El desafío: Frost contra Nixon

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¿Se imaginan a Carlos Sobera, en horario de máxima audiencia, preguntándole a José María Aznar por qué mintió sobre las armas de destrucción masiva, o sobre la autoría de ETA en los atentados del 11-M? Pues algo así, aunque parezca ciencia-ficción, fue lo que sucedió en 1977 cuando el periodista David Frost, previo pago de una cantidad indecente, logro que Richard Nixon accediera a ser entrevistado en su retiro de California. Frost era un showman que presentaba programas de variedades en la televisión británica, o en la australiana, según donde surgiera el contrato, y cuando le entró el afán de entrevistar a Richard Nixon nadie se lo tomó demasiado en serio. Tuvo que rascarse hasta la pelusilla de su propio bolsillo para que el dimitido presidente, que al parecer vivía obnubilado por el dinero, accediera a ser interrogado por los asuntos espinosos del Watergate o de la guerra del Vietnam.


    Lo que luego sucedió en "La Casa Pacífica" ya es asunto de dominio público. Y si no lo es, es un spoiler como una casa, así que no voy contar nada de las dialécticas que allí se entrecruzaron. Frost contra Nixon es una gran película, de actores soberbios y de diálogos acerados, y además sale Rebecca Hall en un papel que no aporta nada a la trama, pero que nos deja muy contentos y resalados con su belleza. Sin embargo, uno termina de ver la película con una sensación molesta, porque se nota, se siente, que Ron Howard simpatiza con el expresidente. Tan es así, que no sorprende leer en alguna entrevista que él mismo reconoce haber votado a Tricky Dicky en sus tiempos de latrocinio. Y qué quieren que les diga: simpatizar con un sociópata que ordenó bombardeos masivos sobre la población de Camboya, o alargó una guerra innecesaria por motivos puramente electorales, es una cosa que tiene poca excusa, y muy poco perdón, por mucho que Frank Langella, en portentosa exhibición, acaricie a los perretes o ponga caras de contrición.

    - No tiene ni idea, señor Frost, de lo afortunado que es usted por gustarle la gente. Por gustarle usted a ellos, por tener esa facilidad, esa luminosidad, ese encanto. Yo no los tengo, nunca los he tenido. Me pregunto por qué elegí una vida que dependía de gustar a los demás. Quizá usted debió ser el político, y yo el entrevistador riguroso.


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B

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"Sé fuerte, Luis", escribió don Mariano el día que supimos que un pastel con nuestro dinero se amasaba en los bancos de los suizos. Y Luis, soldado disciplinado, trabajador incansable en la lucha contra los rojos, lo fue: fuerte. Fuerte que te cagas. 

Dos años después, ante el pelotón de periodistas que lo esperaban a la salida de la cárcel, Luis dio testimonio de su obediencia, y entonces se escuchó el gran suspiro en la España como Dios manda, toda pintada de azul. Corrió el champán en los despachos de quienes nos roban la plusvalía y aplauden con las orejas.  Paralelamente, en las tascas del populacho los simpatizantes de don Mariano invitaron a vinos y cañas a todos los parroquianos, incluidos los izquierdistas más recalcitrantes, porque gracias a la intercesión de la Virgen no había sucedido nada grave: sólo una corruptela más de las muchas aisladas. El Partido Popular, vigía de Occidente y salvaguarda de la patria, ejército desarmado de la gente decente, había vuelto a salir indemne de las falsas acusaciones. Bárcenas había sido fuerte, sí, pero es que además no tenía nada que confesar, salvo sus propias travesuras.


    Trece meses antes, sin embargo, estas gentes andaban todas sin uñas, comidas, y sin aliento, acojonados. Después de pasar una temporadita en la cárcel, Luis se presentó ante el juez Ruz dispuesto a largar. En setenta y cinco minutos del más puro minimalismo judicial, la película B cuenta lo que sucedió en aquella comparecencia, que pudo ser histórica y definitiva, pero que al final se quedó en nada.  En B. no hay golpes de efecto ni dramatismos americanos. Ruz pregunta, Bárcenas responde y los abogados intervienen de vez en cuando para aclarar los puntos oscuros. El actor que encarna a Luis Bárcenas, Pedro Casablanc, no guarda parecido alguno con su personaje, pero es como si el pelo a doble color y el traje azul inmaculado le hubieran investido del autocontrol, y de la chulería innata. Ante nuestros ojos se obra el milagro de estar allí, espiando por una mirilla mientras Bárcenas pone en marcha el ventilador y empieza a esparcir mierda por doquier. Sí, los papeles son ciertos, y sí, las donaciones son ilegales, y sí, yo repartía dinerito rico en sobres...

   Pero Luis, de pronto, se hizo fuerte y se paró. En cuestión de segundos, cuando el interrogatorio ya se volvía peligroso, Bárcenas pasó de la memoria de elefante al encogimiento de hombros, y el lanzallamas que amenazaba con quemarlo todo se quedó sin gasofa, bien adiestrado y aconsejado. O bien amenazado, que nunca sabremos.



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El clan

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"La gente que se queda en su casa entretenida en sus cosas rara vez hace daño a nadie: lo trágico de la vida es que en casa la mayoría de la gente se aburre. Y como se aburren, proclaman que quedarse tranquilamente en casa es cosa de cobardes, de egoístas y de malos patriotas".

    Esta sabiduría la escribió hace algunos años Fernando Savater en su Diccionario Filosófico. Y aunque me jode darle la razón a este tonto útil de la derecha, tengo que reconocer que me acuerdo mucho de su aporte. Hoy mismo, sin ir más lejos, mientras veía la película argentina El clan... Cuando Arquímedes Puccio comprendió que la dictadura argentina había terminado, también debió de pensar: "¿Y ahora qué hago yo, aburrido en casa, sin comunistas a los que poder torturar o hacer desaparecer?" Don Arquímedes, que había trabajado fielmente para los militares, de pronto se vio viejo y prescindible. Le quedaban sus hijos, sí, y sus negocios, y la partidita de baraja o de dominó con los compadres. Poca cosa en comparación con la adrenalina del matarile, de la acción paramilitar que había construido una Argentina mejor para las clases pudientes. 

    Si ahora los rojos eran intocables, quedaban, al menos los empresarios con dinero: los tipos que para Arquímedes Puccio habían traicionado al país acojonándose ante la democracia, o apropiándose los dineros necesarios. Y así, sin leer a Fernando Savater, pero igualmente convencido de que quedarse en casa "es cosa  de cobardes, de egoístas y de malos patriotas", don Arquímedes formó una banda criminal con sus viejos camaradas, y con sus propios hijos, que cegados por el dinero o acojonados por su figura no supieron negarse a este negocio de secuestros y extorsiones.

    Es una película escalofriante, El clan. Lo peor del ser humano expuesto en una carnicería del alma: casquería de psicópatas, magro de megalómanos, filetes de avariciosos... Y la sangre, claro, la voz de la sangre, que todo lo justifica y todo lo perdona, hecha morcillas. 




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The visitor

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Son tantas ya, las películas, y tantas, las noticias, que a veces la realidad se cruza con la ficción y ambas se anudan, y se persiguen, y uno ya no sabe si está viendo la película que escogió o el telediario que todavía no ha terminado.

    La noche pasada, por ejemplo, yo estaba viendo otra vez The visitor. Por las catacumbas de mi memoria vagaba el fantasma de Richard Jenkins tocando el djembé en un parque de Nueva York,  sacándose unas pelas innecesarias porque él era un importante profesor de universidad, o algo así. De hecho, en mi tontuna, en mi desgracia neuronal, yo creía recordar que The visitor era la historia de un hombre maduro que se adentraba en el misterio de la música para sentirse vivo de nuevo, como Nanni Moretti en Caro Diario.

    Pero The visitor no iba de eso. Por un azar del destino, el personaje de Richard Jenkins conoce a una pareja que vive sin papeles en Estados Unidos. Ella, senegalesa, vende baratijas en el rastrillo, y él, sirio, toca el djembé en los garitos nocturnos. La desgracia de Tarek es que además de ser sirio tiene cara de sirio, y eso, en Estados Unidos, después del 11-S, es un terrible problema que te puede costar caro si no llevas los papeles en regla, y a ser posible entre los dientes, para cuando te los exija el sheriff armado de turno. Son cosas de los americanos -piensa uno al acostarse- tan insensibles y paranoicos. Pero pocas horas después, al despertar, uno desayuna con la noticia de que están empezando las deportaciones pactadas por la UE. Los están barriendo, literalmente, a los refugiados sirios, como quien barre bichos de la cocina hacia las fronteras de Turquía.  Era una vergüenza lo que ocurría en The visitor, y es una vergüenza lo que está ocurriendo esta misma mañana nueve años después de la película, al otro lado del mar, sin que el papel de los malos lo desempeñen unos americanos de expresión hosca y gatillo fácil. 



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Vías cruzadas

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Ocho años antes de jugarse el pellejo en Juego de Tronos, Tyrion Lannister llevaba una vida secreta vendiendo trenes de juguete junto al anciano Henry, en la vieja tienda del barrio. Una mala tarde de las que anunciaba Chiquito de la Calzada, Henry fallece de un infarto, y Tyrion Lannister se ve obligado a cambiar de aires y de menesteres. El viejo Henry, que no le olvidó en sus últimas voluntades, le ha legado un cuchitril que hace las veces de apeadero en medio de la nada, al lado de una vía férrea que atraviesa el estado de New Jersey. Con una mano delante y otra detrás, Peter Dinklage tendrá, al menos, el consuelo de ver pasar los trenes. Igual que otros matamos el aburrimiento viendo películas o aficionándonos a cualquier deporte que pasen por la tele, nuestro personaje salva los días estudiando los mil pormenores de los ferrocarriles norteamericanos, como un idiot savant que en este caso no tiene nada de incapacitado. 

    Cuando todo hace presagiar un futuro de anacoreta obsesivo, aparecen en el apeadero dos personajes que también caminan sin brújula por la existencia, y que van a fraguar una bonita amistad con sabor final a ménage à trois: un vendedor de truck food que se ha buscado la peor ubicación comercial del planeta, y una mujer en fase depresiva que siempre pasa por allí camino de sus quehaceres, atropellando a los viandantes con sus antológicos despistes al volante. Es por eso que aquí en España, sin desviarse mucho de la sustancia, alguien tuvo la feliz ocurrencia de titular la película Vías cruzadas, porque lo que sucede en el apeadero es que tres trenes que vagaban sin horario y sin rumbo colisionan amigablemente para fundirse en un abrazo, y reposar el amasijo de hierros lamiéndose las heridas, y escuchándose las penas. Una bonita y tontorrona historia de amistad con la que empezó a hacer fortuna Thomas McCarthy, el tipo que nos regaló la mejor película del año, Spotlight, de la que todavía se habla largo y tendido en los conciliábulos cinéfilos y anticlericales. Le tenemos muy presente en nuestras oraciones, a don Thomas.




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La verdad

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En plena campaña electoral del año 2004 -la que enfrentó a George Bush hijo con John Kerry padre- el informativo 60 minutes de la CBS se hizo con unos documentos que demostraban que el hijísimo había eludido la Guerra de Vietnam gracias a los enchufes petroleros de su padre, magnates orondos, y generales complacientes, que lo destinaron a un cómodo puesto en la Guardia Nacional. 

Los documentos, para más inri, venían a decir que el futuro compiyogui de Ánsar aplazaba sus obligaciones cuando le apetecía, y que incluso terminó su servicio militar antes de tiempo, sin que nadie le castigara con limpiar las letrinas o marchar desnudo por el monte. Un escándalo de prerrogativas que aquí en España casi nos haría hasta gracia, acostumbrados desde los Austrias a que sólo los pobres se jueguen el pellejo en las batallas, pero que allí, en Estados Unidos, donde estas cosas del favoritismo están muy mal vistas, levantó ampollas entre los televidentes y casi dio un vuelco electoral a las encuestas.

    Y digo casi -y ahí empieza el meollo de La verdad, la película que narra aquellos enredos periodísticos- porque resultó que al final aquellos documentos no eran trigo limpio. La blogosfera conservadora, que cuenta con legiones de voluntarios que luchan contra el rojerío, rápidamente puso en duda la veracidad de ciertas abreviaturas, de ciertas tipografías improbables en la década de los 70. Y aunque el fondo del asunto tenía toda la pinta de ser verosímil, los documentos probatorios se quedaron en el limbo de lo cuestionable. Al revés de lo que dijo nuestro entrañable Mariano sobre los papeles de Bárcenas, todo en aquellos expedientes de George Bush parecía ser cierto, salvo alguna cosa. Y con esa "pequeña cosa" empezó el viacrucis de los responsables de 60 minutes, tipos prestigiosos y combativos a los que yo creo a pies juntillas, y que todavía aseguran que a ellos no les condenó la mala praxis, sino el escozor de un dedo puesto en la llaga.

Mary Mapes [ante la comisión investigadora]:

- Nuestra historia era sobre si Bush completó su servicio militar. Pero nadie quería hablar sobre eso. Eso es lo que hace la gente en estos días si no les gusta una historia. Te señalan, te gritan. Cuestionan tu política, tu objetividad. ¡Demonios!, tu humanidad básica, y esperan que por Dios, la verdad se pierda en el campo. Y cuando todo acaba finalmente, y han paseado y gritado tan alto, ya ni siquiera podemos recordar cuál era el asunto.


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Jarhead

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Siempre que veo una película de soldados haciendo la instrucción me acuerdo, irremediablemente, del sargento Arensivia de Historias de la Puta Mili, aquellas aventuras que Ivá dibujaba en El Jueves para reírse del secuestro que los mandamases llamaban "deber patriótico", y preparación para una inminente invasión de los norcoreanos.

    Hoy por la tarde, mientras veía las desventuras del soldado Swofford en Jarheadtambién he recordado  aquella frase de Woody Allen en la que siempre me he reconocido:
    "No me aceptaron en el Ejército, fui declarado inutilísimo. En caso de guerra, sólo valdría como prisionero".

    A mí el ejército no me declaró inutilísimo a pesar de mis dioptrías, y de mi cara de bobo, y de mi torpeza mítica con las manos, que era conocida en todo León menos en los cuarteles. Así que fui yo quien tuvo que declarar inutilísimo al propio ejército, y buscar refugio en la objeción de conciencia, que duraba más tiempo de reclusión, pero que al menos te alejaba de las novatadas, de los esfuerzos físicos, de las voces psicotizadas de los sargentos chusqueros. Luego, para mi bien, antes de presentarme en mi puesto de bibliotecario en la Universidad, llego Ánsar -manda huevos- y por algún oscuro cálculo económico, o porque le salió de los mismísimos cojones un día que estaba haciendo flexiones, dijo que la mili y sus sucedáneos se habían terminado, y que todos a casa, señores, a votar al Partido Popular en agradecimiento, que algunos hasta lo hicieron y todo, y siguen haciéndolo, en conmemoración suya.


    Como me sucede en muchas ocasiones, yo comparecía ante el ordenador para hablar de Jarhead y al final me he ido por los cerros de mi propia vida, recordando episodios tontos. Pero es que las películas como Jarhead, la verdad, y no lo digo por vagancia, ni por ir terminando esta entrada, hablan por sí solas. Si convenimos en que la guerra es una mezcla de horror y estupidez, y que el horror ya tiene su obra maestra en Apocalypse Now, Jarhead, con esos soldados de la I Guerra del Golfo que jamás llegan a ver al enemigo, y que entretienen sus días jugando al fútbol americano con máscaras antigás, es una descripción bastante verosímil de la idiotez supina que supuso aquel despliegue, aquella mascarada que sólo sirvió para que los negociantes de lo bélico se forraran a costa del erario público. Para robar, con himnos patrióticos, a los mismos panolis que luego reciben a los soldados agitando la banderita.


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La juventud

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Decir que uno, a los cuarenta y cuatro años, ya se considera inmerso en la decadencia es una licencia poética que sólo escribo en los días más tristes. Un gimoteo que utilizo para desahogarme, y para llamar la atención de las damas sensibles, a ver si alguna me adopta. 

Mi lamento, por supuesto, tiene mucho de exageración, pero también posee una almendra de verdad. Es evidente que a mi edad, razonablemente sano, pasablemente lúcido, no voy por ahí derrengado, achacoso, más pendiente de las obras municipales que de las piernas de las mujeres. Pero hace tiempo, desde luego, que coroné el puerto de la plenitud, y ahora, con más o menos garbo, voy sorteando las enrevesadas curvas del descenso. Allí en la cima tuve un hijo, escribí un libro y planté varios pinos descomunales, fibrosos, muy bonitos algunos. Ahora que ya no fabrico nada -salvo estas líneas tontas de cada día- me dejo llevar por la pendiente hasta que un día me pegue la gran hostia en una revuelta, o alcance, si tengo suerte, la línea de meta, que espero que esté muy lejos, a tomar por el culo si es posible.

    Así las cosas, pre-decadente y pre-viejo, he encontrado en las películas de Paolo Sorrentino un motivo para la reflexión, y también, de paso, para el disfrute visual, porque son obras de una belleza hipnótica, ocurrencias muy personales en las que yo extrañamente me reconozco, sin comprenderlas del todo, como quien vive un sueño propio rodado por otro fulano. Los personajes de Sorrentino son ancianos de verdad, no poéticos ni fingidos, pero encuentro en ellos una rara afinidad que empieza a preocuparme. 

   Me sucede con el Jep Gambardella de La gran belleza, por ejemplo, o con este par de amigos que conviven en el balneario de La juventud, que son tipos a los que ya les puede el cinismo, la melancolía, la pasión inútil por las cosas perdidas. Y uno, que vive a varias décadas de distancia, siente, sin embargo, que estos desgarros del ánimo ya le afectan en demasiadas ocasiones. Como si la vida se hubiera terminado de sopetón, y sólo quedara el paso de los días, y la simple curiosidad por los acontecimientos. 

    Seguramente exagero mucho, y me dejo llevar por la literatura barata, y por la lluvia en el cristal. Pero estos males del espíritu, aunque todavía estén en estado embrionario, son fetos terroríficos que ya viven en mi barriga como aliens del espacio, y a veces sueltan una pataditas que me dejan el estómago hecho unos zorros, poblado de mariposas negras que revolotean. Como murciélagos en la batcueva de Gotham City.


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