Cuentos de Tokio

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Los Hirayama son unos ancianos que aparentan más edad de la que tienen, quizá porque su pueblo, Onomichi, sólo dista diez leguas de Hiroshima, y en 1953 todavía no se han evaporado del todo los uranios y los polonios. Ni Manuel Fraga se hubiera dado un baño en esa bonita bahía de pescadores...

    El matrimonio Hirayama, como si presintiera el final, decide hacer una gira de despedida por los hogares de sus retoños, allá en el Tokio lejano. Él hijo es médico, la hija esteticista, y ambos se pasan el día trabajando y viajando en los transportes. Primero porque son japoneses, y los japoneses, tan orientales y extraños, son así. Y segundo porque el país está en plena reconstrucción, y al que no arrima el hombro se le considera un apestado social. Igual que aquí, en España, vamos, que los amigos te invitan a un chato si logras escaquearte sin que te pillen.

    La llegada de los Hirayama es recibida con mucha alegría, pero al día siguiente hay que sacarlos a pasear, como a dos perretes recién adoptados, y empiezan los contratiempos y los gestos contrariados. Los ancianos son de buen conformar, y ellos mismos toman la iniciativa de coger los autobuses para conocer las maravillas turísticas de Tokio, que se resumen, al parecer, en subirse a los rascacielos y adivinar dónde vive cada hijo en la distancia. Aunque parezcan un poco lerdos, y no puedan disimular su paletismo en el deambular, los Hirayama no se llevan a engaño: la visita ha sido una mala idea. Los hijos, la verdad sea dicha, son atentos y cordiales, pero el poco tiempo libre que les queda vale tanto como el oro, y lo atesoran en sus relojes con fruición de usureros.


    Como mi realidad y mi ficción viven un entrelazamiento cuántico que sería el pasmo de los físicos teóricos, el mismo día en que veo Cuentos de Tokio leo en la prensa que el 42% de nuestros ancianos preferiría quedarse en casa antes que irse a vivir con los hijos, cuando las fuerzas fallen, y los achaques incapaciten. Sólo el 4,5% declara que no tendría inconveniente alguno en mudarse. Nuestros Hiroyamas nacionales conocen el percal, y prefieren no tentar a la suerte. Aquí, gracias a las reformas laborales del gobierno, el problema no es que los hijos trabajen a destajo: el problema es que nadie sabe cuándo va a trabajar, ni cuánto, ni a qué horas, ni con qué sueldos. Ni con qué abusos. Los hijos igual te acogen en su hogar con todo el cariño y al día siguiente tienen que emigrar a Alemania, a teclear ordenadores, o a la Costa Brava, a servir mesas. O se quedan en paro, irremediablemente, y ya no tienen ganas ni de levantarse del sofá. En este país de mierda escasean las vidas en línea recta, planificadas, con horizontes despejados,  y así es muy complicado acoger a nadie. Ni a los padres, ni a los perretes.



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Johnny cogió su fusil

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Recuerdo haber visto Johnny cogió su fusil siendo muy niño, en la vieja televisión en blanco y negro, a medias obligado y seducido por mi padre, que siempre la tuvo entre sus películas preferidas. "Para que sepas qué es la guerra de verdad, chaval"... El sufrimiento que causa, y las desgracias que acarrea.

    Yo me pasaba los días jugando a la guerra: a las bandas, en las calles, persiguiéndonos con el paintball de las piedras y los barros; y a los jichos, en los salones, que así llamábamos a los soldaditos de plástico que colocábamos para recrear las batallas de la II Guerra Mundial. Luego, en los kioscos, devorábamos cualquier cosa que tirara de metralleta y bazoka, y en los cines no perdíamos una sola película de tiros, siempre jaleando a los americanos, tan chuletas, y odiando mucho a los alemanes, con esa pinta de sádicos y ese idioma barbárico de innumerables consonantes. España era por entonces un país castrense, de altos valores patrióticos, y aquel tufillo malsano, como de miasma, o de ceniza, se nos pegaba a la piel. Y más a nosotros, a los chavales del barrio, que vivíamos casi adosados a un cuartel de artillería, y cada poco veíamos pasar los tanques que salían de maniobras a matar lagartijas en los montes cercanos. Nosotros, boquiabiertos en las aceras, no concebíamos mayor sueño que conducir uno de aquellos cacharros y dirigirlo - mucho antes de que Bart Simpson nos copiara la idea- contra el edificio del colegio, para derrumbarlo obús tras obús, sin víctimas mortales, pero con vacaciones garantizadas.


    Mi padre me dejaba hacer y observaba, pero en su fuero interno tal vez temía que yo le fuera a salir teniente general, o cura castrense, y una tarde verano, o una noche de invierno, eso ya no lo recuerdo, me plantó a su lado en el sofá para ver Johnny cogió su fusil. Si alguna vez alimenté la tonta idea de alistarme en el ejército y de participar en una guerra patriótica, se me quitaron las ganas de un sopetón. Desde entonces sufro de urticaria epidérmica cada vez que alguien me habla de coger un fusil para defender la bandera, y los empresarios orondos que se esconden tras el trapo. Pobre Johnny, el desbrazado, el despiernado, el desrostrado, que ya sólo quería renegar y morirse. Ni el mismísimo Jesús, con el que soñaba en su fiebres, puedo ayudarle con sus trucos.

    "Sería mejor que te fueras. Eres un hombre con muy mala suerte y no tengo palabras. Tú lo que necesitas es un milagro".

    

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El hijo de Saúl

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El hijo de Saúl es una película que tiene difícil encaje en este blog. Resulta imposible, e inhumano, colocar aquí un chiste, un juego de palabras, un delirio de amor. Lo único que deseo ahora mismo es pasar el trance de esta escritura para no tener que recordar la película en exceso. Para no meter la pata -de las cuatro que tengo, y bien torpes además- con algún comentario que pueda entenderse como frívolo. 

    Decía Alan Alda en Delitos y faltas que la comedia era igual a tragedia más tiempo, pero el Holocausto, del que ya nos separan más de setenta años, sigue estando muy presente en nuestras conciencias. Supongo que  si los alemanes hubiesen ganado la guerra, descubierta a última hora la bomba de hidrógeno o la bacteria que sólo mataba anglosajones, todos los años tendríamos una película sobre la barbarie de Hiroshima, o sobre las purgas de Stalin en los campos de Siberia. Pero los alemanes perdieron, y la ignominia del exterminio cuenta con mil testimonios que alimentan la industria cinematográfica, y nos mantienen viva la indignación.

    Sucede, además, que este director húngaro, László Nemes, ha decidido contar su historia del modo más insoportable posible. Hurtando las violencias a nuestros ojos morbosos, sacándolas fuera de foco, poniéndolas de perfil, pasándolas por detrás del protagonista como si formaran parte del paisaje. Saúl, el sonderkomando judío que se encarga de amontonar cadáveres y llevarlos en carretilla a los hornos incineradores, es como un personaje de las películas de los hermanos Dardenne, al que la cámara, en primerísimo plano, sigue y persigue por los recovecos del campo de concentración. Saúl no busca un empleo, como las mujeres de los Dardenne, porque de empleos, el pobre hombre, en el campo de concentración, ya está bastante hasta la gorra. Saúl solo busca un rabino que dignifique la muerte de un niño gaseado, uno que se atreva a rezar unos cuantos salmos de tapadillo antes de que el cuerpo sea trasladado al horno. 

Resumida a los amigos, El hijo de Saúl es una película tan simple como un chupachups. Pero en el rostro del infortunado prisionero, y en el drama que sucede a sus espaldas, cabe toda la complejidad del ser humano. De su lado siniestro, mayormente.




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Mr. Robot. Temporada 1.

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Desde que los hombres del Neolítico se pusieron a cultivar la tierra y crearon las clases sociales, los ricos y los pobres vivimos enfrascados en una guerra que dura ya diez mil años, y lo que te rondaré, morena. El mismísimo Warren Buffet, el multimillonario inversor, afirmó que la guerra de clases sigue más viva que nunca, y que los ricos, afortunadamente para él, van ganando por goleada. Cautivo y desarmado el ejército rojo de Moscú, el capitalismo lleva un cuarto de siglo campando a sus anchas, sostenido por el complacido voto de la clase trabajadora, a la que sólo hay que manipular tres telediarios y asustar con tres espantajos para que vote en contra de sus intereses. Ay, y si el abuelo Marx levantara la cabeza.

    El episodio piloto de Mr. Robot es la actualización 4.0 de  la Lucha de Clases. La 1.0 la perdieron los esclavos de Espartaco luchando contra las legiones romanas; la 2.0 empezó con Lenin subido a un tanque y terminó como el rosario de la aurora allá en el muro derrumbado; la 3.0, que sólo tuvo lugar en la ficción de los cines, la sostuvo en solitario el demenciado pero lúcido Tyler Durden, que fundaba clubs de la lucha para agitar las conciencias y entrenarse en los mamporros. Al final de El club de la lucha, Tyler Durden acababa con el sistema financiero demoliendo sus edificios de oficinas. 

    Diecisiete años después, en una época en la que está muy mal visto derrumbar rascacielos con explosivos, Mr. Robot decide terminar con los bancos -con la deuda y las hipotecas, las servidumbres y los abusos- destruyendo el monstruo desde dentro, en silencio, a lo troyano, con la fuerza infinita de un ordenador portátil sabiamente manejado. El episodio piloto de Mr. Robot es capaz de alegrarle el día a cualquier bolchevique aficionado a las series de televisión. Pero la alegría dura poco en la casa del pobre. A los dos o tres episodios, en una afán por rellenar tramas que no conducen a ningún sitio, la revolución de Mr. Robot se aplaza sine die y la desazón se adueña del espectador antes alborozado y ahora aburrido.

First we take Manhattan...

... recitaba Leonard Cohen en su poema revolucionario, y al principio de Mr. Robot así lo parecía, pues el susodicho vive allí afincado, y parecía muy seguro del empeño. Pero luego...

Me sentenciaron a veinte años de aburrimiento
por intentar cambiar el sistema desde dentro.




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Ciudadano Bob Roberts

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Antes de que Donald Trump asiente sus reales en el Despacho Oval y se ponga a jugar con las cosas que no tienen repuesto, como cantaba Serrat, no estaría de más programar un ciclo de anticristos que también aspiraron a ser presidentes de los Estados Unidos. Un ciclo que empezaría con la trilogía de La Profecía -pues hay que recordar que el niño Damien, ya crecidito y repeinado, ansiaba jugar con los códigos nucleares que desatarían el Armagedón- y que terminaría, en tiempos más recientes, con Frank Underwood golpeando la mesa del Despacho Oval con sus nudillos insensibles, toc, toc.


    Entre medias -en un tono más verosímil pero no menos terrorífico- uno recomendaría a las amistades que vieran Ciudadano Bob Roberts, el mockumentary que hace veintitrés años escribió, dirigió y hasta musicó Tim Robbins. Bob Roberts es "un payaso criptofascista"  que aupado por sus muchos millones y protegido por oscuros intereses se abre camino en las elecciones al Senado en Pensilvania. ¿Les suena de algo, el personaje...? Bob Roberts, al que interpreta el mismísimo e izquierdoso Tim Robbins, posee, además, el don de la música y del canto, y subido a los escenarios de campaña acomete con su guitarra unas canciones muy pegadizas en las que ridiculiza a los rojos y a las razas inferiores, y ensalza los valores eternos de Dios y de la Riqueza, dejando extasiados a los emprendedores que le jalean en los mítines, y enamoradas, hasta el éxtasis, a las anglosajonas que envidian a su esposa boba por disfrutarlo cada noche.

    Han pasado veintitrés años, digo, pero Ciudadano Bob Roberts sigue estando de rabiosa actualidad. Y no sólo porque el ficticio Bob y el realísimo Donald guarden un parecido inquietante en los discursos y en las intenciones, y uno se estremezca acojonadito en el sofá. Es que las tácticas, las zorrerías, las manipulaciones, siguen siendo las mismas cada vez que un candidato que viene a joder a su pueblo, y a depauperarlo todavía más, se envuelve en los valores rancios para que el populacho manipulado y desinformado vuelva a prestarle la cartera. 




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Deuda de honor

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En Deuda de honor, Mary Bee Cudy, que tiene nombre de personaje de La casa de la pradera, es una mujer solitaria que sobrevive en los territorios de Nebraska cuando los americanos colonizaban el Medio Oeste.  En la tierra yerma de las Grandes Llanuras, donde el sol y el frío se alternan para que sólo crezcan hierbajos y maizales famélicos, Mary Bee, tan hacendosa como hacendada, ha levantado con sus propias manos una granja que es la envidia de todos los vecinos, que son cuatro desharrapados que llegaron pensando en la tierra de leche y miel que se les prometió a los errantes.





    Por razones que nos son hurtadas a los espectadores, Mary Bee vive soltera y sin compromiso. Tal vez quedó viuda en algún accidente, o fue abandona por un intrépido colono que al llegar a los páramos dio media vuelta a galope tendido. Mary Bee, que todavía es joven y goza de buena salud, busca matrimonio entre los escasos solteros del villorrio. Pero el amor no es precisamente el motor de su motivación conyugal. Primero porque Mary Bee vive bajo el estricto temor de Dios predicado por el pastor, y segundo porque esos hombres no son precisamente adonis caídos del cielo. Mary Bee busca un brazo que la ayude, una escopeta que la defienda, una compañía en las noches oscuras que amenizan los coyotes. Mary Bee es lo que nuestras abuelas llamarían un buen partido, pero los tontainas de Nebraska, al ser requebrados y requeridos, hacen un mohín de disgusto y responden que gracias, pero que no. Que prefieren irse al Este con el carromato a buscar esposa entre mujeres más sofisticadas y más guapas. 

    En cada rechazo, Mary Bee, desconsolada, llora a lágrima viva en la soledad de su cabaña, y el espectador, que contempla el rostro de Hilary Swank dándole vida al personaje, empieza a sospechar que aquí hay un terrible error de casting. Hilary Swank no es precisamente la flor de la canela, si de belleza hablamos, pero no es, desde luego, una mujer desdeñable en esos aspectos. Conozco a un tipo en este villorrio , sin ir más lejos, que bebe los vientos por su hermosura algo hombruna, aunque de labios irrenunciables. Si Tommy Lee Jones, el director de la función, buscaba a una gran actriz para dar vida a la desgraciada Mary Bee, pardiez que la encontró. Pero el físico de Hilary no encaja, no se ajusta, y a partir de ahí, lastrada por el error, Deuda de honor se convierte en una bonita película, de paisajes majestuosos y tal, poesía crepuscular, pero coja como un carromato de tres ruedas.


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Abajo el telón

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Franklin Delano Roosevelt -al que nosotros, en el colegio, llamábamos Franklin Delculo en un alarde de imaginación- fue un presidente de Estados Unidos que se vendió al capital como todos los que han sido desde que George Washington empuñara su fusil. Pero Delano, a diferencia de los demás, tuvo su momento de debilidad, su corazoncito de ser humano. A él le correspondió lidiar con el paisaje desolador de la Gran Depresión, y asesorado por economistas que hoy saldrían en la portada de El País o del ABC retratados con rabos y cuernos, impulsó un vasto programa de inversiones públicas para que los desempleados, al menos, tuvieran una ocupación al levantarse cada mañana, y abandonaran el desánimo, y las cantinas, y los cenáculos del comunismo donde ya se cocía la revolución de la América cabreada. 

Las agencias del gobierno reclutaron trabajadores para construir carreteras, desbrozar caminos, reconstruir escuelas..., Y en las oficinas culturales, se contrataban actores para llevar el teatro a los cuatro puntos cardinales del país. Entretener a las gentes y enseñarles algo distinto a las monsergas de los religiosos. Algo muy parecido a lo que hizo nuestra II República con las Misiones Pedagógicas, y más concretamente, con la compañía de teatro La Barraca, que quiso desasnar con sus representaciones a los españoles de las mesetas y las montañas.

    Pero a Delano Roosevelt, como a los republicanos españoles, se la tenían jurada las fuerzas conservadoras. Las gentes de mal vivir, que diría el añorado Ivá... Ellos tenían a los rojos americanos por gente despreciable, y muy peligrosa, pero al menos los tenían confinados en las grandes ciudades, y dentro de ellas, en barrios muy localizados y fáciles de vigilar. Pero soltarlos así, a los cuatro vientos de la geografía, como una plaga de langostas que predicaran la cultura y la concienciación política, era un antojo que no le iban a consentir a nadie. Es por eso que años antes de cazar las brujas en Hollywood, los garantes del orden lanzaron otra cacería muy olvidada contra las gentes del teatro federal. Una persecución que nos recuerda Tim Robbins en Abajo el telón, título improcedente que esconde el original Cradle Will Rock, que era la obra de teatro que Orson Welles, metido de jovenzuelo en estas movidas, iba a estrenar en Nueva York antes de que se desatara la reacción. Muy estimable la película, y más estimable todavía, su valor didáctico.




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El bosque

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Les tengo un poco de resquemor a las películas de M. Night Shyamalan porque siempre me hacen quedar como un idiota, ante las amistades, y ante los cuñados. Todo el mundo es mucho más perspicaz que yo a la hora de adivinar esos desenlaces que a mí me dejan boquiabierto, como un niño engañado por un mago, mientras que ellos, simplemente, se limitan a recoger la confirmación de sus inteligentes deducciones. No es lo mismo saberse uno tonto en la intimidad del salón, a solas con la propia incapacidad, que verse humillado en la barra del bar, o en la mesa de la terraza, sometido al engreimiento de algunos fulanos despreciables, y a la sonrisa compasiva de algunas damas que me descartan.

    Ahora que ya todos conocemos los finales de Shyamalan, el tiempo ha igualado a los listos con los tontos, a los genios con los mendrugos, y sus películas ya se ven con otra intención, y con otra perspectiva. Yo, por mi parte, he vuelto a pasearme por El bosque porque la otra tarde, en los canales de pago, me encontré con Bryce Dallas Howard jugando a la gallinita ciega en aquel poblado apartado del mundo, y el amor, como un impulso incontenible, me hizo pulsar el botón rec para ver la película completa otro día, y solazarme con su belleza pelirroja desde el comienzo. Sí, queridos lectores, y alarmadas lectoras: ha sido el sexo, una vez más, quien revestido de romanticismo ha vuelto a guiar mis pasos, y a dictar mi agenda cinematográfica. Si esto fuera un blog serio, de ínfulas intelectuales y cosecha de sabidurías, lo suyo sería aprovechar El bosque para hablar de los miedos ancestrales del ser humano y tal y cual. Redactar un pequeño ensayo de antropología, y no describir -¡ otra vez!-  esta pelusilla con forma de corazón que ha vuelto a nacer en mi ombligo.



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