Langosta

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En el mundo distópico de Langosta, los solteros y los divorciados son unos apestados sociales perseguidos por la ley. Si las fuerzas del orden te descubren caminando sólo por las calles, o deambulando sin compañía por los centros comerciales, rápidamente caen sobre ti para pedirte el Certificado de Arrejuntamiento. Si no lo tienes, o no lo llevas encima, te conducen a un hotel de cinco estrellas enclavado en la campiña, lejos de la ciudad y de las miradas curiosas. Los reclusos, en este disimulado campo de concentración, son tratados con exquisita educación, a cuerpo de rey, pero también son advertidos de que si en el plazo de unas pocas semanas no encuentran pareja entre los otros huéspedes, se verán sometidos a una operación de cambio de especie, de la que saldrán convertidos en un animal de su elección. El tunante del protagonista, que parece algo gilí, pero que en el fondo es un fulano bastante despierto, dejará escrito en el impreso de admisión que él, en caso de tal, desea ser transmutado en langosta, porque esos bichos tienen sangre azul como los aristócratas, viven más cien años y nunca pierden el impulso sexual. "Y además me gusta mucho el mar", remata.



    La situación no parece muy desesperada, la verdad. Sólo hay que deambular unos cuantos días por las zonas de esparcimiento para encontrar una pareja aceptable, resignada, con la que pactar un amor de compromiso y librarse así del estigma social, y de la operación de los huevos. Pero cómo estará el percal, y cómo será la fauna, que pasan las semanas y los presos y las presas sólo se acechan en la distancia, recelosos, como alumnos adolescentes en la fiesta del instituto. El miedo de caer en la mesa de operaciones no es tan poderoso como el terror a volver a equivocarse de pareja. A volver a fracasar en los asuntos del amor, que dejan cicatrices interiores que no se ven, pero que son igual de horrendas que los costurones de la piel.


    Este hotel de Langosta, en realidad, es muy parecido al mundo virtual de las redes del ligoteo. Muchos hemos llegado aquí con la esperanza de encontrar un amor en el que por fin confiarnos y descansar. De lo contrario, estamos condenados a la tristeza y a la soledad. El tiempo vuela, tic-tac, tic-tac...  Los miembros del Lonely Hearts Club vivimos tan apremiados como esos pobres desgraciados de la película, pero son muy pocas, hasta el momento, las mujeres que parecen haberse dado cuenta de tal circunstancia. La mayoría juega, tontea, pasa el rato; la minoría, por su lado, pone exigencias de Leticia Ortiz Rocasolano para arriba. Y lo cierto es que aquí nadie está para tirar cohetes...  Yo, por mi parte, cuando me abandone la última esperanza, ya he expresado mi deseo de ser transformado en gorrión. Vivir en el árbol, sobrevolar a los humanos, y esperar con alegría la llegada del invierno. 



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Gran Torino

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En este pueblo recóndito del Noroeste tengo un vecino que se gasta un aire al Walt Kowalski de Gran Torino. Si en la película de Clint Eastwood son las familias chinas las que invaden el arrabal de Detroit y dejan a los americanos fetén en minoría demográfica, aquí, en la pedanía de Ponferrada, son las familias jóvenes las que poco a poco han ido comprando las propiedades y arrinconando a los cuatro viejos de toda la vida, que todavía aguantan el tirón con sus boinas y sus partidas de dominó.

    Mi vecino, cuyos antepasados llegaron a estas tierras en un carro de bueyes tan grande como el Mayflower, también se sienta a la puerta de casa para ver pasar a los extraños con gesto hosco y mirada torcida. A diferencia de Walt Kowalski, mi vecino Anselmo -vamos a llamarlo así- no trasiega latas de cerveza, sino vasos de vino casero que él mismo produce de sus viñas. Tampoco tiene un perro a su lado que ladre a los vecinos al unísono, porque él siempre ha pensado que los perros tienen que estar en el patio, atados con una cadena, y comiendo mendrugos de pan. Es por eso que los que tenemos perrete, o perrazo, y desfilamos por delante de su casa paseándolos con correa, somos para Anselmo como un anatema, gentes extrañas que vinieron de la ciudad a traer costumbres de maricones.


    Mi vecino, por supuesto, no tiene un Gran Torino guardado en el garaje. Lo suyo es un tractor John Deere color verde que hace las delicias de los niños. Se quedan alelados, ante ese monstruo mecánico que es el primo de Zumosol de sus juguetes. Sé de alguno que aprovechando un despiste ha terminado subiéndose al bicharraco para jugar al granjero con posesiones, al terrateniente con posibles, y ha sido cazado in fraganti por Anselmo que regresaba de la ausencia. Si Walt Kowalski amenaza con un fusil a todo el que pisotea su jardín, Anselmo tiene una vara de avellano que era el terror atávico de los rapaces. Si la realidad fuera igual de caprichosa que en Gran Torino, algún año de estos, Anselmo, en su testamento, legaría el tractor a uno de estos críos que tantas trastadas le hacen, hijos de los pijos capitalinos que vinieron a cambiar el pueblo y a convertirlo en un barrio periférico, que es un concepto decadente, de segunda división. 



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Convicto

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La cárcel, como hostal de dos estrellas pagado por el Estado, no es en principio un mal lugar para vivir. Hay gente que a este lado del muro lo pasa mucho peor. En la cárcel tienes horarios regulares, calor en invierno, refresco en verano. Dispones de biblioteca, de cancha deportiva, de sala de juego. Te dan de comer, te enseñan un oficio y te disciplinan en los hábitos. Y si encima tu pareja no te ha abandonado, el reglamento te concede un vis a vis cada quince días, que es mucho más de lo que follan la mayoría de los ciudadanos. 

    El problema no es la cárcel en sí -llegados a esa trágica tesitura- sino los carcelarios que viven en ella. La gente que allí se reúne para hacerte la vida imposible si les entras por el ojo izquierdo. O por el ojo del culo. Los presos, por lo común, no son peores personas que las que se quedan aquí fuera. Por cada delincuente que traspasa la reja, hay otros diez que se descojonan de risa mientras juegan al golf o navegan en el yate. Lo jodido de estar en la cárcel es que no tienes escapatoria si las relaciones se te tuercen. Si un psicópata te coge ojeriza o si un empalmado te acorrala en las duchas. 

    Ése es, al menos, el folklore que siempre nos han contado en las películas, y sobre todo en las anglosajonas, que siempre son tan cañeras y exageradas. Y esta película de hoy, Convicto, no iba a ser una excepción. En ella, Eric Love es un mozalbete de armas tomar que lo mismo aporrea a los vigilantes que les muerde los huevos o les clava punzones en el cuello. Un salvaje sin parangón que se convierte en la vedette del centro penitenciario. A un tipo así, si los reclusos fueran juiciosos, habría que dejarlo en paz desde el primer día; nada de tanteos, ni de provocaciones, ni de caricias en los baños. Pero los presos de Convicto, que son de una calaña muy retorcida, se sienten desafiados por el chaval. Les va el rollo del macho dominante, y no van a parar hasta poner en su sitio a la estrellita. 

    Y como ellos, menos juiciosos todavía, están los terapeutas y los psicólogos de la prisión, que embebidos de teorías ambientalistas se toman el caso como una cuestión de prestigio profesional. Si somos capaces de encauzar a semejante bestia parda, ya tenemos el cielo ganado. Con estos mimbres de tontería y presunción, los rifirrafes de Convicto terminarán, como no podía ser de otro modo, como el rosario de la aurora. 




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La extraña pareja

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Cuando los hombres divorciados se enfrentan a la suciedad progresiva de su hogar -ésa que antes sólo limpiaban por encima los fines de semana para que la mujer no protestara-, tienen dos caminos a seguir: o abandonarse a la molicie y dejar que la mierda campe a sus anchas hasta que asome un prurito de vergüenza, o instalarse en la neurosis de quien no soporta ver el churretón sobre el azulejo o el pelo en la bañera. O la suciedad, o la locura. No hay término medio para el hombre solitario enfrentado a la mugre. Una mugre que además, sin que ninguna teoría científica sea capaz de explicarla, crece exponencialmente cuando un hombre vive solo, como si la mujer y los hijos que antes pululaban por allí fueran seres que absorbieran polvo y grasa en lugar de producirlos.



    En La extraña pareja, Oscar Madison es un divorciado de larga trayectoria que ha optado por vivir con el fregadero lleno de cacharros y la alfombra sembrada de colillas. Los fines de semana monta una timba de póker con los amigotes que lo deja todo perdido, pero ni a él ni a sus colegas les importa mucho la insalubridad del ecosistema. Felices y gorrinos, viven felices con sus partidas hasta que Félix se muda al piso de Oscar. Félix es un amigo común que acaba de divorciarse y que pasará unas semanas durmiendo en el cuarto de invitados. Lo que parece el inicio de la concordia y la francachela se convertirá, al poco tiempo, en una dura prueba para la amistad, porque Félix es un tipo muy diferente a Óscar, uno que ha optado por el segundo camino del hombre divorciado. 

    Armado de bayeta y desinfectante convertirá la cueva de su amigo en un piso que será la envidia de las vecinitas más exigentes cuando éstas bajen a tontear. Los intercambios sexuales de Oscar aumentan, pero sus amigos del póker, asfixiados en ese nuevo ambiente de limpieza, obligados por Félix a colocar sus cervezas sobre el posavasos y las colillas sobre el cenicero, decidirán trasladar sus barajas a una cueva donde haya menos etiquetas y menos reproches. Y Oscar, por supuesto, colocado en la tesitura de elegir entre los polvos de ocasión y las partidas de póker, tendrá que rogarle al bueno de su amigo que deje de limpiar tanto. Por el bien de su sagrada amistad, que ahora se tambalea.


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Cuentos de Tokio

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Los Hirayama son unos ancianos que aparentan más edad de la que tienen, quizá porque su pueblo, Onomichi, sólo dista diez leguas de Hiroshima, y en 1953 todavía no se han evaporado del todo los uranios y los polonios. Ni Manuel Fraga se hubiera dado un baño en esa bonita bahía de pescadores...

    El matrimonio Hirayama, como si presintiera el final, decide hacer una gira de despedida por los hogares de sus retoños, allá en el Tokio lejano. Él hijo es médico, la hija esteticista, y ambos se pasan el día trabajando y viajando en los transportes. Primero porque son japoneses, y los japoneses, tan orientales y extraños, son así. Y segundo porque el país está en plena reconstrucción, y al que no arrima el hombro se le considera un apestado social. Igual que aquí, en España, vamos, que los amigos te invitan a un chato si logras escaquearte sin que te pillen.

    La llegada de los Hirayama es recibida con mucha alegría, pero al día siguiente hay que sacarlos a pasear, como a dos perretes recién adoptados, y empiezan los contratiempos y los gestos contrariados. Los ancianos son de buen conformar, y ellos mismos toman la iniciativa de coger los autobuses para conocer las maravillas turísticas de Tokio, que se resumen, al parecer, en subirse a los rascacielos y adivinar dónde vive cada hijo en la distancia. Aunque parezcan un poco lerdos, y no puedan disimular su paletismo en el deambular, los Hirayama no se llevan a engaño: la visita ha sido una mala idea. Los hijos, la verdad sea dicha, son atentos y cordiales, pero el poco tiempo libre que les queda vale tanto como el oro, y lo atesoran en sus relojes con fruición de usureros.


    Como mi realidad y mi ficción viven un entrelazamiento cuántico que sería el pasmo de los físicos teóricos, el mismo día en que veo Cuentos de Tokio leo en la prensa que el 42% de nuestros ancianos preferiría quedarse en casa antes que irse a vivir con los hijos, cuando las fuerzas fallen, y los achaques incapaciten. Sólo el 4,5% declara que no tendría inconveniente alguno en mudarse. Nuestros Hiroyamas nacionales conocen el percal, y prefieren no tentar a la suerte. Aquí, gracias a las reformas laborales del gobierno, el problema no es que los hijos trabajen a destajo: el problema es que nadie sabe cuándo va a trabajar, ni cuánto, ni a qué horas, ni con qué sueldos. Ni con qué abusos. Los hijos igual te acogen en su hogar con todo el cariño y al día siguiente tienen que emigrar a Alemania, a teclear ordenadores, o a la Costa Brava, a servir mesas. O se quedan en paro, irremediablemente, y ya no tienen ganas ni de levantarse del sofá. En este país de mierda escasean las vidas en línea recta, planificadas, con horizontes despejados,  y así es muy complicado acoger a nadie. Ni a los padres, ni a los perretes.



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Johnny cogió su fusil

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Recuerdo haber visto Johnny cogió su fusil siendo muy niño, en la vieja televisión en blanco y negro, a medias obligado y seducido por mi padre, que siempre la tuvo entre sus películas preferidas. "Para que sepas qué es la guerra de verdad, chaval"... El sufrimiento que causa, y las desgracias que acarrea.

    Yo me pasaba los días jugando a la guerra: a las bandas, en las calles, persiguiéndonos con el paintball de las piedras y los barros; y a los jichos, en los salones, que así llamábamos a los soldaditos de plástico que colocábamos para recrear las batallas de la II Guerra Mundial. Luego, en los kioscos, devorábamos cualquier cosa que tirara de metralleta y bazoka, y en los cines no perdíamos una sola película de tiros, siempre jaleando a los americanos, tan chuletas, y odiando mucho a los alemanes, con esa pinta de sádicos y ese idioma barbárico de innumerables consonantes. España era por entonces un país castrense, de altos valores patrióticos, y aquel tufillo malsano, como de miasma, o de ceniza, se nos pegaba a la piel. Y más a nosotros, a los chavales del barrio, que vivíamos casi adosados a un cuartel de artillería, y cada poco veíamos pasar los tanques que salían de maniobras a matar lagartijas en los montes cercanos. Nosotros, boquiabiertos en las aceras, no concebíamos mayor sueño que conducir uno de aquellos cacharros y dirigirlo - mucho antes de que Bart Simpson nos copiara la idea- contra el edificio del colegio, para derrumbarlo obús tras obús, sin víctimas mortales, pero con vacaciones garantizadas.


    Mi padre me dejaba hacer y observaba, pero en su fuero interno tal vez temía que yo le fuera a salir teniente general, o cura castrense, y una tarde verano, o una noche de invierno, eso ya no lo recuerdo, me plantó a su lado en el sofá para ver Johnny cogió su fusil. Si alguna vez alimenté la tonta idea de alistarme en el ejército y de participar en una guerra patriótica, se me quitaron las ganas de un sopetón. Desde entonces sufro de urticaria epidérmica cada vez que alguien me habla de coger un fusil para defender la bandera, y los empresarios orondos que se esconden tras el trapo. Pobre Johnny, el desbrazado, el despiernado, el desrostrado, que ya sólo quería renegar y morirse. Ni el mismísimo Jesús, con el que soñaba en su fiebres, puedo ayudarle con sus trucos.

    "Sería mejor que te fueras. Eres un hombre con muy mala suerte y no tengo palabras. Tú lo que necesitas es un milagro".

    

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El hijo de Saúl

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El hijo de Saúl es una película que tiene difícil encaje en este blog. Resulta imposible, e inhumano, colocar aquí un chiste, un juego de palabras, un delirio de amor. Lo único que deseo ahora mismo es pasar el trance de esta escritura para no tener que recordar la película en exceso. Para no meter la pata -de las cuatro que tengo, y bien torpes además- con algún comentario que pueda entenderse como frívolo. 

    Decía Alan Alda en Delitos y faltas que la comedia era igual a tragedia más tiempo, pero el Holocausto, del que ya nos separan más de setenta años, sigue estando muy presente en nuestras conciencias. Supongo que  si los alemanes hubiesen ganado la guerra, descubierta a última hora la bomba de hidrógeno o la bacteria que sólo mataba anglosajones, todos los años tendríamos una película sobre la barbarie de Hiroshima, o sobre las purgas de Stalin en los campos de Siberia. Pero los alemanes perdieron, y la ignominia del exterminio cuenta con mil testimonios que alimentan la industria cinematográfica, y nos mantienen viva la indignación.

    Sucede, además, que este director húngaro, László Nemes, ha decidido contar su historia del modo más insoportable posible. Hurtando las violencias a nuestros ojos morbosos, sacándolas fuera de foco, poniéndolas de perfil, pasándolas por detrás del protagonista como si formaran parte del paisaje. Saúl, el sonderkomando judío que se encarga de amontonar cadáveres y llevarlos en carretilla a los hornos incineradores, es como un personaje de las películas de los hermanos Dardenne, al que la cámara, en primerísimo plano, sigue y persigue por los recovecos del campo de concentración. Saúl no busca un empleo, como las mujeres de los Dardenne, porque de empleos, el pobre hombre, en el campo de concentración, ya está bastante hasta la gorra. Saúl solo busca un rabino que dignifique la muerte de un niño gaseado, uno que se atreva a rezar unos cuantos salmos de tapadillo antes de que el cuerpo sea trasladado al horno. 

Resumida a los amigos, El hijo de Saúl es una película tan simple como un chupachups. Pero en el rostro del infortunado prisionero, y en el drama que sucede a sus espaldas, cabe toda la complejidad del ser humano. De su lado siniestro, mayormente.




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Mr. Robot. Temporada 1.

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Desde que los hombres del Neolítico se pusieron a cultivar la tierra y crearon las clases sociales, los ricos y los pobres vivimos enfrascados en una guerra que dura ya diez mil años, y lo que te rondaré, morena. El mismísimo Warren Buffet, el multimillonario inversor, afirmó que la guerra de clases sigue más viva que nunca, y que los ricos, afortunadamente para él, van ganando por goleada. Cautivo y desarmado el ejército rojo de Moscú, el capitalismo lleva un cuarto de siglo campando a sus anchas, sostenido por el complacido voto de la clase trabajadora, a la que sólo hay que manipular tres telediarios y asustar con tres espantajos para que vote en contra de sus intereses. Ay, y si el abuelo Marx levantara la cabeza.

    El episodio piloto de Mr. Robot es la actualización 4.0 de  la Lucha de Clases. La 1.0 la perdieron los esclavos de Espartaco luchando contra las legiones romanas; la 2.0 empezó con Lenin subido a un tanque y terminó como el rosario de la aurora allá en el muro derrumbado; la 3.0, que sólo tuvo lugar en la ficción de los cines, la sostuvo en solitario el demenciado pero lúcido Tyler Durden, que fundaba clubs de la lucha para agitar las conciencias y entrenarse en los mamporros. Al final de El club de la lucha, Tyler Durden acababa con el sistema financiero demoliendo sus edificios de oficinas. 

    Diecisiete años después, en una época en la que está muy mal visto derrumbar rascacielos con explosivos, Mr. Robot decide terminar con los bancos -con la deuda y las hipotecas, las servidumbres y los abusos- destruyendo el monstruo desde dentro, en silencio, a lo troyano, con la fuerza infinita de un ordenador portátil sabiamente manejado. El episodio piloto de Mr. Robot es capaz de alegrarle el día a cualquier bolchevique aficionado a las series de televisión. Pero la alegría dura poco en la casa del pobre. A los dos o tres episodios, en una afán por rellenar tramas que no conducen a ningún sitio, la revolución de Mr. Robot se aplaza sine die y la desazón se adueña del espectador antes alborozado y ahora aburrido.

First we take Manhattan...

... recitaba Leonard Cohen en su poema revolucionario, y al principio de Mr. Robot así lo parecía, pues el susodicho vive allí afincado, y parecía muy seguro del empeño. Pero luego...

Me sentenciaron a veinte años de aburrimiento
por intentar cambiar el sistema desde dentro.




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