Sherlock. La novia abominable

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Ahora que voy a releer las aventuras completas de Sherlock Holmes, ya no tendré que imaginarme a sus protagonistas como si estuviera en La vida privada de Sherlock Holmes, la gran película de Billy Wilder. Voy a echar de menos a Robert Stephens y a Colin Blakely, que me acompañaron en la primera lectura de juventud. Tipos sólidos, perfectamente británicos, que daban el pego y la medida. Pero desde que Mark Gatiss y Steven Moffat parieran su serie para la BBC, Benedict Cumberbatch y Martin Freeman se han ganado el primer puesto en el imaginario. Ellos serán a partir de ahora los rostros, los andares, los gestos de reflexión o de recochineo, aunque sus personajes vivan a un siglo de distancia de las andanzas originales.

    Enredando por internet, leo con pesar que Sherlock no tendrá una cuarta entrega hasta el año 2017. Debe de ser que estos dos actores tienen problemas de agenda, o que los guiones, tan enrevesados, necesitan varios meses de urdimbre. Ante nuestro desconsuelo, Gatiss y Moffat nos han hecho el regalo de La novia abominable, un caso de ultratumbas en el Londres victoriano de los orígenes literarios. La novia abominable se podía haber quedado en un simple divertimento, en un hueso de goma para entretener nuestro hambre canina. Pero Gatiss y Moffat son dos tipos generosos que nunca defraudan. Que saben, además, que nos hemos vuelto muy sibaritas, y muy pijos, y que no les íbamos a perdonar que La novia abominable fuera un episodio de relleno, o un aperitivo para glotones. Y pardiez que no lo ha sido. Entre los crímenes, las deducciones y los chistes socarrones, han vuelto a conseguir que me quedara clavado en el sofá. Que la realidad del día no se colara por ningún resquicio en la ficción. He vuelto a sentir esa gozosa presión en las meninges cuando trato de no perderme, de no quedarme atrás. De anticiparme a un desenlace que al final siempre me sorprende y me supera. Y bendita sea, mi cortedad, que me depara tales alegrías. 




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Carlos Pumares. Polvo de Estrellas

La muerte de Gaspar Rosety ha revuelto los recuerdos de mi desván. Buscando su voz cuando cantaba los goles del Madrid en las remontadas, o de la Selección Española en los Mundiales, he ido a topar con un archivo sonoro de Antena 3 Radio, aquel nido de alianzapopuleros que se decían independientes y montaraces. Estos hijos de mala madre, nostálgicos de una derecha que pusiera en vereda al rojerío campante, aprovechaban cualquier programa, político o no, para atizar al PSOE y clamar de paso contra el poder del Estado, que maniataba a los emprendedores, subía los impuestos y construía trenes innecesarios de alta velocidad.

    Carlos Pumares -que a eso venía- era uno de los locutores más vocingleros. Su programa de cine -que luego era de cualquier cosa- venía después de Supergarcía, y los adolescentes que ya trasnochábamos por los estudios, y por las ganas infinitas de vivir, nos quedábamos hasta las tantas de la madrugada oyendo sus monsergas de rancio conservador. Pero nos daba igual, su facherío. Nosotros estábamos a lo del cine, o la que surgiera, que podía ser una receta culinaria o la última crónica de una multa en carretera. Pumares, en aquel magacín encubierto, en aquel showtime de la madrugada, era mi pequeño dios de las ondas, un fulano tan cínico como divertido, tan faltón como seductor.

    Y eso que Pumares, cinéfilo de otra generación, odiaba a muchos cineastas que yo adoraba. Y no sólo los odiaba: se mofaba de ellos, los ponía a caldo, los ridiculizaba en antena si algún oyente se ponía pesado defendiéndolos. Pero yo me meaba de la risa, y me daba lo mismo no coincidir. Pumares era un fulano directo, vitriólico, que tenía muy pocos filtros en el paladar. Y una gracia de la hostia. Aunque sufría chifladuras de crítico arqueológico, Pumares me transmitió su pasión por el cine. Una pasión que yo traía de serie a su programa, pero que él mantuvo viva en los años idiotas de la adolescencia, cuando todo pudo haber sucedido. Pumares fue, aunque suene manido y resobado, mi maestro.

    Casi tres lustros después escucho de nuevo sus programas, en el ipod, mientras camino por los montes, y me sigo descojonando yo solo con sus paridas, con sus desplantes, con sus arranques de genialidad. Un personaje único.

Oyente: Pumares, es que mis amigos dicen que la película X es muy mala.
Pumares: Pues cambia de amigos


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Sesión continua

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Reconozco que a Luis José Garci le he dado mucha caña en este blog. Y más que le daré como siga por estos derroteros, morreando el bigote del Aznar, o la barba de Rajoy, que parece un fetichista de los vellos peperiles. 

    A quien yo tenía en mucha estima era a su hermano gemelo, el otro José Luis, el que en sus años mozos rodó varias películas que todavía aguantan el tirón -las mejores- o son un documento de la época -las menos afortunadas. Luego, por desgracia, a José Luis le dio un ictus, o se fue de misionero al Amazonas, y sus películas, aunque venían firmadas con su nombre, ya estaba claro que no le pertenecían: cursis, relamidas, aburridas a más no poder. Ahora sabemos que fue su hermano Luis José el que perpetró tales desmanes, un tipo ramplón, almibarado, que se hizo habitual en las tertulias de la radio, y en las fiestorras de la Moncloa, bailando chotis con la Botella.

    Pero hace unas semanas, cuando todo el mundo rellenaba su quiniela para los Óscar, regresó José Luis del exilio, o de la enfermedad, y proclamó que Mad Max: Fury Road era su película favorita. José Luis, el cineasta con criterio, había vuelto de las sombras... Y yo, para darle la bienvenida, decidí poner en el reproductor Sesión continua, una película suya de los viejos tiempos. Una rareza que con sus imperfecciones sigue siendo un canto de amor por el cine. Adolfo Marsillach y Jesús Puente hablan de sus vidas, de su amistad, de su fracaso como padres y de su nulidad como maridos. De sus sueños casi amortizados. Me deprimo despacio, que es la película dentro de la película, sólo es el mcguffin que utilizan para dar rienda suelta a sus cinefilias. La vida misma es para ellos un mcguffin, una excusa cojonuda para hablar de cine hasta la madrugada. José Manuel Varela y Federico Alcántara son dos alineados que me resultan muy familiares. Dos desertores de la realidad que encontraron la vida lejos de sí, en las pantallas.



Marsillach [borracho, pero lúcido]: ¿Tú sabes por qué nos hemos hecho mayores sin darnos cuenta?
Puente [más borracho aún]: No me acuerdo
Marsillach: Pues por una cosa muy sencilla. Porque nosotros no hemos vivido.
Puente: ¿Ah, no?
Marsillach: No. Nos han vivido. Siempre hemos vivido vidas que no eran nuestras vidas, porque en nuestras vidas sólo hay historias...
Puente: ¿Tú estás seguro... tú estás seguro de eso?
Marsillach: Completamente, Federico. Somos irreales. Vivimos en estado de película.



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Los sueños de Akira Kurosawa

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A otras personas el sueño se les va en un suspiro, en un fundido negro que enlaza con el día siguiente. A mí, en cambio, los sueños me cunden como vigilias. Me canso, literalmente, de soñar. Me duermo y me lanzo a los caminos hasta que suena el despertador. Hace años que no tengo un sueño reparador. Todas las mañanas me levanto exhausto porque en los sueños no paro de caminar. Mi cansancio es físico, no mental, porque en los sueños no sufro gozos ni pesadillas. Las mías son aventuras tontas, baladíes, como de comedia de enredos. Lo que me fatiga es el ejercicio de perseguirme por los escenarios, que son mucho y distantes. Un ejercicio literal, y no metafórico. Lo primero que me duele al despertar son las piernas, endurecidas y cargadas. Envejezco muy deprisa porque en el soñar no encuentro la paz de espíritu. No reparo una sola célula, ni ordeno un solo pensamiento. No descanso. Ni me olvido.


    Los sueños de Akira Kurosawa es una película que veo con mucha frecuencia porque es bellísima, y porque me reconozco en las imágenes. Me aburro mucho con otros cineastas que exponen sus onirismos porque sueñan de un modo diferente. Kurosawa, en cambio, soñaba como sueño yo: en largas caminatas que lo llevaban de aquí para allá. El personaje de Los sueños es un caminante de gorra y mochila que lo mismo aparece en el Fujiyama, hablando con un demonio, que en Auvers-sur-Oise, departiendo con Van Gogh. Un turista que sube montañas, desciende valles, recorre campos de trigo... Sólo en el último sueño, en La Aldea de los Molinos de Agua, él encontrará el descanso junto al arroyo. Quién no querría vivir en un pueblo así, con esas gentes sencillas que encaran la vida con humildad, y la muerte con alegría, si uno ha vivido bien y lo suficiente. Quién pudiera quedarse allí para siempre, para no soñar más. Para no vivir más, en la realidad que aguarda al despertar. 



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Calvary

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Llevo ya media hora de calvario, viendo Calvary, cuando empiezo a creer que me he confundido de película. Sí, el actor es Brendan Gleeson, y sí, sale disfrazado de cura, pero ésta no parece la obra maestra de la que hablaban por ahí. ¿Cuántas probabilidades hay de que exista otra película con Brendan Gleeson repartiendo hostias consagradas, y que también se titule Calvary, o algo parecido, Calgary, o Albany?
    Así que mientras en la pantalla se siguen sucediendo los despropósitos, cojo la tablet para repasar las referencias y confirmo que ésta es, en efecto, la película que tanto elogiaban en los foros, y tanto piropeaban en la prensa especializada. Se ve que es un problema mío, por tanto, y no una disfunción del universo entero. Que soy yo el que no pillo la gracia, el que no aprecio los méritos. En fin. Apecharé.


    El padre James, al que interpreta el bueno de Gleeson, es un cura de vocación tardía que escuchó muy tarde la llamada de Dios. Quizá por eso, porque su fe es sospechosa, y sobrevenida, el obispo le ha enviado a este pueblecito irlandés donde el director de la película, el pedante e insufrible John Michael McDonagh, ha querido embutir Sodoma y Gomorra en un pub rodeado de cuatro casas y cuatro prados. En este Innisfree vuelto del revés tenemos adúlteros, viciosas, renegados, fornicadores, ladrones, asesinos en serie, ricos asquerosos que jamás pasarán por el ojo de una aguja. Sodomitas también, propiamente dichos, que le hablan sin tapujos al señor cura sobre el semen que les cae chorreando por el culo (sic). En fin... Este es el nivel de los diálogos, que quieren escandalizarnos, y llevarnos las manos a la cabeza, a nosotros, los chicos del barrio de León, que con estas provocaciones no teníamos ni para desayunar...



    Y sin embargo no me levanto. Ni pulso el mando a distancia para buscar un ratico de fútbol, o de risas, en otro canal, antes de dar el día por perdido. Me quedó en el sofá, desmadejado, atraído por la incongruencia, por la grandilocuencia, por la supina gilipollez.  Es la fascinación por lo mal hecho, que a veces es más poderosa que el enfado, y que la decepción. Hay tanta pedantería boba, tanto exceso gratuito, tanta filosofía barata en Calvary, que yo quería dar testimonio ante los cuatro gatos del callejón. Para advertirles, o para animarles, que ya no sé.  



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¿Qué fue de Jorge Sanz? 5 años después

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Hace cinco años que dejamos a Jorge Sanz con la pierna rota en Guatemala y las cosas no parecen haber cambiado gran cosa. Ni en la vida real -donde Sanz sigue protagonizando películas olvidables, culebrones para marujas y un único papel reseñable en Vivir es fácil con los ojos cerrados- ni tampoco, por lo que se ve, en la ficción atribulada de ¿Qué fue de Jorge Sanz?, donde nuestro héroe sigue buscando una oportunidad en los proyectos de directores modernos y molones, olvidado y repudiado a partes iguales.


    David Trueba ha decidido no rodar una segunda temporada de la serie, sino retomar el personaje cada cinco años, en largometrajes que sean como reencuentros fugaces. Como esos que tenemos con el viejo amigo en el café, o con el olvidado familiar en el funeral. El experimento de ¿Qué fue de Jorge Sanz? ya lo probó François Truffaut con el personaje de Antoine Doinel, o, salvando los formatos, Richard Linklater con el muchacho Mason de Boyhood. Original o no, la ocurrencia de Trueba y Sanz nos sabe a poco a los seguidores de la serie original, que esperábamos otros seis capítulos llenos de coñas y tragicomedias, de ficciones y realidades que nos dejaran largo rato ante el ordenador, separando el grano de la paja. 

    ¿Qué fue de Jorge Sanz? 5 años después se nos ha pasado en un suspiro, entre risotadas y reflexiones, y sólo de pensar que no habrá más desventuras de Jorgito hasta dentro de un lustro nos sumimos en un hondo pesar. Y no sólo porque ya echamos de menos a un personaje que se ha convertido en amiguete y referencia, sino porque vete tú a saber, dentro de cinco años, donde andaremos todos. Y si andaremos, siquiera, por este valle de las lágrimas. Trueba y Sanz han prometido llevar al personaje hasta el final, hasta el asilo de ancianos, recordando los viejos éxitos con una mantica sobre las piernas. Está por ver quién llegará el último al desenlace. Quién será el primer ausente en la reunión. Si alguno de ellos, o nosotros, que los contemplanos, y nos partimos la caja.




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¿Qué fue de Jorge Sanz?

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Cuando Canal + estrenó la comedia ¿Qué fue de Jorge Sanz?, fuimos muchos los que nos preguntamos: "¡Hostia, es verdad! ¿Qué fue de Jorge Sanz?" Para los que no vemos series españolas, ni seguimos la serie Z de nuestro cine, el actor llevaba años desaparecido de la cinefilia, desde que interpretara al falangista recalcitrante de La niña de tus ojos

    El otrora niño prodigio y adolescente picarón, mancebo follador de Amantes o de Belle Époque, seguía viviendo en los DVDs de nuestras estanterías. Pero el adulto treintañero moraba en las catacumbas de los proyectos, en los márgenes abismales de la industria. Nunca le tuvimos por un actor excelso, la verdad, con ese porte que siempre le delataba como Jorge Sanz; con esa dicción que a veces era difícil de entender. Pero era un tipo al que le teníamos simpatía, con esa sonrisa de pícaro que volvía locas a las mujeres, y a nosotros nos despertaba una envidia muy sana, de tío que se lo montaba dabuten en los famoseos de Madrid.

    Corría el rumor -no confirmado en ninguna fuente de internet- de que Jorge Sanz era un falangista verdadero, uno que el 20-N peregrinaba a la tumba de José Antonio a corear consignas y jurar amor por España. Y eso, la verdad, nos distanciaba un poco del personaje. "Si es así, que le den", pensábamos con maldad. Pero la serie de Canal + tenía muy buena pinta, con David Trueba en el guión y en la dirección, y con Jorge Sanz arrastrándose por los escenarios, y por la vida, en una farsa autobiográfica que bebía directamente de nuestras comedias preferidas: Larry David, la pionera, y Louie, la dignísima sucesora. 

    Si la serie española iba a ser la mitad de buena, ya merecía la pena el esfuerzo de sentarse. Y pardiez que fue la mitad de buena, y más aún: ¿Qué fue de Jorge Sanz? es la perfecta descojonación de un personaje. Sanz se ríe de sí mismo a mandíbula batiente, vulnerable y jeta, venido a menos y echado p'alante. Polígamo y padrazo, ingenioso y bobalicón, intuitivo y metepatas. La contradicción perfecta que después de seis episodios nos dejó con la duda de dónde empezaba un Jorge Sanz y dónde terminaba el otro.  Del falangista joseantoniano, por cierto, nada se supo, a pesar de la bronca -¿real, inventada?- de Juan Diego Botto en el AVE a Barcelona.
  




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Star Wars: el imperio de los sueños

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Existen dos modos de interpretar El imperio de los sueños -este making off extendido de la primera trilogía- como existen dos maneras, por lo menos, de leer Rayuela, la novela de Cortázar. Si hacemos caso del documental, el empeño de George Lucas fue una cosa de visionario, de quijote norteamericano que se enfrentó a los molinos de viento para defender su aventura de héroes y villanos, de humanos y robots. De bichos peludos de dos metros de altura y enanos verdes que hablaban con la sintaxis extraviada.

    Los malos, en El imperio de los sueños, son los ejecutivos de la 20th Century Fox, que al parecer nunca confiaron en el éxito de la misión. Entre que el rodaje se pasaba de presupuesto, los copiones del rodaje eran lamentables, y que el propio Lucas parecía renegar de sus avances –tan alejados de su visión artística-, los ejecutivos enviaron varios ultimátums a los estudios Elstree, en Inglaterra, donde se filmaba el grueso de la trama, y donde al parecer los propios actores se descojonaban a escondidas de los diálogos y los disfraces. Sólo hubo un hombre, además de George Lucas, que confió en la lluvia de dólares que iba a caer sobre todos ellos: Alan Ladd Jr., el CEO de la compañía, que resistió las presiones airadas de directivos y accionistas. Al final, como todos sabemos, Lucas salió triunfador de sus desafíos, montó un emporio comercial que llega hasta nuestros días y cambio la historia del cine para siempre.

    Pero existe, como digo, otra manera de ver las cosas: una que en el documental nunca se desliza ni se sugiere. La de que George Lucas tuvo la suerte de cara, por no decir la potra, o la flor en el culo. La suerte es necesaria para emprender cualquier proyecto en la vida, desde construir una trilogía galáctica a no partirte la crisma camino del supermercado, montado en la bicicleta. Pero tengo la sensación, el presentimiento, la pequeña maldad también, de que el resultado final de Star Wars está muy lejos de la idea originaria de Lucas. Uno ve esos bocetos iniciales, esos personajes embrionarios, esas líneas de guión deficitarias, y sospecha que cualquier parecido con lo que se vio años más tarde en los cines es pura coincidencia. 

    En la segunda lectura de El imperio de los sueños, Lucas tuvo la tremenda suerte –o el tremendo acierto- de contar con profesionales que fueron moldeando lo que iba camino de ser una película para niños: Ralph McQuarrie, en los diseños artísticos; John Dykstra, en los efectos especiales; y los propios actores, en contubernio, que le iban añadiendo y quitando cosas a los diálogos para hacerlos más digeribles e incisivos. Sea como sea, entre todos parieron la película que marcó a mi generación. No la mejor, pero sí la que nos quedó grabada a fuego. La que nos sigue llevando a los cines, y a los merchandising, y a los documentales como éste, para saber más cosas, y cotillear en los bares y en los foros. Frikis forever.



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