Dagobah...

    Al principio del viaje sólo hay bichos, ruidos extraños, abusones de la infancia... Pero luego la cosa se pone cruda, terrorífica, y Cooper ha de enfrentarse al mayor miedo de todos: parecerse a sus padres, sufrir sus mismas enfermedades, arrastrar las mismas carencias o padecer las mismas limitaciones. Un miedo común, ancestral, inherente a nuestra naturaleza de seres humanos. Nuestros padres son el origen, pero también son, en cierto modo, el destino, y el espejo en el que nos vamos reconociendo. Y envejeciendo. Y eso da, por supuesto, mucho miedo. El tic-tac de los genes. La bomba de relojería.







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Maelström

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Antes de que Denis Villeneuve fuera fichado por los sud-americanos (según miras desde Canadá) para rodar esas películas tan inquietantes y cojonudas, quien esto escribe, en su rincón de la provincia, a solas con su cinefilia, ya tenía el gusto de conocer a este director de apellido tan automovilístico. Nos conocíamos de Incendies, que era un dramón sobre dos hermanos que viajaban al Líbano para rastrear su genealogía bastarda. Y sobre todo, porque uno tiene sus rarezas, y sus obsesiones particulares, de Maelström, una película inexplicable, casi inencontrable, que yo busqué infatigablemente por los siete mares y por las siete montañas, por los siete desiertos y por los siete páramos del desaliento, anhelando el rostro, la presencia -el cuerpo, también, por qué no decirlo- de Marie-Josée Croze, que es la mujer más hermosa que he visto jamás en la virtualidad de las pantallas, e incluso en la carnalidad de la vida Marie-Josée es la campeona de ambos mundos. La defensora de ambos títulos, el olímpico y el mundial.


    En aquellos tiempos de cinefilia exasperada,  tardé varias semanas en dar con una versión subtitulada de Maelström, porque los barcos que arribaban sólo traían copias en francés vernáculo, y vernáculo del Quebec además, idioma que yo ni hablo ni entiendo. Pero un buen día, cuando ya desesperaba de encontrar a Marie-Josée en su papel de mujer reconcomida por la culpa, alguien enamorado de ella como yo vertió en la red la película completa, con sus subtítulos, su trama anecdótica, sus tonterías de director primerizo. Sus alusiones todavía incomprensibles a ese Maelström que es el vórtice oceánico que destroza barcos y sirenas allá en las islas Lofoten... Porque Maelström, la película -y eso ya lo sabía antes de revisitarla- no tiene gran valor como obra de arte. Pero había que verla para cerrar este ciclo dedicado a Denis Villeneuve. Y así, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, y el San Lorenzo por el Quebec, volver a recrearme en la hermosura inconcebible de esa mujer sin par. De esa actriz descomunal.



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Techo y comida

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Al poco tiempo de ser designada para el cargo, nuestra subministra del subempleo, la tal Fátima Báñez, a quien le deseo grandes penurias en la vida y grandes penalidades en el averno, dijo que no había que preocuparse gran cosa por el paro. Que donde no llegara la política del Partido Popular, siempre tan combativa y tan eficaz, llegaría la Virgen del Rocío para echar una mano en lo que fuera. O lo que es lo mismo: que ya nos podían ir dando por el culo, y que ella estaba allí por el pito pito gorgorito de la cuota, y que los parados mejor harían en frecuentar las iglesias, siempre tan vacías, que presentarse en la oficina del Inem, siempre tan abarrotada. Que puestos a elegir entre dos milagros, mejor acudir al que menos gente se presentara puesta de rodillas, por aquello de las matemáticas y de las probabilidades.

    En Techo y comida, Rocío -que así se llama la protagonista para más inri- es una mujer desesperada de la vida que ha seguido el sabio consejo de doña Fátima. En su mesilla de noche ha colocado una estampa de la Virgen a la que reza devotamente antes de soñar otra pesadilla. Luego, por las mañanas, camino de sus humillaciones laborales, se detiene en una capilla para rezarle a los ojos de otra Virgen, a ver si allí anida la diosa benefactora que defiende la tal Báñez. Pero pasan los meses, y las facturas, y los impagos del alquiler, y la Virgen María no parece conmoverse ante la suerte de Rocío y de su chaval de ocho años, que juega al fútbol con unas botas rotas y una camiseta descolorida.

    Así las cosas, viendo que la caridad virginal parece congelada por culpa de un bloqueo en el Parlamento Celestial, Rocío decide probar otras suertes. La del latrocinio en los supermercados, y la del siseo en casa de las vecinas, que no terminan fructificando porque siempre hay un segurata que termina echándote el ojo, o un remordimiento que taladra el estómago. Y más allá, en la suerte definitiva, las ayudas públicas que presta el Estado a los parias de la tierra. Un Estado paralizado, en bancarrota, desarmado por las mismas huestes que eligieron a la tal Fátima para soltar sus sandeces. La ironía definitiva. Firme aquí, y aquí, y póngase a esperar, que esto va muy lento, la caja está muy vacía, y hay muchas madres solteras en su misma situación. Siéntese y espere unos cuantos meses. Mientras tanto, por probar, y para matar el aburrimiento, puede seguir rezando. 





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Nunca pasa nada

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En 1963, las extranjeras de la falda muy corta ya habían desembarcado en nuestas costas para tostar sus pieles blanquecinas, y menear el body animadas con lingotazos de sangría. Los pueblerinos que hasta entonces vivían tan católicos con sus huertas y sus barcos de pesca, se acostumbraron rápidamente al nuevo y políglota paisanaje. Ellas eran unas guarras, y sus novios -porque algunas parejas ni casadas estaban- unos indecentes. Pero todos dejaban su dinero en los chiringuitos y en las pensiones, y la hinchada local, después de mucho santiguarse y mucho confesarse con el cura, hizo su pequeña fortuna gracias a que la inmoralidad europea encontró allí el sol y el cachondeo que revitalizaba la economía.  


    Estas cosas no pasaban en los pueblos interiores como Medina del Zarzal, que es el nombre ficticio que en Nunca pasa nada esconde el atraso socio-cultural de Aranda de Duero. Por no decir el paletismo desdentado, y la beatería gazmoña. A los pueblos castellanos también llegaban algunas extranjeras, por supuesto, pero siempre muy tapadas por culpa del frío. Mujeres licenciadas - que no licenciosas- que venían a estudiar el románico del Camino Francés, o el pasado histórico del Cid Campeador. Un turismo cultural muy alejado del desenfreno bailongo de las playas soleadas, a casi un día de tortuosas carreteras. Es por eso que cuando una rubia liberal caía por accidente en el secano, es como si estallara la bomba atómica en la Plaza Mayor, y en cuestión de segundos la temperatura se elevaba, los cuerpos se derretían, y la radioactividad del sexo reprimido envenenaba los espíritus.

    Cuando en Medina del Zarzal aparece Jacqueline, la cabaretera que sufre un ataque de apendicitis camino de Santander, los hombres se vuelven locos de deseo, las mujeres se hacen cruces hasta hacerse agujeros en el pecho, y los adolescentes, que en invierno sólo conocían los tobillos de sus amadas, comienzan a practicarse unas pajas históricas, descomunales, como nunca antes las habían soñado. Gracias a la memoria de Jacqueline, a quien todos llevan estampada en el reverso de los párpados como un póster clavado en la pared, los chavales descubren que en el fondo son muchachos tan europeos como los demás, con los mismos anhelos de libertad, y los mismos picores en los huevos. Así fue como empezó la historia de nuestra Transición. Nunca pasa nada es el capítulo 0 que nunca nos va a contar Victoria Prego.



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Black Mirror: Caída en picado

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En el futuro que plantea Black Mirror: Caída en picado, todos llevaremos una valoración numérica flotando sobre nuestra cabeza. Tal número, obviamente, no será una cartulina recortada que vaya pegada con celofán, como un trabajo manual hecho en la escuela. Será una cifra virtual que aparecerá en las lentillas Z-Eye que todo el mundo llevará incorporadas, y que nos escanearán el rostro, y el currículum del alma, en cuestión de décimas de segundo. Las lentillas Z-Eye, que ya han aparecido en otras distopías de Black Mirror, van camino de convertirse en adminículos legendarios para los fanáticos de la ciencia-ficción.


    En cada interacción social de Caída en picado, las personas se valoran al instante apuntándose con sus teléfonos. Como vaqueros que desenfundan su revólver si la cosa no ha pintado bien, o como colegialas lanzándose un beso, si el encuentro ha ido guay del Paraguay. Gracias a ese Superfacebook que viene instalado en todos los móviles, uno recibe cientos de valoraciones cada día -en la acera y en el trabajo, en la cafetería del pueblo y en la cola de la panadería- y así, roce a roce, y verso a verso, se va conformando la cifra que vive suspendida sobre las cabezas, como el aura de un santo, o el sulfuro de un demonio. 

    Podría parecer un asunto estúpido, baladí, un juego contable con el que matar los ratos muertos o echarse unas risas con los amigos. Pero esa cifra, en la numerocracia de Black Mirror, es el pasaporte que da acceso a las mejores camas en el hospital, o que coloca a tus hijos en mejor disposición para ser admitidos en la Universidad. No puedes tener una buena casa, un buen trabajo, un coche último modelo, si vas por ahí con un 3 sobre 10 de valoración sobrevolando la cabeza. En esta distopía que parece muy lejana, pero que en realidad, como todas las que plantea Black Mirror, está a la vuelta de la esquina, la amabilidad se ha convertido en el valor supremo que rige el mundo. La sonrisa falsa, el gesto comedido, el taco reprimido... La nula conflictividad social. La contención de cualquier gesto de asco o de molestia. El like que fingimos en Instagram, el me gusta que simulamos en Facebook, el OK falsario que pulsamos en cualquier otro invento del demonio digital. 


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Smoke

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Smoke, reducida a su esencia argumental, es la historia de dos fulanos residentes en Brooklyn que charlan mientras fuman, o fuman mientras charlan, y en ese arte ya casi perdido traban una amistad donde caben grandes silencios y grandes confidencias. Y relatos maravillosos, como el de sir Walter Raleigh pesando el humo de su cigarro, o el de Auggie Wren pasando el día de Navidad con una anciana desconocida. El texto de Paul Auster navega hábilmente entre lo inverosímil y lo cotidiano, pero tal vez sería menos emotivo si hubiera caído en manos de otros actores, o en manos de otros personajes que no fumaran mientras narran sus desventuras. Sin el humo del tabaco flotando en el ambiente, y en los pulmones, Smoke ya no tendría la atmósfera de las almas vividas y resabiadas, y sería otra película de ambientes asépticos olvidada en la memoria de los trasteros.


   Son cosas muy mías, muy particulares, pero siempre he pensado que la gente que fuma tiene cosas más interesantes que contar. Como sucede a cada rato en esta película. Tal vez porque los fumadores son realmente diferentes, y encaran la vida -y la advertencia sanitaria- con un talante más decidido y misterioso. O quizá solo poseen el gesto, la pose, la manera de sentarse y acomodarse que proviene del cine clásico, cuando los personajes le daban al cigarrillo sin censuras y sin vergüenzas, y lo mismo el malo que tramaba sus malicias, que el bueno que las contrarrestaba, todo quisque se confiaba al asidero del cigarrillo, que era como un reposo para el espíritu. 

    Los fumadores, en su discurso, tienen que hacer pausas para encender el cigarro, para darle la calada, para exhalar las volutas con aire sonriente o pensativo, y quizá por eso, sólo por eso, dan la impresión de pensar más y mejor lo que dicen. Como Harvey Keitel y William Hurt en Smoke, que parecen dos sabios de la sobremesa.  Dos amigos muy lejanos que uno desearía tener aquí al lado, en la cafetería del pueblo perdido.



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Corazón gigante

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Fúsi es un hombretón islandés tan grande como los volcanes de su tierra. Entre que los genes del metabolismo no parecen servirle de gran ayuda, y que su anciana madre, con la que sigue viviendo sin muchas ganas de independizarse, le prepara sustanciosos platos muy altos en calorías, Fúsi se ha convertido en un gigante que apenas cabe por las puertas de su casa, y que apenas entra en el carricoche del aeropuerto donde trabaja acarreando maletas.


    Para sustentar tamaño corpachón, y regarlo de sangre caliente hasta las puntas de los dedos, el corazón de Fúsi ha crecido hasta expandirse por todo su pecho. Y así, usurpando territorios a los órganos colindantes, se ha convertido en un cacique que no sólo marca el compás de las tareas vegetativas, sino que, además, dicta las reglas morales por las que Fúsi se conduce. A saber: vive a tu rollo, con tus juguetes, tus coches teledirigidos, tus maquetas de la II Guerra Mundial, y al que se ría, o se burle, que le den mucho por el culo. 

    No mires a los ojos de la gente, que lo cantaba un poeta de Vigo y tenía mucha razón el fulano: si te enamoras, trabaja por tu amor, pero no te hagas muchas ilusiones, porque la belleza interior jamás va a compensar tu otra belleza maldita; y si los tontos del barrio, o los colegas del trabajo, se meten contigo, y te dicen mira qué gordo o mira qué torpe o mira qué virginidad más recalcitrante, pon la otra mejilla que ya se aburrirán. Así le habla el corazón gigante a su dueño gigantesco. 

    Y le aconseja, además, para curarse en salud: haz muchos favores. Tú que lo mismo arreglas un motor que reparas un grifo, sé prodigo con tus habilidades. El altruismo no existe, ni siquiera en Islandia, pero está muy bien visto fingirlo en sociedad. Cúrratelo, querido Fúsi. Aunque te llamen tonto, inocente, buenazo de mazapán. Insiste en tu desprendimiento. No tienes otro recurso. Eres un niño sin maldad, un inmaduro sin remedio, y sin el arma de tu bonhomía estás perdido en esta selva de las nieves perpetuas, y de los hierbajos sin crecer. Ábrete camino y espera tu oportunidad. Para el amor, para la amistad, para la vida en general. Y más ahora, que llega la Navidad, y los barbudos gordinflones del Círculo Polar gozáis de un carisma extraordinario. De todo un pedigrí.




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Cuatro bodas y un funeral

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El matrimonio es un virus contagioso. Puede permanecer en letargo durante años, incubando la fatalidad. El amor se basta a sí mismo para consolidarse o para arruinarse, y nada le añade o le quita una celebración o un papeleo. La idea del matrimonio puede flotar en el ambiente durante años sin que nadie la inhale o se tope con ella. Pero un buen día, en la cafetería, o en la cena entre amigos, una pareja hasta entonces inmune confiesa que padece la terrible enfermedad. Tal vez han visto una película muy romántica, o han sucumbido a las presiones de la familia. O simplemente -como argumenta un personaje de Cuatro bodas y un funeral - los novios se aburrían con grandes bostezos en el sofá, y en el matrimonio, y en la preparación del eventeo, encontraron un tema infatigable de conversación. El virus del casamiento anida en fuentes diversas, y todas ellas  traicioneras.

    Llegan las invitaciones, las despedidas de soltero, los fastos más o menos cutres del día tan señalado, y a partir de ahí -si el virus matrimonial no ha encontrado vacuna, y se propaga a la velocidad que predicen los libros de medicina-  el resto de parejas que un día se creyeron por encima de estas cosas pasarán por las iglesias o por los ayuntamientos como fichas de dominó empujadas por los pacientes cero

    Esto es lo que sucede, grosso modo, en Cuatro bodas y un funeral, donde varios hombres y mujeres que parecen seres racionales se comportan, sin embargo, como personajes decimonónicos temerosos del Dios de la decencia, y obsesionados con la idea de casarse. Ellos acuden a las bodas de sus amigos con la triple intención de dar testimonio de su alegría, tomar nota de los aspectos organizativos, y buscarse, entre los numerosos invitados, una pareja que quiera tomar el relevo en lo más alto de la tarta nupcial.

  Cuatro bodas y un funeral parece una comedia algo disparatada, pelín exagerada, pero dos años después de su estreno, en el año 96, yo mismo viví cuatro bodas y un funeral en las lejanas tierras de León. Cuatro bodas -entre ellas la mía- que se sucedieron al ritmo frenético que marcan los virus en expansión. Y de colofón, para cuadrar el pentágono, un funeral tristísimo que le puso ceniza y pesadumbre a tanta jovialidad floral, y a tanto amor comprometido. Y condenado a fracasar... Vuelvo a ver Cuatro bodas y un funeral y pienso que a veces la realidad y la ficción se preceden la una a la otra, y se anuncian, y se sugieren, y hasta coinciden en acontecimientos caprichosos y dignos de mención.



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Sully

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Siempre que en el telediario aparece un estadounidense protagonizando un acto de heroísmo, todos sabemos que tarde o temprano ese fulano, o esa fulana, tendrá su película explicativa y laudatoria. Desde que los cineastas llegaron a Hollywood con las cámaras robadas a Edison, el gran tema de la filmografía americana es el retrato del héroe, o de la heroína. Ellos son la fuente que nunca cesa de manar, la inspiración perpetua que alimenta las historias y los guiones. Porque además, para los americanos, un héroe puede ser cualquier persona enfrentada a las circunstancias. No necesitan grandes conquistadores, ni eximios genocidas, para componer una banda sonora grandilocuente y sacar la bandera de marras a pasear. Lo que otros simplemente llamaríamos deber, o gaje del oficio, o incluso rapto benéfico de locura, ellos, los yanquis, tienen una habilidad especial para revestirlo de acto único y singular, con moraleja incorporada.  

    A Chesley Sullenberger, el piloto de US Airways que amerizó en el río Hudson salvando la vida de ciento cincuenta pasajeros, sus compatriotas han tardado siete años en dedicarle el biopic. La actualidad ha estado muy agitada en los últimos tiempos, muy convulsa, y otros héroes más belicosos han reclamado su película correspondiente. Hasta que llegó Clint Eastwood con la cámara, y Tom Hanks con el pelo teñido, y entre ambos rodaron este homenaje que uno temía enfrentar en la tarde aterida de invierno. Pero pudo más la curiosidad que el miedo, el aburrimiento que el prejuicio, y pertrechado para ver una hagiografía infumable, me encontré con una película muy estimable, didáctica incluso, que se preocupa más del acto heroico que del héroe que lo consuma. 

    En Sully, aunque parezca contradictorio, se habla muy poco de Chesley Sullenberger. Fuera de ese momento único en la cabina del Airbus, cuando el piloto decide realizar una maniobra desesperada sobre las aguas semicongeladas, la vida de Sullenberger es muy parecida a la de cualquiera de nosotros, con la rutina, la familia, la preocupación por el futuro laboral... Clint Eastwood y sus guionistas saben que fuera de ese momento cuasi-mágico, de intuición inexplicable, Sully es un buen hombre cuya biografía no daba para rellenar noventa minutos de metraje, aunque su nombre acapare el título completo, y el tipo nos caiga ciertamente de puta madre. 




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Elle

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Uno ya venía advertido de que Elle era una película controvertida, cruda, no apta para moralistas inquebrantables. Una historia de mujer turbia -y quizá perturbada- que Paul Verhoeven quiso vender en Hollywood sin que ninguna actriz de caché quisiera interpretarla. Sólo Jennifer Jason Leigh tuvo el valor de aceptar el desafío, pero otras circunstancias trajeron el proyecto a Europa, y aquí, en el viejo y sucio continente, ya curtida en mil batallas de mujeres sombrías, Isabelle Huppert era la actriz predestinada para el papel. De hecho, su personaje de Elle no dista mucho de aquel que en La pianista también exhibía una sexualidad enfermiza en la intimidad, y una misantropía ojerosa en la vida social.


    Para dejar claras sus intenciones desde el primer fotograma, Elle comienza directamente con una violación. Violaciones hemos visto muchas en nuestra cinefilia, pero reacciones como la de Michèle Leblanc, la mujer asaltada, creo que ninguna. Y ahí radica la controversia de Elle: su punto de partida diferente e inquietante. Michèle no parece afectada por el suceso. No denuncia ante la policía, ni acude a los servicios médicos. Ante sus amigos, cuenta la desventura como quien narrara su cita con la peluquera, o su compra en el supermercado. Uno espera que esta mujer, tarde o temprano, sufra una reacción emocional en diferido, pero Paul Verhoeven es un tipo diferente, retorcido, y el personaje de la Huppert, lejos de hundirse o de acojonarse, sufre una especie de reafirmación personal que le lleva a coger su vida entera por los cuernos. Es como si quedara poseída por una lucidez devastadora, por una valentía inusitada. En la podredumbre moral que viven todos los que la rodean -amigos y familiares, amantes y ex maridos- ella, que no es precisamente un angelito, se convierte en ángel justiciero que castiga a los descarriados. 

    Los espectadores menos inteligentes han interpretado que Verhoeven y Huppert están defendiendo en cierto modo su violación. Como si se tratara de una práctica benéfica y recomendable en ciertos casos... Está claro que estamos todos locos. Los espectadores con algo más de sesera  comprenden que el cine, a veces, centra su atención en las viñas más excéntricas del Señor. Ellos han tenido la santa paciencia de llegar hasta el final de Elle con el espíritu abierto y la curiosidad intacta. Y allí, Michèle, que sigue blandiendo la espada flamígera, vuelve su mirada cegadora hacia el violador...



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Black Mirror: White Christmas

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Ahora que llega la Navidad uno desea más que nunca fugarse a la isla tropical, o a la taiga boreal, y pasar desapercibido entre el paisanaje. Tumbarse bajo la palmera, o al lado de la chimenea, y releer viejos libros hasta que la estrella de Belén se oculte en el horizonte. Abstraerse de las fiestas entrañables hasta olvidarlas por completo, y no saber ya en qué día vive uno. Celebrar las vacaciones, pero apostatar de su mensaje. Que viva la misantropía, y la amistad bien escogida, y el amor bien seleccionado, y mueran los mensajes de fraternidad y la cofradía universal.


    Si uno viviera en el futuro tecnológico de Black Mirror: White Christmas, saldría del paso navideño sin tener que comprarse un billete de avión, o un pasaje de barco. Viviría la Navidad desde dentro, como todos los años, pero deambulando por ella como un intruso, como un mirón, como si Harry Potter paseara por el centro comercial envuelto en la capa de invisibilidad. En Black Mirror: White Christmas, los terrícolas del futuro llevan una lentillas implantadas en el globo ocular que funcionan como una red social permanente. Cada persona es rápidamente identificada, pormenorizada, como hacía el Terminator que vino a cargarse a John Connor en la primera entrega de la saga. Con las Z-Eyes puedes bloquear a los prójimos que te caen gordos, como harías en el Facebook, o en el Google +, y aunque en la vida real ellos siguen estando ahí, pesados y molestos, uno ya no los ve, ni los oye, porque en su lugar se agita una mancha informe que es su cuerpo emborronado y su voz apagada. 

    Del mismo modo, uno puede provocar al prójimo indeseado para ser excluido de su visión, y de su audición, y bastaría con encender un fuego satánico al principio de las vacaciones para ser obviado por quienes acarrean paquetes de regalo, y te desean felices fiestas con las sonrisa bobalicona.  De cuántos seres navideños se libraría uno con este recurso maravilloso. El futuro de Black Mirror es el paraíso de los mil Grinch que moramos en las catacumbas.  


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Zero Dark Thirty

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Zero Dark Thirty, como película de acción, es impecable. E implacable. Todo lo que sucede en ella es pertinente y sumativo. No hay lugar para cuitas personales, para llamadas a la familia, para romances de catapún y tentetieso entre los agentes de la CIA. Los personajes de Zero Dark Thirty son todo magro, todo proteína. Héroes de acción como los Geyperman y los Madelman de nuestra infancia, a los que nunca poníamos a cagar, ni a prepararse unos bocadillos, a jugar una partida de póker mientras los terroristas de Sildavia urdían sus maldades. Nuestros muñecos, que estaban destinados temporalmente en nuestras habitaciones, también tenían sus mujeres, sus hijos, sus casas preciosas en las afueras de Los Ángeles. Sus affaires con las muñecas Barbie de nuestras hermanas. Ellos también tenían su vida personal, su momento humano de esparcimiento, pero nosotros, como Kathryn Bigelow en la película, dábamos todo aquello por supuesto y aprovechábamos el tiempo entre los deberes y la merienda para poner en claro nuestros objetivos militares, y empezar a repartir estopa hasta que sólo quedara un vencedor.

    Zero Dark Thirty no es sólo una película de acción. Pretende ser una recreación histórica, la narración minuciosa de cómo los americanos dieron con el refugio secreto de Osama Bin Laden, que finalmente no moraba en las cuevas afganas, camuflado entre pastores de barba de chivo, sino que vivía a dos pasos y medio de nuestras narices, en un ático fortificado con vistas a la civilización. El público americano se tomó muy en serio el relato, y lo aceptó como suele hacerlo con sus verdades oficiales, a pies juntillas. Osama era el demonio, vivió escabullido durante años en el quinto pino, y una bendita madrugada de mayo un grupo de soldados entró en su guarida y lo ejecutó con dos disparos certeros. Fin de la historia. Nosotros, sin embargo, los europeos conspiranoicos, los occidentales disidentes, sólo tenemos dudas en este asunto de Osama Bin Laden y su paradero. Osama es un personaje de origen turbio, de vaivenes inexplicados, de existencia fantasmal. Podría ser verdad lo que cuentan de él los americanos, y también una mentira tan grande como una montaña de Tora Bora. Quizá Osama ya estaba muerto cuando la CIA montó el operativo que nos cuentan en Zero Dark Thirty, y en aquella casa de Abbottabad mataron a otro tío y le pusieron unas barbas y un turbante para dar el pego. Quién sabe con estos fulanos. Tal vez Osama sigue evadido, conspirando contra Occidente. O trabajando en secreto para el Imperio, incentivando guerras que sostienen el negocio militar. A saber... 

    Zero Dark Thirty, que como película de acción es un sobresaliente, como película histórica no valdrá una mierda hasta que la desclasificación de documentos, o la traición de un nuevo Snowden, demuestren lo contrario. 



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Jason Bourne

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Según la teoría cinematográfica de Ignatius Farray, Jason Bourne debería ser una obra maestra porque ofrece exactamente lo que promete: Jason Bourne, el ex agente de la CIA que busca su pasado, cuatro hijos de puta en Langley que tratan de ocultárselo, y un sicario muy eficiente que lo persigue por varios escenarios del mundo -sañudo, concienzudo, hipervitaminado- hasta llegar a la pelea final. Si alguien buscaba otra fórmula, otro derrotero, iba dado con la experiencia. Las películas de Jason Bourne, sobre todo si las dirige Paul Greengrass, se hacen con un molde que es al mismo tiempo muy eficaz y muy previsible: tiros, hostias, persecuciones, montaje frenético, muertos que se lo buscan y muertos que pasaban por allí. Y entre medias, como en un contenido transversal que articula toda la saga, un poco de filosofía existencial sobre la naturaleza asesina o no del pobre Jason, que al parecer no quería ser asesino pero le metieron en el lío, esos mamones de sus compatriotas.


    Cuatro películas llevamos ya con el asunto y la duda no tiene pinta de resolverse. Jason dice que no, que él no es un matarife. Que entre uno que lo reclutó, uno que lo lió y otro que le lavó el cerebro con muy malas artes, él ha matado sin un afán verdadero de matar, y que quiere retirarse del oficio para vivir en una isla desierta. Los malos de cada película, sin embargo, que van cambiando de rostros a medida que Bourne se los va cargando,  sostienen que Jason es un asesino fetén, un verdadero "nasío pa matá", y que mejor haría en aceptar su naturaleza, volver al redil de la CIA y dejar de vagar por esos mundos, buscándose sin encontrarse. 

    Yo, la verdad, en este asunto de la identidad profunda de Bourne, estoy más de acuerdo con los malosos de Langley que con el héroe de la función, pero prefiero, por el bien de la saga, para que siga produciendo entretenimientos, que Bourne siga caminando por ahí como alma en pena, creyéndose un trozo de mazapán torturado. 



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Don Erre que erre

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La rocambolesca aventura de Don Erre que erre es de todos los cinéfilos conocida: Rodrigo Quesada, que es un abuelete obsesionado con las normativas y los reglamentos, acude al banco para cobrar 257 pesetas que le deben unos clientes. Pero justo en el momento de echar la zarpa a los dineros, que ya están depositados en la ventanilla, aparecen unos atracadores que los requisan para sumarlos a la saca general. El Banco Universal, que así se llama la ficticia entidad, cree haber cumplido con su deber de pagador, pero el señor Rodrigo, que es un Quijote de las causas perdidas, emprenderá una causa legal, y periodística, contra los molinos que en este caso no son gigantes carnívoros, sino tiburones de las finanzas que solventan sus problemas mientras van de cacería y reparten las perdices abatidas. Muy franquista todo, de españolada de los años setenta, si no fuera porque los banqueros de ahora son los hijísimos y los nietísimos de los mismos árboles genealógicos.



    El director de la película es José Luis Sáenz de Heredia, el hagiógrafo entusiasta de Franco, ese hombre, y en los calendarios del atrezo reza el año 1970. No hay confusión posible respecto al contexto ideológico de la película. Ya estaban permitidas las suecas en bikini, los tipos que arrimaban cebolleta, las madres solteras que no eran apedreadas por sus vecinas. Pero una cosa era la liberación de las costumbres, que era un viento difícil de esquivar, y otra, muy diferente, permitir la crítica directa contra los prebostes del régimen. Y aquí, en Don Erre que erre, durante una hora inicial que parece una película de Ken Loach, un españolito de a pie decide cargar contra los banqueros que financian los planes del franquismo, verdaderos malos malísimos de la función. Adónde vamos a llegar, piensa uno en su sofá, que no recordaba esta carga de profundidad, esta desatención mayúscula de los censores de la época. Hasta que llega, claro está, la explicación que todo lo justifica: el Banco Universal no tiene su dirección general en España, sino en París, la capital de Gabacholandia. Tierra de impíos, y de revolucionarios, que un día se atrevieron a invadir nuestro suelo para vejar a las Vírgenes y reírse del Santísimo. Y escaldados que salieron, gracias a Curro Jiménez, y a la oración incesante de nuestros sacerdotes. La cruzada legalista de don Rodrigo Quesada tenía, finalmente, un objetivo ultrapirenaico. Quién había dudado de la integridad moral de nuestros financieros. Quién había alimentado tamaña infamia, tamaña osadía. Viva Franco, mientras viva, y arriba España. 



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Hermanos de sangre

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En el primer episodio de Hermanos de sangre, antes de que se inicie la acción bélica sobre Normandía, salen los soldados reales que saltaron en paracaídas o se batieron en las playas. Son octogenarios todavía muy lúcidos que cuentan la batallita de cómo fueron reclutados por el tío Sam allá en sus granjas de maíz, o en sus barrios periféricos de la ciudad. Ellos no dudaron ni un segundo en alistarse cuando les advirtieron que su país, su democracia, corría serio peligro. Dicen que fue tal el fervor patriótico, el ardor guerrero, que algunos muchachos se suicidaron al ser rechazados por el ejército, avergonzados de tener una miopía, un pie plano, un cerebro disfuncional, y quedar impedidos para combatir junto a sus camaradas en las selvas del Pacífico, o en los bosques europeos.

    La intención de Hermanos de sangre es, obviamente, que nos estremezcamos de simpatía por estos abueletes del sonotone. Que aplaudamos su arrojo, que admiremos su valor, que nos pongamos en su lugar si algún día los marroquíes invadieran Algeciras, o los norcoreanos bombardeasen Albacete, y tuviéramos que responder a la llamada rojiguáldica de nuestra bandera... ¿Nos invadiría el mismo afán, el mismo calor que hierve la sangre? Yo, en mi caso, que vivo despatriado de la tierra, alérgico al himno nacional, inmune a la arenga y a la soflama, lo dudo mucho. O eso, o que quizá soy un cobarde que racionaliza su postura. A saber... 

    Aunque los veteranos de la Easy Company se han convertido en unos ancianos entrañables y venerables, y uno, acojonadito en el sofá, no tiene más remedio que envidiar su valor en la batalla, y su destreza en el combate,  a mí estos yayos de la II Guerra Mundial me dan un poco de yuyu. Quien coge el fusil alegremente para ir a la guerra sin sopesar los riesgos vitales, sin cagarse por la pata abajo, sin cuestionarse seriamente si la guerra es justa o necesaria, es, pienso yo, alguien capaz de hacer cualquier cosa, lo mejor y lo peor. Un héroe benefactor, o un matarife sin entrañas. Según el talante, o las circunstancias.



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Black Mirror: The Waldo Moment

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Antes de que se estrenara la tercera temporada de Black Mirror -de la que todavía no tengo visionado ni criterio-, The Waldo Moment era el episodio peor valorado por los seguidores del serial. Sobre la aventura electoral del dibujo animado existía un consenso del cual yo también era partícipe y abajofirmante. Había algo que no encajaba, que se salía del molde perturbador de las otras historias. Hoy que he vuelto a reencontrarme con el osito Waldo, y con su José Luis Moreno en las sombras, he creído comprender las razones del experimento fallido. The Waldo Moment es el único episodio que no va más allá de nuestro tiempo. El único que no es futurista ni distópico, porque su denuncia ya está aquí, instalada entre nosotros, y ya no produce miedo ni inquietud. Aunque sí algo de tristeza.

    El mensaje de Charlie Brooker viene a ser algo así como: "Llegará un día en que el votante será tan superficial, tan ignorante, tan desapegado de los temas que le conciernen, que preferirá votar a un dibujo animado que sólo dice tonterías, y que se saca la pirula, antes que confiar en un político razonable que hable sobre tasas de impuestos, o sobre degradación medioambiental". Pero ese día ya esta aquí. Ya estaba aquí hace tres años, cuando Waldo dio el salto a la pantalla. Ya no tenemos que prevenirnos, ni que prepararnos, para la advertencia sociológica de Charlie Brooker. Waldo no es el asteroide que chocará, ni la máquina que desobedecerá, ni el virus que nos barrerá. Ya vivimos inmersos en esta pelea, en esta desesperación. El votante ya no sabe lo que vota, y se deja seducir por cualquier chiquilicuatre que se cuela en Eurovisión. Los referéndums de este mismo año, en nuestra patria, y en patrias ajenas, son la prueba fehaciente de que Waldo, y los otros Waldos, ya triunfan en las elecciones soltando paridas y proponiendo gilipolleces. Y sacándose la minga de vez en cuando... Viva la democracia. La famosa sentencia de Winston Churchill cada vez tiene menos validez. 



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El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante

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La teoría cinematográfica de Ignatius Farray asegura que una película es buena si cuenta lo mismo que promete en el título, y una mierda si sale por peteneras y se embarca en narraciones divergentes. Según este criterio, Asalto al tren del dinero es una obra maestra porque se centra en el robo de un tren que lleva dinero, mientras que Alguien voló sobre el nido del cuco es un excremento porque en el manicomio de Jack Nicholson nadie volaba sobre el nido de ningún pájaro. Parece una tontería, la ocurrencia de Farray, pero no es más aleatoria, ni más injustificada, que las columnas de algunos críticos muy afamados, que también escriben silogismos muy extraños, querencias y extravíos que de poco nos sirven, y de poco nos guían.


    Siguiendo al maestro Ignatius, El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante debería ser una película cojonuda, canónica, pues ofrece justamente lo que promete: un cocinero que trajina en las entrañas del restaurante, un ladrón que es el dueño vociferante del negocio, una mujer que no aguanta sus peroratas de macho con metralletas, y un amante de la señora que espera su oportunidad desnudico en los retretes. Cuatro personajes que pululan por el teatral escenario acechándose, abroncándose con las palabras, amenazándose con terribles venganzas de sanguinolencias y canibalismos. Y sin embargo, para quien esto escribe, que no conoce más teoría del cine que sus bostezos de gañán, o sus entusiasmos infantiles, El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante es una película insufrible, indigerible: la "experiencia Greenaway", que me ha quitado las ganas de insistir en este director tan peculiar y extravagante. Porque tengo que confesar -oh, sí- que mi famélica, ridícula, vergonzosa cinefilia, nunca se había cruzado hasta hoy con el artista galés, y mira que llevaba tiempo con la curiosidad, y con la intención, desde los tiempos de Carlos Pumares en Polvo de Estrellas, cuando llamaban los oyentes que habían visto una de sus películas y flipaban en colores, y caminaban desorientados, y pedían consejo al bueno de don Carlos, que tampoco sabía muy bien qué responderles. Cosa que no me extraña, visto lo visto.


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