The Newsroom. Temporada 1

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La ciencia-ficción que consumo estos días no es sólo la galaxia muy lejana de Star Wars. Y no estoy muy seguro, además, de que Star Wars sea realmente una ficción... Del mismo modo que otros creen en la multiplicación de los panes o en la intervención de la Virgen María en los partidos de fútbol, yo estoy en mi derecho de tomarme en serio a Luke Skywalker como el poderoso Jedi que trajo el equilibrio a la galaxia. Yo creo en la Fuerza como otros creen en el rayo divino, o en la infalibilidad del Papa, asuntos todos relacionados con la fe, con el capricho de las entrañas, y a ver quién es el guapo que me quita la ilusión.


         No tengo mucha fe, sin embargo -porque estos sí que son personajes inverosímiles, porno duro de la ficción dramática- en los periodistas que pululan por The Newsroom, ahora que estoy repasando la serie de Aaron Sorkin. En estos tiempos de telediarios manipulados, de tertulias vocingleras, de periódicos censurados por los magnates -y los mangantes-, uno acude al informativo imaginario de ACN a sabiendas de que Aaron Sorkin ha planteado una utopía de periodistas íntegros. Un sueño reconfortante pero imposible. En el mundo real, los chicos de MacKenzie son una especie en extinción que asoma las cabezas en ciertos reductos de internet, donde libran la guerra armados de tirachinas. También hay periodistas honrados dentro de la prensa dirigida, pero están solos, y atemorizados. Les da vergüenza lo que hacen, lo que obedecen, lo que se ven obligados a escribir o a investigar, pero el paro es muy jodido, y suele haber hijos y exesposas que alimentar. 

    La ficción mayúscula que imaginó Aaron Sorkin es que estos héroes vivan todos bajo el mismo techo, en el prime time de las noticias, y que un capítulo tras otro se las arreglen para desafiar al share, a la mentira, a los propios dueños de la emisora, que quieren cargárselos y no encuentran el resquicio. Se necesita mucha fe para dejarse llevar por esta serie ejemplar.







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La visita

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Las películas de terror se construyen sobre los miedos de nuestra infancia, que dormitan en el trastero hasta que alguien sube a jugar con las cajas y nos despierta con el ruido. Allí esperan su oportunidad los monstruos del armario, y los habitantes del pasillo oscuro. La fauna terrible que se cría en los hogares al calor de los chavales, y que luego, cuando estos ya no están, hiberna en nuestra conciencia hasta que una película como La visita vuelve a sacarla del letargo.


          M. Night Shyamalan, que es el viejo amigo recuperado, el hombre que nos acojonó vivos en El sexto sentido o en El bosque y luego se fue por los cerros de Úbeda, a experimentar con las gaseosas, ha vuelto por sus fueros con una película de terrores como dios manda. De sustos muy clásicos que sin embargo funcionan. Y mira que uno es receloso con el tema, que hasta bostezo en las casas encantadas donde otros se cagan por la pata abajo. La visita, para aplacar las apetencias de los incondicionales, sigue el manual establecido de la aparición por sorpresa y los ruidos de la noche. Pero en el fondo se trata de una película sobre recelos familiares. Y ahí el miedo se vuelve muy real, muy orgánico. Porque estos abuelos trastornados de la película no son ectoplasmas de la noche, sino carne de la carne, y sangre de la sangre, y los dos nietos que andan de visita sienten el miedo añadido de parecerse a ellos algún día.

    Es el mismo pavor, aunque tratado con humor, que sintió Lisa Simpson cuando conoció a la familia completa de su padre y se sumió en la más profunda depresión. El mismo miedo que atenazaba al niño Leolo cuando un allegado caía en la locura irremediable, en aquella obra maestra del fallecido Jean-Claude Lauzon. El mismo resquemor que sentiríamos todos al reconocernos en un familiar que ha perdido la chaveta. Una persona con la que se comparte una ceja, una mirada, un gesto en las manos, un parecido heredado, aunque nimio, que tal vez sólo sea la punta del iceberg… 


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Anacleto

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Apagué las luces para ver Anacleto con una mosca detrás de la oreja, molestando. Una muy zumbona que no paraba de advertirme del peligro.  Aquello, nada más arrancar, parecía un cómic para desfogue de adolescentes. Un homenaje a Tarantino con exceso de metralletas. Una pérdida de tiempo para el cuarentón que leía los tebeos de Anacleto en la infancia, hace ya demasiados años. Anacleto, tal como yo lo recordaba, no tenía adaptación posible al cine. No al menos como película de acción, en plan Misión Imposible y tal. Sí, quizá, como comedia disparatada, casi subversiva, porque Vázquez, el dibujante, era un coñón que usaba sus personajes para hacer mofa y befa de la España retrasada y carpetovetónica. Una España que, groso modo, sigue más o menos igual, aunque ahora todos usemos teléfono móvil y entendamos los títulos en inglés de las películas.

     No pensaba ver Anacleto, la verdad, pero la crítica española, sospechosamente unánime, prietas las filas con el producto nacional, había proclamado un entusiasmo contagioso con la cuchipanda. Y te hacen dudar, estos mamones, porque a veces aciertan en el contubernio y te llevan por el buen camino de una película desconocida. Pero a veces, las más, te engañan como a un bobo, para que apoquines la entrada o el DVD y engroses la cuenta del director o el actor de turno, que suele ser un amiguete, o un compañero de copas. 

    Entre que sí y entre que no, finalmente me decidí, más que nada por descubrir a Berto Romero en un papel para el cine, porque Berto es un tipo que me hace reír mucho en la radio y en la tele, un comediante ocurrente y chisposo, un mitómano gafudo y cuarentón como yo que ha bebido en las mismas fuentes y en los mismos humores.

    Casi desisto del anaclético empeño a los diez minutos, cuando descubro al padre de los Alcántara descerrajando tiros en un desierto. Pero tengo que reconocer que luego me he reído como un tontorrón, en un buen puñado de ocurrencias. Las persecuciones y los tiros me aburren soberanamente, pero no algunos diálogos, algunos excesos verbales. Las coñas del viejo Vázquez... Anacleto es una película excesiva, desparramada, demasiado moderna para este anciano escribiente. Pero conserva algo del viejo tebeo: un espíritu, una chapuza, una españolidad disparatada. Y con eso me vale para entretener otra noche de invierno, en el sofá, con la mantica, con los mandos sobre el regazo. Esperando a Phil, la marmota, que ya nos dirá.








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Catastrophe. Temporada 2

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Mientras llega el amor -y el invierno tiene pinta de ir para largo, como en Juego de Tronos- voy ejercitando las dialécticas románticas con las series de la televisión. El aprendizaje vicario -que es un término que da mucho la risa, como de escuela de tenis, o de estudios seminaristas- es la academia última de los amantes olvidados. De los hombres ninguneados. Uno ve a las parejas catódicas en sus trifulcas y arrumacos, y casi sin querer va tomando nota de las estrategias, de las componendas, del sutil arte de entenderse con las mujeres, esos alienígenas tan extraños como necesarios, tan distintos como adorables. Uno, por supuesto, conoce el peligro de confundir el cine con la realidad y sabe que estos amores son asunto de guionistas con mucha imaginación, y de productores con mucha avaricia. Que relajen el dedo, pues, los que ya iban a escribirme para advertirme del absurdo.


     En la segunda temporada de Catastrophe ya no se dirimen los asuntos del acercamiento impulsivo, del conocimiento trastabillado que estalla en el amor gozoso y algo alocado. Ahora Sharon y Rob ya tienen dos hijos, y conviven bajo el mismo techo. Sus asuntos se han vuelto domésticos y matrimoniales, y aunque uno se sigue divirtiendo con sus peripecias de pareja asimétrica, porque los diálogos derrochan ingenio, y los actores exudan química por los poros, esta segunda parte, en el aspecto pedagógico, en el sentido estrictamente académico del amor, se ha vuelto muy previsible. Uno ya ha pasado por estas Domestic Wars de las indirectas en la cocina y de las alambradas en la cama. Asignatura aprobada, que diría José Luis Garci. 

    La asignatura pendiente, que llevo suspensa desde tiempos remotos, sigue siendo el acercamiento primero. El primer trance de la publicidad. Cómo convencer a las señoritas de que en este body y en este brain todavía se guardan algunas alegrías, y algunas pequeñas satisfacciones. Mientras estudio las lecciones, el invierno se apodera de los interiores y los exteriores. A ver qué pronostica la marmota Phil en Punxsutawney, el próximo 2 de febrero...


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Eres lo peor

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Las sitcom que uno guarda en sus estanterías son aquellas que protagonizan hombres malvados o mujeres estúpidas. O viceversa. Mujeres retorcidas y hombres insoportables. La vida misma, en definitiva, trasladada al universo ficticio de las risas enlatadas. Modern Family jamás dormirá en mi habitación porque en el fondo todos sus personajes son buenas personas, seres imperfectos con el alma inmaculada. Y eso, como bien saben los filósofos y los sacerdotes, es una imposibilidad estadística que le resta cualquier credibilidad al asunto. 
    
    Quien esto escribe se siente más cercano a los inmaduros de Seinfeld, a los estúpidos de Larry David, a los mentecatos de Veep, a los incapaces de The Office... A los cuarentones decadentes y barrigudos como Louie. Ese es el fango del ser humano en el que yo me reconozco, y me echo las carcajadas sinceras, y me dejo los dineros comprando los DVDs. Pero siempre hay, por supuesto, excepciones. Frasier fue una serie de personajes bonachones y decentes que tengo guardada como un tesoro. No se han vuelto a escribir unos guiones como aquellos. 

    Eres lo peor es una comedia irreverente, desvergonzada, de personajes impresentables que deberían seducirme casi al instante. Su protagonistas son dos treintañeros traviesos con la edad mental de dos adolescentes de instituto. Jimmy y Gretchen pasan el tiempo libre follando, desfollando, discutiendo, chinchándose, poniéndose los cuernos... Probando drogas, catando licores, contrastando excesos. Ellos viven la vida loca que cantara Ricky Martin. Son dos individuos modernos, desprejuiciados, altamente egoístas e inmaduros. Deberían caerme de puta madre. Y sin embargo, con todo a favor, no termino de reírme con sus cuitas. Sobrevuelo sus enfados y sus reconciliaciones con la sonrisa preparada, lista para la acción, pero casi nunca solicitada en realidad. Hago esfuerzos para conectarme a esas vidas tan distintas a la mía, tan cercanas en el pecado de pensamiento, y tan lejanas en el pecado de obra. Pero me veo ya muy mayor para el ejercicio.

    A veces, en el portátil, en un mal ángulo de visión, veo reflejado mi rostro sobre la pantalla, superpuesto al de estos dos amantes alocados, y me descubro ridículo, y algo voyerista, tratando de entender una juventud que nunca viví. Y que ya no me toca vivir. El esplendor en la hierba de los cojones, que cantara el poeta. 



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Robot Chicken: Star Wars III

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Seth Green y sus secuaces cerraron su particular trilogía en 2010, con el poco original título de Robot Chicken: Star Wars III. Se guardaron su imaginación -desbordante, traviesa, decididamente friki- para los sketches hilarantes. Si alguien dudaba de que en la tercera entrega iban a flaquear las imaginaciones, estos muchachos dan el do de pecho y se marcan un especial de tres cuartos de hora, para tapar las bocas de los agoreros, y abrir las nuestras, que sí confiaban, en sucesión de carcajadas. 

    La galaxia muy lejana, pasada por el turmix de su gamberrismo, vuelve a convertirse en un culebrón de hijos secretos, de amores no confesados, de secundarios maltratados por la historia. Y entre todos ellos, revoloteando como una mosca cojonera, el impagable personaje de Boba Fett, el chulo más engreído de toda la galaxia.
  

1. ¿Quién baja por las pizzas en las reuniones del Alto Consejo Jedi?

2. El cuarto para hablar de asuntos no sexuales de la reina Amidala.

3. Anakin estrena piernas y traje  un sábado por la noche...

4. C3PO, que domina 6 millones de formas de comunicación, recibiendo sus clases de español...

5. ¿Qué ocurrió realmente en la granja del tío Owen?

6. Chewbacca presenta su familia a Han Solo, tras tantos años de amor inconfesado...

7. Incómodo reencuentro en la gasolinera espacial...

8. La nueva desventura del stormtrooper Gary, esta vez en la luna de Endor, con el ewok atropellado.

9. La larga -muy larga- y filosófica -muy filosófica- muerte del Emperador Palpatine.

10. Boba Fett y su amigo, entreteniendo los mil años de lenta digestión dentro del Sarlacc.



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Robot Chicken: Star Wars II

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Robot Chicken: Star Wars episodio II es la continuación de las gamberradas que Seth Green y sus secuaces perpetraron un año después de su primer delito. En contra de lo que sostiene el manido refrán, segundas partes vuelven a ser buenas, y esta travesura en stop-motion es tan divertida y audaz como la primera. El universo de Star Wars, y la imaginación malvada de los guionistas, dan para hacer infinidad de homenajes descacharrantes. 

    Las ocurrencias de Robot Chicken recuperan a los personajes secundarios que tuvieron la mala suerte de cruzarse en el camino de los Jedi y de los Sith. Víctimas colaterales de una guerra que ni les iba ni les venía. Gracias a esta serie animada podemos conocer el antes y el después de sus vidas: qué tristes circunstancias les empujaron a su destino, y qué fue de ellos, tras su peripecia personal en las guerras galácticas.  Un verdadero ¿Qué fue de...? que a los frikis de la saga nos satisface las curiosidades y las risotadas. Y que a los ignorantes del mundillo les va a traer muy sin cuidado. Aviso.

Selección personal de sketches:

1. Boba Fett regresando de la muerte para cargarse a los Ewoks, esos osos tan modosos y apestosos.

2. La fatigosa aventura de Gary, el stormtrooper que lleva a su hija al trabajo justo cuando toca abordar la nave consular de la princesa Leia.

 3. El spin-off del Dr. Ball, la bola negra que portaba la inyección torturadora de la princesa.

4. Anakin asesinando a los aprendices de la Escuela Jedi mientras imagina que parte girasoles con su espada láser, allá en los campos de Naboo, donde se enamoró de Amidala.

5. La carrera suicida de los AT-AT, en homenaje a American Graffiti, la película que  George Lucas filmó con coches y no con naves espaciales.

6. La triste historia de Krayt Dragon, el dinosaurio aventurero.

7. Comida "entre amigos", en la Ciudad de las Nubes de Bespin.

8. Bob Goldstein, el abogado de Naboo que representa a los damnificados por los caballeros Jedi. Un Saul Goodman de la galaxia muy lejana...

9. Vader y Luke recuperando el tiempo perdido, as father and son.

10. El Emperador esperando su maleta perdida, en el aeropuerto de la Estrella de la Muerte.




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Robot Chicken: Star Wars I

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Robot Chicken es una serie de animación que utiliza la técnica del stop-motion para versionar, de modo hilarante, el universo de nuestras películas y series favoritas. En el año 2007, con motivo del 30º aniversario del estreno de La Guerra de las Galaxias, Seth Green y su entrañable pandilla de pirados le dedicaron un programa especial al universo Star Wars. Veinticinco minutos de pura inspiración, de pura descojonación. Treinta sketches que ponen patas arriba las escenas memorables, los diálogos archisabidos. Que rescatan del olvido a los personajes secundarios y sacan los colores a los protagonistas principales. 

    Cada vez que me encuentro con otro friki por los caminos de la Fuerza, le recomiendo Robot Chicken: Star Wars encarecidamente, como un buen samaritano que soy. Al común de los mortales, en cambio, prefiero no mencionársela, porque sé que no van pillar las coñas marineras, Y porque a uno le consta, además, que los pirados de la saga galáctica les caemos muy gordos a estas gentes sencillas de nuestra galaxia, de lo plastas que podemos llegar a ser con nuestra obsesión. Que el Cielo nos perdone, y que la Fuerza nos acompañe.


Selección personal de sketches:

1. El soldado imperial que cagaba en el AT-AT antes de ser liquidado por la bomba de mano de Luke.

2. El anuncio de los cereales para el desayuno del Almirante Ackbar.

3. La triste historia de Ponda Babas, el alienígena bonachón que perdió el brazo en la taberna de Mos Eisley.

4. (El mejor de todos, sin duda) El curso de orientación para oficiales del Imperio Galáctico donde aprenden a fingir un ahogamiento ante Darth Vader, y evitar, así, ser atravesados por su espada láser en los raptos de ira.

5. Los devoradores del asteroide pidiendo comida china por teléfono al no poder zamparse el Halcón Milenario.

6. George W. Bush convertido en caballero Jedi por obra y gracia de los gamberros midiclorianos.

7. El duelo de raperos entre el Emperador y Luke Skywalker, insultando en verso a sus respectivas madres.

8. Darth Vader atormentado por el fantasma de Jar Jar, su “querido amigo” de la infancia.

 9. Darth Vader explicándole a su hijo el culebrón entero de Star Wars, allá en la Ciudad de las Nubes de Bespin.

10. El disco de Grandes Éxitos de Max Reebo, el músico elefante de Jabba el Hutt.




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Un día perfecto

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Luis Buñuel, como buen hombre de izquierdas, no creía en la caridad. Él sabía que los pequeños gestos sólo calman los dolores particulares y momentáneos. Que se necesitan palabras más valientes, como justicia, o redistribución, o sentido común, para arreglar los males del mundo. Los voluntarismos, aunque loables, barren un suelo que habrá de ser barrido mil veces más. 

    Para explicarnos su postura, Buñuel nos dejó la famosa escena de Viridiana. Jorge, el personaje de Paco Rabal, siente pena por un chucho fatigado que camina atado al carro de su dueño. El aldeano, un miembro de la especie homo garrulensis que todavía pervive en nuestra Hispania Citerior, y también en la Ulterior, se niega a subirlo porque allí sólo viajan “las personas”. En un arranque de caridad, Jorge le comprará el perro sólo para descubrir que detrás viene otro carro con un chucho en la misma circunstancia. La caridad ha salvado a una criatura, pero no ha cambiado las cosas. Buñuel entiende y aplaude a su personaje, pero deja esta reflexión en el aire para que la rumiemos con pesimismo.


      He recordado todo esto viendo Un día perfecto, la última película de Fernando León de Aranoa. Y lo escribo así, con el nombre completo, con el apellido aristocrático, porque don Fernando, a pesar de sus últimos deslices, es un cineasta al que debemos gratitud eterna por Los lunes al sol, esa obra maestra que ya quisieran para sí muchos americanos de postín, y muchos farsantes de la Nouvelle Vague. En Un día perfecto, una troupe de cooperantes viaja en todoterreno por las ruinas de la antigua Yugoslavia, recién terminada la guerra, limpiando pozos y desfaciendo entuertos. Según como lo cuentes, la película puede ser el ejercicio de una reflexión o el comienzo de un viejo chiste: van un puertorriqueño, un americano, un yugoslavo, una francesa y una ucraniana por las carreteras secundarias de Bosnia… 

    Los personajes de Tim Robbins y Benicio del Toro -aunque la ONU les ha endosado a dos mujeres de quitar el hipo que distraen mucho la atención y confunden el entendimiento del más pintado- son dos pedazos de pan que se desviven por ayudar al vecindario de los Balcanes. Pero no son dos monjitas de la caridad: ellos, inteligentes y lúcidos, no han caído en la creencia estúpida de estar cambiando las cosas. Ellos son cínicos pero alegres, resignados pero eficaces. Benicio y Tim no compran perros en la España Profunda, pero sí cuerdas y balones, allá en el desastre de la guerra.



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Rebobine, por favor

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El videoclub del señor Fletcher, allá en el suburbio de Nueva Jersey, por donde Tony Soprano pasa cada mañana camino del basurero, es un negocio caduco, de cintas en VHS, cuando el común de los mortales ya disfruta la tecnología del DVD. E incluso del Blu-ray. 

    Pero el señor Fletcher, que es un romántico de los rayajos y del sonido distorsionado, ha decidido hundirse con el barco. Ausentado durante unos días, dejará el negocio en manos de dos anormales de tomo y lomo. Mike es un chico de inteligencia límite al que le cuesta llevar las cuentas del negocio, y Jerry, su amigo, un paranoico que duerme con un casco metálico para que el gobierno no hurgue en sus meninges. En un absurdo accidente, estos dos inútiles desmagnetizarán todas las cintas del videoclub, dejándolas en blanco. Ante las protestas de los clientes, y acojonados por la reacción del señor Fletcher, tendrán la genial idea de re-filmar ellos mismos las películas perdidas. La primera cinta que versionarán con cuatro cartones y dos espumillones será Los Cazafantasmas. Para su asombro, la clientela -que para salvaguarda del guion no parece muy exigente, ni muy espabilada- quedará entusiasmada con las chorradas y los cutreríos, y así, por obra y gracia de su caradura, y de la estulticia vecinal, Mike y Jerry se convertirán en los cineastas aclamados del barrio.


         Rebobine, por favor no es la película más redonda de Michel Gondry. Le falta Charlie Kaufman en el guion para limarle ternuras y añadirle maldades. Sin embargo, es una película que muchos cinéfilos guardamos con cariño en la estantería, porque en el fondo, más allá de las payasadas de Jack Black y de la frikada absoluta de los homenajes, Rebobine, por favor es un canto de amor al cine. Uno muy loco, y muy original, que nos arranca la sonrisa de viejos cinéfilos. Me gustaría tenerlos de vecinos, a Mike y a Jerry, tan imbéciles como adorables, para tomar con ellos unas cañas y hablar de cine hasta que se nos pasen las horas. 



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Orson Welles, el genio creador

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No sé dónde leí una vez -tal vez en las novelas de Pepe Carvalho- que uno ya se sabe viejo cuando empieza a leer biografías. Hasta una determinada edad, que situaré arbitrariamente en los cuarenta años, uno no tiene biografía, sino vida. La palabra biografía tiene otro empaque, otra gravedad. Un significado solemne que abarca desde la vida hasta la muerte, y que sólo en la comprensión cabal de nuestra finitud nos atrevemos a considerar, y a indagar, en las vidas de los grandes hombres. Y no porque sean grandes hombres, a veces, que los leemos y ninguna enseñanza traspasa nuestra piel, de tan distantes o ajenos que nos resultan. Nadie ha escrito todavía la biografía de Pepito Pérez, el hombre anónimo, del traje gris, que se parecía tanto a nosotros, con su trabajo aburrido, su parienta regañona, sus achaques incontenibles, su muerte anónima en un hospital con olor a lejía y a meados.



      A falta de Pepito Pérez, del que se podrían aprender tantas cosas provechosas, uno se contenta con la vida de los grandes cineastas, que a veces abordo en forma de libro, y otras veces, como es el caso de hoy, en forma de documental. Orson Welles, el genio creador, es un documental de título rotundo que viene a resumir lo que ya todos sabíamos, y que los propios narradores van desgranando sin ahorrarse adjetivos: que Orson Welles fue un genio en el sentido estricto de la palabra. “Terrible consuelo el de ir cuarenta años por delante de tu tiempo”, le confesó el propio Welles a Peter Bogdanovich la noche que no quiso recoger el Oscar honorífico que le concedieron los hollywoodienses. La misma gente que le negó el pan y la sal, el dinero y la paciencia, que no supo ver en su egolatría el germen de un nuevo cine, tuvo que rectificar su error antes de que la salud del bendito gordinflón empezara a hacer de las suyas. En el vídeo pre-grabado que Welles envió a la ceremonia para dar las gracias, puede adivinarse su sonrisa irónica, su distancia educada. Su amor desmedido por el cine, y su desprecio altivo por la industria. 



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Human Nature

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Cuando una mujer guapa, en las apps del ligoteo, me pregunta por la lectura que cambió mi vida, por ese libro especial que me hizo más sabio y mejor persona, salgo por peteneras y me voy a los terrenos de la alta literatura, donde viven los autores de la reflexión calmada y del párrafo profundo. De la poesía elevada. Ellas, arrobadas, sorprendidas por una sensibilidad que no es muy habitual por estos lares, donde los hombres son más del Marca y del Interviú- me consideran un candidato a sus favores durante unos minutos que yo disfruto con sentimiento de culpa, y vanidad de primate. El hechizo dura lo que tardo en meter la pata con una descortesía, con una boutade que se me va de las manos y explota como una bomba fétida entre el amor naciente. Es un ciclo sin fin de pavoneo y bofetón al que maldigo mucho pero vivo muy acostumbrado.

       Sólo a mis amistades íntimas puedo confesarles que el libro que cambió mi vida, el que me hizo más sabio pero no mejor persona, es El gen egoísta, de Richard Dawkins. Dawkins, un biólogo evolucionista que es el azote de los clérigos, recogió una idea revolucionaria que llevaba en el ambiente desde los tiempos de Charles Darwin. Una formulación que los sabios siempre se dejaban en la punta de la lengua, hasta que él, con un par de cojones, se jugó su prestigio académico y afirmó que el hombre sólo es un constructo de los genes: el medio del que se sirven esos pequeños tiranos para duplicarse generación tras generación. Ellos son los pilotos verdaderos, y nosotros las carcasas, los vehículos, los propulsores del cohete. Nosotros morimos, pero ellos se quedan ahí, en nuestros descendientes, empujándolos de nuevo hacia el amor y hacia el sexo, en el ciclo sin fin de la vida que ya predicara el Rey León.

     Sí, queridos amigos, y queridas mojigatas: el sexo es el motor del mundo, como dijo el abuelo Sigmund de Viena, aunque él se enredara un tanto en las formulaciones. Los genes guían nuestra vida, aunque es cierto que nosotros, seres civilizados con una capa muy fina de barniz, podemos contenerlos y hasta disuadirlos. Pero su voz nunca se apaga: ellos son el susurro que oímos cada noche antes de dormir, el runrún que nos acompaña cada mañana al levantar. El impulso primario que hemos de negociar cada minuto, cada segundo, para impedir que nuestra vida sea la fiesta eterna de los bonobos. Follaríamos a lo grande, y a cualquier hora, pero no tendríamos el cine, ni el fútbol, ni las canciones de Javier Krahe. Ni esta trompeta maravillosa de Miles Davis que me acompaña mientras escribo.

       De estas cosas va Human Nature, la extraña y educativa película de Michel Gondry y Charlie Kaufman. Dos tipos que han entendido, que han comprendido…



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Sinatra: todo o nada

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Sinatra: todo o nada, es el documental que la HBO ha dedicado a la figura de Frank Sinatra, ahora que en el año 2015 se cumplían cien años de su nacimiento. Venía uno desconfiado al sofá, con pocas ganas de perder el tiempo, porque estos documentos suelen terminar en la hagiografía comodona: en la exaltación de las virtudes, y en el silencio de los defectos. Siempre hay hijos que pleitean, aludidos que demandan, mil enredos que obligan a desgrasar la biografía hasta dejarla en una leche desnatada que ni sabe ni alimenta. Pero no ha sido el caso, afortunadamente. La HBO ha vuelto a liarse la manta a la cabeza para dejarnos contentos a los usuarios de pago. Un Sinatra light o descremado se hubiera quedado en el repaso de sus greatest hits en discos y alcobas, y poco más, y para esos viajes ya están las alforjas de Qué tiempo tan feliz, en Tele 5, cuando María Teresa Campos decida lanzarse a la carrera internacional.


     Sinatra: todo o nada se aventura con decisión en los claroscuros de nuestro personaje, que los tenía por decenas, como en un cuadro de Caravaggio. El Sinatra glamuroso que canta y actúa en las películas se entremezcla con el Frankie camorrista que coquetea con la mafia y se aproxima a los círculos del poder, allá en el Camelot donde reinaban los Kennedy. El Sinatra que se dejaba los millones en causas benéficas y las cuerdas vocales en protestas contra la segregación racial, es el mismo Frankie que luego maltrataba a sus mujeres o se cambiaba de chaqueta para apoyar a Ronald Reagan en sus aspiraciones. Un ángel y un demonio, un bendito y un impresentable. Un personaje contradictorio al que dan ganas de achuchar en unos pasajes y de abofetear en los siguientes. En el fondo, más allá de sus trajes carísimos y de su aureola de cantante, Sinatra fue  un chulo de barrio que siempre hizo lo que le dio la gana, como dejó consignado en su canción My way, que viene a ser la confesión última de sus voluntades, tan férreas como poco lamentadas:

Arrepentimientos, he tenido unos pocos,
pero igualmente, muy pocos como para mencionarlos.
Hice lo que tenía que hacer,
y llegué al final sin deber nada a nadie.
Planeé cada ruta,
cada cuidadoso paso a lo largo del camino.
Y más, mucho más que esto,
lo hice a mi manera.



       Posdata. De los 34 centímetros que la tradición atribuye a su miembro viril no se dice una sola palabra en el documental. Ninguna fuente fiable, por lo que se ve, ha contrastado lo que en su día afirmara Ava Gardner: ”Frank pesa 50 kilos. 45 de ellos corresponden a su pene”.

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Andrea Suárez

Hasta hace una semana, mi mundo particular y el mundo de las películas eran dos universos incomunicados. Entre mi habitación y la ficción mediaba una pantalla de cristal tan resistente como el muro de una presa. Una puerta de acceso al más allá que sólo podía traspasarse en un sentido, saltando desde mi sofá hacia la pantalla, pero nunca al revés, como hizo el explorador Tom Baxter en La Rosa Púrpura de El Cairo ante la expresión boquiabierta de Mia Farrow.



         Andrea Suárez, la actriz argentina que yo piropeara con motivo de la película Bombón, el perro, no ha cruzado la pantalla para hacerse presente en mi habitación. De lo contrario, yo ahora estaría en el manicomio provincial dando gritos en la celda acolchada, jurando y perjurando que la electricidad estática se hizo carne y milagro. Andrea, con la tecnología disponible en el siglo XXI, ha aprovechado la sección Comentarios de mi blog para agradecerme la mención con cortesía. Antes, pobrecica, habrá tenido que quitarle las telarañas a ese rincón tan poco frecuentando, cosa que le agradezco por añadidura. 

   Al principio pensé que se trataba de algún bromista que usurpaba su identidad para reírse de mí, tan inocente como soy. Lo que escribo, y cómo lo escribo, es un material muy dado a la chanza. Sin embargo, el tono de nuestra conversación parecía muy alejado de las intenciones de cualquier garrulo imitador. Andrea, tan guapa como correcta, se ha limitado a saludar, a contar que le gustaría volver al mundillo de la cámaras, y a decirme, con suma educación, que no le gusta mucho la foto que yo elegí para retratarla: aquella sonrisa imborrable de la mochilera que viajaba por la Patagonia. He querido borrarla, para satisfacción de su dueña, pero en el último momento, rendido ante su belleza, el dedo índice se ha negado a ejecutar la acción. Su rostro risueño y juvenil ya es un icono emblemático de estos escritos. Una de las caras más hermosas que lo decoran y lo dignifican. Los lectores repudian mi escritura, o se aburren con ella, pero sé que el fotograma de Andrea, cuando lo descubren por casualidad, o cuando lo buscan con curiosidad, les reconforta de sus pesares. Ella es tan radiante, y tan bella… Usted, querida Andrea, me comprenderá, y me perdonará. 


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¡Olvídate de mí!

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El eterno resplandor de la mente inmaculada es uno de los sueños inalcanzados del ser humano. The eternal sunshine of the spottless mind, que dijo el poeta. El alivio de la mente sin recuerdos, de la memoria despojada de pesares. Quién tuviera, ay, acceso a su propio trastero, para quemar los rastrojos y convertirlos en humo; no volver a recordar el rostro, la voz, la nota de despedida. La sonrisa que se tornó en desplante. Para estos menesteres del olvido sólo tenemos el alcohol, que arrasa cualquier recuerdo sin distinción, como una mala quimioterapia de la uva. Y el tiempo, claro, el tiempo, que ni siquiera es un invento nuestro, y que en realidad no sabe olvidar, el muy inútil: sólo tapar, maquillar, añadir capas y capas de recuerdos sobre la herida supurante. Un tonto del culo que pone filtros de color sepia a fotografías que no sabe borrar.

      En The eternal sunshine of the spotless mind, Jim Carrey acude a la consulta del doctor Mierzwiak para que le sea extirpado, neurológicamente, de una vez para siempre, el recuerdo de Clementine, la extraña mujer con la que compartió la gran felicidad y el gran pesar. Unos electrodos rastrearán la presencia de Clementine en cada rincón de su cerebro para eliminarla imagen a imagen, conversación a conversación, hasta convertirla en una total desconocida. The eternal sunshine of the spotless mind se tradujo en España con un irrespetuoso ¡Olvídate de mí! que nos vendía una comedia loca y no una reflexión única sobre el amor y el desamor, el olvido y la memoria. Sobre el desencuentro entre hombres y mujeres que sin embargo viven abocados a entenderse. Algún imbécil patrio vio a Jim Carrey en el póster promocional y pensó: “otra majadería de chistes malos y mandíbulas desencajadas”. Diez años después todavía me encuentro a gente que me dice: “¡Hostia, sí, la vi! ¡Y lo que me reí!” ¿Reírse? ¿En ¡Olvídate de mí!? O no la han visto, y mienten, o sí la vieron, y son gilipollas perdidos. En cualquier caso, ojalá pudiera borrarlos de mi memoria. A ellos, y a otros muchos. The eternal sunshine of the spotless mind…

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Bernie

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Cuando supimos que los hermanos Coen habían ambientado No es país para viejos en Texas, nosotros, sus adoradores, celebramos por anticipado otro Fargo situado más al sur, allá donde los cactus y los secarrales. Un capítulo especial de Los Simpson con Cletus y su familia, ejerciendo de protagonistas. Los Coen, sin embargo, optaron por hacer una película negra, enredosa, muy alejada de las nieves de Minnesota. 

       Cuatro años después, Richard Linklater se trajo las cámaras a Texas para rodar Bernie, una tragicomedia que bien podrían haber firmado los Coen. El asesinato es una cosa muy seria, y más si se trata de un crimen real, perpetrado en la década de los noventa. Pero hay formas de abordarlo que siendo respetuosas te arrancan la sonrisa malvada, y hacen que su relato no sea un telefilm plano de Antena 3, con sus buenazos de mazapán y sus malosos de pacotilla. Con su intriga de músicas chirriantes y su verborrea judicial de abogados y fiscales. Linklater encomienda su suerte al formato mockumentary, tan de moda en estos tiempos, mezclando lo real con lo ficticio en una sopa indistinguible de comedia negra y realidad macabra. Los verdaderos protagonistas de Bernie no son sus actores principales, que lo bordan, sino las gentes del pueblo que aportan sus testimonios. Una especie de Texas Directo en el que nunca sabes si tratas con un actor o con una persona real. Gentes llanas, por decirlo respetuosamente, que opinan del crimen a su aire, sin prejuicios, pasándose las leyes por el forro del pantalón tejano. Un patio de verduleras donde se opina con las tripas, según la simpatía o la antipatía del personal. Casi un trocito de nuestra reseca España, como si no hubiésemos dejado el taxi con la Cope y el bar con la baraja. La maruja con la bolsa de la compra y el jubilado con el palillo entre los dientes. España y Texas, tan cerca y tan lejos. 






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Tootsie

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Ahora que los días son tan cortos, uno sale a caminar por las veredas y la oscuridad se echa encima sin dar tiempo a quemar la lorza, que sonríe satisfecha, la muy hija de puta. Cae la neblina en los caminos de La Pedanía, y uno, casi sin darse cuenta, se aventura por los rincones más sentimentales del ipod, donde se canta al desamor o a la imposibilidad del romance. De pronto, al inicio de una lista de reproducción,  me descubro tarareando It might be you, la canción de Stephen Bishop que sonaba en los títulos finales de Tootsie.

Something's telling me it might be you.
It's telling me it might be you...

      "Algo me dice que podrías ser tú...", sonaba en la cabeza de Dustin Hoffman cuando miraba a Jessica Lange y no podía creerse tanta hermosura. Una belleza anglosajónica que yo tampoco podía creerme allá en el cine de León, con once añitos boquiabiertos y confundidos. Jessica Lange -o más bien la enfermera Julie- fue mi primer gran amor. En una sala de cine, y también en la vida misma. Las películas siempre han ido por delante, en esto como en todo. La vida, mi vida, sólo ha sido la impaciente espera entre una ficción y otra.

         Lo que yo sentí aquella noche por Jessica Lange -un revoltijo desconocido en los intestinos, una fijación obsesiva de la mirada, una extraña electricidad en los genitales- nunca lo había sentido por una vecina del barrio (todas tan mayores), ni por una profesora del cole (todas tan feas, ) ni por una compañera de clase, que no existían en el apartheid masculino de los curas. Igual que tengo a Natalie Portman en el retablo de mis oraciones, podría tener una foto de Jessica Lange con su cofia de enfermera, pues ella fue el origen lejano de este blog, donde cuento al detalle mis sueños con las actrices hermosas, y dejo entrevelados, por si acaso, mis desamores con las mujeres reales, que son desengaños de vodevil a medio camino de la tristeza y el esperpento. Tootsie, para míno es sólo una comedia clásica por la que no pasa el tiempo: es, sobre todo, un homenaje que ya le debía a Jessica Lange, la amada fundadora.



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Pasolini

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Cuando los demás hombres presumen de conducir a toda hostia o de echar dos polvos sin sacarla, uno, que está muy lejos de tales heroicidades del organismo, ha de sostener su masculinidad presumiendo de una amplia cultura forjada en los libros y en las películas. Es el único mérito que me adorna ante las mujeres, pero es un valor hueco, falso, que va perdiendo cada día más materia, como un bloque de hielo en Groenlandia. Tampoco mis amigos conducen tan rápido como dicen, ni eyaculan dos veces seguidas sin tomarse un Kit Kat entre medias. Pero con ellos hay que llegar muy lejos para darse cuenta de la engañifa. Conmigo, si la damisela es un poco perspicaz, basta un café a media tarde para descubrir al farsante que se esconde tras el mago de Oz.

      Hoy, por ejemplo, antes de ver la película Pasolini, me he preguntado a mí mismo: ¿qué sé yo, realmente, de Pasolini? ¿Qué supuestos conocimientos, de alta prosapia intelectual, me han conducido a esta película? De Pasolini, para empezar, uno ya no estaba seguro ni del nombre, que he consultado en la Wikipedia para no poner la ese doble, o la ele doble, en esa ortografía italiana tan enredosa. Luego, en un momento de sudores fríos, casi he confundido a Pasolini con Rossellini, el otro director italiano, éste sí con dobles grafías en el apellido. Pasolini, no jodamos, era el intelectual de las gafas de pasta, el homosexual militante, el cineasta provocador. El marxista que tendió la mano al catolicismo para construir una Italia sobre valores compartidos. Pasolini era el hombre al que homenajeaba Nanni Moretti en Caro Diario; el poeta que fue asesinado a golpes en un descampado de la playa de Ostia en un crimen todavía no esclarecido. Hasta aquí no veníamos mal, con el autoexamen de Pasolini. Un aprobado justito. 

Pero luego, al comenzar la película, he querido recordar el título de alguna de sus películas, yo que voy de cinéfilo por la vida, y no he sabido citarme ni una sola. Estaba aquella de la vida de Jesús en blanco y negro, y aquella otra de Totó paseando con el paraguas, y una muy rara de fascistas en la República de Saló dándose por el culo mucho rato. Retazos, imágenes, detritus de antiguas cinefilias que se quedaron en nada, en los tiempos de la juventud. Cuánto he olvidado, y cuán bajo he caído.

         He visto Pasolini con las orejas de burro, avergonzado por mi ignorancia, pero al mismo tiempo deseoso de recuperar la asignatura. El problema es que la película sólo habla para los enterados, y es, además, insoportable, petulante, mitad realidad y mitad simbolismo. Una película para intelectuales de verdad, de los que fuman en pipa y hacen juegos de palabras entre "mitificación" y "mistificación", mientras yo me rasco la cabeza y me ajusto pensativo las gafas de pasta. Lo único auténtico que hay en mi pose. 




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Broken flowers

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En Broken flowers, Bill Murray es un macho alfa de edad otoñal que está dando sus últimos coletazos con las mujeres. Forrado de dólares gracias a sus negocios, vive un ocio permanente de música y televisión, paseos por el barrio y conversaciones con los vecinos. Aunque le descubrimos abandonado por su última conquista -una Julie Delpy tan guapa y resalada como siempre- Bill no parece muy afectado por la soledad. A los machos como él les basta con chascar los dedos para materializar otra mujer al instante, más guapa si cabe aún que la anterior. Antes de que la sustituta de Julie ocupe su lugar, Bill pone cara de mustio, coge postura fetal en el sofá y se dispone a sufrir dos o tres días de melancolía, como quien pasa una gripe, o una molesta migraña.

        Pero esta vez su tristeza va a ser más profunda. En una carta anónima enviada por una examante, Bill recibe la noticia de que es padre ignorante de un muchacho de veinte años, fruto de la antigua pasión. Y de que el retoño, emancipado y resoluto, piensa presentarse en casa para conocerle. A Bill, de repente, le caen los años como losas. Encanece en una mañana lo que no encaneció en dos décadas de fogosas aventuras. Había algo de autoengaño en esa paternidad nunca estrenada, como si  la juventud se preservara por sí sola a fuerza de no germinar  En fin, las cosas de Bill; las cosas de los machos triunfantes.

    Los que hemos vivido aventuras sexuales más bien lamentables, o no hemos vivido ninguna en absoluto, no vivimos preocupados por los hijos desconocidos que turbarán nuestra paz monacal. Nos descojonaríamos de la risa, si una despistada, o una picapleitos, apareciera en nuestra vida para acusarnos de una preñez, en una fiesta loca del trabajo, o en una madrugada confusa de los amigotes. Al contrario que Bill en Broken flowers, nosotros, los desheredados del folleteo, recordamos cada polvo y cada no-polvo con una memoria fidedigna. Por escasos, y por históricos. Vivimos muy tranquilos, en ese aspecto. Alguna ventaja habría que sacar de este celibato no consentido.



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La venganza de los Sith

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Yo, qué quieren que les diga, comprendo muy bien a Anakin Skywalker. Las fechorías que lo condujeron a convertirse en Darth Vader también las hubiese perpetrado yo, si la vida de Natalie, enamorada de mí, hubiese corrido peligro. Yo no me habría cargado a los chavalines de la escuela Jedi, eso no, pero habría aprovechado el desconcierto para darles un cachete en el culo con mi espada láser, por sabihondos y repipis. En todo lo demás, me hubiera puesto a disposición plena del lord Sith, para lo que gustase mandar. 

            Qué más da, la jornada laboral, si por la noche te espera la bella Padmé con la cena hecha y el sofá caliente para ver la película. Qué más da si ahí fuera rige un Imperio o una República, una dictadura de los Sith o una democracia de los Jedi. Al cuerno con la galaxia. Anakin, como buen funcionario al servicio del gobierno, sabe que las horas hay que echarlas igual, repartiendo espadazos a cualquiera que monte la algarabía. En el momento cumbre de La venganza de los Sith, cuando duda entre salvar al senador Palpatine o al maestro Windu, el futuro Darth Vader tiene un momento de lucidez y piensa: para lo que me van a pagar, lo mismo me da Maroto que el de la moto, con el añadido de que Maroto tiene el secreto de la inmortalidad. Nos ha jodido. Así planteado, no sé dónde está el mal, ni la caída en el lado oscuro. Lo de Anakin es puro romanticismo, puro fervor del corazón traspasado. Yo, desde luego, tratándose de Natalie Portman, me hubiera vestido de negro sin pensarlo. Ande yo caliente, ríase la gente.


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El ataque de los clones

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El ataque de los clones es una película infumable. Sí, queridos amigos galácticos: hay que reconocerlo. Y que conste que yo soy uno de los vuestros, infantilizado como el que más. Un veterano de las fanfarrias imperiales. Yo conocí al maestro Yoda cuando ninguno de los dos era aún un viejo verde. No os digo más. A friki no hay quien me gane. A cuarentón inmaduro no tengo rival en muchos pársecs a la redonda. Pero es que el Episodio II, dejémonos de vainas, no hay por dónde cogerlo. Es un despropósito que tiene estética de videojuego en las peleas, y cursilería de culebrón en los amoríos. Los momentos más ridículos de la sexalogía se han reunido en esta tontería de la sexología, mayúscula, para cargar de razones a los odiadores. No seré yo quien detalle tales absurdos, y mucho menos en este blog. Que sean otros, los enemigos de la República, los que no creen en la Fuerza de los midiclorianos, quienes saquen los trapos a la luz. Que hagan ellos el trabajo sucio de avergonzarnos.

Pero que no me toquen, ay, a Natalie Portman. Que no se atrevan a rozarla ni un pelo. Por ahí sí que no paso. Que despellejen la película entera si quieren, pero que dejen en paz a Natalie. Qué va a hacer ella, la pobre, entre tanto despropósito. Le dicen que dispare su rayo láser o que aguante las poesías de Anakin Skywalker, y ella, como gran profesional que es, obedece las consignas sin rechistar, riéndose por dentro de tanta astracanada. En alguna escena especialmente lamentable se nota que Natalie se distancia, que se ausenta. Lo que algunos toman por interpretación de la languidez, yo, que la conozco muy bien, sé que es una ausencia que viaja muy lejos, soñando con el drama serio que habrá de otorgarle un Oscar. Absteneos, pues, servidores del Sith, de mancillar su presencia, o su  trabajo, o su hermosura. Su resalada pequeñez es el único nutriente en esta sopa de disparos y persecuciones, de esgrimas y sandeces. Y que los dioses antiguos me pillen confesado.



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Inconscientes

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Si hacemos caso de lo que cuenta la película Inconscientes, Sigmund Freud, cuando visitó España allá por el reinado de Alfonso XIII, puso nuestra sexualidad celtibérica patas arriba. Proletarios y campesinos procreaban como si tal cosa, a la buena de Dios, dejando que el azar seleccionara las eyaculaciones fructíferas. Y a otra cosa, mariposa: a las patatas, o a las herramientas, sin darle más vueltas al asunto. 

    En las clases ilustradas, sin embargo, las enseñanzas de Freud crearon un revuelo mayúsculo. Los muy católicos pensadores pusieron el grito en el cielo, y recomendaron al señor cura que advirtiera del fuego eterno en la próxima homilía. Pero otros, los más agnósticos, los más abiertos a las influencias europeas, se tomaron muy en serio los significados ocultos de la sexualidad. Sólo un católico cerril –si es que tal cosa no es un pleonasmo- podía negar que detrás de los genitales había un mundo de simbolismos, de significados, que don Sigmund fue el primero en descubrir y categorizar.

      En ese clima de sexualidad desbordada, el psiquiatra al que da vida Àlex Brendemühl en Inconscientes se vuelve loco con las lecturas del psicoanálisis, recién traducido y publicado. Él, que vivía tan feliz con sus polvos de burgués, con su personalidad sin ellos ni superyós, se descubre de pronto un hombre complejo y atormentado. Como dice el Eclesiastés, “en la mucha sabiduría hay mucha molestia”. Leyendo libros sobre neuróticos, el psiquiatra se convirtió en uno de ellos. Como Alonso Quijano se transformó en don Quijote, leyendo libros de caballerías. Como quien esto escribe, mismamente, que también leyó a don Sigmund Freud en la juventud y comenzó un auto-psicoanálisis que todavía dura, sin grandes resultados, convirtiéndose en paciente de sí mismo.

        Mil libros más tarde, he descubierto muchas piezas de mi puzzle, pero están mezcladas, y no casan bien, y el retrato que va saliendo es más bien tristón y lamentable. Hubiera sido mejor no empezar, no saber, vivir en la ignorancia de los defectos y las limitaciones. De las turbulencias del espíritu. Vivir como un idiota feliz. 




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Mandarinas

🌟🌟

El título más adecuado para estos tiempos del desamor hubiera sido Calabazas. O Naranjas de la China. Pero estas frutas no existen en el supermercado de la cinefilia. Lo más parecido que encontré fue Mandarinas, una película estonia que venía muy recomendada por la crítica, y que tal vez guardaba fructíferas enseñanzas sobre las mujeres. Al fin y al cabo, las mandarinas, como las calabazas, o las naranjas de la china, comparten un cierto color, y una cierta forma. Y muchas aes, también.

     Mandarinas, sin embargo, no tiene nada que ver con los corazones rotos, y sí, mucho, con los corazones baleados, en las guerras del Cáucaso. En hora y media de metraje no aparece ni una sola mujer, ni un solo amante defraudado. Ni rastro de las penas de amor que uno buscaba, con un cuaderno sobre las rodillas y un bolígrafo entre los dedos, para tomar notas de aprendizaje. Porque lo mismo se aprende de los errores propios que de los errores ajenos, aunque los primeros, por descontado, escuezan mucho más, y te quiten el hambre y las ganas de sonreír.  Las mandarinas del título sólo son eso, mandarinas, humildes frutos sin significado peyorativo.

       El protagonista de la película es Ivo, un carpintero que allá en el Cáucaso fabrica cajas de madera para recoger el fruto. Tan simple y tan banal. Ivo es un venerable anciano que oye silbar las balas mientras trajina con sus herramientas, ajeno al conflicto. Él es estonio, y estoico, un hombre civilizado del norte que contempla con escepticismo el rifirrafe secular de esas tierras montañosas. Un embrollo étnico de muy mala solución. Mandarinas es una película de mensaje pacifista, humanista, tan bienintencionada como aburrida. Nada que ver con las guerras del amor, que son universales, y que también matan lo suyo, aunque lo hacen en silencio, muy poco a poco, desecándonos por dentro, hasta convertirnos en guiñapos.


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El mundo sigue

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El destino es un hijo de puta muy cruel. Un bromista pesado, en el mejor de los casos. Pero esta vez no ha sido culpa suya, sino mía. He sido yo quien no debería haber elegido una película titulada El mundo sigue, porque lo último que deseo ahora es que el mundo siga, tal como lo conozco. El mundo exterior, digo, ahora que andamos de politiqueo, y el mundo interior también, ahora que todo son ruinas y el arquitecto no aparece por ningún sitio.

    Pero me ardía, la curiosidad. Uno había leído tantas alabanzas sobre la película perdida de Fernando Fernán Gómez, que mi cinefilia ya se comía las uñas de los nervios.Y luego estaba el título, claro, tan sugestivo: El mundo sigue. Porque el mundo de los pobres, como demuestra la película, sigue calcadito medio siglo después. Ahora que los sociópatas encorbatados cacarean la recuperación económica, no estaba de más regresar a los tiempos del "milagro español", que fue otra estafa revestida de oropel. Entonces fue el seiscientos -como ahora es la tecnología- el engañabobos de los desheredados. Por debajo del consumismo idiota sigue el estado lamentable de los servicios públicos. España es una estafa, una parodia, un teatrillo que han montado cuatro liantes para distraernos, mientras sus compinches nos roban la cartera. No olvidemos que ahora gobiernan los nietos de quienes nos mangoneaban entonces, con el crucifijo en una mano y la metralleta en la otra. La misma sangre avarienta y desdeñosa.

     Más allá de esta soflama de tiempos electorales, la película ha sido una pequeña decepción. Tanta expectación ha terminado en una tortícolis de mis músculos oculares, que andaban entre la pantalla, el teléfono móvil y el reloj que nunca avanzaba. El mundo sigue es la adaptación de una obra teatral que nadie se tomó la molestia de pulir. De nuevo esa manía de confundir el cine con las tablas, tan propia de creadores como Fernán Gómez, que se ganaban la vida en ambos negocios. El cine, o es verosímil, o no es nada. Los diálogos tienen que ser llanos y accesibles, y estos desgraciados de El mundo sigue recitan a Shakespeare en cada tribulación, a Calderón de la Barca en cada desengaño. Y así, literarios, y excesivos, ya no son personajes con los que uno pueda empatizar, sino actores que declaman fuera de un contexto. Muy ridículo todo. Una pena.




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Mars Attacks!

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Hace un cuarto de siglo, en Televisión Española, Albert Boadella gozaba de un microespacio para repartir estopa que se titulaba Orden Especial. Al grito de ¡Purgandus populus!, un ejército de frailes que nos vigilaban salían a la calle para hacer justicia con sus porras. Su objetivo no eran los rojos ni los ateos, porque los dineros de su organización provenían de la televisión socialista. Ellos le daban en el cocoroto a los estúpidos, a los farsantes, a las madres histéricas y a los tontos del haba. Por aquel entonces Boadella era un tipo que molaba. Le escuchabas en las entrevistas y siempre te caía en gracia, con aquellas opiniones tan particulares, y aquella retranca con acento catalán. Luego fue seducido por el lado oscuro de la Fuerza, y vendió su alma a un lord Sith llamado Esperanza Aguirre. Menos mal que ahora no disfruta de un programa parecido, porque su objetivo purgatorio serían los justos y los buenos. 

          En Mars Attacks!, Tim Burton montó un purgandus populus a lo bestia. En lugar de usar frailes malvestidos del Alto Ampurdá, él, que disponía de un alto presupuesto, eligió un ejército de marcianos para hacer limpieza entre los majaderos y los avariciosos. Armados de sus pistolones que parecen de juguete, los hombrecitos verdes convierten en gas a los periodistas carroñeros, a los políticos sin moral, a los militares belicistas, a los especuladores sin entrañas... Los marcianos de Tim Burton aterrizaron en Estados Unidos en el año 1996, pero podrían aterrizar hoy mismo, en la piel de toro, y encontrarse con la misma fauna de impresentables. Mars Attacks! es una película que está pidiendo a gritos una spanish version. Una buena somanta de hostias arreada por un ejército de garrulos desembarcados en Madrid, comandados quizá por Joaquín Reyes, o por el Tío la Vara, heredero directo de aquellos frailes de Boadella. Lo que nos íbamos a reír. 

Pero que nos pongan a Natalie Portman, eso sí, porque en Mars Attacks! su personaje sobrevivía a la invasión. Incluso los malvados marcianos se rindieron a su belleza, y fueron incapaces de disparar.


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El mundo según Barney

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En El mundo según Barney, y también en el mundo según yo, la decisión más importante de la vida es elegir la pareja que habrá de combinar sus genes con los nuestros. O fingir que se mezclan, si la decisión no fuera tal. La reproducción, revestida de amor y poesía, es el mandato fundamental de la biología, el impulso ciego que nos guía dentro del laberinto. Todo lo demás, salvo la muerte o la enfermedad, es accesorio o aplazable. 

          El problema del amor, con toda su trascendencia, es que no corresponde a una decisión racional ni voluntaria. El amor es un imbécil asilvestrado que salta donde menos te lo esperas, casi siempre jodiendo la marrana. Si uno pudiera enamorarse haciendo estudios de mercado, nos ahorraríamos estos desengaños que parten el corazón en dos, y luego en cuatro, y así sucesivamente, hasta convertirlo en una pulpa que duele en cada latido. Uno, desprovisto de GPS, casi siempre se enamora de quien no debe, porque el impulso es imprevisible, y tan ciego que va dándose topetazos con los deseos. Por cada amor correspondido, hay otros noventa y nueve que mueren en el intento, abortados antes de nacer. Amores que nacen de un malentendido, de una ilusión, de una mirada casual que nosotros, en el delirio romántico, en la urgencia de querernos correspondidos, interpretamos como una aquiescencia. De ahí, al hostiazo supremo, al beber para olvidar, sólo hay una petición de teléfono. El amor, ya lo dijo el poeta, es una inmensa putada. Una desagradable obligación. La tiranía de unos genes que no conocen lo que se cuece ahí fuera, lejos de sus núcleos celulares.

Como decía el gran sabio Marcial Ruiz Escribano, "el gorrino y la mujer, acertar y no escoger". Y el gorrino y el hombre, tres cuartos de lo mismo. El amor, al final, hay que jugárselo a los chinos. Y que salgan los genes por Antequera. Tan importante, y sin embargo tan aleatorio. El amor es una mierda. Salvo el de  Miriam y Barney, claro, en la película de hoy, al otro lado del televisor…


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