El golpe

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Las películas como El golpe pueden verse varias veces sin temor a perder la tarde, o a desaprovechar la madrugada. No importa que ya sepamos el desenlace, que anticipemos las sorpresas, que conozcamos el secreto último de cada personaje. Da lo mismo. Tantas reposiciones después, El golpe nos sigue divirtiendo como a niños primerizos porque está muy bien hecha, y muy bien escrita, y nos deleitamos en la contemplación del mecanismo interno, que es un reloj de mucha precisión. Ya no nos fascina la película, sino la arquitectura de la película, que es lo que distingue a los grandes clásicos de las cintas olvidables. Es como se distinguen también las grandes novelas, o los grandes partidos de fútbol, que puedes releer sin la gratificación de la sorpresa, o rescatar de los archivos aunque el marcador se haya quedado inamovible.


    Y luego están sus actores, claro, milagrosos y precisos como una conjunción astral de tres planetas. La partida de póker de Paul Newman nos sigue divirtiendo como el primer día, con su borrachera fingida y su impertinencia ahostiable. Su frotarse las manos de gañán en cada mano ganada. Nos importa un carajo saber de antemano el enredo de las barajas y el resultado de los órdagos. Nadie miró jamás a nadie con tanto odio reconcentrado como le dedica el señor Lonnegan en la partida, o Loniman, o como coño se llame, un excelso Robert Shaw que es el malo perfecto de la película, tan entrañable que a veces dan ganas de susurrarle desde el sofá que tenga cuidado, que esos listillos del barrio lo están enredando como a un tontaina fanfarrón. Hasta Robert Redford se nos descuelga con un par de gestos memorables, históricos, y me sigue saliendo la carcajada, descojonada e irreprimible, cuando Paul Newman pifia un juego de cartas y Redford le mira con los ojos desorbitados como queriendo decirle: "¿Y con esas manos de borrachuzo te vas a presentar ante Lonnegan, o Latiman, o como narices se diga, para contrarrestarle las trampas?".


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Bud Spencer

A Bud Spencer -y a su inseparable compañero de peleas Terence Hill-  los conocí en los autobuses que de niño me llevaban a la playa, a Asturias, huyendo del agosto insufrible de la meseta. Eran viajes que organizaban los bares donde mi padre jugaba las partidas y discutía de fútbol con los parroquianos. Excursiones de filete empanado y mantel a cuadros que salían muy pronto por la mañana y regresaban muy tarde por la noche, para que las familias sin coche, sin recursos, sin otra manera de matar la canícula, también pudieran asomarse al mar y quemarse la piel como los que veraneaban.



    Por aquel entonces la autopista aún estaba en construcción, y el viaje entre León y Asturias, por el puerto de Pajares, llevaba más de dos horas si terminabas en Gijón, que era el destino más a mano. Y tres horas redondas, si te desviabas a cualquier villa de los alrededores a conocer mundo. Para amenizar el viaje, el señor conductor ponía una película para ir y otra para volver, siempre elegidas entre lo más virtuoso del videoclub: las comedias de Pajares y Esteso, las payasadas de Jaimito, las catetadas de Paco Martínez Soria... Y siempre, siempre, una película de Bud Spencer y Terence Hill liándose a mamporros con mafiosos de pacotilla y extorsionadores de tercera. Lo bueno de Bud Spencer es que si tenías la mala suerte de viajar muy alejado de los exiguos televisores, él era tan grande, y ocupaba tanta pantalla, que no te perdías ninguna de aquellas hostiazas que él soltaba con la mano abierta, zas, en un impacto tremebundo que era mitad con la palma y mitad con la muñeca, un arte marcial que ningún chino mandarino soñó con emular jamás.


    Pasaron los veranos. Nosotros dejamos de ir a las excursiones y Bud Spencer y Terence Hill dejaron de hacer películas juntos. De adolescente, con los colegas, le dimos a Stallone, a Spielberg, al porno, a los hermanos Marx, y un día, en un revista de cine, nos enteramos de que Terence Hill se apellidaba Girotti, y era más italiano que los espaguetis, y que Bud Spencer, el gordo entrañable de los mandobles, era otro italiano de carné llamado Carlo Pedersoli. Nos habían engañado, los muy tunantes, y de pronto aquellas hostias históricas ya nos parecían menos míticas por venir de dos tipos mediterráneos, y no de dos cafres nacidos en Iowa, o en Wisconsin. Qué poco sabíamos entonces de casi nada, y de casi nadie, en aquel mundo de enciclopedias que se desfasaban nada más comprarlas, sin Wikipedias y sin foros de cinéfilos. Y ni así, porque hoy mismo, que andamos todos de luto por la muerte de Pedersoli, muchos hemos descubierto, boquiabiertos, y un pelín avergonzados, que Bud Spencer fue nadador olímpico, químico de vocación, trotamundos incansable. Mucho más que un actor de segunda que hizo fortuna dando mamporros. Mira que escondía secretos, y milagros, aquella barba tupida que yo veneraba en mi infancia. Mucho más que aquella otra -algo más lampiña- que sonreía desde las portadas del catecismo, que multiplicaba panes y resucitaba muertos. Grandes logros, sin duda, pero que no tumbaban, ni de lejos, a tres fulanos de un solo sopapo, como sí hacía Bud Spencer, derribándolos como a bolos sin brazos ni piernas. 

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Juego de Tronos. Temporada 6

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Termina la sexta temporada de Juego de Tronos y hay que reconocer, finalmente, que la espera mereció la pena. Los ocho bostezos primeros, con sus personajes y personajas que daban vueltas sobre sí mismos como tontos de remate, o como vacas sin cencerro, han desembocado en el mar impetuoso de los dos últimos episodios, con mucho muerto, mucha venganza, mucha mirada asesina y algún pestañeo lúbrico del amor. Eso sí: nos han vuelto a dejar sin desnudos, estos guionistas arrepentidos ante el Septón Supremo que juraron no propagar la indecencia entre los espectadores. Pero nos han regalado, a cambio, para compensar los estremecimientos corporales, unos cliffhangers de malvados sonrientes y buenos acojonados que nos han puesto los dientes muy largos.


    Los seriéfilos somos mucho de exagerar, de hacer literatura en los foros y montar bullas con los amigos. El marasmo de nuestras vidas civiles, tan aburridas y sentenciadas, se torna pasión cuando aposentamos el culo y nos convertimos en habitantes de los Siete Reinos, o del continente de Essos, y participamos de los acontecimientos como si nos fuera el destino en ello. Hemos llegado al punto de que nos importa más el Trono de Hierro que nuestra Monarquía Constitucional. Tan ilusorios se han vuelto los Borbones como los Targaryen, los carlistas como los Baratheon, y puestos a ejercer de plebe, preferimos, sin duda, soñar con repúblicas imposibles al otro lado del televisor, que es mucho más entretenido y más justiciero. Las reinas, además, con la notable excepción de la nuestra, suelen ser más jóvenes, y estar más guapas, y uno casi les perdona su arrogancia de sangre azul.

    Es por eso, porque vivimos más allí que aquí, más virtuales que reales, más pendientes de la próxima Mano del Rey que del nuevo presidente del gobierno, que nos habíamos enfadado mucho con la sexta temporada de la serie, tan pasiva al principio, tan dubitativa, tan inconcreta como la vida misma de la que huimos. Pero ya ha terminado el tiempo de luto, el paréntesis de frustración, y el invierno ha llegado para quedarse. Ya era hora. Entre que hace un frío del copón y que el trono vuelve a ser ilegítimo, los aspirantes, para no quedarse congelados, han vuelto a convocar a sus ejércitos y a sobornar a sus traidores, y dentro de un año la cosa pinta que va a estallar en una guerra definitiva, tan agónica y dramática que ya casi no nos importará que Daenerys Targaryen siga saliendo revestida y recatada. Ay. 



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Los tres días del Cóndor

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Y aquí seguimos, igualitos, cuarenta años después de que el agente Cóndor descubriera el tomate. A vueltas con el petróleo y con Venezuela, y con el Golfo Pérsico, que son los temas sempiternos mientras tengamos coches de combustión y calefacciones de gasóleo. En España nos darán la matraca con Venezuela hasta que los rojos vuelvan a quedar cautivos y desarmados, pero de los demás países petrolíferos seguiremos hablando, me temo, durante décadas. 

En los años 70 los hombres soñaban con un siglo XXI de coches eléctricos recorriendo las carreteras y tal vez surcando los aires, igual que los androides de Philip K. Dick soñaban con un futuro ganadero de ovejas eléctricas. Los coches están aquí, en efecto, pero los mandamases todavía los tienen sujetos por la correa, y encerrados en la caseta, hasta que las prospecciones se vengan de vacío y los negocios busquen otros nidos donde asentarse y procrear.

    Ay, del agente Cóndor, si en vez de sacar a la luz una difusa red de intereses hubiera dado con los planos del coche eléctrico allá por 1975. Nos habríamos quedado sin película, sin huida, sin el polvo gratuito con Faye Dunaway, que está metido con calzador por aquello del romántico recreo, y de la política taquillera. A Cóndor no le hubieran perseguido estos cuatro chapuceros de la T.I.A. comandados por Max von Sydow, sino la CIA verdadera, que no suele dejar cabos sueltos, ni supervivientes que se escabullan. Los tres días del Cóndor se hubieran convertido en diez minutos escasos, y a Robert Redford no le habría dado tiempo a enamorar a las damiselas, ni a nosotros a conocer las Torres Gemelas por dentro, que es uno de los alicientes inesperados de la película. En otras películas borran digitalmente las Torres cuando aparecen en los paisajes urbanos de Nueva York. Pero aquí, en Los tres días del Cóndor, no se han atrevido a cercenar el infausto recuerdo, porque la película quedaría coja y absurda, y han decidido que es mejor resignarse a los viejos tiempos. Quién iba a sospechar que esas torres majestuosas donde la fingida CIA tiene su tapadera, y ordena la muerte de los sabelotodos como Cóndor, iban a ser derrumbadas por los hijos airados de las Guerras Petrolíferas, esas mismas que Sydney Pollack y sus guionistas denuncian y lamentan.



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María, llena eres de gracia

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Que no lloren los ateos, ni sonrían los meapilas. Ni me he caído del caballo camino de Damasco ni el calor del solsticio me ha freído las meninges. María llena eres de gracia no es un biopic sobre la Virgen María, uno que empiece con su angélica concepción de Jesús y termine con su asunción corporal a los cielos. La María de esta película es una mujer del siglo XXI, terrenal y muy guapa, por cierto. Se apellida Álvarez, malvive en Bogotá, y se gana el sustento en una empresa de floristería, dejándose las manos y la sangre en desespinar los tallos de las rosas. Permanece horas de pie trabajando junto a sus compañeras mientras aguanta al "emprendedor" de turno que se pasea entre las filas, jaleándolas, riñéndolas, denegándoles los respiros porque son unas improductivas de mierda, y unas comunistas quejicas. Cuando termina de trabajar, la vida tampoco le sonríe gran cosa a María: en casa le esperan varias arpías familiares con las que comparte cocina y dormitorio, y en las calles le aguarda un novio bastante imbécil -y bastante ciego- que prefiere irse de calimocho con los colegas, o de motorismo con los malotes.


    Desesperada de todos y de todo, María se prestará a hacer de mula para los narcotraficantes que introducen cocaína en Estados Unidos. El premio es un fajo de billetes que le permitirán iniciar una nueva vida muy lejos de su jefe, y de su hermana, y de ese gilipollas con el que se acuesta de vez en cuando. El riesgo es que la pesquen en la aduana de Nueva York, y pasarse los próximos años protagonizando Orange is the new black para alegría de las lesbianas que allí sueñan con la llegada de un bellezón colombiano. Un destino terrible, en efecto, pero altamente improbable, según los traficantes que la reclutan. Porque la cocaína va encapsulada, en su propio estómago, en cuarenta y tantas pepitas que son como uvas de las gordas. Ni los perros las huelen ni los policías las cachean. Sólo hay que mantener el gesto impasible al llegar a la aduana. Y tragarse las pepitas en Bogotá, claro, que no es asunto baladí, porque no pueden romperse ni rasgarse, y han de ser engullidas con el cuidado infinito de los tragasables del circo, o de las estrellas del porno. Desde que Paul Newman se tragara los cincuenta huevos duros en La leyenda del indomable no sentía yo estas arcadas reflejas en la garganta. 




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Arsénico por compasión

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Los cinéfilos de morro fino, cuando caen por azar en estos escritos que no constan en los mapas de carreteras, huyen despavoridos al descubrir que el cine en blanco y negro brilla por su ausencia. Deben de pensar que mi cinefilia es coja, manca, impostada. Y no van desencaminados, la verdad. Yo me crié en la galaxia muy lejana, en la selva de Indiana Jones, en la fanfarria de Supermán, y cuando tengo que viajar al pasado en el Delorean siento una pereza muy vergonzosa, y muy inconfesable. Pero tengo que decir, en mi descargo, que el cine qualité no aparece en este diario porque desde que empecé a escribirlo, por unos azares o por otros, mis apetencias y mis neurosis han ido por otros derroteros. Que regresen, a partir de ahora, los clásicos viejunos.

    Pero tate, querido lector, que aunque yo sea un cinéfilo de Tercera División, aún guardo sitio para películas como Arsénico por compasión, la comedia loca de Frank Capra. Su humor es blanco, pueril, pasado de moda, como un sainete de Juanito Navarro y Arévalo sin gangosos ni pechugonas. Un Aquí no hay quien viva con un chalet de Brooklyn como único escenario. Sin embargo, por esos azares de lo bien hecho, del ritmo endemoniado, del absurdo cómico del planteamiento, Arsénico por compasión ha superado con creces la prueba de los años, y todavía puede verse en alguna noche perdida del calorazo. Cary Grant hace muecas, se contorsiona, se comporta como un payaso emporrado hasta las cejas. Los críticos viejunos se deshacen en elogios por el "gran actor de comedia", y por el "amplísimo catálogo de sus registros". Son los mismos tipos que luego ven a Jim Carrey haciendo las mismas gansadas en películas de color y llaman a la cruzada contra el cine moderno, y gritan ¡vade retro!, y ¡a mí la legión! Mi alejamiento -injustificable- del cine clásico tiene mucho que ver con estos fulanos. Si ellos son la aristocracia de la cinefilia, yo prefiero quedarme en el barrio, a jugar pachanguitas, y a comentar las películas cutres con los amigotes.


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Langosta

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En el mundo distópico de Langosta, los solteros y los divorciados son unos apestados sociales perseguidos por la ley. Si las fuerzas del orden te descubren caminando sólo por las calles, o deambulando sin compañía por los centros comerciales, rápidamente caen sobre ti para pedirte el Certificado de Arrejuntamiento. Si no lo tienes, o no lo llevas encima, te conducen a un hotel de cinco estrellas enclavado en la campiña, lejos de la ciudad y de las miradas curiosas. Los reclusos, en este disimulado campo de concentración, son tratados con exquisita educación, a cuerpo de rey, pero también son advertidos de que si en el plazo de unas pocas semanas no encuentran pareja entre los otros huéspedes, se verán sometidos a una operación de cambio de especie, de la que saldrán convertidos en un animal de su elección. El tunante del protagonista, que parece algo gilí, pero que en el fondo es un fulano bastante despierto, dejará escrito en el impreso de admisión que él, en caso de tal, desea ser transmutado en langosta, porque esos bichos tienen sangre azul como los aristócratas, viven más cien años y nunca pierden el impulso sexual. "Y además me gusta mucho el mar", remata.



    La situación no parece muy desesperada, la verdad. Sólo hay que deambular unos cuantos días por las zonas de esparcimiento para encontrar una pareja aceptable, resignada, con la que pactar un amor de compromiso y librarse así del estigma social, y de la operación de los huevos. Pero cómo estará el percal, y cómo será la fauna, que pasan las semanas y los presos y las presas sólo se acechan en la distancia, recelosos, como alumnos adolescentes en la fiesta del instituto. El miedo de caer en la mesa de operaciones no es tan poderoso como el terror a volver a equivocarse de pareja. A volver a fracasar en los asuntos del amor, que dejan cicatrices interiores que no se ven, pero que son igual de horrendas que los costurones de la piel.


    Este hotel de Langosta, en realidad, es muy parecido al mundo virtual de las redes del ligoteo. Muchos hemos llegado aquí con la esperanza de encontrar un amor en el que por fin confiarnos y descansar. De lo contrario, estamos condenados a la tristeza y a la soledad. El tiempo vuela, tic-tac, tic-tac...  Los miembros del Lonely Hearts Club vivimos tan apremiados como esos pobres desgraciados de la película, pero son muy pocas, hasta el momento, las mujeres que parecen haberse dado cuenta de tal circunstancia. La mayoría juega, tontea, pasa el rato; la minoría, por su lado, pone exigencias de Leticia Ortiz Rocasolano para arriba. Y lo cierto es que aquí nadie está para tirar cohetes...  Yo, por mi parte, cuando me abandone la última esperanza, ya he expresado mi deseo de ser transformado en gorrión. Vivir en el árbol, sobrevolar a los humanos, y esperar con alegría la llegada del invierno. 



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Gran Torino

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En este pueblo recóndito del Noroeste tengo un vecino que se gasta un aire al Walt Kowalski de Gran Torino. Si en la película de Clint Eastwood son las familias chinas las que invaden el arrabal de Detroit y dejan a los americanos fetén en minoría demográfica, aquí, en la pedanía de Ponferrada, son las familias jóvenes las que poco a poco han ido comprando las propiedades y arrinconando a los cuatro viejos de toda la vida, que todavía aguantan el tirón con sus boinas y sus partidas de dominó.

    Mi vecino, cuyos antepasados llegaron a estas tierras en un carro de bueyes tan grande como el Mayflower, también se sienta a la puerta de casa para ver pasar a los extraños con gesto hosco y mirada torcida. A diferencia de Walt Kowalski, mi vecino Anselmo -vamos a llamarlo así- no trasiega latas de cerveza, sino vasos de vino casero que él mismo produce de sus viñas. Tampoco tiene un perro a su lado que ladre a los vecinos al unísono, porque él siempre ha pensado que los perros tienen que estar en el patio, atados con una cadena, y comiendo mendrugos de pan. Es por eso que los que tenemos perrete, o perrazo, y desfilamos por delante de su casa paseándolos con correa, somos para Anselmo como un anatema, gentes extrañas que vinieron de la ciudad a traer costumbres de maricones.


    Mi vecino, por supuesto, no tiene un Gran Torino guardado en el garaje. Lo suyo es un tractor John Deere color verde que hace las delicias de los niños. Se quedan alelados, ante ese monstruo mecánico que es el primo de Zumosol de sus juguetes. Sé de alguno que aprovechando un despiste ha terminado subiéndose al bicharraco para jugar al granjero con posesiones, al terrateniente con posibles, y ha sido cazado in fraganti por Anselmo que regresaba de la ausencia. Si Walt Kowalski amenaza con un fusil a todo el que pisotea su jardín, Anselmo tiene una vara de avellano que era el terror atávico de los rapaces. Si la realidad fuera igual de caprichosa que en Gran Torino, algún año de estos, Anselmo, en su testamento, legaría el tractor a uno de estos críos que tantas trastadas le hacen, hijos de los pijos capitalinos que vinieron a cambiar el pueblo y a convertirlo en un barrio periférico, que es un concepto decadente, de segunda división. 



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Convicto

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La cárcel, como hostal de dos estrellas pagado por el Estado, no es en principio un mal lugar para vivir. Hay gente que a este lado del muro lo pasa mucho peor. En la cárcel tienes horarios regulares, calor en invierno, refresco en verano. Dispones de biblioteca, de cancha deportiva, de sala de juego. Te dan de comer, te enseñan un oficio y te disciplinan en los hábitos. Y si encima tu pareja no te ha abandonado, el reglamento te concede un vis a vis cada quince días, que es mucho más de lo que follan la mayoría de los ciudadanos. 

    El problema no es la cárcel en sí -llegados a esa trágica tesitura- sino los carcelarios que viven en ella. La gente que allí se reúne para hacerte la vida imposible si les entras por el ojo izquierdo. O por el ojo del culo. Los presos, por lo común, no son peores personas que las que se quedan aquí fuera. Por cada delincuente que traspasa la reja, hay otros diez que se descojonan de risa mientras juegan al golf o navegan en el yate. Lo jodido de estar en la cárcel es que no tienes escapatoria si las relaciones se te tuercen. Si un psicópata te coge ojeriza o si un empalmado te acorrala en las duchas. 

    Ése es, al menos, el folklore que siempre nos han contado en las películas, y sobre todo en las anglosajonas, que siempre son tan cañeras y exageradas. Y esta película de hoy, Convicto, no iba a ser una excepción. En ella, Eric Love es un mozalbete de armas tomar que lo mismo aporrea a los vigilantes que les muerde los huevos o les clava punzones en el cuello. Un salvaje sin parangón que se convierte en la vedette del centro penitenciario. A un tipo así, si los reclusos fueran juiciosos, habría que dejarlo en paz desde el primer día; nada de tanteos, ni de provocaciones, ni de caricias en los baños. Pero los presos de Convicto, que son de una calaña muy retorcida, se sienten desafiados por el chaval. Les va el rollo del macho dominante, y no van a parar hasta poner en su sitio a la estrellita. 

    Y como ellos, menos juiciosos todavía, están los terapeutas y los psicólogos de la prisión, que embebidos de teorías ambientalistas se toman el caso como una cuestión de prestigio profesional. Si somos capaces de encauzar a semejante bestia parda, ya tenemos el cielo ganado. Con estos mimbres de tontería y presunción, los rifirrafes de Convicto terminarán, como no podía ser de otro modo, como el rosario de la aurora. 




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La extraña pareja

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Cuando los hombres divorciados se enfrentan a la suciedad progresiva de su hogar -ésa que antes sólo limpiaban por encima los fines de semana para que la mujer no protestara-, tienen dos caminos a seguir: o abandonarse a la molicie y dejar que la mierda campe a sus anchas hasta que asome un prurito de vergüenza, o instalarse en la neurosis de quien no soporta ver el churretón sobre el azulejo o el pelo en la bañera. O la suciedad, o la locura. No hay término medio para el hombre solitario enfrentado a la mugre. Una mugre que además, sin que ninguna teoría científica sea capaz de explicarla, crece exponencialmente cuando un hombre vive solo, como si la mujer y los hijos que antes pululaban por allí fueran seres que absorbieran polvo y grasa en lugar de producirlos.



    En La extraña pareja, Oscar Madison es un divorciado de larga trayectoria que ha optado por vivir con el fregadero lleno de cacharros y la alfombra sembrada de colillas. Los fines de semana monta una timba de póker con los amigotes que lo deja todo perdido, pero ni a él ni a sus colegas les importa mucho la insalubridad del ecosistema. Felices y gorrinos, viven felices con sus partidas hasta que Félix se muda al piso de Oscar. Félix es un amigo común que acaba de divorciarse y que pasará unas semanas durmiendo en el cuarto de invitados. Lo que parece el inicio de la concordia y la francachela se convertirá, al poco tiempo, en una dura prueba para la amistad, porque Félix es un tipo muy diferente a Óscar, uno que ha optado por el segundo camino del hombre divorciado. 

    Armado de bayeta y desinfectante convertirá la cueva de su amigo en un piso que será la envidia de las vecinitas más exigentes cuando éstas bajen a tontear. Los intercambios sexuales de Oscar aumentan, pero sus amigos del póker, asfixiados en ese nuevo ambiente de limpieza, obligados por Félix a colocar sus cervezas sobre el posavasos y las colillas sobre el cenicero, decidirán trasladar sus barajas a una cueva donde haya menos etiquetas y menos reproches. Y Oscar, por supuesto, colocado en la tesitura de elegir entre los polvos de ocasión y las partidas de póker, tendrá que rogarle al bueno de su amigo que deje de limpiar tanto. Por el bien de su sagrada amistad, que ahora se tambalea.


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Cuentos de Tokio

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Los Hirayama son unos ancianos que aparentan más edad de la que tienen, quizá porque su pueblo, Onomichi, sólo dista diez leguas de Hiroshima, y en 1953 todavía no se han evaporado del todo los uranios y los polonios. Ni Manuel Fraga se hubiera dado un baño en esa bonita bahía de pescadores...

    El matrimonio Hirayama, como si presintiera el final, decide hacer una gira de despedida por los hogares de sus retoños, allá en el Tokio lejano. Él hijo es médico, la hija esteticista, y ambos se pasan el día trabajando y viajando en los transportes. Primero porque son japoneses, y los japoneses, tan orientales y extraños, son así. Y segundo porque el país está en plena reconstrucción, y al que no arrima el hombro se le considera un apestado social. Igual que aquí, en España, vamos, que los amigos te invitan a un chato si logras escaquearte sin que te pillen.

    La llegada de los Hirayama es recibida con mucha alegría, pero al día siguiente hay que sacarlos a pasear, como a dos perretes recién adoptados, y empiezan los contratiempos y los gestos contrariados. Los ancianos son de buen conformar, y ellos mismos toman la iniciativa de coger los autobuses para conocer las maravillas turísticas de Tokio, que se resumen, al parecer, en subirse a los rascacielos y adivinar dónde vive cada hijo en la distancia. Aunque parezcan un poco lerdos, y no puedan disimular su paletismo en el deambular, los Hirayama no se llevan a engaño: la visita ha sido una mala idea. Los hijos, la verdad sea dicha, son atentos y cordiales, pero el poco tiempo libre que les queda vale tanto como el oro, y lo atesoran en sus relojes con fruición de usureros.


    Como mi realidad y mi ficción viven un entrelazamiento cuántico que sería el pasmo de los físicos teóricos, el mismo día en que veo Cuentos de Tokio leo en la prensa que el 42% de nuestros ancianos preferiría quedarse en casa antes que irse a vivir con los hijos, cuando las fuerzas fallen, y los achaques incapaciten. Sólo el 4,5% declara que no tendría inconveniente alguno en mudarse. Nuestros Hiroyamas nacionales conocen el percal, y prefieren no tentar a la suerte. Aquí, gracias a las reformas laborales del gobierno, el problema no es que los hijos trabajen a destajo: el problema es que nadie sabe cuándo va a trabajar, ni cuánto, ni a qué horas, ni con qué sueldos. Ni con qué abusos. Los hijos igual te acogen en su hogar con todo el cariño y al día siguiente tienen que emigrar a Alemania, a teclear ordenadores, o a la Costa Brava, a servir mesas. O se quedan en paro, irremediablemente, y ya no tienen ganas ni de levantarse del sofá. En este país de mierda escasean las vidas en línea recta, planificadas, con horizontes despejados,  y así es muy complicado acoger a nadie. Ni a los padres, ni a los perretes.



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Johnny cogió su fusil

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Recuerdo haber visto Johnny cogió su fusil siendo muy niño, en la vieja televisión en blanco y negro, a medias obligado y seducido por mi padre, que siempre la tuvo entre sus películas preferidas. "Para que sepas qué es la guerra de verdad, chaval"... El sufrimiento que causa, y las desgracias que acarrea.

    Yo me pasaba los días jugando a la guerra: a las bandas, en las calles, persiguiéndonos con el paintball de las piedras y los barros; y a los jichos, en los salones, que así llamábamos a los soldaditos de plástico que colocábamos para recrear las batallas de la II Guerra Mundial. Luego, en los kioscos, devorábamos cualquier cosa que tirara de metralleta y bazoka, y en los cines no perdíamos una sola película de tiros, siempre jaleando a los americanos, tan chuletas, y odiando mucho a los alemanes, con esa pinta de sádicos y ese idioma barbárico de innumerables consonantes. España era por entonces un país castrense, de altos valores patrióticos, y aquel tufillo malsano, como de miasma, o de ceniza, se nos pegaba a la piel. Y más a nosotros, a los chavales del barrio, que vivíamos casi adosados a un cuartel de artillería, y cada poco veíamos pasar los tanques que salían de maniobras a matar lagartijas en los montes cercanos. Nosotros, boquiabiertos en las aceras, no concebíamos mayor sueño que conducir uno de aquellos cacharros y dirigirlo - mucho antes de que Bart Simpson nos copiara la idea- contra el edificio del colegio, para derrumbarlo obús tras obús, sin víctimas mortales, pero con vacaciones garantizadas.


    Mi padre me dejaba hacer y observaba, pero en su fuero interno tal vez temía que yo le fuera a salir teniente general, o cura castrense, y una tarde verano, o una noche de invierno, eso ya no lo recuerdo, me plantó a su lado en el sofá para ver Johnny cogió su fusil. Si alguna vez alimenté la tonta idea de alistarme en el ejército y de participar en una guerra patriótica, se me quitaron las ganas de un sopetón. Desde entonces sufro de urticaria epidérmica cada vez que alguien me habla de coger un fusil para defender la bandera, y los empresarios orondos que se esconden tras el trapo. Pobre Johnny, el desbrazado, el despiernado, el desrostrado, que ya sólo quería renegar y morirse. Ni el mismísimo Jesús, con el que soñaba en su fiebres, puedo ayudarle con sus trucos.

    "Sería mejor que te fueras. Eres un hombre con muy mala suerte y no tengo palabras. Tú lo que necesitas es un milagro".

    

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El hijo de Saúl

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El hijo de Saúl es una película que tiene difícil encaje en este blog. Resulta imposible, e inhumano, colocar aquí un chiste, un juego de palabras, un delirio de amor. Lo único que deseo ahora mismo es pasar el trance de esta escritura para no tener que recordar la película en exceso. Para no meter la pata -de las cuatro que tengo, y bien torpes además- con algún comentario que pueda entenderse como frívolo. 

    Decía Alan Alda en Delitos y faltas que la comedia era igual a tragedia más tiempo, pero el Holocausto, del que ya nos separan más de setenta años, sigue estando muy presente en nuestras conciencias. Supongo que  si los alemanes hubiesen ganado la guerra, descubierta a última hora la bomba de hidrógeno o la bacteria que sólo mataba anglosajones, todos los años tendríamos una película sobre la barbarie de Hiroshima, o sobre las purgas de Stalin en los campos de Siberia. Pero los alemanes perdieron, y la ignominia del exterminio cuenta con mil testimonios que alimentan la industria cinematográfica, y nos mantienen viva la indignación.

    Sucede, además, que este director húngaro, László Nemes, ha decidido contar su historia del modo más insoportable posible. Hurtando las violencias a nuestros ojos morbosos, sacándolas fuera de foco, poniéndolas de perfil, pasándolas por detrás del protagonista como si formaran parte del paisaje. Saúl, el sonderkomando judío que se encarga de amontonar cadáveres y llevarlos en carretilla a los hornos incineradores, es como un personaje de las películas de los hermanos Dardenne, al que la cámara, en primerísimo plano, sigue y persigue por los recovecos del campo de concentración. Saúl no busca un empleo, como las mujeres de los Dardenne, porque de empleos, el pobre hombre, en el campo de concentración, ya está bastante hasta la gorra. Saúl solo busca un rabino que dignifique la muerte de un niño gaseado, uno que se atreva a rezar unos cuantos salmos de tapadillo antes de que el cuerpo sea trasladado al horno. 

Resumida a los amigos, El hijo de Saúl es una película tan simple como un chupachups. Pero en el rostro del infortunado prisionero, y en el drama que sucede a sus espaldas, cabe toda la complejidad del ser humano. De su lado siniestro, mayormente.




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Mr. Robot. Temporada 1.

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Desde que los hombres del Neolítico se pusieron a cultivar la tierra y crearon las clases sociales, los ricos y los pobres vivimos enfrascados en una guerra que dura ya diez mil años, y lo que te rondaré, morena. El mismísimo Warren Buffet, el multimillonario inversor, afirmó que la guerra de clases sigue más viva que nunca, y que los ricos, afortunadamente para él, van ganando por goleada. Cautivo y desarmado el ejército rojo de Moscú, el capitalismo lleva un cuarto de siglo campando a sus anchas, sostenido por el complacido voto de la clase trabajadora, a la que sólo hay que manipular tres telediarios y asustar con tres espantajos para que vote en contra de sus intereses. Ay, y si el abuelo Marx levantara la cabeza.

    El episodio piloto de Mr. Robot es la actualización 4.0 de  la Lucha de Clases. La 1.0 la perdieron los esclavos de Espartaco luchando contra las legiones romanas; la 2.0 empezó con Lenin subido a un tanque y terminó como el rosario de la aurora allá en el muro derrumbado; la 3.0, que sólo tuvo lugar en la ficción de los cines, la sostuvo en solitario el demenciado pero lúcido Tyler Durden, que fundaba clubs de la lucha para agitar las conciencias y entrenarse en los mamporros. Al final de El club de la lucha, Tyler Durden acababa con el sistema financiero demoliendo sus edificios de oficinas. 

    Diecisiete años después, en una época en la que está muy mal visto derrumbar rascacielos con explosivos, Mr. Robot decide terminar con los bancos -con la deuda y las hipotecas, las servidumbres y los abusos- destruyendo el monstruo desde dentro, en silencio, a lo troyano, con la fuerza infinita de un ordenador portátil sabiamente manejado. El episodio piloto de Mr. Robot es capaz de alegrarle el día a cualquier bolchevique aficionado a las series de televisión. Pero la alegría dura poco en la casa del pobre. A los dos o tres episodios, en una afán por rellenar tramas que no conducen a ningún sitio, la revolución de Mr. Robot se aplaza sine die y la desazón se adueña del espectador antes alborozado y ahora aburrido.

First we take Manhattan...

... recitaba Leonard Cohen en su poema revolucionario, y al principio de Mr. Robot así lo parecía, pues el susodicho vive allí afincado, y parecía muy seguro del empeño. Pero luego...

Me sentenciaron a veinte años de aburrimiento
por intentar cambiar el sistema desde dentro.




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Ciudadano Bob Roberts

🌟🌟🌟🌟

Antes de que Donald Trump asiente sus reales en el Despacho Oval y se ponga a jugar con las cosas que no tienen repuesto, como cantaba Serrat, no estaría de más programar un ciclo de anticristos que también aspiraron a ser presidentes de los Estados Unidos. Un ciclo que empezaría con la trilogía de La Profecía -pues hay que recordar que el niño Damien, ya crecidito y repeinado, ansiaba jugar con los códigos nucleares que desatarían el Armagedón- y que terminaría, en tiempos más recientes, con Frank Underwood golpeando la mesa del Despacho Oval con sus nudillos insensibles, toc, toc.


    Entre medias -en un tono más verosímil pero no menos terrorífico- uno recomendaría a las amistades que vieran Ciudadano Bob Roberts, el mockumentary que hace veintitrés años escribió, dirigió y hasta musicó Tim Robbins. Bob Roberts es "un payaso criptofascista"  que aupado por sus muchos millones y protegido por oscuros intereses se abre camino en las elecciones al Senado en Pensilvania. ¿Les suena de algo, el personaje...? Bob Roberts, al que interpreta el mismísimo e izquierdoso Tim Robbins, posee, además, el don de la música y del canto, y subido a los escenarios de campaña acomete con su guitarra unas canciones muy pegadizas en las que ridiculiza a los rojos y a las razas inferiores, y ensalza los valores eternos de Dios y de la Riqueza, dejando extasiados a los emprendedores que le jalean en los mítines, y enamoradas, hasta el éxtasis, a las anglosajonas que envidian a su esposa boba por disfrutarlo cada noche.

    Han pasado veintitrés años, digo, pero Ciudadano Bob Roberts sigue estando de rabiosa actualidad. Y no sólo porque el ficticio Bob y el realísimo Donald guarden un parecido inquietante en los discursos y en las intenciones, y uno se estremezca acojonadito en el sofá. Es que las tácticas, las zorrerías, las manipulaciones, siguen siendo las mismas cada vez que un candidato que viene a joder a su pueblo, y a depauperarlo todavía más, se envuelve en los valores rancios para que el populacho manipulado y desinformado vuelva a prestarle la cartera. 




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Deuda de honor

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En Deuda de honor, Mary Bee Cudy, que tiene nombre de personaje de La casa de la pradera, es una mujer solitaria que sobrevive en los territorios de Nebraska cuando los americanos colonizaban el Medio Oeste.  En la tierra yerma de las Grandes Llanuras, donde el sol y el frío se alternan para que sólo crezcan hierbajos y maizales famélicos, Mary Bee, tan hacendosa como hacendada, ha levantado con sus propias manos una granja que es la envidia de todos los vecinos, que son cuatro desharrapados que llegaron pensando en la tierra de leche y miel que se les prometió a los errantes.





    Por razones que nos son hurtadas a los espectadores, Mary Bee vive soltera y sin compromiso. Tal vez quedó viuda en algún accidente, o fue abandona por un intrépido colono que al llegar a los páramos dio media vuelta a galope tendido. Mary Bee, que todavía es joven y goza de buena salud, busca matrimonio entre los escasos solteros del villorrio. Pero el amor no es precisamente el motor de su motivación conyugal. Primero porque Mary Bee vive bajo el estricto temor de Dios predicado por el pastor, y segundo porque esos hombres no son precisamente adonis caídos del cielo. Mary Bee busca un brazo que la ayude, una escopeta que la defienda, una compañía en las noches oscuras que amenizan los coyotes. Mary Bee es lo que nuestras abuelas llamarían un buen partido, pero los tontainas de Nebraska, al ser requebrados y requeridos, hacen un mohín de disgusto y responden que gracias, pero que no. Que prefieren irse al Este con el carromato a buscar esposa entre mujeres más sofisticadas y más guapas. 

    En cada rechazo, Mary Bee, desconsolada, llora a lágrima viva en la soledad de su cabaña, y el espectador, que contempla el rostro de Hilary Swank dándole vida al personaje, empieza a sospechar que aquí hay un terrible error de casting. Hilary Swank no es precisamente la flor de la canela, si de belleza hablamos, pero no es, desde luego, una mujer desdeñable en esos aspectos. Conozco a un tipo en este villorrio , sin ir más lejos, que bebe los vientos por su hermosura algo hombruna, aunque de labios irrenunciables. Si Tommy Lee Jones, el director de la función, buscaba a una gran actriz para dar vida a la desgraciada Mary Bee, pardiez que la encontró. Pero el físico de Hilary no encaja, no se ajusta, y a partir de ahí, lastrada por el error, Deuda de honor se convierte en una bonita película, de paisajes majestuosos y tal, poesía crepuscular, pero coja como un carromato de tres ruedas.


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Abajo el telón

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Franklin Delano Roosevelt -al que nosotros, en el colegio, llamábamos Franklin Delculo en un alarde de imaginación- fue un presidente de Estados Unidos que se vendió al capital como todos los que han sido desde que George Washington empuñara su fusil. Pero Delano, a diferencia de los demás, tuvo su momento de debilidad, su corazoncito de ser humano. A él le correspondió lidiar con el paisaje desolador de la Gran Depresión, y asesorado por economistas que hoy saldrían en la portada de El País o del ABC retratados con rabos y cuernos, impulsó un vasto programa de inversiones públicas para que los desempleados, al menos, tuvieran una ocupación al levantarse cada mañana, y abandonaran el desánimo, y las cantinas, y los cenáculos del comunismo donde ya se cocía la revolución de la América cabreada. 

Las agencias del gobierno reclutaron trabajadores para construir carreteras, desbrozar caminos, reconstruir escuelas..., Y en las oficinas culturales, se contrataban actores para llevar el teatro a los cuatro puntos cardinales del país. Entretener a las gentes y enseñarles algo distinto a las monsergas de los religiosos. Algo muy parecido a lo que hizo nuestra II República con las Misiones Pedagógicas, y más concretamente, con la compañía de teatro La Barraca, que quiso desasnar con sus representaciones a los españoles de las mesetas y las montañas.

    Pero a Delano Roosevelt, como a los republicanos españoles, se la tenían jurada las fuerzas conservadoras. Las gentes de mal vivir, que diría el añorado Ivá... Ellos tenían a los rojos americanos por gente despreciable, y muy peligrosa, pero al menos los tenían confinados en las grandes ciudades, y dentro de ellas, en barrios muy localizados y fáciles de vigilar. Pero soltarlos así, a los cuatro vientos de la geografía, como una plaga de langostas que predicaran la cultura y la concienciación política, era un antojo que no le iban a consentir a nadie. Es por eso que años antes de cazar las brujas en Hollywood, los garantes del orden lanzaron otra cacería muy olvidada contra las gentes del teatro federal. Una persecución que nos recuerda Tim Robbins en Abajo el telón, título improcedente que esconde el original Cradle Will Rock, que era la obra de teatro que Orson Welles, metido de jovenzuelo en estas movidas, iba a estrenar en Nueva York antes de que se desatara la reacción. Muy estimable la película, y más estimable todavía, su valor didáctico.




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El bosque

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Les tengo un poco de resquemor a las películas de M. Night Shyamalan porque siempre me hacen quedar como un idiota, ante las amistades, y ante los cuñados. Todo el mundo es mucho más perspicaz que yo a la hora de adivinar esos desenlaces que a mí me dejan boquiabierto, como un niño engañado por un mago, mientras que ellos, simplemente, se limitan a recoger la confirmación de sus inteligentes deducciones. No es lo mismo saberse uno tonto en la intimidad del salón, a solas con la propia incapacidad, que verse humillado en la barra del bar, o en la mesa de la terraza, sometido al engreimiento de algunos fulanos despreciables, y a la sonrisa compasiva de algunas damas que me descartan.

    Ahora que ya todos conocemos los finales de Shyamalan, el tiempo ha igualado a los listos con los tontos, a los genios con los mendrugos, y sus películas ya se ven con otra intención, y con otra perspectiva. Yo, por mi parte, he vuelto a pasearme por El bosque porque la otra tarde, en los canales de pago, me encontré con Bryce Dallas Howard jugando a la gallinita ciega en aquel poblado apartado del mundo, y el amor, como un impulso incontenible, me hizo pulsar el botón rec para ver la película completa otro día, y solazarme con su belleza pelirroja desde el comienzo. Sí, queridos lectores, y alarmadas lectoras: ha sido el sexo, una vez más, quien revestido de romanticismo ha vuelto a guiar mis pasos, y a dictar mi agenda cinematográfica. Si esto fuera un blog serio, de ínfulas intelectuales y cosecha de sabidurías, lo suyo sería aprovechar El bosque para hablar de los miedos ancestrales del ser humano y tal y cual. Redactar un pequeño ensayo de antropología, y no describir -¡ otra vez!-  esta pelusilla con forma de corazón que ha vuelto a nacer en mi ombligo.



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Los últimos días del Edén

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Los últimos días del Edén habría sido un bonito título para estos escritos, porque ellos son, realmente, aunque parezcan una crónica de cinefilias, y de cinefobias, el relato de mis últimos días en el edén del vigor físico, de la lucidez intelectual, de mi ya de por sí escaso atractivo. Este blog, en esencia, es la versión muy verborreica, y muy poco artística, de aquel famoso poema de William Wordsworth en el que el poeta lamentaba no revivir el esplendor en la hierba, ni la gloria en las flores, pero donde decía, al menos, contar con el recuerdo de las cosas bellas, que en mi caso son las películas de cada día, y las series que veo en las fiestas de guardar.


    Los últimos días del Edén cuenta las andanzas del doctor Robert Campbell en la selva amazónica: un Sean Connery de pelo canoso y guayabera sudada que cree haber descubierto el remedio contra el cáncer en una flor exótica que crece en las alturas. Para controlarle el gasto y aplacarle las locuras, aterrizará a su lado Lorraine Bracco, una científica que enamorada al instante del caballero soportará estoicamente las incomodidades selváticas con tal de permanecer a su lado, y trincar, de paso, si la cura contra el cáncer fuera veraz, un pedacito de honor en los libros de historia, y un montoncito de millones en el negocio farmacéutico subsecuente.

    Los últimos días del Edén se estrenó en 1992, y recuerdo que por aquel entonces, aprovechando la coyuntura, entrevistaron a varios oncólogos para preguntarles cuándo estaría listo un remedio contra el cáncer. "Uy -resoplaron, como hablando de un futuro lejanísimo-. Veinte años por lo menos..." Y así seguimos, veintiséis años después, con la misma respuesta colgada en el cartel, como aquel "vuelva usted mañana" de las ibéricas ventanillas. Uno echaba cuentas en 1992 y pensaba reconfortado: entre que descubren la molécula, la prueban en ratones y ponen en marcha su desarrollo industrial, aún llego a tiempo para morirme sólo de un ataque al corazón, o de un trastazo con la bicicleta. Pero se ve que no, que el asunto de los tumores es más complicado de lo que parecía. Y no te digo nada si, como cuentan en Los últimos días del Edén, el remedio definitivo crece en una selva remota amenazada por la deforestación, y por la sequía. Me cagüen Bolsonaro... Cuando muera el último árbol, y no queda mucho al paso que vamos los civilizados, apaga y vámonos. 





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La bruja

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Cuando el Mayflower arribó a las costas de Nueva Inglaterra y los puritanos asesinaron a los primeros indios para desembarcar sus bártulos y cultivar los huertos, empezó la tragedia de los aborígenes de Norteamérica. Los europeos primero los sedujeron, luego los arrinconaron, y más tarde, con la llegada masiva de bocas que alimentar, los expulsaron más allá del Mississippi, hasta confinarlos en los Territorios Indios. Les despojaron de la caza y de los pastos, y cuando osaron rechistar, los despojaron de la vida. De este genocidio sabemos muchas cosas porque lo vimos de chavales en las series de televisión, y en las películas del Oeste. Y porque luego, de mayores, vimos documentales que desmitificaban a John Wayne y al Séptimo de Caballería, tan aparentes en sus monturas, y tan despiadados en sus motivaciones.

    Sin embargo, del genocidio que sufrieron los dioses autóctonos nunca se rodó una película, ni se hizo una serie de postín. Cuando en la tierra se produce un abuso cultural, en los cielos se produce un atropello paralelo, y los perdedores también son desterrados a las nubes menos apetitosas del amanecer. En las alturas también hay un Territorio Indio donde Manitú se lame las heridas, y los dioses de la naturaleza se sientan alrededor de las fogatas a recordar los viejos tiempos. Los europeos trajeron a un dios crucificado que llevaba diecisiete siglos ganando batallas, y tras él, en procesión, llegó su corte de demonios, de dementes, de pecadores de la pradera que luego alimentaron los chistes de Chiquito de la Calzada.

    Donde llega el Bien, al poco llega el Mal a un solo paso de distancia, porque ambos son conceptos relativos que no pueden vivir sin su pareja, como en los matrimonios, o en las ligas de fútbol muy reñidas. Junto a Jesús, los puritanos de La bruja trajeron unos miedos muy negros en sus almas, y al desembarcar los soltaron por ahí, para que se infiltraran y se reprodujeran, y al mismo tiempo que crecían el maíz y la patata, crecían las brujas y los impíos. Allí empezaron a montar sus akelarres, y a seducir a los perdidos, y todavía hoy, cuatro siglos después, siguen conspirando contra la América decente que vota al Partido Republicano como Dios manda.  


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Win Win

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"Ganar, y ganar, y ganar, y volver a ganar", dijo Luis Aragonés en aquella rueda de prensa de la Eurocopa. Lo dijo cuatro veces, y con mucho énfasis, porque él era un entrenador prestigioso y llevaba en volandas a un grupo de futbolistas excepcionales. 

En Win Win,  la película de Thomas McCarthy, Paul Giamatti es un entrenador de lucha libre que dirige a los alumnos más flacos de New Jersey, y por eso, cuando compite contra los institutos del vecindario, sólo se atreve a repetir dos veces lo de ganar, win win, y con la voz muy bajita, porque ni él mismo se cree tamaña ensoñación. Y es raro, porque estar casado con Amy Ryan debería ser motivo suficiente para encarar cada día con alegría. Pero el bueno de Giamatti, en Win Win, vive asediado por las deudas, que no le dejan dormir, y por el peso insoportable de la pitopausia, que a veces le corta la respiración. Sus mañanas son un pequeño infierno que transita trabajando y haciendo números con la calculador. Es luego, por las tardes, cuando encuentra el alivio enseñando rudimentos a esa panda de luchadores famélicos. 

Su equipo pierde un sábado sí y otro también, pero en la rutina del gimnasio y de la competición Giamatti olvida los problemas pecuniarios y la caducidad del organismo. Pero perder cansa, vaya que si cansa, y cuando Giamatti empieza a notar que esa pequeña ilusión también se le marchita, aparece en su vida Kyle, un adolescente problemático que destroza a los rivales sobre el tapiz sin apensas esforzarse. De la mano de Kyle llegarán las victorias, pero también innumerables problemas en la vida real,  y Giamatti, que le ha cogido el gustillo a eso de triunfar, tendrá que hacer malabarismos chinos entre su aprecio por Kyle y su vieja armonía sociofamiliar. 

    Giamatti se verá envuelto en varios dilemas morales que son la enjundia de Win Win, esta película simpática, correcta sin más, que nada hacía presagiar que cuatro años después Thomas McCarthy nos regalaría esa obra maestra de la investigación periodística que es Spotlight.


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La gran comilona

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Me senté muy animado a ver La gran comilona porque de Ferreri y de Azcona trabajando juntos yo tenía la grata experiencia de El pisito, y de El cochecito, tan celebradas en este mismo blog. El argumento de La gran comilona, además, parecía un anzuelo muy jugoso para los glotones que aún no hemos sufrido la pitopausia: cuatro hombres maduros, en pleno uso de sus facultades físicas y mentales, se reúnen en una vieja mansión a comer hasta reventar, o a follar hasta desaguarse, lo primero que llegue.

    Si el cielo de los hombres -que ha de ser, por fuerza, muy distinto al de las mujeres- es un banquete perpetuo con féminas complacientes, estos cuatro amigos han decidido que no hay mejor modo de suicidarse que anticipando el cielo en la tierra. Para qué seguir penando en este valle de lágrimas y de bostezos si uno cree a pies juntillas en el paraíso de los laicos, que es un complejo turístico en las nubes de Bespin con bufé libre, mujeres en pelotas y fútbol ininterrumpido. Un paraíso dirigido por Lando Calrissian que dista muchos pársecs del cielo prometido a los católicos y a los meapilas, que pasarán la eternidad contemplando a Dios y escuchando recitales de María Ostiz. Y viendo partidos de pádel en Teledeporte, que es el único deporte homologado por la derecha cristiana.

    Si Comer, beber, amar era una película china de "sentimientos y emociones", La gran comilona es una película francesa de homínidos que mastican con la boca abierta y se tiran pedos en cualquier rincón de la caverna. Una película escatológica, excesiva, que se va sobrellevando por las curiosidades del menú, y por las tetas que salpican la fiesta, sin que en ningún momento llegue la moraleja ni la sabiduría. Los personajes pasan dos horas en un hastío existencial que es paralelo al hastío de los espectadores. La gran comilona - de la que he pasado los últimos tres cuartos de hora con la tecla de avance- es un experimento, una provocación, una gansada. Una gamberrada, quizá, a la que tratamos de sacar enjundia metafísica mientras Azcona y Ferreri, junto al bueno de Lando Calrissian, se descojonan de nosotros en la Ciudad de las Nubes. 



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United

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A todos los infantilizados por el fútbol nos recorre un sudor frío cuando recordamos la tragedia del Torino en 1949, o la del Manchester United en 1958, y rezamos laicas oraciones para que el avión que lleva nuestras glorias deportivas no se estrelle en un aeropuerto de la Copa de Europa, o se desplome sobre un secarral de la Liga Española. Algunas noches, en la radio deportiva, mi equipo del alma despega hacia Madrid justo cuando me estoy quedando dormido, y en ese momento en el que apago la radio y me abandono al sueño pienso a veces, ya envuelto en neblinas: tal vez mañana, cuando me despierte y ponga la radio otra vez, estos tíos ya no existirán, desparramados en cualquier monte, o sumergidos en cualquier mar. Y a la presentida pena se une, con una vocecilla egoísta, la queja del aficionado impaciente, que echa cuentas sobre las semanas o meses que habrían de pasar hasta que el equipo se reconstruyera, y volviera a salir en la tele para ser ensalzado o insultado, según como vaya el resultado.

    United es la TV movie que cuenta la caída y auge del Manchester United tras su accidente aéreo en Munich. De cómo Matt Busby, el entrenador, y Bobby Charlton, la estrella emergente, ambos supervivientes de la catástrofe, hicieron de tripas corazón para devolver al United a la élite del fútbol británico y continental. Una película con mucha lágrima, mucha frase teatral y mucha música insidiosa. La triste constatación, una vez más de que el fútbol y el cine casi nunca mezclan bien. Son como dos placeres incompatibles, como dos amantes que no puedes llevarte a la cama al mismo tiempo. Ver fútbol en el cine es como intentar follar mientras comes una hamburguesa. La teoría es cojonuda, pero la práctica es disfuncional. Está visto que los dioses, tan cicateros, nos regalaron los placeres para disfrutarlos de uno en uno, y con anchos paréntesis de por medio. 



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Sicario

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A la filmografía del director Denis Villeneuve llegué, tengo que confesarlo, persiguiendo a Marie-Josée Croze por la selva de las películas. Una actriz de talento descomunal que es posiblemente la mujer más hermosa, más excitante, más electroquímica, que he visto en mi vida. Aquella película canadiense en la que también conocí a Denis Villeneuve se titulaba Maelström, y hace ya tres años que conté en este blog las peripecias de su búsqueda, más erótica que cinéfila. Luego resultó que la película era muy buena, oscura y retorcida, y apunté el nombre de su director para futuros encuentros que ya habrían de ser civilizados y presentables. Desde entonces, y con la salvedad de aquella ida de olla titulada Enemy, el bueno de Denis nos ha ido entregando películas cada vez mejores, más turbias y complejas, y siempre le estaré eternamente agradecido por haberme presentado aquella tarde invierno a Marie-Josée Croze, que se prodiga tan poco, ay. 



    Sicario cuenta las andanzas, muy violentas e ilegales, de un grupo de matones protegidos por EEUU que le hacen la guera sucia al narcotráfico mexicano. Estos tipos, desaseados y barbudos, pero certeros e implacables, pertenecen a la CIA, a la DEA, a los Navy Seals, qué se yo, porque todo es ultrasecretísimo, incluso para el espectador que sigue las operaciones con la atención secuestrada. Porque Sicario, con su ritmo, con sus violencias, con sus paisajes hipnóticos, es una película que no te deja pensar en otra cosa, y mira que hay cosas para pensar en una tarde lluviosa de domingo, tan propicia a la melancolía, y al replanteamiento de la vida. El testigo que no recogió la segunda temporada de True Detective, lo ha recogido esta obra maestra de la ambigüedad moral, del bien y del mal enredados en un ovillo inextricable. Sicario ha cambiado los manglares del Mississippi por las fronteras del desierto, pero exhala los mismos aires malsanos, y la misma intención perturbadora. Que Benicio del Toro esté imponente en su doblez, y que Emily Blunt -esa mujer de los rasgos perfectos- esté imponente en su honradez, ayuda lo suyo a que Sicario ya forme parte del Nuevo Testamento de la cinefilia.


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El talento de Mr. Ripley

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El talento de Mr. Ripley es una película que tiene doble capa de lectura, como el mismo DVD que la contiene en mi estantería. La versión oficial echa mano del carácter enamoradizo de Tom Ripley, y de su visión tortuosa de la vida, para explicar los crímenes que va cometiendo por la bella Italia: el primero para descargar su frustración de amante despechado, y los siguientes para salvar su pellejo ante las pesquisas de los carabinieri.

    Para otros, sin embargo, Tom Ripley es un vengador de la clase obrera, un terrorista del proletariado que siembra el pánico entre las huestes de los millonarios. Ripley es un joven de incierto futuro, y de talento escaso, que por el azar de una mentira se descubre codeándose con los yanqui-pijos que viven en Italia a cuerpo de rey, como unos Borbones o unos Hohenzollern cualesquiera. Del pluriempleo lluvioso de Nueva York, Tom Ripley pasa en cuestión de días al ocio luminoso de la Campania, compartiendo playas con estos hedonistas indolentes que se gastan fortunas en coches deportivos y en barcos de vela para fondear en los puertos más lujosos. Ripley, que es bisexual, lo mismo se enamora de los rubios descamisados que de sus novias impactantes. Pero en el fondo de su corazón, más allá de la envidia incluso, siente un odio visceral por esa clase social. Ésa que derrocha el dinero a espuertas, que trata a los pobres como criados, como vacas productivas si trabajan para ellos o como bichos molestos si no obtienen beneficio de sus sufrimientos.

    "Lo cierto es que si has tenido dinero toda la vida, aunque lo desprecies como hacemos nosotros, sólo te sientes cómodo con otra gente que lo tenga y lo desprecie".

    Esta es la filosofía que anima a esta gentuza, la podredumbre del alma que Meredith Logue, la más egregia pija de la noche romana, le confiesa a Tom Ripley mientras descienden las escaleras de Piazza di Spagna, confundiéndole con un hombre de su estirpe. Tom asiente, y esboza una irónica sonrisa...


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Aterriza como puedas

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No es necesario que una película sea buena para convertirse en un clásico. El tiempo es un camino tortuoso, lleno de trampas y caprichos, y cuando pasan veinte o treinta años y nos plantamos ante las películas de antaño, a veces sucede que las más académicas se han quedado desfasadas, mientras que otras, chapuceras incluso, que nacieron con la única vocación de entretener y de sacar unas pelas, abrieron caminos insospechados y convirtieron en hitos que todo el mundo recuerda.

    Aterriza como puedas nació para reírse de las películas de catástrofes, que en los años setenta reventaban las taquillas y reclutaban a las estrellas de Hollywood. Jim Abrahams y los hermanos Zucker cogieron un avión, lo llenaron con varios gilipollas y varios chistes absurdos, y lo lanzaron al aire a ver si planeaba o se estrellaba contra el suelo. Tuvieron suerte, o dieron en el clavo, o las dos cosas a la vez. Las gentes de entonces se partían el culo en sus butacas, y años después volvieron a partírselo en los sofás, cuando pasaron la película por televisión. Aterriza como puedas era el VHS estrella en el videoclub de nuestro barrio, y los chavales la alquilábamos siempre que estaba disponible junto a la peli porno clandestina, la última bravuconada de Sylvester Stallone o algún clásico de John Ford para no parecer tan barriobajeros, ni tan primarios. La vimos tantas veces que ya nos anticipábamos a todos los chistes, y luego salíamos a la calle cacareando las gracias casi calcadas. Todavía hoy, tanta vida más tarde, me topo con Aterriza como puedas en los canales de pago y me quedo enganchado, y suspendo la sesión programada para entregarme a la estupidez, y aunque la mayoría de los chistes son bobadas de guante blanco, guarreridas más propias de Jaimito y del perro Mistetas, la sonrisa no me abandona, y el recuerdo no desfallece, y cruzo la hora macabra de las doce de la noche reconciliado con la jornada del sol asfixiante, y de la melancolía progresiva.

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    Años después de su dramática experiencia, Ted Striker vuelve a subirse a un avión, impulsado por el amor. Intranquilo, se revuelve en su asiento.

Anciana: ¿Nervioso?
Ted: Sí
Anciana: ¿Es la primera vez?
Ted: No, he estado nervioso muchas veces.

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   En pleno vuelo, se desata a bordo una enfermedad misteriosa causada por el mal estado del pescado en el menú.

Dr. Rumack: Dígale al comandante que hemos de aterrizar lo antes posible. Hay que llevar a esa mujer a un hospital.
Elaine: ¿A un hospital..? ¿Qué es, doctor?
Dr. Rumack: Un gran edificio lleno de enfermos, y a veces no hay camas.



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Veep. Temporada 4

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"Veep era una sátira política, pero en estos tiempos parece un documental".

Y no lo digo yo, que ya he constatado varias veces esta paradoja, este acercamiento subversivo y hasta preocupante de Veep a la realidad, sino la propia Julia Louis-Dreyfus, que se creía embarcada en una comedia y ahora resulta que recibe innúmeros premios por hacer un papel dramático. Julia, magistral, encarna a  esta vicepresidenta elevada al rango interino de Presidenta del Mundo Libre. Una mujer engreída, caprichosa, sin ideología ninguna, que va sorteando las inconveniencias del mandato con más pena que gloria.

    En la campaña electoral que habrá de llevar a Selina Meyer a la Casa Blanca, los guionistas de Veep, buscando el eslogan más estúpido posible, eligieron Continuidad con Cambio, un lema absurdo que los seguidores de la veep esgrimen sonrientes en sus pancartas. Una gilipollez supina que ningún político real, pensábamos, sería capaz de consentir. Hasta que hace dos meses, no en nuestra España de la astracanada, ni en los Estados Unidos de la parodia, sino en la Australia que uno creía salvaje en la fauna pero civilizada en las gentes, el mismísimo primer ministro del país, un tal Malcolm Turnbull, ha definido su política como "continuidad y cambio". Ante tamaño disparate, los guionistas de Veep se han quedado estupefactos, y ya no saben qué pensar, ni qué escribir. Ellos, como Julia Louis-Dreyfus, también se creían únicos por escribir estos diálogos corrosivos, y estos enredos de sainete. Pero ahora sospechan que se estan convirtiendo en periodistas de lo cotidiano, en reporteros de la actualidad.

Estos muchachos, por descontado, no conocían las andanzas de nuestra querida Ana Botella en la alcaldía de Madrid. El "relaxing cup of café con leche" no hay guionista de Veep que lo supere. 


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La invitación

🌟🌟🌟

La pérdida de un hijo debe de ser un dolor insoportable. Inimaginable. Como una daga clavada en las entrañas que no puede extraerse ni aliviarse. Un padecimiento que está más allá de nuestra comprensión de padres afortunados, o de humanos no reproductores. Incluso en los tiempos anteriores a la penicilina, cuando se perdían la mitad de las camadas en enfermedades ahora remediables, el sufrimiento de los padres distaba mucho del estoicismo que a veces adjudicamos a los hombres antiguos, como si la omnipresencia de la muerte les vacunara en cada tragedia, y en cada despedida.  

    Para amortiguar el dolor la única solución es alejarse, alienarse. Enterrarse bajo varias capas de experiencias y negaciones, como los niños se entierran bajo varias mantas para ahuyentar a los monstruos. Los padres sufridores de esta película titulada La invitación encuentran su consuelo en la religión, en la creencia de un más allá de nubes algodonosas donde les espera el hijo perdido con los brazos abiertos. Antes de la tragedia no creían, no profesaban, pero ahora han caído en las garras de los buitres que sobrevuelan la desgracia para alimentarse: sectas, gurús, sacerdotes, curanderos del espíritu... Toda esa fauna. 

    Eden y David han invitado a sus amigos para compartir cena, y cuchipanda, y estupendas noticias espirituales, allá en la casa apartada de las montañas que rodean Los Ángeles. No se nos especifica la situación concreta del retiro, pero el paisaje no parece muy distinto al de Cielo Drive, o al de Mulholland Drive, y con eso ya estoy dando demasiadas pistas sobre las desventuras sangrientas que se avecinan. También es verdad que La invitación no se molesta mucho en tapar sus intenciones, y hasta sus intríngulis, desde el cartel que la promociona a los actores que le dan vida. No se puede contratar al asesino de "Zodiac" o al holandés de la mirada frenética para construir un juego de falsas bondades o de intenciones ambiguas. Y hasta aquí puedo denunciar...





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