Corazón gigante

🌟🌟🌟

Fúsi es un hombretón islandés tan grande como los volcanes de su tierra. Entre que los genes del metabolismo no parecen servirle de gran ayuda, y que su anciana madre, con la que sigue viviendo sin muchas ganas de independizarse, le prepara sustanciosos platos muy altos en calorías, Fúsi se ha convertido en un gigante que apenas cabe por las puertas de su casa, y que apenas entra en el carricoche del aeropuerto donde trabaja acarreando maletas.


    Para sustentar tamaño corpachón, y regarlo de sangre caliente hasta las puntas de los dedos, el corazón de Fúsi ha crecido hasta expandirse por todo su pecho. Y así, usurpando territorios a los órganos colindantes, se ha convertido en un cacique que no sólo marca el compás de las tareas vegetativas, sino que, además, dicta las reglas morales por las que Fúsi se conduce. A saber: vive a tu rollo, con tus juguetes, tus coches teledirigidos, tus maquetas de la II Guerra Mundial, y al que se ría, o se burle, que le den mucho por el culo. 

    No mires a los ojos de la gente, que lo cantaba un poeta de Vigo y tenía mucha razón el fulano: si te enamoras, trabaja por tu amor, pero no te hagas muchas ilusiones, porque la belleza interior jamás va a compensar tu otra belleza maldita; y si los tontos del barrio, o los colegas del trabajo, se meten contigo, y te dicen mira qué gordo o mira qué torpe o mira qué virginidad más recalcitrante, pon la otra mejilla que ya se aburrirán. Así le habla el corazón gigante a su dueño gigantesco. 

    Y le aconseja, además, para curarse en salud: haz muchos favores. Tú que lo mismo arreglas un motor que reparas un grifo, sé prodigo con tus habilidades. El altruismo no existe, ni siquiera en Islandia, pero está muy bien visto fingirlo en sociedad. Cúrratelo, querido Fúsi. Aunque te llamen tonto, inocente, buenazo de mazapán. Insiste en tu desprendimiento. No tienes otro recurso. Eres un niño sin maldad, un inmaduro sin remedio, y sin el arma de tu bonhomía estás perdido en esta selva de las nieves perpetuas, y de los hierbajos sin crecer. Ábrete camino y espera tu oportunidad. Para el amor, para la amistad, para la vida en general. Y más ahora, que llega la Navidad, y los barbudos gordinflones del Círculo Polar gozáis de un carisma extraordinario. De todo un pedigrí.




Leer más...

Cuatro bodas y un funeral

🌟🌟🌟🌟

El matrimonio es un virus contagioso. Puede permanecer en letargo durante años, incubando la fatalidad. El amor se basta a sí mismo para consolidarse o para arruinarse, y nada le añade o le quita una celebración o un papeleo. La idea del matrimonio puede flotar en el ambiente durante años sin que nadie la inhale o se tope con ella. Pero un buen día, en la cafetería, o en la cena entre amigos, una pareja hasta entonces inmune confiesa que padece la terrible enfermedad. Tal vez han visto una película muy romántica, o han sucumbido a las presiones de la familia. O simplemente -como argumenta un personaje de Cuatro bodas y un funeral - los novios se aburrían con grandes bostezos en el sofá, y en el matrimonio, y en la preparación del eventeo, encontraron un tema infatigable de conversación. El virus del casamiento anida en fuentes diversas, y todas ellas  traicioneras.

    Llegan las invitaciones, las despedidas de soltero, los fastos más o menos cutres del día tan señalado, y a partir de ahí -si el virus matrimonial no ha encontrado vacuna, y se propaga a la velocidad que predicen los libros de medicina-  el resto de parejas que un día se creyeron por encima de estas cosas pasarán por las iglesias o por los ayuntamientos como fichas de dominó empujadas por los pacientes cero

    Esto es lo que sucede, grosso modo, en Cuatro bodas y un funeral, donde varios hombres y mujeres que parecen seres racionales se comportan, sin embargo, como personajes decimonónicos temerosos del Dios de la decencia, y obsesionados con la idea de casarse. Ellos acuden a las bodas de sus amigos con la triple intención de dar testimonio de su alegría, tomar nota de los aspectos organizativos, y buscarse, entre los numerosos invitados, una pareja que quiera tomar el relevo en lo más alto de la tarta nupcial.

  Cuatro bodas y un funeral parece una comedia algo disparatada, pelín exagerada, pero dos años después de su estreno, en el año 96, yo mismo viví cuatro bodas y un funeral en las lejanas tierras de León. Cuatro bodas -entre ellas la mía- que se sucedieron al ritmo frenético que marcan los virus en expansión. Y de colofón, para cuadrar el pentágono, un funeral tristísimo que le puso ceniza y pesadumbre a tanta jovialidad floral, y a tanto amor comprometido. Y condenado a fracasar... Vuelvo a ver Cuatro bodas y un funeral y pienso que a veces la realidad y la ficción se preceden la una a la otra, y se anuncian, y se sugieren, y hasta coinciden en acontecimientos caprichosos y dignos de mención.



Leer más...

Sully

🌟🌟🌟

Siempre que en el telediario aparece un estadounidense protagonizando un acto de heroísmo, todos sabemos que tarde o temprano ese fulano, o esa fulana, tendrá su película explicativa y laudatoria. Desde que los cineastas llegaron a Hollywood con las cámaras robadas a Edison, el gran tema de la filmografía americana es el retrato del héroe, o de la heroína. Ellos son la fuente que nunca cesa de manar, la inspiración perpetua que alimenta las historias y los guiones. Porque además, para los americanos, un héroe puede ser cualquier persona enfrentada a las circunstancias. No necesitan grandes conquistadores, ni eximios genocidas, para componer una banda sonora grandilocuente y sacar la bandera de marras a pasear. Lo que otros simplemente llamaríamos deber, o gaje del oficio, o incluso rapto benéfico de locura, ellos, los yanquis, tienen una habilidad especial para revestirlo de acto único y singular, con moraleja incorporada.  

    A Chesley Sullenberger, el piloto de US Airways que amerizó en el río Hudson salvando la vida de ciento cincuenta pasajeros, sus compatriotas han tardado siete años en dedicarle el biopic. La actualidad ha estado muy agitada en los últimos tiempos, muy convulsa, y otros héroes más belicosos han reclamado su película correspondiente. Hasta que llegó Clint Eastwood con la cámara, y Tom Hanks con el pelo teñido, y entre ambos rodaron este homenaje que uno temía enfrentar en la tarde aterida de invierno. Pero pudo más la curiosidad que el miedo, el aburrimiento que el prejuicio, y pertrechado para ver una hagiografía infumable, me encontré con una película muy estimable, didáctica incluso, que se preocupa más del acto heroico que del héroe que lo consuma. 

    En Sully, aunque parezca contradictorio, se habla muy poco de Chesley Sullenberger. Fuera de ese momento único en la cabina del Airbus, cuando el piloto decide realizar una maniobra desesperada sobre las aguas semicongeladas, la vida de Sullenberger es muy parecida a la de cualquiera de nosotros, con la rutina, la familia, la preocupación por el futuro laboral... Clint Eastwood y sus guionistas saben que fuera de ese momento cuasi-mágico, de intuición inexplicable, Sully es un buen hombre cuya biografía no daba para rellenar noventa minutos de metraje, aunque su nombre acapare el título completo, y el tipo nos caiga ciertamente de puta madre. 




Leer más...

Elle

🌟🌟🌟

Uno ya venía advertido de que Elle era una película controvertida, cruda, no apta para moralistas inquebrantables. Una historia de mujer turbia -y quizá perturbada- que Paul Verhoeven quiso vender en Hollywood sin que ninguna actriz de caché quisiera interpretarla. Sólo Jennifer Jason Leigh tuvo el valor de aceptar el desafío, pero otras circunstancias trajeron el proyecto a Europa, y aquí, en el viejo y sucio continente, ya curtida en mil batallas de mujeres sombrías, Isabelle Huppert era la actriz predestinada para el papel. De hecho, su personaje de Elle no dista mucho de aquel que en La pianista también exhibía una sexualidad enfermiza en la intimidad, y una misantropía ojerosa en la vida social.


    Para dejar claras sus intenciones desde el primer fotograma, Elle comienza directamente con una violación. Violaciones hemos visto muchas en nuestra cinefilia, pero reacciones como la de Michèle Leblanc, la mujer asaltada, creo que ninguna. Y ahí radica la controversia de Elle: su punto de partida diferente e inquietante. Michèle no parece afectada por el suceso. No denuncia ante la policía, ni acude a los servicios médicos. Ante sus amigos, cuenta la desventura como quien narrara su cita con la peluquera, o su compra en el supermercado. Uno espera que esta mujer, tarde o temprano, sufra una reacción emocional en diferido, pero Paul Verhoeven es un tipo diferente, retorcido, y el personaje de la Huppert, lejos de hundirse o de acojonarse, sufre una especie de reafirmación personal que le lleva a coger su vida entera por los cuernos. Es como si quedara poseída por una lucidez devastadora, por una valentía inusitada. En la podredumbre moral que viven todos los que la rodean -amigos y familiares, amantes y ex maridos- ella, que no es precisamente un angelito, se convierte en ángel justiciero que castiga a los descarriados. 

    Los espectadores menos inteligentes han interpretado que Verhoeven y Huppert están defendiendo en cierto modo su violación. Como si se tratara de una práctica benéfica y recomendable en ciertos casos... Está claro que estamos todos locos. Los espectadores con algo más de sesera  comprenden que el cine, a veces, centra su atención en las viñas más excéntricas del Señor. Ellos han tenido la santa paciencia de llegar hasta el final de Elle con el espíritu abierto y la curiosidad intacta. Y allí, Michèle, que sigue blandiendo la espada flamígera, vuelve su mirada cegadora hacia el violador...



Leer más...

Black Mirror: White Christmas

🌟🌟🌟🌟

Ahora que llega la Navidad uno desea más que nunca fugarse a la isla tropical, o a la taiga boreal, y pasar desapercibido entre el paisanaje. Tumbarse bajo la palmera, o al lado de la chimenea, y releer viejos libros hasta que la estrella de Belén se oculte en el horizonte. Abstraerse de las fiestas entrañables hasta olvidarlas por completo, y no saber ya en qué día vive uno. Celebrar las vacaciones, pero apostatar de su mensaje. Que viva la misantropía, y la amistad bien escogida, y el amor bien seleccionado, y mueran los mensajes de fraternidad y la cofradía universal.


    Si uno viviera en el futuro tecnológico de Black Mirror: White Christmas, saldría del paso navideño sin tener que comprarse un billete de avión, o un pasaje de barco. Viviría la Navidad desde dentro, como todos los años, pero deambulando por ella como un intruso, como un mirón, como si Harry Potter paseara por el centro comercial envuelto en la capa de invisibilidad. En Black Mirror: White Christmas, los terrícolas del futuro llevan una lentillas implantadas en el globo ocular que funcionan como una red social permanente. Cada persona es rápidamente identificada, pormenorizada, como hacía el Terminator que vino a cargarse a John Connor en la primera entrega de la saga. Con las Z-Eyes puedes bloquear a los prójimos que te caen gordos, como harías en el Facebook, o en el Google +, y aunque en la vida real ellos siguen estando ahí, pesados y molestos, uno ya no los ve, ni los oye, porque en su lugar se agita una mancha informe que es su cuerpo emborronado y su voz apagada. 

    Del mismo modo, uno puede provocar al prójimo indeseado para ser excluido de su visión, y de su audición, y bastaría con encender un fuego satánico al principio de las vacaciones para ser obviado por quienes acarrean paquetes de regalo, y te desean felices fiestas con las sonrisa bobalicona.  De cuántos seres navideños se libraría uno con este recurso maravilloso. El futuro de Black Mirror es el paraíso de los mil Grinch que moramos en las catacumbas.  


Leer más...

Zero Dark Thirty

🌟🌟🌟🌟🌟

Zero Dark Thirty, como película de acción, es impecable. E implacable. Todo lo que sucede en ella es pertinente y sumativo. No hay lugar para cuitas personales, para llamadas a la familia, para romances de catapún y tentetieso entre los agentes de la CIA. Los personajes de Zero Dark Thirty son todo magro, todo proteína. Héroes de acción como los Geyperman y los Madelman de nuestra infancia, a los que nunca poníamos a cagar, ni a prepararse unos bocadillos, a jugar una partida de póker mientras los terroristas de Sildavia urdían sus maldades. Nuestros muñecos, que estaban destinados temporalmente en nuestras habitaciones, también tenían sus mujeres, sus hijos, sus casas preciosas en las afueras de Los Ángeles. Sus affaires con las muñecas Barbie de nuestras hermanas. Ellos también tenían su vida personal, su momento humano de esparcimiento, pero nosotros, como Kathryn Bigelow en la película, dábamos todo aquello por supuesto y aprovechábamos el tiempo entre los deberes y la merienda para poner en claro nuestros objetivos militares, y empezar a repartir estopa hasta que sólo quedara un vencedor.

    Zero Dark Thirty no es sólo una película de acción. Pretende ser una recreación histórica, la narración minuciosa de cómo los americanos dieron con el refugio secreto de Osama Bin Laden, que finalmente no moraba en las cuevas afganas, camuflado entre pastores de barba de chivo, sino que vivía a dos pasos y medio de nuestras narices, en un ático fortificado con vistas a la civilización. El público americano se tomó muy en serio el relato, y lo aceptó como suele hacerlo con sus verdades oficiales, a pies juntillas. Osama era el demonio, vivió escabullido durante años en el quinto pino, y una bendita madrugada de mayo un grupo de soldados entró en su guarida y lo ejecutó con dos disparos certeros. Fin de la historia. Nosotros, sin embargo, los europeos conspiranoicos, los occidentales disidentes, sólo tenemos dudas en este asunto de Osama Bin Laden y su paradero. Osama es un personaje de origen turbio, de vaivenes inexplicados, de existencia fantasmal. Podría ser verdad lo que cuentan de él los americanos, y también una mentira tan grande como una montaña de Tora Bora. Quizá Osama ya estaba muerto cuando la CIA montó el operativo que nos cuentan en Zero Dark Thirty, y en aquella casa de Abbottabad mataron a otro tío y le pusieron unas barbas y un turbante para dar el pego. Quién sabe con estos fulanos. Tal vez Osama sigue evadido, conspirando contra Occidente. O trabajando en secreto para el Imperio, incentivando guerras que sostienen el negocio militar. A saber... 

    Zero Dark Thirty, que como película de acción es un sobresaliente, como película histórica no valdrá una mierda hasta que la desclasificación de documentos, o la traición de un nuevo Snowden, demuestren lo contrario. 



Leer más...

Jason Bourne

🌟🌟🌟

Según la teoría cinematográfica de Ignatius Farray, Jason Bourne debería ser una obra maestra porque ofrece exactamente lo que promete: Jason Bourne, el ex agente de la CIA que busca su pasado, cuatro hijos de puta en Langley que tratan de ocultárselo, y un sicario muy eficiente que lo persigue por varios escenarios del mundo -sañudo, concienzudo, hipervitaminado- hasta llegar a la pelea final. Si alguien buscaba otra fórmula, otro derrotero, iba dado con la experiencia. Las películas de Jason Bourne, sobre todo si las dirige Paul Greengrass, se hacen con un molde que es al mismo tiempo muy eficaz y muy previsible: tiros, hostias, persecuciones, montaje frenético, muertos que se lo buscan y muertos que pasaban por allí. Y entre medias, como en un contenido transversal que articula toda la saga, un poco de filosofía existencial sobre la naturaleza asesina o no del pobre Jason, que al parecer no quería ser asesino pero le metieron en el lío, esos mamones de sus compatriotas.


    Cuatro películas llevamos ya con el asunto y la duda no tiene pinta de resolverse. Jason dice que no, que él no es un matarife. Que entre uno que lo reclutó, uno que lo lió y otro que le lavó el cerebro con muy malas artes, él ha matado sin un afán verdadero de matar, y que quiere retirarse del oficio para vivir en una isla desierta. Los malos de cada película, sin embargo, que van cambiando de rostros a medida que Bourne se los va cargando,  sostienen que Jason es un asesino fetén, un verdadero "nasío pa matá", y que mejor haría en aceptar su naturaleza, volver al redil de la CIA y dejar de vagar por esos mundos, buscándose sin encontrarse. 

    Yo, la verdad, en este asunto de la identidad profunda de Bourne, estoy más de acuerdo con los malosos de Langley que con el héroe de la función, pero prefiero, por el bien de la saga, para que siga produciendo entretenimientos, que Bourne siga caminando por ahí como alma en pena, creyéndose un trozo de mazapán torturado. 



Leer más...

Don Erre que erre

🌟🌟🌟

La rocambolesca aventura de Don Erre que erre es de todos los cinéfilos conocida: Rodrigo Quesada, que es un abuelete obsesionado con las normativas y los reglamentos, acude al banco para cobrar 257 pesetas que le deben unos clientes. Pero justo en el momento de echar la zarpa a los dineros, que ya están depositados en la ventanilla, aparecen unos atracadores que los requisan para sumarlos a la saca general. El Banco Universal, que así se llama la ficticia entidad, cree haber cumplido con su deber de pagador, pero el señor Rodrigo, que es un Quijote de las causas perdidas, emprenderá una causa legal, y periodística, contra los molinos que en este caso no son gigantes carnívoros, sino tiburones de las finanzas que solventan sus problemas mientras van de cacería y reparten las perdices abatidas. Muy franquista todo, de españolada de los años setenta, si no fuera porque los banqueros de ahora son los hijísimos y los nietísimos de los mismos árboles genealógicos.



    El director de la película es José Luis Sáenz de Heredia, el hagiógrafo entusiasta de Franco, ese hombre, y en los calendarios del atrezo reza el año 1970. No hay confusión posible respecto al contexto ideológico de la película. Ya estaban permitidas las suecas en bikini, los tipos que arrimaban cebolleta, las madres solteras que no eran apedreadas por sus vecinas. Pero una cosa era la liberación de las costumbres, que era un viento difícil de esquivar, y otra, muy diferente, permitir la crítica directa contra los prebostes del régimen. Y aquí, en Don Erre que erre, durante una hora inicial que parece una película de Ken Loach, un españolito de a pie decide cargar contra los banqueros que financian los planes del franquismo, verdaderos malos malísimos de la función. Adónde vamos a llegar, piensa uno en su sofá, que no recordaba esta carga de profundidad, esta desatención mayúscula de los censores de la época. Hasta que llega, claro está, la explicación que todo lo justifica: el Banco Universal no tiene su dirección general en España, sino en París, la capital de Gabacholandia. Tierra de impíos, y de revolucionarios, que un día se atrevieron a invadir nuestro suelo para vejar a las Vírgenes y reírse del Santísimo. Y escaldados que salieron, gracias a Curro Jiménez, y a la oración incesante de nuestros sacerdotes. La cruzada legalista de don Rodrigo Quesada tenía, finalmente, un objetivo ultrapirenaico. Quién había dudado de la integridad moral de nuestros financieros. Quién había alimentado tamaña infamia, tamaña osadía. Viva Franco, mientras viva, y arriba España. 



Leer más...