El castañazo

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Sé de cuarentones como yo, que nos criamos en el solar del arrabal y en el videoclub de la esquina, que tienen El castañazo de George Roy Hill como película de cabecera. Divorciados de facto, o de deseo, que cuando ven un trompazo antideportivo en la televisión, un bloqueo sañudo en la NBA o una entrada criminal en la liga de fútbol, recuerdan con alborozo las hazañas de los hermanos Hanson, que eran aquellos gafotas culovaseros que aupaban al Charlestown Chiefs de Paul Newman al primer puesto en la liga, dando cera con el stick, y estopa con los codos. 

Recuerdo que El castañazo era una película altamente cotizada en el videoclub, y que había que probar suerte varias veces para encontrarla disponible. Todos los chavales del barrio -al menos los que éramos medio cinéfilos y medio salvajes- la habíamos visto tres o cuatro veces como poco, y nunca dejábamos de reírnos con los hostiazos ya consabidos, y con las caras de Paul Newman descojonándose de todo lo que sucedía a su alrededor, con aquel aíre de pícaro que el muy cabronazo clavaba como nadie.


    El castañazo, sin embargo, con todo su aura gamberril y toda su mística barriobajera, no hizo que le cogiéramos afición al hockey sobre hielo, ni que se la cogiéramos jamás, básicamente porque en televisión, cuando ponían los partidos en los Juegos Olímpicos, era un deporte inescrutable en el que no podías seguir el disco con la mirada. Vimos algún enfrentamiento histórico entre rusos y americanos, que se jugaban mucho más que una medalla, y pare usted de contar. Así que lo poco que sabemos sobre el hockey hielo se lo debemos a George Roy Hill y a Paul Newman, o sea, casi nada, porque ellos, lejos de la didáctica y del fair play, quisieron hacer un desparrame, una tontería, casi un cómic sobre las ligas menores donde se ganan el pan los mastuerzos sin talento. 

    El propio Paul Newman llegó a decir que jamás se lo pasó tan bien rodando una película. Y pardiez que se nota.... Como película, si nos ponemos en plan sesudo y cinéfilo, El castañazo no vale apenas nada: sólo es una broma, una gansada, un homenaje que se dieron dos buenos amigos a costa de Universal Pictures. En cambio, si nos ponemos en plan nostálgico y juguetón, El castañazo es un divertimento que todavía funciona para alegrar la tarde de canícula, porque su espíritu libre, su ánimo transgresor, su afán profundamente antididáctico y muy poco ejemplarizante, es de los que calan en el ánimo y contagian el espíritu.



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Miles Ahead

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Al terminar de ver Miles Ahead uno desearía no estar en casa, sino en el cine club universitario, con muchas personas alrededor carraspeando y comentando. Con Don Cheadle presente para responder a nuestra perplejidad: "¿Qué quisiste contar, brother?" Porque mira que hay biografía en Miles Davis para llenar la película, entre auges y caídas, trompetas y quintetos, compañeros de fatigas y pibones de morirse... Una vida excesiva y completa que daría para un serial, más que para una película. Y sin embargo, tío, aunque claves la caracterización y los gestos, a medio metraje se te va la cosa a un episodio inédito de Corrupción en Miami. Sólo que el blanco ya no es Crockett, ni el negro Tubbs, que tenían un estilazo de la hostia y unos Ferraris Testarossa que derrapaban, sino que ahora el negro es Miles Davis desastrado, y el blanco Obi-Wan Kenobi disfrazado, dos tipos puestos de coca hasta las cejas que persiguen una grabación musical muy secreta, con tiros y persecuciones, mamporros y soplamocos, en una opereta que consume minutos y minutos con el único objetivo de explicarnos que Miles, en sus crisis artísticas, en sus apagones creativos, era un sujeto depresivo y bastante maniático. Oído, cocina.


     Si este es el enfoque novedoso, el camino no trillado, el acercamiento imprevisible que los críticos profesionales tanto alababan en sus columnas, prefiero un episodio original de Corrupción en Miami, que allí por lo menos salían unas jatazas de babear, siempre medio en chichas por las playas, zarandeando las cachumbas al ritmo del jazz latino, que no es tan seductor como el que salía de la trompeta mágica de Miles, pero que no deja de ser jazz, qué narices. Con el episodio original de Corrupción en Miami yo podría, además, revivir aquel chiste de mi infancia, que mira que éramos tontos e inocentes los chavales: esperar a que salga sobreimpresionado el nombre de Don Johnson en los títulos de crédito para decir con voz grave de locutor radiofónico, por lo bajini: "Corrupción en Miami, con-Dón Johnson..." El descojone total de la época, entre los chavalillos que contábamos los pelos hueveros con los dedos de una mano. 


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Green Room

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Hay películas como Green Room que parecen estar planificadas al revés: primero se escriben las muertes sangrientas que habrán de asquear al espectador (perros desgarrando cuellos, navajas afeitando gaznates, balas agujereando cráneos, cuchillas abriendo vientres...), y luego, cuando la panoplia de defunciones ya parece fecunda y convincente -el regocijo morboso para adolescentes del centro comercial-, el responsable del negocio, este Jeremy Saulnier que nos dejara más convencidos de su arte en Blue Ruin, monta un guión tramposo y absurdo en el que injertar las violencias, sin dejarse ninguna en el tintero. La trama al servicio de la violencia, y no la violencia al servicio de la trama, como mandan los cánones. O eso, o que yo me estoy haciendo viejo y criticón, y cascarrabias, y estas modernidades salvajes con interregnos para el humor chorra y el guiño musical se me escapan ya del radar, pertenecientes a otra generación y a otro gusto.


    Cuando al principio de la película el grupo de rockeros sube al escenario para cantar "Que os jodan, neonazis", a los neonazis que abarrotan el local, uno ya debería haber sospechado que con esta premisa inicial, que es la que enciende la chispa del pifostio, Green Room ya sólo podía ir de culo y cuesta abajo, hasta el desparrame final. Pero no hay fútbol en la tele, ni Juegos Olímpicos todavía, y cuando una ficción ya está en marcha cuesta horrores suspenderla para dar inicio a otra nueva, como si entraran en juego inercias inexplicables, y perezas injustificables. Porque hay que decir, además, que Green Room está muy bien hecha, y que el desinterés por su contenido no impide la admiración por su continente, que es oscuro y rítmico, a ratos molón, con esa pericia que tienen los americanos para darte gato por liebre, y vacío por película, y gusanito por nutriente. Green Room no alimenta, no aporta nada, no sirve para nada. Sólo para entretener la canícula, y dejarle a uno la sensación del tiempo perdido, como a Proust.



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Dos hombres y un destino

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La amistad, después del odio, es el sentimiento más puro que existe. Porque el amor, tan ensalzado por el vulgo, y por los bardos, sólo es una engañifa de los genes, una alteración hormonal elevada a categoría de arrebato. 

Uno, por supuesto, se ha enamorado varias veces en la vida, de mujeres que al menos en ese rapto parecían llamadas a otorgar la felicidad. Y espero volver a enamorarme de aquí a que llegue el invierno, aunque parezca contradictorio, porque aun falsario y estúpido, el amor es un síntoma inequívoco de que uno sigue vivo, y de que las carnes aún gritan su correcto metabolismo. Pero el amor es eso que dijo Severo Ochoa: una exaltación bioquímica, y nada más. Una alienación en el sentido más marxista de la palabra, porque en el amor uno ya no es uno, sino el obrero al servicio de sus genes, que lo llevan y lo traen como a un pelele sin voluntad.

    El amor se parece demasiado a una enfermedad para ser un sentimiento puro y estimable. Hay fiebres, dolores, palpitaciones... El odio, en cambio, es una emoción preclara, decidida. Si en el amor uno va aturdido y alelado por las calles, persiguiendo mariposas como un imbécil, en el odio uno nota los sentidos afilados, y el yo reafirmado, la fuerza de la naturaleza recorriendo las venas. Es un sentimiento muy auténtico, el odio, pero también muy jodido, de consecuencias imprevisibles y funestas, que sólo sirve de estrategia evolutiva en casos muy contados.


    Así pues, para levantar las copas y celebrar verdaderamente un sentimiento, sólo nos queda la amistad, que es una querencia noble y desinteresada, que no viene determinada por la sangre ni por los cromosomas, sino por la simple voluntad, libre y inviolada. Un apego que se cuece a fuego lento para formar vínculos de hierro. Es por eso que a mí me gustan mucho las películas de amigos, y no tanto las de amor. Y de películas de amigos, de tipos que están a las duras y a las maduras incluso en los peores momentos, tengo en la mayor estima a Dos hombres y un destino. Una película que no es drama ni comedia, que no es western ni crepúsculo. Que si atendemos a las entrevistas que vienen en el DVD, es una cosa rara que ni sus responsables supieron muy bien cómo abordar al principio, y cómo definir al final. Ni el propio William Goldman, que escribió el guión en un arrebato de creatividad, sabe explicarse muy bien. Luego su guión tuvo la suerte de dar con el director adecuado, Roy Hill, y con los jetos adecuados, los de Redford y Newman, que sieno tan hermosos, pero tan profesionales, tan griegos del clasicismo pero tan gringos del cuatrerismo, nos dejaron cien guiños para el recuerdo.



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Bajarse al moro

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A lo mejor soy yo, que con las canas me dejo llevar por la nostalgia, pero tengo la impresión de que este país era más feliz hace treinta años, cuando Fernando Colomo rodaba comedias como La vida alegre, o Bajarse al moro, películas imperfectas, y muy poco oscarizables, pero que traslucen una España jovial y esperanzada. Es un cine simpático, entrañable, que te contagia el buen rollo para toda la tarde, como si el humo de los porretes traspasara la pantalla e inundara esta habitación donde siempre han regido las buenas costumbres. A mi pesar...

    En los tiempos de Bajarse al moro no llevábamos ni dos años siendo europeos, y nos llovía el maná que arreglaba las carreteras y construía los polideportivos. El Mercado Común -que decíamos entonces- era la madrina que nos regalaba cinco mil pelas cada vez que le dábamos un beso, y la fuente no parecía tener fin. Ahora la fuente fluye en sentido contrario, y somos nosotros los que metemos dinero por el caño para no ser devueltos al cutre mundo de la peseta. En los años ochenta, además, para tenernos entretenidos y no mirar donde no debíamos, los exsocialistas nos trajeron el avance social, y el progreso de las costumbres, y España se llenó de arte, de rock, de cine guarrindongo. El sexo pasó a ser una celebración de los sentidos, y los curas una banda terrorista contraria a la alegría. Aparecieron los condones, y los tangas, y los trujos, que en Bajarse al moro son el mcguffin que anima el cotarro, y sólo los más descerebrados, y los más marginales, cayeron en los excesos que otros usaron como propaganda contra Epicuro. 

El resto de españolitos -mientras los políticos nos engañaban para construir un mundo peor- vivía un sueño de fiesta perpetua que casi llegamos a creernos. Incluso yo lo soñaba, con mis dieciséis años provincianos.  Yo veía las películas de Fernando Colomo y de otros pecadores de la pradera, en León, tan lejos del Moro, y era como mirar la fiesta por el ojo de la cerradura, anticipando los placeres que aquellos tipos habían conquistado. Luego la fiesta se dio como se dio, porque una mala tarde la tiene cualquiera, pero eso ya es material para otra confesión, y para otra película.




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Ciutat morta

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Si Ciutat morta fuera un programa de humor, y no un documento trágico de mucho indignarse, lo podría haber prologado el tío Wyoming para decir aquello de: "Ya conocen las noticias; ahora les contaremos la verdad". 

La noticia es que el 4 de febrero de 2006, en el desalojo de una fiesta celebrada en un teatro municipal de Barcelona, un miembro de la Guardia Urbana es herido de gravedad en el enfrentamiento con los asistentes. Cuatro chavales son arrestados como sospechosos de agresión, y  en el hospital donde son atendidos de sus lesiones se practica la detención de otro hombre y otra mujer al parecer relacionados con los hechos. A partir de ahí, la noticia es la  prisión provisional, el proceso judicial, las condenas confirmadas, y finalmente, como desenlace fatal de todo lo ocurrido, el suicidio de Patricia Heras, la chica detenida.

Los testigos presenciales hablan de una maceta arrojada desde el tejado como causante de las lesiones. Pero como el agresor se ha evaporado al amparo de la noche, los agentes más voluntariosos deciden cargarle el mochuelo a los primeros perroflautas que pasan por allí, y que tienen, además, el añadido de ser unos sudacas de mierda y de tener cara de pasarlo muy mal a partir de ahora. La verdad, seguiría diciendo Wyoming, es que luego les cosen a hostias en la comisaría, que les llevan al hospital bien advertidos de no abrir la boca para denunciarlos, y que una vez allí, en pleno fervor laboral, se topan con una pareja de estética sospechosa que se cura las heridas de un accidente de bicicleta. Dos personas ajenas a todo acontecer del desalojo, pero que quedan de puta madre en la colección de antisistemas mandados al trullo. Una noche redonda de limpieza étnica, política y social en un sólo golpe de fregona.

Sí, queridos amigos: Ciutat morta es una crítica contra el sistema. ¡Un documental antisistema!, y celebremos por todo lo alto tan bella palabra.  Por eso nació con tantos problemas, y con tantas censuras, y por eso, hasta hace nada, sólo estaba disponible en las catacumbas de la información. Porque pisa demasiados callos ilustres, demasiados juanetes electos. Ciutat morta es una denuncia en toda regla, sí, pero también un homenaje a la desdichada Patricia, un pajarillo que no pudo soportar su condición de reclusa señalada. Un mujer que vio truncada su vida por el gravísimo hecho, intolerable en una democracia moderna y europea, civilizada y democrática, de llevar un corte de pelo ajedrezado como el de Cindy Lauper.



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Días de fútbol

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La canícula, que en rigor es este infierno que va del 15 de julio al 15 de agosto, es también la travesía del desierto de los días sin fútbol. De las Eurocopas o los Mundiales que ya terminaron, cuando los hubo, y de las ligas innúmeras que todavía no han comenzado para llenarnos la vida y centrarnos la cabeza, a los hombres sin provecho: la liga española, para comparecer bien informado en los bares; la liga inglesa, para entretener las sobremesas del domingo; la liga local, para compartir el bocadillo con las amistades. Y las más importante, la liga de los chavalines, en la que uno hace de entrenador para enseñar lo poco que sabe, y no pasar por el fin de semana como un auténtico impresentable del tiempo dilapidado.



    Ahora tocan los días sin fútbol, sí, aunque en rigor siempre hay fútbol que llevarse a los ojos, porque el fútbol es ubicuo, incesante, nuestro pan y circo de cada día, y cuando no hay competiciones serias están los partidos de pretemporada, y los bolos veraniegos, y los encuentros amistosos entre las parroquias locales. Pero este fútbol de la canícula es un fútbol de mentirijillas, de baja intensidad, que sólo satisface a los más chalados, y a los más desesperados. Yo, por fortuna, también tengo esto del cine para huir de la obsesión, y de los días vacíos, y para presumir ante las mujeres de que tengo dos aficiones, fíjate bien, dos, y no como otros hombres que todo lo fían a la poesía, o a la música barroca, o a las altas finanzas, que serán muy interesantes, y muy atractivos, unos tipos de la hostia, pero sólo tienen un divertimento en la vida, uno solo, estrechos de miras, mientras que yo tengo dos, dos de todo, como decía Javier Bardem en Huevos de oro.


    A mí me pasa como a estos infelices de Días sin fútbol, la película de David Serrano, que llevan vidas inanes, insatisfactorias, no trágicas pero tampoco ejemplares, y que encuentran en el fútbol una fantasía en la que refugiarse del trabajo, del desamor, del otoño de los espejos. El fútbol es una casilla del parchís donde la realidad no puede comerte. Un baile de disfraces en el que puedes enfundarte la camiseta de Brasil y jugar a ser un dios del balón, y labrarte un poco la hombría, coño, y la autoestima, y la fraternidad entre los fracasados, que es un consuelo muy bonito que llena los bares y anima las barbacoas. Qué haríamos los hombres simples sin el fútbol, nosotros que olvidamos lo que leemos, que enredamos lo que aprendemos, que llegamos con la lengua fuera para cumplir con nuestro trabajo. Que no vamos a irnos a Nigeria con la ONG ni a Miami con el jet privado. Que nos llega el fin de semana y de repente nos asusta tener cuarenta y ocho horas por delante sin yates con rubia, ni París con pelirroja. Nosotros que enfrentamos la canícula como quien transita el desierto del Sáhara, buscando el agua fresca de un pitido inicial que inaugure el circo y abra la escapatoria. Y mientras tanto, para ir sobreviviendo, los oasis de las películas.
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La vida alegre

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Ahora nos reímos mucho de Ana Obregón cuando inaugura el verano con un posado playero que da un poco de vergüenza ajena,  pero hace treinta años no nos reíamos tanto cuando lucía su palmito en la televisión, o en las películas, y nos quedábamos emplastados contra el televisor jurando que era la tía más buena de España, y de parte del extranjero. Ana, Anita, la Obregón, sin los Siete, era una actriz cotizada incluso en Estados Unidos, donde llegó a ser damisela rescatada en un episodio mítico del Equipo A.

Gracias al condensador de fluzo, esta tarde he aparcado el Delorean junto al dispensario que regentaba Verónica Forqué en La vida alegre, comedia de Fernando Colomo que sigue la pista a varios gonococos que pasan de cama en cama hasta llegar a los genitales del ministro de Sanidad. Una comedia de la movida madrileña, alegre, descocada, con travestís de grandes tetas e infidelidades de escasa importancia. Y con Antonio Resines antonioresinando más que nunca, con su cara de panoli y sus titubeos de macho desbordado. Y por allí, por los pasillos del ministerio, correteaba Ana Obregón con sus vestidos ceñidos y su sonrisa pomular, interpretando -o eso- a una auxiliar administrativa que sólo sirve para elevar la moral de la tropa, tan guapa y tan resalá que a uno le ha dado por embarcarse en la nostalgia al terminar la película, y descubrir, una vez más, que la memoria flaquea, y se inventa cosas que nunca existieron. Porque yo estaba convencido de que Ana Obregón era la famosa Carolina que abría el Libro Gordo de Pedrete en la parodia de Pedro Ruiz: ¡Qué buena estás, Carolina! Un latiguillo de admiración sexual que todavía hoy nos sale automáticamente de la boca, o del pensamiento, o de la omisión incluso, cuando conocemos a una nueva belleza, se llame como se llame.

Me he tirado una hora buscando el nombre de la auténtica Carolina, que en los vídeos de Youtube, efectivamente, hace honor al inmortal requiebro, pero en internet todo son nostalgias sin provecho, añoranzas de pajilleros con acné. Datos, ni uno. Ni en los archivos de RTVE he sido capaz de encontrar a la verdadera Carolina, que abría el Libro de Pedrete con una delicadeza manual que ya anticipaba placeres prohibidos y muy reposados.



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