Madrid 1987

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Entre que María Valverde es una actriz de belleza sin par, y que tiene cierta propensión a mostrar su cuerpo desnudo, cuando sale en una película, la tensión sexual se instala en el patio de butacas, o en el salón de nuestra casa. Ella, por supuesto, no se da por aludida, porque su holograma ni siente ni padece las emociones. Pero nosotros, óseos y carnales, todavía jóvenes y sanos en el deseo, sentimos que la sangre se nos enturbia, y que la mirada se nos ensucia. Que el espíritu cinéfilo no va encontrar reposo hasta que ella se despelote por exigencias del guión. Y los guiones, con tal de desnudar a María Valverde, son capaces de inventarse cualquier excusa, que menudos son estos tunantes de escritores, y de directores, cuando se ponen a imaginar.



    En Madrid 1987, María Valverde interpreta a una estudiante de periodismo que quiere sonsacar sus secretos a Miguel Batalla, un viejo articulista que ya tiene el culo pelado de tanto escribir contra Franco y de tanto luchar por la Transición. Y Miguel, claro está, no está dispuesto a regalar sus arcanos así como así, a la primera chiquina que se acerque por la cafetería. Él ya está en la pitopausia, en la colgadura de las carnes, en la recta final de los placeres, y oportunidades así le quedan muy pocas a los gajes de su oficio.

    Así que en Madrid 1987, a los veinte minutos de metraje, ya tenemos a María Valverde despelotada en el apartamento, para solaz de nuestra mirada, y para remanso de nuestro espíritu, que libre de la tensión sexual centra sus atención en los soliloquios de José Sacristán. Su personaje, más propio de los viejos tiempos de José Luis Garci, suelta una verborrea post coitum que se lleva más de una hora de metraje, disertando sobre la escritura, sobre las canas, sobre la vida en general, y la única diferencia con las asignaturas pendientes es que Fiorella Faltoyano o Emma Cohen le escuchaban arrobadas en la cama con las sábanas destapando los pechos, mientras que aquí, en Madrid 1987, María Valverde le soporta el rollo sentada en un retrete. Es tan rebuscada la disertación, tan reflorida la sabiduría del personaje de Sacristán, que la tensión sexual vuelve a cogernos de los huevos cuando ya estábamos desprevenidos, en el quinto o sexto bostezo, y a partir de ahí ya sólo nos fijamos en la dichosa toalla, a ver si se escurre, o se cae, o regresa a su colgadero.




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Zootrópolis

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Yo, que nunca fui un niño demasiado espabilado, tuve que hacerme mayor -vergonzosamente mayor- para comprender que detrás de las películas de dibujos animados había tipos con barba en la cara y pelos en los huevos que aprovechaban la fábula y el jolgorio para endilgarte un poco de su ideología particular, o de su empresa pagadora. Con esta nueva luz, hasta la más inocente película de Walt Disney -porque cuando yo era niño todas las animaciones eran de Walt Disney- escondía una enseñanza secreta, moralizante, siempre ajustada al modo de pensar norteamericano, con la retórica de los ganadores y los perdedores, el my way y el american way of life.

    Poco después de este descubrimiento, empecé a ver las películas animadas en compañía de mi retoño, allá en los cines atestados de mocosos, o en el más tranquilo salón de nuestro alquiler. Mientras él, pobrecico, se quedaba con la fachada de los colorines, yo, con mis pocas luces de adulto, me adentraba en la estructura de la tramoya, y aplaudía o me indignaba como si asistiera a una clase de filosofía o de política, y no a una película de bichos que se enzarzaban y se perseguían. Luego el retoño se hizo mayor, perdió el gusto por las películas, y yo dejé estos ejercicios para otra paternidad que fue indefinidamente pospuesta. Alguna vez, sin embargo, cuando la película viene muy alabada por la crítica, todavía me entretengo en diseccionar estos asuntos.

    Zootrópolis es una película de factura perfecta, asombrosa, tecnológicamente impecable. Te ríes mucho con las ocurrencias y las tontunas, y en las escenas más intimistas hasta sientes que alguna lágrima trata de escapar para avergonzarte.  Pero Zootrópolis, más allá de sus formas, es una película de moraleja muy cuestionable. Su mensaje es que los instintos no importan, que los genes no mandan, que la naturaleza no pinta nada en el modo de ser de cada uno. Que los antropomorfos de la película -y por ende, los humanos que la vemos- somos una tábula rasa donde la educación y la concordia pueden escribirnos desde cero, diseñarnos desde abajo, para hacernos ciudadanos ejemplares y devotos de las leyes. Zootrópolis quiere ser una advertencia contra el sexismo, contra el racismo, contra el prejuicio en general, y en eso ha de ser aplaudida y bienvenida. Pero de ahí, a hacernos creer que los lobos y las ovejas pueden viajar en el mismo tranvía sin que nada suceda, sólo porque la educación y la civilización son herramientas todopoderosas, media un abismo muy difícil de saltar. 

    La ciudad de Zootrópolis pretende ser la capital del buen rollo y yo no dejo de mirarla con ojos más bien aterrados. Más distópica que utópica, más inquietante que modélica. 



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Las ibéricas F.C.

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El otro día, en la terraza del bar, a la altura de la cuarta o quinta cerveza, mi amigo y yo concluimos que cualquier película española de los tiempos pretéritos, por mala que fuese, ya tenía el valor incuestionable de lo documental. Las mayores mierdas del franquismo, o del destape, ya habían adquirido la dignidad de lo antiguo, la respetabilidad de las viejas señoras. Concluimos que si poníamos el canal de cine español a cualquier hora nos quedaríamos pegados a la pantalla con cualquier película que pasaran. 

    La otra tarde anunciaban el pase inminente de Las ibéricas F.C., una película del año 71 en la que, para mi sorpresa, aparecían nombres como José Sacristán, o Antonio Ferrandis, o el mismísimo Fernando Fernán-Gómez, que le otorgaban una pátina de respetabilidad al asunto. Lo que finalmente ocurrió con Las ibéricas F.C. todavía es objeto de debate en la universidad. Porque la película, en efecto, tiene un valor documental inestimable, casi de museo antropológico: una sandez indescriptible sobre once gachís -todas ellas saladísimas menos una- que se empecinan en jugar el fútbol a pesar de que sus maridos y sus novios les niegan el permiso con grandes voces y anatemas, y hasta amenazan con soltarles un buen par de hostias falangistas si persisten en el empeño. 

    Pero ellas, liberadas del tardofranquismo, inspiradas en las mujeres europeas que ya tomaban las playas del Levante como los americanos Normandía, persiguen su sueño con el ahínco terco de las soñadoras, y salen al campo con todo el muslamen al aire, y las tetas rebotando, y las poses calculadas, mientras en la grada los espectadores masculinos desorbitan los ojos y silban piropos y sueltan chistes muy sofisticados del tipo "¡Vaya delantera que tienen las ibéricas", o "Esas piernas no las tiene ni Di Stéfano", y cosas así, que eran de hacer mucho reír por la época. En el banquillo, haciendo de fisioterapeuta, José Sacristán babea como un tonto mientras masajea los muslos de las señoritas y musita todo el rato: "Me estoy poniendo las botas, las botas...". En fin... Ya digo que Las ibéricas F.C. es el retrato casposo de toda una mentalidad, de toda una sociedad incluso. Un 10 como una casa, en ese aspecto. El problema, para validar nuestra teoría cinematográfica, es que dudo mucho que esta mierda sin parangón -inefable para quien no la haya visto, tres pisos por debajo de lo pésimo o de lo vergonzoso- llegue a la categoría de película. 




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Volver

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Que nosotros sepamos, fuera de los locos del manicomio y de los feligreses de la iglesia, la facultad de hablar con los muertos sólo la tienen los personajes del realismo mágico, en las novelas sudamericanas, y los personajes de las películas peculiares, que aprovechan la ficción para pedir explicaciones al muerto que se fue, o para darlas ellos mismos, que se habían quedado sin tiempo o sin ganas. 

    La resurrección de la carne -o la carnificación del espíritu - es un recurso dramático que en las manos de un guionista sensibloide, o de un director golosinero, termina invariablemente en el ridículo, o en el bochorno. La presencia del muerto, para ser creída, tiene que ser espontánea, cotidiana, como si fuera un asunto que en la realidad sucede todos los días, y no necesitara explicación para los personajes ni para los espectadores. Así les sucedía, por ejemplo, a los miembros de la familia Fisher en A dos metros bajo tierra, cuando el padre Nathaniel hacía acto de presencia para aportar la dosis de cinismo que confiere la ultraterrenidad. No había que rezar al santo, ni que jugar a la ouija, para convocarlo: él simplemente estaba allí, en las esquinas, tan muerto que se aparecía cuando le daba la gana.


    Almodóvar, en Volver, ha construido su historia de fantasmas de un modo parecido, y nos creemos al ectoplasma de Carmen Maura desde el primer momento, como nos creemos a sus hijas patidifusas, cuando la descubren sin apenas estupor. Aquí el único espectro inverosímil, el único fenómeno extrasensorial que merecería una explicación razonada, y quizá hasta un programa completo de Iker Jiménez, es la presencia de una mujer como Raimunda en un arrabal como ése, perdida entre las chonis más simpáticas pero más cutres de Madrid. Por mucho culo artificial que Almodóvar le ponga, no cuela que una mujer así viva tan arrastrada, tan necesitada, tan rodeada de tipos mediocres, cuando sólo necesitaría chascar los dedos -o silbar como Lauren Bacall en Tener o no tener - para que un hombre lustroso le sacara de la barriada y le pusiera no sólo un piso, sino un chalet con piscina, en el paraíso más cercano que ella señalase. Qué hace una chica como tú en un sitio como éste, quiero decir, que no era de Almodóvar, sino de Fernando Colomo.





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La oveja Shaun

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"En casa, como en ningún sitio". Dentro de nada, pronunciar esta frase en voz alta, o en las redes sociales, será un acto subversivo, revolucionario, sancionado con multas ejemplares. Decir que en casa se está de puta madre, sin viajar a ningún sitio, con la tele para uno solo, el wifi sin incidencias y la comida más barata que en el restaurante, será un anatema tan gordo como decir que treinta grados es un calor insoportable, o que las playas son una tortura de granos de arena que se cuelan hasta la uretra. Películas como La oveja Shaun, que disfrazadas de fábulas infantiles predican la felicidad segura de la granja, y la aventura incierta de los parajes desconocidos, serán incluidas en el Índice de Películas Prohibidas, y quemadas en la gran pira de DVD que animará las fiestas patronales de San Pancracio del Mondogal.

    La industria del turismo será dentro de nada La Industria, la única, y acallará cualquier crítica sobre el éxodo veraniego con mano de hierro y porra de goma. Como en una versión retorcida y cañí de 1984, el Ministerio del Movimiento Vacacional será el único que quedará en pie junto al del Ahostiamiento Callejero, una vez que desaparezcan el de Sanidad, el de Educación y el de Obras Públicas. España será un ejército de camareros que no necesitarán más enseñanza que la de su oficio; más atención médica que la propia de sus accidentes; más vía pública que la que les llevará del hotel a casa, y de casa al hotel. Eso si el esclavo, o la esclava, no vive ya en el mismo complejo laboral. El turismo será nuestra única fuente de riqueza, y cualquier afirmación que socave sus cimientos será duramente perseguida. Se prohibirán los felpudos con el lema "Hogar, dulce, hogar", y se impondrán, por Decreto Ley, aquellos que recen "Hotel, añorado hotel". 

    Pasar el verano entre las cuatro paredes habituales ahora es una cosa de pobres, de desgraciados, de neuróticos que no soportan la idea de dormir en una cama extraña, con ruidos ajenos y gentes psicotizadas al otro lado de los tabiques. Dentro de poco, lo que ahora solo es una rareza se convertirá en un crimen contra el Estado, un robo a la economía nacional, un comportamiento de mal ciudadano y de mala persona. 





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Capote

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De niño, sin haberla leído siquiera, me atraía irresistiblemente la novela de Truman Capote, que estuvo durante años encima del televisor. El libro era una edición muy cuidada del Círculo de Lectores, con tapa dura y ribetes dorados en el lomo. Había algo perturbador en aquellas palabras, sangre y fría, casi un oxímoron de siniestras contradicciones.... En la portada del libro había dos ojos que lloraban como lágrimas negras hacia arriba, o como sangre coagulada, y yo me estremecía cada vez que sopesaba el tomo para leerlo, o para hacer el amago de leerlo, antes de devolverlo a su lugar. Yo no conocía por entonces a su afamado autor, que también tenía algo contradictorio en el nombre, como de inglés y de torero al mismo tiempo. Quién sería aquel tipo, me preguntaba yo, del que tantas alabanzas se escribían en la solapa. Y qué demonios querrían expresar aquellos dos ojos sanguinolentos del dibujo, como de muerto recién asesinado, o de diosa vengativa.


     Una tarde de verano, o de vacaciones de Navidad, allá por los doce o trece años, vencí el miedo y empecé a leer A sangre fría. Creo que nunca he leído algo tan gélido y emotivo al mismo tiempo. Es una prosa exacta, milimétrica, que narra unos acontecimientos terribles y violentos. No sólo el asesinato de la familia Clutter fue perpetrado a sangre fría: la misma novela estaba escrita así, gélida y candente a la vez, como si Capote narrara unos hechos acaecidos hace mucho tiempo, o muy lejanos en el espacio, y él no hubiera estado efectivamente allí, al pie del cañón, en el mismísimo Holcomb, mangoneando voluntades y engrasando maquinarias judiciales. 

    Muchos años después, frente a la pantalla de cine donde ponían Capote, el cinéfilo Álvaro Rodríguez habría de recordar aquella tarde remota en que su padre le puso A sangre fría en las manos y le dijo: te va a encantar. Veinte años tuvieron que pasar para conocer, al fin, los entresijos de aquel libro que de vez en cuando aparecía en mis pesadillas de niño iletrado.




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Matar a un ruiseñor

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Atticus Finch, en el imaginario común, ha quedado como el padre que todos desearíamos haber tenido cuando éramos hijos, y el padre que todos aspirábamos a ser, cuando los hijos ya eran los nuestros y ejercíamos el oficio. Nos sigue maravillando su rectitud moral, su severidad razonada, su capacidad de encarar las circunstancias con el gesto de un estoico y la paciencia de un sabio. Pero qué tarde, ay, ahora que ya hemos colgado las botas y los hijos campan a su aire, con lo poco que hemos sabido transmitirles. Comparados con Atticus Finch, que todo lo explica con verbo certero y flema británica, sin descomponer nunca el rostro ni la voz, nosotros, los padres de mi ecosistema, que hemos nacido en una época más vehemente y más atropellada, nos hemos comportado como auténticos verduleros de la pedagogía, como verdaderos exaltados del magisterio. Todo lo hemos enseñado a voces, a gritos, a tacos, con amplios gestos de regocijo o de lamento, como italianos exagerados en una comedia de Alberto Sordi. Las comparaciones son odiosas, sí, y en ésta con el gran Atticus - o con lo que hizo de él el gran Gregory Peck- salimos la mayoría trasquilados.



    Y eso que Atticus Finch, para los estándares modernos, contaminados ya para siempre del caso Madeleine, es un padre bastante dejado, incluso irresponsable según algunos talibanes. Es cierto que los chavales de Atticus, cuando él ha de trabajar en el juzgado, quedan a cargo de la criada Calpurnia. Pero Calpurnia, aunque tiene nombre de patricia romana, es una mucama que se pasa el día haciendo comidas sin olla exprés, y poniendo coladas sin lavadora automática, y no tiene tiempo para patrullar a la vivaracha Scout y a su hermano Jem, que libres del Gran Hermano ocupan los días enteros en la calle, yendo de acá para allá con sus fantasías. Eran otros tiempos, por supuesto, los años treinta, pero no muy distintos de los que yo mismo viví. Nosotros, en el arrabal de León, también nos criamos libres en las calles . Nosotros también teníamos nuestras casas malditas, nuestros tontos del barrio, nuestros hombres del saco. Nuestros lugares secretos y nuestros atávicos temores. Quinquis y gitanos incluso, de los que huíamos de lunes a jueves y con los que jugábamos las pachangas de viernes a domingo. La infancia de Harper Lee no fue muy distinta de la nuestra, y quizá por eso entendemos y justificamos la pachorra sólo teórica de Atticus Finch. Nuestros padres, para nada irresponsables, eran un poco como él, y nada en su labor nos sorprende ni nos escandaliza. 



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Julieta

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A mí me gustaba mucho el Almodóvar de las primeras películas, con aquellos personajes libérrimos que hablaban con la espontaneidad de las barriadas, y el vocabulario de los suburbios. Y aunque sus desventuras casi siempre sexuales u homosexuales eran una exageración de folletín, o de carnaval, yo me los creía como a un vecino de toda la vida, como a un colegui del instituto que se hubiera metido en parecidos berenjenales.

    En los últimos tiempos, sin embargo, con la única excepción de Volver, las películas de Almodóvar son una sucesión de altas damas de nuestro teatro, o de nuestro cine, que se ponen muy intensas para recitar textos literarios que nadie en su sano juicio utilizaría para expresarse. Todas ellas tienen un algo de Norma Desmond en El crepúsculo de los dioses, afectado y aberarnte. Es muy posible que los relatos de Alice Munro sean cojonudos, pero su efecto literario en boca de las chicas Almodóvar suele ser ridículo, lamentable, como de mal culebrón de la sobremesa, y la película en cuestión se convierte en motivo de burla para los enemigos ancestrales de don Pedro. 

    Otras veces, como en Julieta, esta incongruencia teatral no molesta especialmente, quizá porque las actrices se curran el esperpento, y salen airosas del compromiso, pero el efecto dramático se pierde por completo, y el drama que tenía que conmovernos y arrancarnos la lágrima se queda en la piel sin traspasarla, como si los personajes nos lanzaran miguitas de pan, y no flechas puntiagudas, ni lanzas oxidadas. Sólo la canción final de Chavela Vargas suena auténtica y sincera, y redime, en parte, la decepción repetida de los noventa minutos anteriores.



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