Están vivos

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En la Guía ideológica para pervertidos, Slavoj Zizek, nuestro filósofo de guardia, presentaba Ellos viven como una obra maestra del cine rojo americano, tan escaso por aquellas latitudes. Una película que el mismísimo Lenin -de haber llegado hasta nuestros días- habría disfrutado en su dacha con las pantuflas puestas, y con un bol de palomitas recién traídas del koljós. 

    Ellos viven es, en efecto, una película muy revolucionaria, de mensaje que arenga a las masas y pone en la picota a los explotadores. Una película protagonizada por un obrero de la construcción que vive a una sola chispa de lanzarse contra las tropas del Zar, o contra la policía de Los Ángeles, que vienen a ser los mismo maderos. Nuesro héroe es un proletario muy similar a los que Marx y Engels eligieron para darle vuelta a la historia, aunque éste de la película lleve tejanos, y el pelo largo, y se parezca más a un anglosajón de Wisconsin que a un ruso de Leningrado.


    En la distopía de Ellos viven, la raza humana vive engañada por la publicidad, y por los medios de comunicación. Detrás de cada artículo de prensa, de cada show en la televisión, de cada anuncio estampado en las revistas, vive escondido un mensaje subliminal que pretende adocenarnos: compra, trabaja, desea, no pienses... Alguno dirá: menudo descubrimiento el de John Carpenter, y menudo vocero, el bloguero éste, que lo repite como si acabara de caerse de un guindo. Vaya par de iluminados, y de mentecatos. Pero tate, queridos lectores, porque aquí, en Ellos viven, la gran novedad es que el mensaje encriptado no hay que deducirlo, ni que repensarlo. Basta con ponerse unas gafas de sol muy especiales para pasear la mirada por el mundo y descubrir, literalmente, los textos y las imágenes que subyacen a lo que vemos. Los extraterrestres que gobiernan esta ficción son más efectivos que cualquier aparato de propaganda: ellos no pagan a un ejército de articulistas, ni de tertulianos, ni de políticos encorbatados. Ellos conciben sus doctrinas mondas y lirondas, y luego lanzan unas ondas electromagnéticas al espacio para que el cerebro humano traduzca directamente al idioma de los esclavos. Muy sofisticado, o muy básico, según se mire.




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Un niño grande


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Los adultos que han olvidado su niñez suelen tratar a los niños con aires de superioridad. Se creen capacitados para darles lecciones sobre esto y sobre lo otro. Pero su único mérito es haber vivido más tiempo. Nada más. Y eso ni siquiera eso es un mérito: sólo hay que levantarse por las mañanas y dejarse llevar, día tras día, hasta acumular calendarios en el trastero. La mayoría de los adultos, si no tienen hijos, si no tienen empleos relacionados con la niñez, pierden la perspectiva de la infancia, y se tragan por entero la ilusión de ser especímenes superiores y distinguidos.

    Todo esto es muy falso, y muy nocivo. Un malentendido cultural. El adulto solo es un niño que ha aprendido a disimular sus tonterías con mayor o menor habilidad. Un chaval con pelos, nada más, al que un mal día se le desbordaron las hormonas, y se le descorchó el cuerpo, y terminado el colegio y los juegos infantiles fue arrojado al mundo de las grandes responsabilidades. El adulto que da el pego de la madurez sólo es un actor consumado. Nada más. De Big -que ya se ha convertido en un clásico de nuestras videotecas- aprendimos que un niño de trece años, transformado en adulto de la noche a la mañana, puede encontrar trabajo y amante en Nueva York sin que nadie se cosque del malentendido.


    Sí queridos amigos, y queridas amigas: todos somos un poco como Hugh Grant en Un niño grande. Al igual que él, hombres y mujeres nos entregamos al juego de la sofisticación, del pensamiento elaborado. Del Monopoly de las haciendas verdaderas. Pero en el fondo nadie ha salido del patio del colegio donde jugábamos el partido de fútbol, o saltábamos a la comba, o nos reíamos de la estupidez del sexo contrario. O cambiábamos cromos como ahora intercambiamos contratos o dineros. Para darse cuenta de esto hay que tener un hijo, o trabajar con niños, o encontrar un chaval por la calle como éste de la película, tan lúcido y clarividente que mete miedo, el jodío.



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El novato

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El libro que cambió mi perspectiva de la función paterna es El mito de la educación, de Judith Rich Harris. Judith es una psicóloga americana que ingresó muy tarde en los círculos más respetables, y eso le dio gran libertad para seguir caminos no trillados, pistas que otros psicólogos más acomodados hubieran desechado por heterodoxas. 

La teoría de Judith Harris -que yo acepté nada más leerla porque encajaba perfectamente en mis propias intuiciones- es que los padres influimos muy poco, o casi nada, en la personalidad de nuestros hijos. Que ésta viene dada en un cincuenta por ciento por los genes, y que la otra mitad se moldea entre el grupo de iguales, allá en el colegio, en el parque del barrio, en el campo de fútbol. El ambiente influye, sí, pero sólo en el entorno de amigos y compañeros. Lo que los padres decimos, aconsejamos, exhortamos, les entra por un oído y les sale por el otro. Básicamente. La teoría es antiintuitiva, difícil de masticar, y yo mismo la traiciono en alguno de mis comportamientos. Pero creo, sinceramente, que esto es lo que hay.

    Algo deben de saber también, o de sospechar, los responsables de la película El novato. El director y sus guionistas nos cuentan las andanzas de Benoît, un muchacho de provincias que aterriza en un instituto parisino donde el patio ya tiene asignados sus roles y sus grupos. Sólo en la primera escena conocemos a los padres de Benoît, que conversan con él plácidamente a la hora del desayuno. A partir de ahí, el chaval está solo en su lucha por ganarse un lugar en el ecosistema. 

    En el clásico recorrido del novato pardillo, Benoît se juntará con la pandilla más gamberra, se enamorará de la chica más solicitada, y se aliará finalmente con el lumpen más marginal del sociograma. El novato es una película de chicos y chicas que se cruzan y se acechan. Que se respetan o se persiguen. Ni siquiera los profesores tienen un papel dramático en la película: simplemente están ahí, al fondo de las aulas, al final de los pasillos, asistiendo en silencio a la soterrada refriega por hacerse un buen nombre y ganarse un espacio. No hay adultos que valgan en estos arreglos. Uno está solo, combate con sus propias armas, y del éxito o del fracaso en estas misiones dependerá que la vida, poco a poco, nos vaya colocando en nuestro sitio.



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El hombre elefante

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Todos los animales que he tenido se murieron con una dignidad ejemplar. Heridos de muerte por la enfermedad, o por la vejez que tocaba a su fin, se retiraron a su cunita, o a su rincón en el sofá, y allí suspiraron por última vez sin que nadie les oyera. Todos se fueron sin molestar. En vida fueron alegres, cariñosos, amigos gamberros que jamás se separaron en los juegos o en los paseos. Pero llegado el momento del adiós, prefirieron ahorrarse las miradas a los ojos, o los quejidos lastimeros. El mal trago de las despedidas. Aprovecharon una ausencia, una película, una modorra en la siesta, para irse como llegaron: un buen día, sin avisar.

    Así es como muere también John Merrick en El hombre elefante. Arropado en su cama, dormido como un bebé, ahogado por el peso de su propia deformidad. Sin dar noticia de sus intenciones a quienes le cuidaban y sostenían. Al igual que los animalicos que yo tuve, Merrick no quiso darse el pisto de las grandes palabras, ni de las barrocas despedidas. Reconciliado con el mundo, sintió que por fin había encontrado la paz, y que con esa paz quería poner punto fina. Él, que tanto había sufrido. 

    En el más allá del más acá sólo le quedaban un puñado de días buenos: lo demás iba a ser dolor, decadencia, más deformidad todavía, y no quiso pasar el trance de morir gemido a gemido, ni que aquellos a los que tanto quería lo pasaran con él. Merrick también era un animal desvalido, uno que de joven vivió enjaulado, humillado, expuesto a la curiosidad de las gentes, como un cachorro en el escaparate de la tienda. Una criatura de Dios al que un buen día rescató el doctor Treves para hacer de él un objeto de estudio, y más tarde un ser humano con dignidad. En el iTunes, mientras escribo, suena el adagio para cuerdas de Samuel Barber, y yo no soy capaz de contener la pequeña lágrima que resbala por la mejilla. Otra vez. 


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Rabbit Hole (Los secretos del corazón)

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Nadie ha fingido la muerte de un hijo con el talento de Naomi Watts en 21 gramos, la película de González Iñárritu. Cuando aquella mujer recibía la terrible noticia y se le transfiguraba la cara, uno, de pronto, ya no estaba viendo una película, sino mirando por una ventana, y el sofá ya no era el sofá, sino el asiento incómodo de una sala de espera. Y el espectador ya no era tal, sino un hombre que recordaba que seguramente no hay dolor más insoportable en el sinsentido de vivir, mientras esa mujer, a dos pasos de distancia, se moría de llantos, y se retorcía de estupor.

    Como ese momento actoral -actrizal- es insuperable, y ya se ha quedado grabado a fuego en la memoria, John Cameron Mitchell, el responsable de Rabbit Hole, ha decidido que su película empiece ocho meses después del fatal accidente, y que su pareja de padres consternados no tenga que competir con Naomi Watts en escenas de sufrimiento inconcebible. Y podrían, supongo, porque Nicole Kidman y Aaron Eckhart son dos actores consumados, de amplios registros y honduras profesionales. Pero es que, además, la película tampoco lo necesita. A Rabbit Hole le interesan sus personajes en fases más avanzadas del duelo, entre la tercera y la quinta, según los manuales que uno consulte. El matrimonio Kidman/Eckhart ya ha superado el estado de shock, y la fase de protesta y culpabilización. Ahora transitan un territorio indefinido, de límites difusos, que alterna días sin esperanza con otros en los que palpita el impulso de pasar página y empezar una nueva vida. 

    El problema es que él va muchos pasos por delante, y ella varios pasos por detrás, y en esa descoordinación la cuerda se estira y se tensa. Ellos no tienen la suerte de la fe religiosa, que en estos casos supone un gran alivio para las mentes más simples, con sus cuentos de niños convertidos en ángeles del Señor. Kidman y Eckhart sólo tienen esta vida para agarrarse y no caer despeñados. O muchas vidas, según la teoría de los universos paralelos, que están interconectados por madrigueras de conejos...





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Política, manual de instrucciones

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Les sigo. Les voto. Les promociono entre las amistades. A veces mantengo duelos a capa y espada por defender su reputación. Soy su paladín en este villorrio perdido entre los viñedos. Les leo en la prensa, les sigo en internet, compro incluso alguno de sus libros. Escucho sus tertulias en el ipod cuando salgo a caminar por los montes. Les quiero. Son buena gente, políticos honrados, ciudadanos comprometidos. Tipos muy capaces, y mujeres muy inteligentes. Tienen sus cosas, sus tonterías, sus análisis fallidos. A veces sus pies no pisan el suelo, enajenados por el orgullo, o por la vida universitaria, tan distinta al pan nuestro de cada día. Pero todo esto es peccata minuta. Los podemitas son mi gente. Les esperé durante años de votos erráticos, de incursiones fallidas por los garitos de izquierda. Nadie me representaba. Aunque caigan chuzos de punta les voy a seguir votando y alentando. Seguiré defendiendo el Paso Honroso con mi lanza y con mi yelmo. 

    Pero lo voy hacer, ya, sin esperanza. He perdido la fe. Sigo creyendo en las personas, pero no en el proyecto. No existe la crisis. Nunca existió. Hubo un temblor, un titubeo, un momento de duda general. Pero nada más. La masa de votantes famélicos que les iban a llevar en volandas se diluyó por el camino, antes de las elecciones decisivas. Las clases pobres no votan, y las clases medias siguen llenando los hoteles cuando llegan los fines de semana, o los puentes vacacionales. La economía emerge, o se sumerge, pero no deja de fluir, como un Guadiana que nunca se seca, y  siempre llena los bolsillos. Lo dicen nuestros mayores: no existe verdadera necesidad. Y sin verdadera necesidad no se producen las revoluciones, ni los vuelcos electorales. La gente se acomoda, se achanta, se deja engañar por los medios de des-información. Y se pega un tiro en el pie. Y vota al PP, o a Ciudadanos, o a los fachas que vendrán, y luego se va de camping, o a la playa, y se mea de la risa.




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Política, manual de instrucciones (y 2)

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Política, manual de instrucciones es el documental que Fernando León de Aranoa rodó en las entrañas de Podemos durante dos años, con permiso de sus responsables para entrar en los contubernios donde se redactan los argumentarios. En las reuniones ultrasecretas donde Pablo Iglesias e Íñigo Errejón repasan lo que dirán antes de salir al mitin, a la entrevista, al plató de televisión, para ganar votantes o no perder demasiados, según vengan las noticias del día.

    Ahora que he perdido la fe, y que vuelvo a ser un rojo escaldado, un izquierdista relegado al gallinero del Parlamento, veo a los podemitas entusiasmarse en sus primeros logros, cuando hicieron historia con su Blitzkrieg en las encuestas, o cuando conquistaron las alcaldías más simbólicas del país, y me entra como una pena en el alma, como un desconsuelo en las tripas que durante dos años creyeron a pies juntillas, y rezaron las oraciones, y se vieron más pronto que tarde en la Tierra Prometida de una España diferente.

    Hay un momento, en el documental, en el que Carolina Bescansa repasa junto a su colaborador la encuesta del día, y exclama, con una sonrisa de oreja a oreja: "De seguir así les vamos a dar una paliza que los vamos a machacar" En fin... Sólo han pasado unos meses desde aquellos tiempos tan felices, y Política, manual de instrucciones ya parece un documental en blanco y negro que narrara el auge y caída de León Trotski, de Largo Caballero, de Rosa Luxemburgo. De los hermanos Graco, incluso, que fueron dos tribunos de la plebe que se excedieron mucho en sus prerrogativas, y a los que el Senado de Roma tuvo que poner un fin sangriento para que la chusma no se entusiasmara, y no se subiera a la parra. 

    De los hermanos Graco a Podemos nada ha cambiado. Está la cosa muy mal -como decía Chiquito de la Calzada- si hay que urdir tanto entre bambalinas, como hacen los podemitas en este documental. Deberían de bastar unas líneas, unos mensajes claros, para que cualquier usuario de los servicios públicos los votara al instante, sin tanta estrategia comunicativa, ni tanta germanía demoscópica,  ni tanta hostia bañada en vinagre.  Pero la plebe es estúpida, vaga, conformista. La plebe está alienada, adocenada, secuestrada por los telediarios del mediodía. En la plebe no se puede confiar, y sin la plebe no se pueden ganar las elecciones. Y en esa dicotomía, en ese fango irresoluble, Podemos tuvo que bajarse del carro y ensuciarse las manos para seguir caminando. Y encima pa' ná. Es el destino fatal de cualquier izquierda respetable.





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Black Mirror: Ahora mismo vuelvo

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En los tiempos antiguos -que van desde la costilla de Adán hasta la invención de las redes sociales- uno se moría y luego quedaba muy poca cosa a la que agarrarse. Quedaban los retratos encima de la tele y el recuerdo más o menos amable en los seres queridos. El legado de un árbol que se plantó, o de un libro que se escribió. Un cuerpo comido por los gusanos o unas cenizas que el viento se llevó. Con estos retales, los hombres del pasado no podían hacer mucho para resucitar a sus seres queridos. Confiar en la alquimia de la materia orgánica, los más brujos. O hablar con los espíritus, los más confiados en el más allá. Aguardar que Jesús pasara por allí como un día pasó por Betania y revivió a su amigo Lázaro, los más creyentes. Pero de Jesús, desde que ascendiera al Reino de los Cielos, los cristianos no han vuelto a tener mucha noticia, y todos los muertos que vinieron después siguen esperando turno en la cola de los milagros.


   En el futuro de Black Mirror: Ahora mismo vuelvo no se promete la resurrección de la carne, ni el aterrizaje del alma, pero sí algo muy parecido. Un premio de consolación para familiares desconsolados. Hoy en día, cuando te mueres, queda por ahí, flotando en la nube, tu experiencia digital: quedan las fotos, los vídeos, la voz grabada, los recibos de la compra. Las tonterías –muchas- y sensateces –pocas- que se escribieron buscando pareja, debatiendo sobre política, abriendo el alma a las gentes del ancho mundo. La información es terabítica y complejísima. Pero Charlie Brooker, el genio en la sombra de Black Mirror, sabe que sólo es cuestión de tiempo que un software informático pueda procesarla y devolverla en forma de espíritu retornado. Recrear fielmente  a la persona que saluda, que habla, que responde con coherencia y parece realmente un regresado de la última frontera. Y si además, para rematar la faena, introducimos esa personalidad en un muñeco biológico que es la réplica exacta de su cuerpo y de sus facciones, ya tenemos de vuelta al marido que se estampó con la furgoneta cuando comenzaba el episodio de Black Mirror

    Pero ojo, que la tecnología está en sus balbuceos, y los muertos regresan sin ser ellos del todo, como muertos amnésicos, muy poco entrenados en el revivir. El muerto no estaba muerto del todo, sino que estaba de parranda, como decía la canción, y ha regresado como perjudicado, o medio lelo. 




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