Hermanos de sangre

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En el primer episodio de Hermanos de sangre, antes de que se inicie la acción bélica sobre Normandía, salen los soldados reales que saltaron en paracaídas o se batieron en las playas. Son octogenarios todavía muy lúcidos que cuentan la batallita de cómo fueron reclutados por el tío Sam allá en sus granjas de maíz, o en sus barrios periféricos de la ciudad. Ellos no dudaron ni un segundo en alistarse cuando les advirtieron que su país, su democracia, corría serio peligro. Dicen que fue tal el fervor patriótico, el ardor guerrero, que algunos muchachos se suicidaron al ser rechazados por el ejército, avergonzados de tener una miopía, un pie plano, un cerebro disfuncional, y quedar impedidos para combatir junto a sus camaradas en las selvas del Pacífico, o en los bosques europeos.

    La intención de Hermanos de sangre es, obviamente, que nos estremezcamos de simpatía por estos abueletes del sonotone. Que aplaudamos su arrojo, que admiremos su valor, que nos pongamos en su lugar si algún día los marroquíes invadieran Algeciras, o los norcoreanos bombardeasen Albacete, y tuviéramos que responder a la llamada rojiguáldica de nuestra bandera... ¿Nos invadiría el mismo afán, el mismo calor que hierve la sangre? Yo, en mi caso, que vivo despatriado de la tierra, alérgico al himno nacional, inmune a la arenga y a la soflama, lo dudo mucho. O eso, o que quizá soy un cobarde que racionaliza su postura. A saber... 

    Aunque los veteranos de la Easy Company se han convertido en unos ancianos entrañables y venerables, y uno, acojonadito en el sofá, no tiene más remedio que envidiar su valor en la batalla, y su destreza en el combate,  a mí estos yayos de la II Guerra Mundial me dan un poco de yuyu. Quien coge el fusil alegremente para ir a la guerra sin sopesar los riesgos vitales, sin cagarse por la pata abajo, sin cuestionarse seriamente si la guerra es justa o necesaria, es, pienso yo, alguien capaz de hacer cualquier cosa, lo mejor y lo peor. Un héroe benefactor, o un matarife sin entrañas. Según el talante, o las circunstancias.



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Black Mirror: The Waldo Moment

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Antes de que se estrenara la tercera temporada de Black Mirror -de la que todavía no tengo visionado ni criterio-, The Waldo Moment era el episodio peor valorado por los seguidores del serial. Sobre la aventura electoral del dibujo animado existía un consenso del cual yo también era partícipe y abajofirmante. Había algo que no encajaba, que se salía del molde perturbador de las otras historias. Hoy que he vuelto a reencontrarme con el osito Waldo, y con su José Luis Moreno en las sombras, he creído comprender las razones del experimento fallido. The Waldo Moment es el único episodio que no va más allá de nuestro tiempo. El único que no es futurista ni distópico, porque su denuncia ya está aquí, instalada entre nosotros, y ya no produce miedo ni inquietud. Aunque sí algo de tristeza.

    El mensaje de Charlie Brooker viene a ser algo así como: "Llegará un día en que el votante será tan superficial, tan ignorante, tan desapegado de los temas que le conciernen, que preferirá votar a un dibujo animado que sólo dice tonterías, y que se saca la pirula, antes que confiar en un político razonable que hable sobre tasas de impuestos, o sobre degradación medioambiental". Pero ese día ya esta aquí. Ya estaba aquí hace tres años, cuando Waldo dio el salto a la pantalla. Ya no tenemos que prevenirnos, ni que prepararnos, para la advertencia sociológica de Charlie Brooker. Waldo no es el asteroide que chocará, ni la máquina que desobedecerá, ni el virus que nos barrerá. Ya vivimos inmersos en esta pelea, en esta desesperación. El votante ya no sabe lo que vota, y se deja seducir por cualquier chiquilicuatre que se cuela en Eurovisión. Los referéndums de este mismo año, en nuestra patria, y en patrias ajenas, son la prueba fehaciente de que Waldo, y los otros Waldos, ya triunfan en las elecciones soltando paridas y proponiendo gilipolleces. Y sacándose la minga de vez en cuando... Viva la democracia. La famosa sentencia de Winston Churchill cada vez tiene menos validez. 



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El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante

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La teoría cinematográfica de Ignatius Farray asegura que una película es buena si cuenta lo mismo que promete en el título, y una mierda si sale por peteneras y se embarca en narraciones divergentes. Según este criterio, Asalto al tren del dinero es una obra maestra porque se centra en el robo de un tren que lleva dinero, mientras que Alguien voló sobre el nido del cuco es un excremento porque en el manicomio de Jack Nicholson nadie volaba sobre el nido de ningún pájaro. Parece una tontería, la ocurrencia de Farray, pero no es más aleatoria, ni más injustificada, que las columnas de algunos críticos muy afamados, que también escriben silogismos muy extraños, querencias y extravíos que de poco nos sirven, y de poco nos guían.


    Siguiendo al maestro Ignatius, El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante debería ser una película cojonuda, canónica, pues ofrece justamente lo que promete: un cocinero que trajina en las entrañas del restaurante, un ladrón que es el dueño vociferante del negocio, una mujer que no aguanta sus peroratas de macho con metralletas, y un amante de la señora que espera su oportunidad desnudico en los retretes. Cuatro personajes que pululan por el teatral escenario acechándose, abroncándose con las palabras, amenazándose con terribles venganzas de sanguinolencias y canibalismos. Y sin embargo, para quien esto escribe, que no conoce más teoría del cine que sus bostezos de gañán, o sus entusiasmos infantiles, El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante es una película insufrible, indigerible: la "experiencia Greenaway", que me ha quitado las ganas de insistir en este director tan peculiar y extravagante. Porque tengo que confesar -oh, sí- que mi famélica, ridícula, vergonzosa cinefilia, nunca se había cruzado hasta hoy con el artista galés, y mira que llevaba tiempo con la curiosidad, y con la intención, desde los tiempos de Carlos Pumares en Polvo de Estrellas, cuando llamaban los oyentes que habían visto una de sus películas y flipaban en colores, y caminaban desorientados, y pedían consejo al bueno de don Carlos, que tampoco sabía muy bien qué responderles. Cosa que no me extraña, visto lo visto.


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Black Mirror: White Bear

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El sufrimiento ajeno fue durante siglos el gran espectáculo de las clases populares. Y de las otras también, claro. Hasta que los hermanos Lumière no filmaron sus películas, los británicos no inventaron el fútbol y los italianos no nos trajeron Tele 5, la gente se aburría mucho cuando llegaba el fin de semana. Para tenerlos contentos, y no darles tiempo a pensar en revoluciones, los garantes del orden social les ofrecían todo tipo de torturas y sacrificios. Los habitantes de Judea, por ejemplo, eran muy fieles al espectáculo de ladrones crucificados y mujeres lapidadas. En la antigua Roma, los circos explotaban de regocijo con los cristianos comidos por los leones, y los esclavos convertidos en gladiadores. Aquí mismo, en los reinos de Castilla, raro era el domingo o la fiesta de guardar en que los inquisidores no servían un auto de fe de primer plato, y un churrasco de pecador como acompañamiento con proteíanas. Eran tiempos de barbarie, si... Ahora la pena de muerte -cuando la hay- se ejecuta en la más estricta intimidad de los familiares, y la tortura ha pasado a ser una práctica de intramuros, muy poco edificante. Los sociópatas tienen que conformarse con verla en las películas, o hacer oposiciones para entrar en la policía o en el ejército, y esperar a escondidas su propia oportunidad.

    En Black Mirror: White Bear, Charlie Brooker ha imaginado otro mundo futurista en lo tecnológico, pero medieval en usos y costumbres. Si en lo económico estamos regresando al vasallaje y a los siervos de la gleba, no hay motivo para pensar que en otros aspectos vayamos a sufrir un retroceso similar. De todos modos, en el mundo distópico de White Bear algo hemos avanzado. Aquí la tortura física del delincuente sigue estando muy mal vista, pero la psicológica es otro cantar, y sirve para hacer negocio en programas de televisión de máxima audiencia, y en atracciones de circo que reúnen a toda la familia. No hay límites para la humillación, para la vergüenza, para el puteo, para la tortura neurológica, mientras el reo se conserve físicamente intacto. Todo un detalle, y todo un síntoma de urbanidad, como cantaba Serrat. Los padres filman con sus móviles, los niños aplauden divertidos, y el empresario se llena los bolsillos con neosestercios y neodoblones.





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The Duke of Burgundy

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De amantes que se alejan del mundanal ruido, se construyen su propio búnker, y se entregan fogosamente hasta que el cuerpo aguante -o hasta que el espíritu desfallezca- está la historia del cine llena. Misántropos vocacionales, o transitorios, que ya no conciben más compañía que su pareja, y quedan ciegos a lo que no sea su cuerpo, y sordos a lo que no sean sus palabras. Algunos de estos enajenados se van literalmente al quinto pino a vivir su arrebato, como Supermán y Lois Lane en la Fortaleza de la Soledad, o Jeremiah Johnson y su mujer india en las Montañas Rocosas.  Otros, como John Wayne y Maureen O´Hara en El hombre tranquilo, construyen su cabaña a la distancia justa de la civilización: ni muy lejos, para bajar a comprar pan los domingos, ni muy cerca, para que no se escuchen los homéricos orgasmos que rasgan la paz de los praderíos. Otros, como Antoine y Mathilde en El marido de la peluquera, instalan su castillo de amor en medio del pueblo, y atienden su negocio con una sonrisa de cordialidad, pero en realidad sólo fingen un interés educado. Ellos nunca ven la hora de despedir al último cliente, echar el cierre, apagar las luces y quedarse a solas entre los afeites y las colonias.


    En The Duke of Burgundy, Cynthia y Evelyn son dos mujeres que viven su loca entrega en una mansión victoriana, en una época indefinida. Y en una película muy rara, que a veces induce al sueño mortal y otras veces regala momentos de absoluta belleza.  
   
    Durante el día, porque de algo hay que comer, las dos amantes transitan por el mundo disfrazadas de entomólogas, y acuden a conferencias y a simposios, y allí disertan sobre las diferencias morfológicas entre la mariposa de tal y la mariposa de cual. Pero luego, por la noche, despojadas de sus disfraces y revestidas para el amor con ropajes muy sexys, -y hasta muy dominátricos- su único interés científico y romántico es la mujer que susurra, que besa, que se desahoga al otro lado de la almohada. El vínculo que une a estas dos damiselas es un juego muy extraño, difícil de desentrañar para el mirón no iniciado en el misterio. Una fantasía erótica a medio camino entre la dominación y la sumisión, entre la realidad y el teatro. Allá cada cual, con sus placeres.



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Están vivos

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En la Guía ideológica para pervertidos, Slavoj Zizek, nuestro filósofo de guardia, presentaba Ellos viven como una obra maestra del cine rojo americano, tan escaso por aquellas latitudes. Una película que el mismísimo Lenin -de haber llegado hasta nuestros días- habría disfrutado en su dacha con las pantuflas puestas, y con un bol de palomitas recién traídas del koljós. 

    Ellos viven es, en efecto, una película muy revolucionaria, de mensaje que arenga a las masas y pone en la picota a los explotadores. Una película protagonizada por un obrero de la construcción que vive a una sola chispa de lanzarse contra las tropas del Zar, o contra la policía de Los Ángeles, que vienen a ser los mismo maderos. Nuesro héroe es un proletario muy similar a los que Marx y Engels eligieron para darle vuelta a la historia, aunque éste de la película lleve tejanos, y el pelo largo, y se parezca más a un anglosajón de Wisconsin que a un ruso de Leningrado.


    En la distopía de Ellos viven, la raza humana vive engañada por la publicidad, y por los medios de comunicación. Detrás de cada artículo de prensa, de cada show en la televisión, de cada anuncio estampado en las revistas, vive escondido un mensaje subliminal que pretende adocenarnos: compra, trabaja, desea, no pienses... Alguno dirá: menudo descubrimiento el de John Carpenter, y menudo vocero, el bloguero éste, que lo repite como si acabara de caerse de un guindo. Vaya par de iluminados, y de mentecatos. Pero tate, queridos lectores, porque aquí, en Ellos viven, la gran novedad es que el mensaje encriptado no hay que deducirlo, ni que repensarlo. Basta con ponerse unas gafas de sol muy especiales para pasear la mirada por el mundo y descubrir, literalmente, los textos y las imágenes que subyacen a lo que vemos. Los extraterrestres que gobiernan esta ficción son más efectivos que cualquier aparato de propaganda: ellos no pagan a un ejército de articulistas, ni de tertulianos, ni de políticos encorbatados. Ellos conciben sus doctrinas mondas y lirondas, y luego lanzan unas ondas electromagnéticas al espacio para que el cerebro humano traduzca directamente al idioma de los esclavos. Muy sofisticado, o muy básico, según se mire.




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Un niño grande


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Los adultos que han olvidado su niñez suelen tratar a los niños con aires de superioridad. Se creen capacitados para darles lecciones sobre esto y sobre lo otro. Pero su único mérito es haber vivido más tiempo. Nada más. Y eso ni siquiera eso es un mérito: sólo hay que levantarse por las mañanas y dejarse llevar, día tras día, hasta acumular calendarios en el trastero. La mayoría de los adultos, si no tienen hijos, si no tienen empleos relacionados con la niñez, pierden la perspectiva de la infancia, y se tragan por entero la ilusión de ser especímenes superiores y distinguidos.

    Todo esto es muy falso, y muy nocivo. Un malentendido cultural. El adulto solo es un niño que ha aprendido a disimular sus tonterías con mayor o menor habilidad. Un chaval con pelos, nada más, al que un mal día se le desbordaron las hormonas, y se le descorchó el cuerpo, y terminado el colegio y los juegos infantiles fue arrojado al mundo de las grandes responsabilidades. El adulto que da el pego de la madurez sólo es un actor consumado. Nada más. De Big -que ya se ha convertido en un clásico de nuestras videotecas- aprendimos que un niño de trece años, transformado en adulto de la noche a la mañana, puede encontrar trabajo y amante en Nueva York sin que nadie se cosque del malentendido.


    Sí queridos amigos, y queridas amigas: todos somos un poco como Hugh Grant en Un niño grande. Al igual que él, hombres y mujeres nos entregamos al juego de la sofisticación, del pensamiento elaborado. Del Monopoly de las haciendas verdaderas. Pero en el fondo nadie ha salido del patio del colegio donde jugábamos el partido de fútbol, o saltábamos a la comba, o nos reíamos de la estupidez del sexo contrario. O cambiábamos cromos como ahora intercambiamos contratos o dineros. Para darse cuenta de esto hay que tener un hijo, o trabajar con niños, o encontrar un chaval por la calle como éste de la película, tan lúcido y clarividente que mete miedo, el jodío.



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El novato

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El libro que cambió mi perspectiva de la función paterna es El mito de la educación, de Judith Rich Harris. Judith es una psicóloga americana que ingresó muy tarde en los círculos más respetables, y eso le dio gran libertad para seguir caminos no trillados, pistas que otros psicólogos más acomodados hubieran desechado por heterodoxas. 

La teoría de Judith Harris -que yo acepté nada más leerla porque encajaba perfectamente en mis propias intuiciones- es que los padres influimos muy poco, o casi nada, en la personalidad de nuestros hijos. Que ésta viene dada en un cincuenta por ciento por los genes, y que la otra mitad se moldea entre el grupo de iguales, allá en el colegio, en el parque del barrio, en el campo de fútbol. El ambiente influye, sí, pero sólo en el entorno de amigos y compañeros. Lo que los padres decimos, aconsejamos, exhortamos, les entra por un oído y les sale por el otro. Básicamente. La teoría es antiintuitiva, difícil de masticar, y yo mismo la traiciono en alguno de mis comportamientos. Pero creo, sinceramente, que esto es lo que hay.

    Algo deben de saber también, o de sospechar, los responsables de la película El novato. El director y sus guionistas nos cuentan las andanzas de Benoît, un muchacho de provincias que aterriza en un instituto parisino donde el patio ya tiene asignados sus roles y sus grupos. Sólo en la primera escena conocemos a los padres de Benoît, que conversan con él plácidamente a la hora del desayuno. A partir de ahí, el chaval está solo en su lucha por ganarse un lugar en el ecosistema. 

    En el clásico recorrido del novato pardillo, Benoît se juntará con la pandilla más gamberra, se enamorará de la chica más solicitada, y se aliará finalmente con el lumpen más marginal del sociograma. El novato es una película de chicos y chicas que se cruzan y se acechan. Que se respetan o se persiguen. Ni siquiera los profesores tienen un papel dramático en la película: simplemente están ahí, al fondo de las aulas, al final de los pasillos, asistiendo en silencio a la soterrada refriega por hacerse un buen nombre y ganarse un espacio. No hay adultos que valgan en estos arreglos. Uno está solo, combate con sus propias armas, y del éxito o del fracaso en estas misiones dependerá que la vida, poco a poco, nos vaya colocando en nuestro sitio.



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El hombre elefante

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Todos los animales que he tenido se murieron con una dignidad ejemplar. Heridos de muerte por la enfermedad, o por la vejez que tocaba a su fin, se retiraron a su cunita, o a su rincón en el sofá, y allí suspiraron por última vez sin que nadie les oyera. Todos se fueron sin molestar. En vida fueron alegres, cariñosos, amigos gamberros que jamás se separaron en los juegos o en los paseos. Pero llegado el momento del adiós, prefirieron ahorrarse las miradas a los ojos, o los quejidos lastimeros. El mal trago de las despedidas. Aprovecharon una ausencia, una película, una modorra en la siesta, para irse como llegaron: un buen día, sin avisar.

    Así es como muere también John Merrick en El hombre elefante. Arropado en su cama, dormido como un bebé, ahogado por el peso de su propia deformidad. Sin dar noticia de sus intenciones a quienes le cuidaban y sostenían. Al igual que los animalicos que yo tuve, Merrick no quiso darse el pisto de las grandes palabras, ni de las barrocas despedidas. Reconciliado con el mundo, sintió que por fin había encontrado la paz, y que con esa paz quería poner punto fina. Él, que tanto había sufrido. 

    En el más allá del más acá sólo le quedaban un puñado de días buenos: lo demás iba a ser dolor, decadencia, más deformidad todavía, y no quiso pasar el trance de morir gemido a gemido, ni que aquellos a los que tanto quería lo pasaran con él. Merrick también era un animal desvalido, uno que de joven vivió enjaulado, humillado, expuesto a la curiosidad de las gentes, como un cachorro en el escaparate de la tienda. Una criatura de Dios al que un buen día rescató el doctor Treves para hacer de él un objeto de estudio, y más tarde un ser humano con dignidad. En el iTunes, mientras escribo, suena el adagio para cuerdas de Samuel Barber, y yo no soy capaz de contener la pequeña lágrima que resbala por la mejilla. Otra vez. 


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Rabbit Hole (Los secretos del corazón)

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Nadie ha fingido la muerte de un hijo con el talento de Naomi Watts en 21 gramos, la película de González Iñárritu. Cuando aquella mujer recibía la terrible noticia y se le transfiguraba la cara, uno, de pronto, ya no estaba viendo una película, sino mirando por una ventana, y el sofá ya no era el sofá, sino el asiento incómodo de una sala de espera. Y el espectador ya no era tal, sino un hombre que recordaba que seguramente no hay dolor más insoportable en el sinsentido de vivir, mientras esa mujer, a dos pasos de distancia, se moría de llantos, y se retorcía de estupor.

    Como ese momento actoral -actrizal- es insuperable, y ya se ha quedado grabado a fuego en la memoria, John Cameron Mitchell, el responsable de Rabbit Hole, ha decidido que su película empiece ocho meses después del fatal accidente, y que su pareja de padres consternados no tenga que competir con Naomi Watts en escenas de sufrimiento inconcebible. Y podrían, supongo, porque Nicole Kidman y Aaron Eckhart son dos actores consumados, de amplios registros y honduras profesionales. Pero es que, además, la película tampoco lo necesita. A Rabbit Hole le interesan sus personajes en fases más avanzadas del duelo, entre la tercera y la quinta, según los manuales que uno consulte. El matrimonio Kidman/Eckhart ya ha superado el estado de shock, y la fase de protesta y culpabilización. Ahora transitan un territorio indefinido, de límites difusos, que alterna días sin esperanza con otros en los que palpita el impulso de pasar página y empezar una nueva vida. 

    El problema es que él va muchos pasos por delante, y ella varios pasos por detrás, y en esa descoordinación la cuerda se estira y se tensa. Ellos no tienen la suerte de la fe religiosa, que en estos casos supone un gran alivio para las mentes más simples, con sus cuentos de niños convertidos en ángeles del Señor. Kidman y Eckhart sólo tienen esta vida para agarrarse y no caer despeñados. O muchas vidas, según la teoría de los universos paralelos, que están interconectados por madrigueras de conejos...





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Política, manual de instrucciones

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Les sigo. Les voto. Les promociono entre las amistades. A veces mantengo duelos a capa y espada por defender su reputación. Soy su paladín en este villorrio perdido entre los viñedos. Les leo en la prensa, les sigo en internet, compro incluso alguno de sus libros. Escucho sus tertulias en el ipod cuando salgo a caminar por los montes. Les quiero. Son buena gente, políticos honrados, ciudadanos comprometidos. Tipos muy capaces, y mujeres muy inteligentes. Tienen sus cosas, sus tonterías, sus análisis fallidos. A veces sus pies no pisan el suelo, enajenados por el orgullo, o por la vida universitaria, tan distinta al pan nuestro de cada día. Pero todo esto es peccata minuta. Los podemitas son mi gente. Les esperé durante años de votos erráticos, de incursiones fallidas por los garitos de izquierda. Nadie me representaba. Aunque caigan chuzos de punta les voy a seguir votando y alentando. Seguiré defendiendo el Paso Honroso con mi lanza y con mi yelmo. 

    Pero lo voy hacer, ya, sin esperanza. He perdido la fe. Sigo creyendo en las personas, pero no en el proyecto. No existe la crisis. Nunca existió. Hubo un temblor, un titubeo, un momento de duda general. Pero nada más. La masa de votantes famélicos que les iban a llevar en volandas se diluyó por el camino, antes de las elecciones decisivas. Las clases pobres no votan, y las clases medias siguen llenando los hoteles cuando llegan los fines de semana, o los puentes vacacionales. La economía emerge, o se sumerge, pero no deja de fluir, como un Guadiana que nunca se seca, y  siempre llena los bolsillos. Lo dicen nuestros mayores: no existe verdadera necesidad. Y sin verdadera necesidad no se producen las revoluciones, ni los vuelcos electorales. La gente se acomoda, se achanta, se deja engañar por los medios de des-información. Y se pega un tiro en el pie. Y vota al PP, o a Ciudadanos, o a los fachas que vendrán, y luego se va de camping, o a la playa, y se mea de la risa.




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Política, manual de instrucciones (y 2)

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Política, manual de instrucciones es el documental que Fernando León de Aranoa rodó en las entrañas de Podemos durante dos años, con permiso de sus responsables para entrar en los contubernios donde se redactan los argumentarios. En las reuniones ultrasecretas donde Pablo Iglesias e Íñigo Errejón repasan lo que dirán antes de salir al mitin, a la entrevista, al plató de televisión, para ganar votantes o no perder demasiados, según vengan las noticias del día.

    Ahora que he perdido la fe, y que vuelvo a ser un rojo escaldado, un izquierdista relegado al gallinero del Parlamento, veo a los podemitas entusiasmarse en sus primeros logros, cuando hicieron historia con su Blitzkrieg en las encuestas, o cuando conquistaron las alcaldías más simbólicas del país, y me entra como una pena en el alma, como un desconsuelo en las tripas que durante dos años creyeron a pies juntillas, y rezaron las oraciones, y se vieron más pronto que tarde en la Tierra Prometida de una España diferente.

    Hay un momento, en el documental, en el que Carolina Bescansa repasa junto a su colaborador la encuesta del día, y exclama, con una sonrisa de oreja a oreja: "De seguir así les vamos a dar una paliza que los vamos a machacar" En fin... Sólo han pasado unos meses desde aquellos tiempos tan felices, y Política, manual de instrucciones ya parece un documental en blanco y negro que narrara el auge y caída de León Trotski, de Largo Caballero, de Rosa Luxemburgo. De los hermanos Graco, incluso, que fueron dos tribunos de la plebe que se excedieron mucho en sus prerrogativas, y a los que el Senado de Roma tuvo que poner un fin sangriento para que la chusma no se entusiasmara, y no se subiera a la parra. 

    De los hermanos Graco a Podemos nada ha cambiado. Está la cosa muy mal -como decía Chiquito de la Calzada- si hay que urdir tanto entre bambalinas, como hacen los podemitas en este documental. Deberían de bastar unas líneas, unos mensajes claros, para que cualquier usuario de los servicios públicos los votara al instante, sin tanta estrategia comunicativa, ni tanta germanía demoscópica,  ni tanta hostia bañada en vinagre.  Pero la plebe es estúpida, vaga, conformista. La plebe está alienada, adocenada, secuestrada por los telediarios del mediodía. En la plebe no se puede confiar, y sin la plebe no se pueden ganar las elecciones. Y en esa dicotomía, en ese fango irresoluble, Podemos tuvo que bajarse del carro y ensuciarse las manos para seguir caminando. Y encima pa' ná. Es el destino fatal de cualquier izquierda respetable.





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Black Mirror: Ahora mismo vuelvo

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En los tiempos antiguos -que van desde la costilla de Adán hasta la invención de las redes sociales- uno se moría y luego quedaba muy poca cosa a la que agarrarse. Quedaban los retratos encima de la tele y el recuerdo más o menos amable en los seres queridos. El legado de un árbol que se plantó, o de un libro que se escribió. Un cuerpo comido por los gusanos o unas cenizas que el viento se llevó. Con estos retales, los hombres del pasado no podían hacer mucho para resucitar a sus seres queridos. Confiar en la alquimia de la materia orgánica, los más brujos. O hablar con los espíritus, los más confiados en el más allá. Aguardar que Jesús pasara por allí como un día pasó por Betania y revivió a su amigo Lázaro, los más creyentes. Pero de Jesús, desde que ascendiera al Reino de los Cielos, los cristianos no han vuelto a tener mucha noticia, y todos los muertos que vinieron después siguen esperando turno en la cola de los milagros.


   En el futuro de Black Mirror: Ahora mismo vuelvo no se promete la resurrección de la carne, ni el aterrizaje del alma, pero sí algo muy parecido. Un premio de consolación para familiares desconsolados. Hoy en día, cuando te mueres, queda por ahí, flotando en la nube, tu experiencia digital: quedan las fotos, los vídeos, la voz grabada, los recibos de la compra. Las tonterías –muchas- y sensateces –pocas- que se escribieron buscando pareja, debatiendo sobre política, abriendo el alma a las gentes del ancho mundo. La información es terabítica y complejísima. Pero Charlie Brooker, el genio en la sombra de Black Mirror, sabe que sólo es cuestión de tiempo que un software informático pueda procesarla y devolverla en forma de espíritu retornado. Recrear fielmente  a la persona que saluda, que habla, que responde con coherencia y parece realmente un regresado de la última frontera. Y si además, para rematar la faena, introducimos esa personalidad en un muñeco biológico que es la réplica exacta de su cuerpo y de sus facciones, ya tenemos de vuelta al marido que se estampó con la furgoneta cuando comenzaba el episodio de Black Mirror

    Pero ojo, que la tecnología está en sus balbuceos, y los muertos regresan sin ser ellos del todo, como muertos amnésicos, muy poco entrenados en el revivir. El muerto no estaba muerto del todo, sino que estaba de parranda, como decía la canción, y ha regresado como perjudicado, o medio lelo. 




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True Grit (Valor de ley)

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La madurez es una cualidad del espíritu que viene otorgada por los genes.  Y lo demás son paparruchas. A quien Dios se la dé -la madurez- que San Pedro se la bendiga. Y a quien no, ajo y agua. No hay más. La madurez no se gana, no se alcanza, no se trabaja en el esfuerzo cotidiano de vivir. La mayoría pasamos por la vida sin que la madurez nos impregne, o nos eleve. Nos salen canas, nos surcan arrugas, se nos agrava la voz, pero la responsable de esto es la oxidación celular. Son signos de que pasan los años, pero no de que fructifiquen las edades. Eso que comúnmente llamamos madurez sólo es cálculo, artimaña de animal herido. Mansedumbre y estrategia. Conductas aprendidas que nos ayudan a sobrevivir, pero no impulsos naturales que obedezcan a un buen entender de las cosas, a una posición serena y decidida ante la adversidad. La madurez que exhibimos en el otoño de la edad sólo es cosmética y fingimiento. Por dentro seguimos siendo los mismos impulsivos de siempre, los mismos estúpidos, los mismos cobardes.

    Soy educador. Soy entrenador de fútbol. Tengo contacto frecuente con muchachos y muchachas, y más de una vez he encontrado a personajes tan sorprendentes como el de Mattie Ross en True Grit, esa chavala de ideas preclaras, de valores férreos, de intrepidez desarmante. Una mocosa que es capaz de desmontar los razonamientos varoniles, machorriles, de cualquier veterano del Far West. Yo he conocido jóvenes que demostraron más aplomo, más sabiduría, más perspectiva que uno mismo cuando venían mal dadas, y cuando se suponía que uno estaba allí para tutorar, o para conducir. Chavales y chavalas con el don de la frialdad, y del análisis certero. No es por aquí, señor, es por allá, y lecciones así. A su lado yo me sentía tuerto del ojo, como Jeff Bridges en True Grit, y corto de lengua, como el personaje de Matt Damon. Tan humillado, pero tan deslumbrado, que aprendí lecciones fundamentales sobre lo relativo de la edad, y sobre la confusión general que reina en estos asuntos. 

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Rams (El valle de los carneros)

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Que los dos primeros hermanos que existieron sobre la faz de la Tierra, Caín y Abel, se llevaran literalmente a matar, fue el primer aviso de que compartir muchos genes, y vivir bajo el mismo techo, no eran bendiciones que garantizasen una estrecha y fructífera relación. Hay hermanos que se llevan muy bien, hermanos que se llevan muy mal, y otros que simplemente se toleran y se cruzan por la vida con indiferencia. La lotería genética hace que cada uno sea como es, y que cada loco vaya con su tema, como cantaba Serrat. Hay relaciones fraternas para todos los gustos, en la viña del Señor.


    Uno siempre pensó en los islandeses como gentes superiores, civilizadas de verdad, que resolvían sus conflictos en las asambleas junto al fuego, o junto a la calefacción centralizada, mientras afuera nevaba y caía la noche con prontitud. Entre estos tipos pluscuamperfectos que han construido el paraíso de la felicidad, uno no esperaba que de repente, en esta película insospechada, aparecieran dos hermanos llamados Cainsson y Abelsson que retomaran el trágico acontecer de sus antepasados mesopotámicos. En Islandia no hay maldición bíblica que justifique las locuras, ni sol abrasador que confunda los raciocinios. Pero se ve que en cuestiones de lindes, y de posesiones agropecuarias, cuecen habas en todos los sitios, y en todas las latitudes. Y en todas las épocas. Ni siquiera los escandinavos modernos están libres del instinto neolítico de la posesión. Y de la envidia. Y cuando hay un rebaño de carneros en juego ya no conocen ni a su padre. Ni a su hermano. Que los dioses nos asistan. 

    El litigio que enfrenta a estos dos hermanos en El valle de los carneros bien podría ser un asunto mediterráneo, meseteño, con sus escopetas de por medio y sus maldiciones tremebundas. Solo que en esta película nieva, y hace mucho frío, y el paisaje está descarnado de árboles y habitantes. Y que en Islandia, además, no se estila mucho la boina. 


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Captain Fantastic

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Sacar a los hijos del sistema escolar y educarlos con criterios propios sobre lo que es válido y superfluo, nutritivo y desechable, es un acto de valentía que aquí, en nuestro país, además de no tener encaje legal, tiene muy mala prensa. La mayoría de las veces, cuando leemos estos casos en los periódicos, encontramos a fundamentalistas religiosos que no quieren que sus hijos escuchen las prédicas del laicismo, ni las intoxicaciones del socialismo. Uno, que simpatiza con la idea del homeschooling pero nunca tuvo tiempo ni agallas para lanzarse a semejante aventura, admira el gesto desafiante de estos iluminados, y sus férreas convicciones, pero al mismo tiempo tiembla al pensar qué escucharán esos chavales en los sermones del hogar. Ellos serán el ejército oscuro que mi hijo habrá de combatir en los años venideros, en las barricadas simbólicas, o en las de verdad, vaya usted a saber.


    En otros países, sin embargo, la práctica del homeschooling también es frecuente en las gentes de bien y provecho. Allí hay nostálgicos del librepensamiento que acomodan a sus retoños, arrancan la furgoneta y ponen una distancia de seguridad con el mundo decadente y contaminado que nos toca vivir. Captain Fantastic cuenta las andanzas de una familia numerosa que vive en las Montañas Rocosas, lejos de la civilización, guiados por un padre que es al mismo tiempo instructor de caza, profesor de literatura y wikipedia andante en un mundo que no conoce la conexión a internet. En esa República Independiente de su Casa no se reconoce más autoridad moral que la de Noam Chomsky, del que incluso se celebra el cumpleaños en cuchipanda familiar. Y tal devoción, para este humilde admirador de don Noam, es un acto conmovedor y emocionante. 

    Y así predispuesto, casi con lágrimas en los ojos, soy capaz de ir perdonando uno por uno todos los pecadillos de la película, porque Captain Fantastic es tramposa, esquemática, de trazo grueso y concesiones lacrimales. Pero también atesora momentos de gran verdad: hay conductas ejemplares, discursos certeros, éticas personales que resisten como rocas a los contratiempos.  Hay reflexiones muy valiosas sobre donde termina uno y dónde empieza la sociedad, y viceversa. Captain Fantastic tiene demasiada enjundia para emitir un informe negativo.

Ben: Cuando tengas sexo con una mujer, sé amable y escúchala. Trátala con respeto y dignidad aunque no la ames.
Bo: Ok
Ben: Di siempre la verdad. Toma siempre el camino correcto
Bo: Lo sé.
Ben: Vive cada día como si fuera el último. Absórbelo. Sé atrevido, sé audaz, pero saboréalo. Esto va muy rápido.
Bo: Lo sé.
Ben: Y no te mueras.
Bo: No lo haré.



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Black Mirror: 15 millones de méritos (y 2)


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La otra lectura terrible de 15 millones de méritos es que las personas que luchan por cambiar el sistema terminan siendo fagocitadas por el mismo, y convertidas, a su pesar, en otra distracción para las masas. En hologramas que animan el pedaleo, o entretienen las noches de cansancio. Esto ya lo intuíamos desde que el Che Guevara fuera inscrito en las camisetas, y convertido en icono pop. Comprado por los mismos que decimos admirarlo y tenerle presente en nuestras rojas oraciones. Ahora que llueven ladrones de punta en nuestro país, y que necesitamos sabios que agiten nuestras conciencias, el sistema ha vuelto a reaccionar con contundencia. Los podemitas a los que yo tanto quiero -y a los que tanto critico también- han hecho el viaje completo entre el auge y la caída. Ellos se dieron a conocer en los medios de comunicación, y saltaron a nuestras vidas para hacernos ciudadanos responsables. Y finalmente, cuando pasaron de ser una curiosidad zoológica a un peligro mayúsculo, los mismos intereses que los promocionaron los reabsorbieron, y los reclamaron como suyos, y los encerraron de nuevo en el televisor para animar los magacines matinales, y las tertulias nocturnas, poniéndolos en igualdad moral con esos indeseables que desean lo peor para usted y para mí. El debate político se ha convertido en un circo, en un espectáculo. Un teatrillo de guiñoles que se olvida nada más irse uno a la cama.

    Las personas de mi generación recordarán que al principio de Supermán, allá en el planeta Krypton, la pena impuesta al general Zod y sus compinches por el delito de rebeldía no es la muerte, ni la cárcel, ni el destierro a otro planeta. Simplemente se les encierra en un cuadrado bidimensional que flota por el espacio para que ya no se oigan sus gritos, ni se escuchen sus advertencias.



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Black Mirror: 15 millones de méritos

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En la distopía de Black Mirror: 15 millones de méritos, las clases obreras sólo tienen dos destinos en la vida: pedalear continuamente sobre bicicletas estáticas para producir la electricidad que mueve el mundo, o aparecer en las pantallas que entretienen a esos mismos pedaleantes, cantando, bailando o protagonizando shows televisivos de lo cutre. En los pabellones donde viven los artistas, los alimentos son naturales, las habitaciones más espaciosas, y los paisajes tras las ventanas verdaderos bosques y montañas. Previo pago de quince millones de créditos, que son muchos meses de esfuerzo sobre el sillín, quienes desean escapar del sudor y alcanzar esa vida más digna se presentan al casting de Hot Shot para ser evaluados por un tribunal tan exigente como recoñón, en una parodia de Operación Triunfo que casi no necesita caricatura, ni exageración.

    Parece una distopía terrible, ésta que propone Black Mirror en su segunda entrega, pero en realidad el asunto nos resulta terriblemente familiar. No hay mucha diferencia entre levantarse a las seis de la mañana para servir desayunos o limpiar los retretes (que es el quehacer cotidiano de nuestras clases humildes) o cabalgar en esas bicicletas generatrices como hacen los infortunados del futuro. En un mundo como el nuestro, que ha convertido la educación en una broma de mal gusto, y le ha quitado cualquier propósito de realización personal, o de mérito para ascender en el escalafón, nuestros vecinos también viven esclavizados por sus trabajos, y embrutecidos por su des-formación. Cuando a las diez de la noche se derrumban ante la tele para soñar, la única alternativa que encuentran es el éxito instantáneo, la fama vacía. Ya no hay caminos intermedios ni honorables. El todo o la nada. El ganador o el perdedor. O entretener a los galeotes, o remar junto a ellos. Los americanos han ganado la guerra, y su Black Mirror -ésste muy real y cercano- da mucho más miedo que el británico de la ficción.




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La fiesta de las salchichas

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Yo en realidad quería hablar de La vida moderna, que es el programa de radio que tanto me hace reír en las caminatas. Broncano, Quequé y Farray son tres señores que practican un humor mordaz y gamberril que saca lo peor que llevo dentro. Lo más incorrecto e inconfesable. Yo les escucho en el podcast mientras camino por los montes, o mientras hago las faenas del hogar, y menos mal que no hay nadie en los caminos, ni nadie en los pasillos, para no hacer el ridículo mientras me brota la carcajada, o lloro incluso de la risa.  Yo quería hablar de estos tres cómicos impagables, pero los escritos de este blog se ciñen estrictamente al mundo del cine, y de este trío calavera solo Ignatius Farray ha hecho sus pinitos en la farándula de las series televisivas, o de la filmografía nacional.

    Así que he tenido que buscarme otra excusa para confesar que dentro de mí, tan tonto y tan simple como el primer día, sigue viviendo el adolescente que yo fui. En mi camino hacia la ancianidad no he perdido las personalidades que otros sacrifican o metamorfosean. A mí todos los inquilinos se me quedan dentro, de gorrones o de caridad, cada uno con su gusto y con su idiosincrasia, y de vez en cuando tengo que darles cancha para que no se pongan tontos, y no monten un motín el día menos pensado. Es por eso que a veces, para darle satisfacción a mi chico del acné, veo películas como La fiesta de las salchichas, que podría parecer una película porno por el título, o una película infantil por los dibujos animados, y que en realidad no es ni una cosa ni la otra.  Igual que los juguetes de Toy Story cobraban vida en la habitación de Andy cuando éste dormía o partía para el colegio, los alimentos de esta gamberrada también tienen sus conversaciones, sus dilemas, sus deseos sexuales incluso, cuando las estanterías permanecen cerradas al público.

    En la sección de productos no-dietéticos comparten balda las salchichas y los panecillos -que en este caso son panecillas- y tan estrecha convivencia solivianta las pasiones, y enciende los fogones, y las salchichas ya sólo quieren adentrarse en la panecilla, y las panecillas ser completadas en su interior esponjoso... Sí, queridos lectores: es muy burdo, pero muy eficaz. Mi adolescente, al menos, se ha reído como un tonto del haba. Y además esto es sólo el comienzo de la película. Aquí cada alimento tiene su filia, su perversión, su amor secreto, y al final, los Almacenes Shopwell se revelan como una Sodoma y Gomorra de los tiempos modernos. Un laberinto de pasiones como el de Pedro Almodóvar que sirve para entretener la espera hasta que llegan las siete de la mañana, y el encargado abre la puerta, y los dioses del Más Allá entran con sus carromatos para elegir los mejores alimentos, y conducirlos al Valhalla de la eternidad...



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Black Mirror: Tu historia completa

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Los personajes de Tu historia completa -que caminan sólo dos pasos por delante de nuestra realidad- llevan una memoria externa implantada tras la oreja. Una cápsula conectada al cerebro donde queda registrado todo lo que ven, y todo lo que escuchan. Con un mando a distancia que los usuarios llevan en el bolsillo, las grabaciones se pueden ver en la propia retina, a modo de sesión particular, o pueden proyectarse en una pantalla para enseñar el vídeo de las últimas vacaciones, o mostrar cómo pusimos al jefe en su sitio con una respuesta cortante. Los personajes de Black Mirror, que son usuarios avanzados del dispositivo, ya casi no ven la televisión, ni el YouTube: se acomodan en los sofás, buscan un bonito acontecimiento de sus vidas, sentimental o pornográfico, y se zambullen en la recreación fidedigna de sus experiencias, protagonistas absolutos de sus dramas y comedias.

    La memoria de las neuronas es muy poco fiable cuando los sucesos se alejan en el tiempo. Los sentimientos interfieren en los recuerdos como hacían los historiadores con los hechos antiguos, que los reacomodaban al antojo del vencedor de la batalla, o del gobernante de turno, y distorsionaban genealogías, o suprimían enemigos, o creaban nuevos sucesos que jamás existieron. La biología  de la memoria es frágil y maleable, y por eso, en el futuro tecnológico de Black Mirror, ya nadie pierde el tiempo discutiendo si aquello sucedió de tal modo, o si tú me llamaste no sé qué,  o si tú me dijiste no sé cuantos. Los litigantes desenfundan sus mandos a distancia, buscan el momento exacto en el disco duro de los recuerdos, y uno de ellos, como en los duelos del Oeste, permanece de pie mientras el otro muerde el polvo, traspasado por una bala.

    La memoria externa, como juez que intermedia en las discusiones de pareja, no tiene precio. Lo que antes duraba horas y horas de reproches, ahora se dilucida en un santiamén, y el tiempo ganado puede aprovecharse para seguir construyendo el amor, o para cultivar champiñones en la terraza. Pero ay, de la memoria inmaculada, si cae en las manos de un marido celoso como el protagonista de Tu historia completa, que se pasa las horas muertas dándole al wind, y al rewind, y al zoom que amplía los detalles, para buscar el desliz verbal, el  gesto delator, la mirada impertinente, en esa esposa ya acojonada que lleva tiempo contándole medias verdades, y medias mentiras...



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El pequeño Quinquin



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A los que somos muy de ciudad y nunca tuvimos una casa en el pueblo, ni un contacto frecuente con el agro, el personaje chanante de El Gañán -que luego conocimos como Marcial Ruiz Escribano- fue durante largo tiempo nuestro corresponsal más fiable en los territorios desconocidos. Un poco como ahora Pedro Lucha, el amigo radiofónico de David Broncano, que cada semana envía a la radio una crónica descojonada de la vida en la Sierra del Segura, entre olivos y gorrinos. De Marcial Ruiz Escribano, que era un Séneca de alta sabiduría y de recio castellano, aprendimos muchas cosas sobre la sociología profunda de los pueblos. Los usos y costumbres que han resistido dos mil años cualquier intento de romanización. Entre otras cosas que hay un tonto supino en cada villorrio de nuestra geografíco: un pobre infeliz que no se mete con nadie pero es el hazmerreír de los más listos y resabiados. Esto ya lo sabíamos desde Amanece que no es poco, donde el tonto incluso se presentaba a las elecciones municipales para ser reelegido en el cargo, pero el amigo Marcial lo recordaba todo con una claridad meridiana, muy ilustrativa para los urbanitas estudiosos del tema.

    Sin embargo, en este pueblo del norte de Francia donde transcurre la acción de El pequeño Quinquin, los tontos no son una singularidad, sino una mayoría casi absoluta, como en el Congreso de Nuestros Diputados. Todos sus habitantes parecen traspasados por un pasmo, raptados por una ausencia, sin que quede claro si esto es debido a una tara genética de la endogamia, o a una contaminación ambiental de los mil búnkeres que allí construyeron los alemanes. Esta serie venía muy recomendada por los críticos que han visto en ella el humor que otros, quizá menos perspicaces, quizá más descolocados con esta inversión numérica, no hemos conseguido apreciar. Los decepcionados con El pequeño Quinquin hemos pasado por la idiosincrasia de puntillas y nos hemos quedado embobados con ese paisaje bellísimo a orillas del Atlántico, que ya forma parte de los destinos predilectos del transitar por las pantallas. 



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Jóvenes prodigiosos

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Cuando el cine posa su mirada sobre el drama de escribir, casi siempre se fija en los escritores bloqueados ante el folio en blanco, que son, con diferencia, los seres más trágicos de su especie. El cursor, que parpadea en el desierto de las arenas blancas, es la pesadilla de cualquiera que haya querido juntar dos líneas para desahogar un pensamiento, o explicar sus conclusiones ante un profesor. 

    Sin embargo, sobre los escritores hiperactivos que rellenan folios y folios sin terminar nunca la tarea, el cine ha sido menos pródigo en acercamientos. Jack Torrance escribió cien mil veces "Sin trabajo y sin cerveza Homer pierde la cabeza" allá en el Hotel Overlook, enloquecido por los espíritus, y Michael Douglas, en su desventura de  Jóvenes Prodigiosos, camina por el folio dos mil y pico sin llegar a ninguna conclusión sobre su novela interminable. Lo suyo no es una cuestión de posesión demoníaca, sino la maldición de la segunda novela, que es la que pone a prueba el talento de un escritor. Alguien dijo una vez que cualquiera puede escribir un gran relato. Uno. Todos tenemos una historia insólita que contar, y hasta la vida más gris y aburrida, si se da con el tono apropiado, si se encuentran las herramientas adecuadas, puede desembocar en una obra maestra de la literatura. Nadie llevó una vida más rutinaria que Fernando Pessoa en Lisboa, y de los pensamientos que extraía caminando de casa al trabajo, y del trabajo a casa, escribió el Libro del Desasosiego. Pero, ay, la segunda novela... O ay, del blog interminable de los logorreicos en internet... Ahí el escritor mediocre patina sin remedio, y sin los asideros autobiográficos de los comienzos, uno ya no sabe a qué ficción agarrarse, y sobreviene la duda y la autoflagelación. Y la escritura eterna e improductiva.

    Y más si uno, como el personaje de Michael Douglas, conoce a otro escritor, joven y prodigioso, que se saca las ficciones como quien se suena los mocos, o se sacude la caspa, con la facilidad insultante de los genios. Entonces Michael Douglas se abandona a la desesperación, y deja de afeitarse, y se pone las ropas confundidas, y hasta sufre ausencias que son como escapatorias de la mala escritura, y ya sólo el batacazo total podrá sacarle de esa pesadilla donde se hunde entre la palabrería hasta quedar enterrado.



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Black Mirror: El himno nacional

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Black Mirror es una serie aterradora sobre el futuro tecnológico que nos aguarda, y sobre el futuro sociológico que nos espera. Aunque cada episodio cuenta una historia diferente, existe un argumento común que los enlaza: que la tecnología avanza a pasos agigantados mientras nosotros, los homo sapiens que la creamos, y la consumimos, casi no hemos evolucionado desde los tiempos de las cavernas. La biología camina a paso de tortuga mientras los bytes y los píxeles se multiplican como bacterias. Los humanos somos monos que juegan con cacharros muy sofisticados. Entre el antropoide que lanzaba el hueso al aire en 2001, y el hombre que cuatro millones de años después dormitaba en la nave espacial, sólo hay un 1% de genes que marcan una diferencia exigua y muy poco esclarecedora. Casi todos hemos pensado alguna vez: ¿qué haría un troglodita si aterrizara de sopetón en nuestra época, con las televisiones, los teléfonos móviles, las redes sociales? ¿Qué pensaría, cómo reaccionaría, qué cosas asumiría como verosímiles y cuáles atribuiría al sueño, a la pesadilla, a la brujería de su chamán? Y no caemos en la cuenta de que nosotros mismos somos trogloditas ofuscados, superados por las implicaciones éticas de lo que vemos y lo que inventamos. Unos cavernícolas que ahora cazan la carne en el supermercado, y que se visten con ropas del Alcampo o de El Corte Inglés según las economías.

    Lo que viene a decir el primer episodio de Black Mirror, El himno nacional, es que la gente, cuando enciende la televisión, consume lo que le echen. Como los cerdos. Como esa cerda que el Primer Ministro británico tendrá que tirarse ante las cámaras si quiere evitar la muerte de la princesa Susannah, que ha sido secuestrada por un bromista conceptual de altos vuelos. Charlie Brooker, que es el guionista e ideólogo de la chanza macabra, quiere recordarnos que el morbo es más poderoso que la ética. La curiosidad más fuerte que la decencia. Que el homo britanicus, como cualquier otro primo de su especie, no va a apartar la mirada cuando el Primer Ministro comparezca sollozando ante la cámara, desnudo de cintura para abajo, con el miembro retraído ante el esfuerzo zoofílico que exigen las circunstancias. "Es historia", dicen algunos; "Todo el mundo hablará de ello", dicen otros; "Que se joda", argumentan los de más allá. Y así, con parecidas razones, todos los monos racionalizan su fascinación mientras gruñen de asco sin parpadear. 





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Alta fidelidad

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En los tiempos analógicos, cuando uno sentía el amor a flor de piel, pero también la vergüenza de confesarlo, se puso muy de moda, para los tímidos de la pradera, para los románticos de la causa perdida, presentar las credenciales en forma de cinta de casete. "Te presto esta cinta para que la escuches. Son cuatro tonterías que me gustan. Ya me dirás qué te parece...", y uno, en aquella carcasa de plástico, simulando un acto trivial e inocente, entregaba su corazón abierto en una urna, para que la buena doctora supiera leer los sentimientos que allí sangraban y palpitaban.


  En aquellas casetes que comprábamos de TDK o de BASF para que el amor no sonara distorsionado, y no se perdieran los matices del arrobamiento, uno, que dejaba las cintas Continente para sus músicas particulares, grababa canciones que venían a expresar lo mismo que uno sentía, pero con palabras mejor escogidas, sin lenguas que se trabaran, con músicas molonas que atrapasen la atención. A fin de cuentas para eso se inventaron hace siglos los juglares y los poetas. Para explicarnos refinadamente. Uno se tomaba un respiro en la tarde de estudio, se sentaba frente al equipo de música con doble pletina, y pasaba horas escudriñándose a sí mismo en las letras del pop o del rock, buscando una descripción acertada, a ser posible que le dejara a uno en buen lugar, rellenito de virtudes. Uno dudaba, borraba, regrababa.., y al final, con las dos caras de treinta minutos apuradas casi hasta el final, el resultado jamás era satisfactorio del todo. Había tanto donde elegir, y eran tan confusos los propios sentimientos...


    Así es como anda, aunque ya treintañero talludito, el personaje de John Cusack en Alta fidelidad, que es una película de este siglo pero muy ochentera en realidad. Repantigado en el sofá, Cusack elige cinco canciones para el fracaso amoroso, cinco canciones para el amor correspondido y cinco canciones para confesarse ya del todo ante su amor de madurez. Siempre hay cinco canciones que nos ahorran el esfuerzo de un desahogo. La redacción farragosa de nuestra tribulación. Cinco canciones para describir el estado de ánimo de turno. Tengo que buscar, cuando termine este artículo, cinco canciones que describan esta sensación mortificante de sentirme un completo gilipollas, que me dura ya demasiado tiempo. Un fucking asshole, concretamente, como el bueno de Cusack en la película.


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Moon

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La clonación tampoco le va a poner remedio a nuestra maldita mortalidad. No de momento. Que se lo digan a este pobre minero solitario de Moon, que una mala tarde de trabajo, en el almacén secreto de la base lunar, descubre que hay cientos de Sam Bells esperando turno para cuando muera en un accidente laboral, o en un fallo orgánico causado por la baja gravedad. Sus clones le aguardan como vainas de La invasión de los ladrones de cuerpos... Lejos de sentir el gozo de la inmortalidad, al verse centuplicado y hasta miltiplicado, nuestro amigo Sam se siente más sólo que nunca, porque sabe que con su muerte se irá EL, y quien vivirá será EL OTRO, aunque éste le usurpe el aspecto, la voz, los recuerdos implantados por la empresa.

    La clonación todavía es un arte en pañales, que tardará siglos o milenios en solucionarnos la papeleta. De qué nos va a servir fotocopiarnos el cuerpo, duplicarnos el ADN, si nuestra personalidad y nuestros recuerdos se van a perder en la primera muerte como lágrimas en la lluvia. Hasta que no se invente la manera de guardar todo esto en un disco duro, y de verterlo en el nuevo cerebro como si aquí no hubiera pasado nada -una extraña resaca, o un sueño confuso- vamos a tener que seguir muriéndonos y extinguiéndonos como todo hijo de vecino, desde que el mundo es mundo. El polvo al polvo, y las memorias a la nada. 
Mientras tanto seguiremos teniendo hijos, y plantando árboles, y escribiendo libros, si queremos no morirnos del todo al morir. Remedios de abuela, parches del gran mal. Zarandajas del autoconsuelo. Como la religión, o como el eterno retorno de Nietzsche, que tiene más visos de probabilidad, pero que exige el paso por un Big Crunch en el que naceremos saliendo de la tumba, o rehaciéndonos de nuestras propias cenizas esparcidas por el mar. Un yo inverso, de sentido contrario, un oy, que empezará a ver Moon por el final de la película y luego apagará la tele al encenderla.





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Michael Moore in TrumpLand

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TrumpLand es Wilmington, Ohio, un villorrio de diez mil habitantes donde Donald Trump, en las primarias de su partido, cuadruplicó el número de votos que obtuvo Hillary Clinton. Wilmington es territorio comanche para Michael Moore, que es el azote de los conservadores, el paladín del socialismo en Estados Unidos. Pero nuestro gordo tiene un par de cojones, y una gorra de béisbol que le concede un valor temerario, y para su nuevo discurso se ha traído los bártulos al teatro principal de la ciudad, donde se enfrentará cara a cara con los votantes del empresario extemporáneo. Como si el Gran Wyoming se presentara en el centro cívico de La Moraleja para mantener un cara a cara con los peperos que lo tienen por un terrorista bolivariano. Afortunadamente para Michael Moore, ningún gordito socialista fue herido por arma de fuego en el rodaje de este documental. Que no era descartable, en semejante ecosistema.
 
    La misión de Michael Moore, por supuesto, a pocas semanas de las elecciones presidenciales, es convencer a los votantes de Donald Trump de que se lo piensen dos veces, antes de liarla. Moore entiende su frustración de clase media venida a menos. Su enfado contra el sistema económico que se ha llevado las fábricas y los empleos a otro lugar. Él mismo procede de Flint, Michigan, antiguo paraíso de los obreros del automóvil que ahora es una distopía de industrias vacías y casas destartaladas. Los páramos de Robocop. Michael Moore les grita que de acuerdo, que muy bien, que den rienda suelta a su indignación, pero que de ahí, a votar a un botarate como Trump, media un abismo de responsabilidad. Porque además, Hillary Clinton, lejos de ser la mujer guatemala frente al hombre guatepeor, todavía puede darnos una sorpresa agradable. Quién sabe.
 
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The Girlfriend Experience (serie TV)

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Para quien no lo conozca todavía, Max, mi antropoide, es un simpático mono que vive realquilado en mis entrañas. Él nunca ha conocido la vida en libertad, y todo lo que sabe del mundo lo ha visto a través de mis ojos. Durante el día se entretiene con su neumático, y con su caja de plátanos, allá en las cavernas de mis digestiones. Pero luego, por la noche, Max sube a mi azotea para ver juntos la película del día. Max suele aburrirse con mis ficciones, que están un peldaño por encima de su escalón evolutivo, y protesta por lo bajini, y bosteza con su bocaza de mico. A él le gusta el trazo grueso, la simpleza adolescente. El desnudo de una bella señorita, si hay un poco de suerte con el guión. Y es por eso que a veces, conmovido por su soledad, yo le concedo pequeños caprichos para tenerlo feliz, y ponemos en el vídeo cosas como Supersalidos, o una película de los hermanos Farrelly, o un sainete de Pajares y Esteso con destapes ochenteros de mucho reírse, que nos reconcilian para una larga temporada.

    Max se las prometía muy felices con The Girlfriend Experience, que es una serie de alto voltaje sexual inspirada en la película que dirigiera Steven Soderbergh, y que protagonizara, casi todo el rato vestida, porque buscaba un cambio de registro, y un reconocimiento profesional, Sasha Grey, la porno star más famosa de nuestros ordenadores. En la serie ya no es Sasha la que proporciona este servicio de alto standing que incluye conversación intelectual, cena con champán y polvos apolíneos en apartamentos muy modernos con vistas al skyline. Ahora la protagonista es Riley Keough, la nieta del mismísimo Elvis Presley, que es una chica guapísima que en los reclamos publicitarios aparecía más desnuda que vestida, de tal modo que Max ya estaba que se subía por las paredes gastrointestinales, y daba pequeños gritos de pre-excitado horas antes del estreno.

    En The Girlfriend Experience hay mucho sexo, sí, pero no es del que caldea las habitaciones, ni deforma los pantalones, para desilusión mayúscula de Max. Lo que acontece en esas camas de altos vueltas es una transacción económica muy educada y también muy gélida. Los hombres se afanan, sudan, tratan de amortizar los mil dólares que han pagado por cada hora de compañía, pero la señorita Christine, que es una profesional como la copa de un pino, presta su cuerpo y jalea las intentonas, mientras repasa mentalmen te las lecciones de su carrera de Derecho, que ahora tiene algo abandonadas. The Girlfriend Experience es una serie de diálogo escaso, de ambientes desangelados, de planos abiertos donde los personajes van y vienen como criaturas en un zoo de cristal. El trato es exquisito porque aquí todo el mundo es universitario como poco, y hay mucha tolerancia y mucha sofisticación en los ambientes. Pero aquí cada uno va a lo suyo. Soledades que se cruzan y se descruzan. Una serie de poso amargo que yo he disfrutado como ser humano algo misántropo, mientras que Max, aburrido como un simio defraudado, se quedaba dormidito en mi regazo. 




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Vértigo

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El otro día, en la radio, para conmemorar una efeméride cinéfila de don Alfredo, preguntaban a los oyentes por su película preferida de Alfred Hitchcock. Las mujeres, como tenían opiniones diversas, unas decían que tal y otras que cual, en alegre y fructífero disentir. Pero los hombres, como puestos de acuerdo antes de comparecer, como un ejército disciplinado que desfilara coordinado ante el micrófono, respondían invariablemente que Vértigo. El locutor, sorprendido ante la unánime opinión, inquiría a los oyentes por sus razones concretas, pero nadie acertaba a explicarse del todo: "Simplemente me gusta", o "Es enigmática", o "No sabría decirlo". El programa terminó sin respuestas, pero había dejado claro que la película menos hitchcockniana de don Alfredo prevalece sobre todas las demás a este lado masculino del Misisipi.

    Después de tanto crimen, de tanto suspense, de tanta muerte en los talones y tanto pajarraco apostado en las alturas, el legado que don Alfredo dejó a las generaciones futuras es el arquetipo universal del hombre enamorado de una mujer rubia. El personaje de James Stewart, que persigue a su amada por las calles de San Francisco como el propio Hitchcock perseguía a sus actrices con el dolor presentido del rechazo, es el trasunto de todos nosotros, los espectadores que nos ponemos en su piel y entendemos perfectamente su pasmo, su idiotez, su cara de gilipollas en la contemplación arrobada de Kim Novak. Desde que el primer troglodita cayera fulminado ante la visión de una cromañón rubia que recogía agua en la fuente, o despellejaba el conejo recién cazado en el bosque, los hombres de cualquier época y de cualquier cultura hemos sufrido parecidos vértigos de enamoramiento y obsesión. Y mucho más aquí, en las proximidades del Mediterráneo, donde hasta hace poco aparecía una sueca despistada, o una americana aventurera, y se declaraban tres días de fiesta oficial en el pueblo, y tañían las campanas, y reventaban los cohetes en el cielo. 

James Stewart, en Vértigo, sólo es la versión estilizada, anglosajona, de metro noventa y pico y ojos azules, de aquel Alfredo Landa que se llevaba sofocones de deseo en nuestras playas del desarrollismo.


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El olivo

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Las mujeres que entran en este blog -la mayoría de ellas por casualidad, o por curiosidad malsana- no dejan ningún comentario porque son muy educadas, o porque la indignación enreda sus dedos, pero yo sé que salen decepcionadas al ver que aquí se habla mucho de directores y muy poco de directoras. Y tienen razón, mis visitantas. El cine dirigido por mujeres, que ya es escaso en las pantallas, es todavía más escaso en estos escritos míos, que encuentran mayor complacencia en las películas donde un hombre se pone tras la cámara. Yo, lo confieso, me siento más cómodo con la visión masculina de la realidad, quizá porque soy hombre y padezco las mismas miopías oculares y las mismas estrecheces mentales. No soy yo, que diría Homer Simpson, sino el metabolismo de mi testosterona.

    Una de ellas es Sofía Coppola, la hija de don Francisco, que tiene una extraña habilidad para mezclar el clasicismo de su padre con el rollo acelerado de la modernidad. La otra, que es producto nacional, autora de grandes películas en el pasado, es Icíar Bollaín, una mujer tan inteligente y chisposa que da gusto escucharla o leerla cuando le hacen una entrevista. Cuando Icíar habla sobre cine, o cuando diserta sobre la vida, uno siente que esta mujer tiene las cosas muy claras, y muy correctas, y experimenta una envidia malsana por Paul Laverty, su compañero sentimental, que es un rojo peligroso que se ganaba la vida escribiendo guiones para Ken Loach, y que ahora también los escribe para la madre de sus retoños.

   Laverty es un tipo inteligente que ha comprendido que la guerra está perdida; que la izquierda ha sido derrotada en las decisiones importantes y que a los bolcheviques ya sólo nos queda la satisfacción de ganar alguna batalla simbólica, alguna reyerta sin importancia, como ésta que nos cuentan en El olivo, que casi no es victoria ni es ná. Un consuelo para tres pobres desgraciados, como mucho. Lo que no acabo de entender es que este matrimonio tan preclaro y combativo, que debería firmar obras maestras del cine protestante, se haya conformado con una película tan bienintencionada como blandengue. El olivo es ñoña, obvia, de una poesía muy cursi y desgastada. Un simbolismo ecologista de tercer curso de Primaria. Muy poca cosa, viniendo de quien venía.



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