Frío en julio

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Decía Carlos Pumares en aquel programa suyo de las madrugadas que de vez en cuando había que ver una mala película para luego saborear mejor las buenas. Decía, con sabiduría, que si uno, en su cinefilia desbocada, iba continuamente de peliculón en peliculón, al final caía en la insatisfacción rutinaria de quien come caviar y bebe champán todos los días. Lo que Pumares no explicaba era si él elegía malas películas a conciencia, como una especie de purga o de penitencia, o si le bastaba con las se que encontraba en los festivales del ancho mundo, o en sus obligaciones profesionales de programador.

    Uno, la verdad sea dicha, jamás ha visto una mala película a sabiendas. Mi intención de cada noche es limpiarme la mierda del día con una película de risas o de lágrimas, de sustos o de emociones. Con los años he ido desarrollando un sexto sentido que falla muy pocas veces. Frío en julio, por ejemplo, es una película que no pensaba ver ni en pintura, ni en pixelación. De venganzas entre tejanos hormonados ya está uno muy informado y muy resabiado. Estaba borrada de mis agendas hasta que el otro día, en el pasillo laboral, una amiga de gusto exquisito me la puso por las nubes. En esos momentos uno casi siente, físicamente, la disonancia cognitiva que provoca un terremoto en las neuronas. Por un lado la compañera, disfrazada de abogada, que te canta loas y alabanzas, y por otro lado, sulfúrico y enrojecido, el instinto que te ruega no escucharla. Son segundos decisivos, inquietantes, en los que pones en juego la amistad si tuerces el morro con desagrado, o dices que no con sequedad. 

    Frío en julio, efectivamente, era una película que no encajaba en mi perfil, por decirlo de manera suave. Pero no voy a pedirle daños y perjuicios a mi compañera. Ella, otras veces, me ha enseñado joyas que yo no conocía, maravillas que me habían pasado desapercibidas. Las películas que entran por las que salen. Además, gracias a estos bostezos, como bien enseñaba el maestro Pumares, mi próxima película me sabrá a teta de monja. Ya me estoy relamiendo.







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The Martian

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Los hombres de La Pedanía, que es el pueblo donde yo vivo, nunca van a ver The Martian, la última película de Ridley Scott. Ellos nunca van al cine, ni tienen televisión de pago, ni entienden bien cómo funciona un DVD. Dentro de unos años, si acaso, cuando pasen la película después del No-Do  y de la información del tiempo, mis convecinos le echarán un vistazo distraído mientras apuran el vaso de vino y cortan el queso con la sirla de Albacete. Yo sé que les va a interesar mucho el tema de las patatas hidropónicas, porque aquí, en este villorrio, como en cualquier villorrio que se precie, que las patatas crezcan o no es el asunto sustancial de cada día. Lo que viene antes del cultivo de Matt Damon, y sobre todo lo que viene después, les va a aburrir soberanamente, y van a verlo con el volumen bajado, o con la atención puesta en otro sitio. 

Sí levantarán la ceja cuando Damon se ponga a cacharrear con los vehículos espaciales, porque ellos, hombres prácticos donde los haya, saben mucho de arreglar cualquier cosa, y de trastear mucho con sus tractores, aunque ellos siempre tengan la patata en mente, y no entiendan muy bien qué hace un tío con un casco en mitad del desierto, buscando artilugios sepultados bajo el polvo.


    Escribía Andrés Trapiello en sus diarios, de cuando iba a su finca extremeña y se topaba con la dura realidad del agro:

    “Yo no sé de dónde se habrán sacado eso de la sabiduría de los hombres de campo. Por uno sabio, se topa uno con cien brutos y desalmados. Sólo hay que observar la saña con que un hombre de campo mira crecer unas dalias, una rosa, todo lo que no dé patatas”.

    No diré yo tanto de mis vecinos, Dios me libre. Como yo no tengo tierras ni casa propia, nos saludamos amablemente sin que nuestras vidas tengan un punto de intersección, ni de conflicto. Trapiello, en el exabrupto, se desahogaba de un problema de lindes, o de unas obras en casa, y aprovechaba la escritura para quedarse descansado. Mi desencanto con los hombres de campo es más liviano que el suyo, pero más sostenido en el tiempo. Más decepcionante en realidad. Aquí no hay nadie para comentar una película como The Martian. Nadie con quien compartir el amor volcánico que Jessica Chastain sigue despertando en mis entrañas. Nadie, por supuesto, con quien recordar el sueño viajero de Carl Sagan, ni hacer memoria de las otras aventuras espaciales de Ridley Scott. Nadie a quien comentarle que The Martian, en esencia, tiene el mismo argumento, y el mismo brete moral, y el mismo actor rescatable, que Salvar al soldado Ryan. Aquí, en el villorrio, las únicas películas que se ven son las de vaqueros, y sólo si sale John Wayne en ellas. Vivo rodeado de gente, ahíto de comida, en un rincón ubérrimo del Noroeste. Pero vivo solo, muy solo. Me siento, en espíritu, como Matt Damon atrapado en Marte.




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Mozart in the Jungle. Temporada 1

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Se cuenta en IMDB, respecto a Mozart in the jungle, que un estudio de la universidad de Harvard, allá por los años noventa, encontró que la satisfacción laboral de un músico de orquesta era más baja que la de un guardián de prisiones, o de la cajera de un supermercado. El dato, tan extraño como revelador, viene a explicar muchas de las cosas que suceden en esta ficticia Filarmónica de Nueva York que dirige Rodrigo, el chiflado director al que da vida Gael García Bernal.


       Mozart in the jungle está basada en las memorias de la oboísta Blair Tindell. Ella subtituló su biografía con un “sexo, drogas y música clásica” que es mucho más que un chiste malo sobre el famoso “sexo, drogas y rock and roll”. De las vidas de los grandes compositores hemos visto documentales, y hemos leído biografías, y sabemos que la mayoría eran unos rijosos que dedicaban su música a las amantes perdidas o conquistadas. Incluso cuando aseguraban que componían sus sinfonías inspirados por Dios, no hacían más que sublimar los instintos de quien chorreaba libido por sus dedos. Sin embargo, de los intérpretes de esa música siempre hemos tenido una visión equívoca y mojigata. Los veo en el canal Mezzo, siempre tan atildados y tan virtuosos, y pienso en ellos como en seres angélicos, asexuados, que una vez terminada la función se retiran a sus aposentos a beber agua mineral y a seguir practicando con sus instrumentos. De qué otro modo, si no, iban a alcanzar ese dominio magistral, ese arte inalcanzable. Es una impresión falsa, por supuesto, que no resiste ni cinco segundos de análisis racional. Mozart in the jungle nos recuerda que estos músicos de élite, cuando guardan el violonchelo en la funda o el oboe en el cajetín, son como cualquiera de nosotros, con sus orgullos y sus amores, sus vidas arruinadas o sus vidas en recomposición.





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Mis almuerzos con Orson Welles

Entre 1983 y 1985, allá en los restaurantes de postín, Orson Welles y el director de cine Henry Jaglom mantuvieron jugosas conversaciones sobre el mundillo de Hollywood, y sobre las tribulaciones artísticas del propio Orson. Welles, que confiaba en la discreción de su amigo, no puso impedimento para que estas conversaciones fueran grabadas en un magnetófono. Un documento que ahora, gracias a la labor editora de Peter Biskind, nos llega en forma de libro imprescindible: Mis almuerzos con Orson Welles.

   La mitad del texto se nos va en los proyectos inacabados de Orson Welles. En esos tres años previos a su muerte, incombustible y obsesivo, el ciudadano Kane todavía soñaba con dineros llovidos del cielo, y confianzas renovadas de los productores. Algunos proyectos los tenía con el guión inacabado; otros con el rodaje a medio empezar; otros con los actores sin dar el OK definitivo. Un sindiós de películas y documentales que mantenían a Welles ocupado de la noche a la mañana, cuando no estaba comiendo en los restaurantes, claro, o cuando no estaba en España de parranda, impregnándose de tauromaquias y flamenqueos.




       Para un cinéfilo como yo, de los de andar por casa, la parte más enjundiosa del libro es aquella en la que el gordinflón no opina, sino que pontifica, sobre sus gustos y manías. Una verdulera que opina a calzón quitado, y a cinturón desabrochado, sobre películas y cineastas, actores y damiselas. Uno esperaba, la verdad, razonamientos sesudos, análisis cinematográficos. Fulano es muy bueno porque tal y fulana es un horror porque cual... Pero no: Orson Welles se viste de cinéfilo de café para soltar sus inquinas y prejuicios. No le gusta Spencer Tracy porque es irlandés; odia a Woody Allen porque es feo y bajito; trata a John Huston como un borracho incompetente. Detesta Vértigo porque sí, y Chinatown porque le da la gana, y All that jazz porque le parece una memez.

A otro interlocutor no le hubiera consentido yo tamañas herejías: que me toquen a Woody Allen es como que tocaran a mi hermano; que se metan con All that jazz es como si se mearan en el copón de mis hostias consagradas. Pero a Welles, por aquello del respeto, y porque en un párrafo confiesa ser lector admirado de Montaigne, le voy siguiendo hasta la última página, asombrado a veces de su inteligencia, indignado, a veces, con su pedestre humanidad. Un tipo orgulloso, pagado de sí mismo, que sin embargo, en ocasiones, se declara perdido y confuso.



- Soy mucho más inseguro de lo que piensas, Henry.
- No me lo creo. Eres arrogante y estás muy seguro de ti mismo.
- Sí, es verdad, estoy muy seguro de mí mismo. Pero de nadie más.



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Mientras seamos jóvenes

🌟🌟

No puedo engañarme a mí mismo. Sé que por debajo de mi cinefilia maniobra un individuo caprichoso que vive en el inconsciente. Un tipo enmascarado que me persuade, con voz meliflua, de ver películas que sólo le interesan a él. Como ésta de hoy, Mientras seamos jóvenes, un truño que aburre a los quince minutos y ya no se detiene hasta el final en sus gracias que no dan risa, en sus filosofías que no dan nada en qué pensar.

      Noah Baumbach es el director de un montón de películas extrañas que nunca me dejaron poso. De su filmografía, tan cacareada, no soy capaz de recordar ni siquiera los argumentos. Y sin embargo, seducido por mi Batman interior, y enamorado hasta las cachas de Naomi Watts, mal aconsejado también por algún crítico de postín, he vuelto a caer en las redes de estos neoyorquinos con ínfulas que quieren ser personajes de Woody Allen y se quedan en panolis de TV movie.



      Mi inconsciente ha vuelto a engatusarme con otra película de cuarentones desnortados, de los que empiezan a sufrir hernias y artritis. De los que no saben si volverse ya viejunos del todo o darle una nueva oportunidad a su joven interior. Mi inconsciente anda muy preocupado con la velocidad supersónica del calendario, y como sabe que yo vivo infeliz pero despreocupado, aprovecha las películas para meterme el miedo en el cuerpo. Pero, yo, la verdad, poco puedo aprender de estos cuarentones imaginarios. Ellos son mucho más guapos que yo, y viven en Nueva York, y tienen talentos artísticos, y lloran en hombros de mujeres bellísimas y comprensivas. Así cualquiera.... Mi crisis otoñal es muy típica, muy de andar por casa. De la meseta superior cuando hace frío, con el sillón-ball y la mantica, la sopa de ajo y la morcilla con cebolla. De paseos por el bosque y tertulias melancólicas con los amiguetes. De la tecla F5 del ordenador siempre cerca, para actualizar las páginas de amores a ver si alguna cuarentona busca un hombre como yo.




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Dheepan

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De vez en cuando, acuciado por la vagancia de no preparar la cena, me dejo caer por los restaurantes orientales del Pakistán y alrededores. Hay un tugurio, en concreto, en esta capital de Invernalia, donde preparan un kebab que es una obra de arte de la glotonería. Me río yo, del masterchef o del chefmaster, de sus perejiles y de sus vinagres reducidos, mientras sostengo uno de esos prodigios entre las manos, conteniendo a duras penas el relleno que se escurre entre los panes, como en una cornucopia rebosante. Tras el atracón viene el sentimiento de culpa, y el juramento de no volver a repetir, vigilado como estoy por un médico que lo sabe todo sobre mi colesterol. Pero al cabo de un mes me puede el nervio, y la gula, y regreso a la escena del crimen con la cabeza gacha y la cara medio escondida, para que ningún conocido me reconozca. Como quien entra en un puticlub, o en una agrupación del Partido Popular.


   Mientras espero la confección de mi suicidio, observo con detenimiento antropológico a estos restauradores anónimos. Mi incultura, tan poco viajada, me impide saber de dónde proceden. Alrededor del golfo de Bengala se me enredan los países y las coloraciones. Me pregunto qué pintan aquí, en esta ciudad que casi no llega ni a pueblo, tan lejos de sus terruños, siempre pegados a unos fogones verticales que son de volverse loco de calor. Qué piensan de sus clientes, tan orondos; de los españoles, tan gritones; de la cultura occidental, en general, que quizá en las antenas parabólicas de sus países siempre salía de colorines y con pibones semidesnudos.

    Hoy, cenando sopa de fideos y fruta multicolor, he vuelto a pensar en mis viejos amigos. Y no por el hambre canina –que también- sino porque estaba viendo Dheepan, la última película de Jacques Audiard. Dheepan es un exiliado tamil que huye de la guerra en Sri Lanka, y que encuentra asilo político, y trabajo precario, en un arrabal conflictivo de París. Huyendo de las balas de su tierra, se encontró con las balas francesas del narcotráfico pandillero, que se disputa los edificios como en un episodio de The Wire. Dheepan es un tipo duro que no se deja pisar por nadie. Podría escurrir el bulto y hacerse pasar por un anónimo trabajador que sólo quiere el permiso de residencia. Pero a Dheepan le bullen las entrañas: es un justiciero de barriada, un Charles Bronson bengalí. Se parece mucho, en el físico, al hombre que aquí en Invernalia rellena mis kebabs de la muerte. Ése al que siempre le digo que ponga un poco de picante, y que añada un poco más de cebolla. La próxima vez que le vea casi estoy romper el hielo, y por entablar conversación. A ver qué me cuenta. 



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Camino a la perdición

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El personaje trágico de Camino a la perdición es el mafioso John Rooney, al que da vida, y altura, un inmenso Paul Newman. Un protagonista de tragedia griega, si no estuviéramos entre irlandeses con metralleta y borsalino.

    A punto ya de jubilarse por edad, o temeroso de que lo jubilen a tiros las bandas rivales, el anciano sopesa a quién legar los negocios ilícitos que lo han hecho un hombre respetable. El hijo genético, la carne de su carne, es un psicópata de gatillo fácil que no sabe mantener la boca cerrada, ni el arma en la cintura. El personaje de Daniel Craig es, además, un tipo apocado y rencoroso, que no tiene el don de la paciencia ni la virtud de la mansedumbre. Un perfecto inútil que dilapidará en poco tiempo la herencia recibida. Tantos asesinatos, tantas piernas rotas, tantas cabezas descalabradas en el Medio Oeste americano, para que luego llegue el chaval y lo arruine todo con tres locuras y cuatro tonterías. Una inversión de alto riesgo, como poco.

    El otro hijo de Paul Newman es Michael Sullivan, el personaje de Tom Hanks. Un matarife profesional, como aquellos que añoraba el gallego Pazos en Airbag. Sullivan es un sicario que sabe cuándo hablar y cuándo disparar. Cuándo conceder la prórroga y cuándo empezar la balacera. Cuándo dejar un testigo vivo y cuándo no. Un tipo responsable y cabal que sin embargo, ay, no lleva en su venas la sangre de los Rooney. Él es un hijo adoptado, como el Tom Hagen de la familia Corleone, y aunque sería el candidato ideal para suceder al anciano, los imperativos genéticos pueden más que los raciocinios de la conveniencia. Cuando la película se enrede, y John Rooney tenga que mojarse en su elección, se desatará la tragedia anunciada en el título. El camino hacia Perdición, y hacia la perdición, que tanto monta y monta tanto.

    Mientras veía la obra maestra de Sam Mendes, y contemplaba las dudas desgarradoras de John Rooney, he recordado aquel discurso que Tywin Lannister le soltaba a su hijo Jaime en la tienda de campaña. Para ilustrar a quienes vieron Camino a la perdición y se echaron las manos a la cabeza:

    "En poco tiempo yo habré muerto. Y tú, y tu hermano, y tu hermana, y todos su hijos. Todos moriremos. Todos nos pudriremos en la tierra. El apellido de la familia es lo que pervive. Todo cuanto pervive. Ni la gloria personal, ni el honor. La familia". 


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American Beauty

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Este blog es un porno soft de mi mundo interior. Una exhibición de anatomías íntimas que aparecen medio tapadas por las sábanas. Usando las películas como excusa, mezclo medias verdades y medias mentiras para hablar de mis mandangas, de mis opiniones sobre el mundo. Los cinéfilos de verdad, los que buscan análisis profundos o datos curiosos, hace tiempo que emigraron a otras páginas, donde ven satisfechas sus respetables apetencias. Aquí se han quedado los cuatro parroquianos despistados: los amigos de verdad -que vienen a curiosear- y los amigos de mentira –que vienen a reírse de mi yo y de mi circunstancia. Y las incautas, claro, que descubren a un literato de mediana edad y sueñan con leer poesías en colores pastel, y cantos otoñales a la belleza de la vida. Pobrecicas mías...


      Con algunas películas, sin embargo, no puedo explayarme sin caer en el desnudo total. Hablar, por ejemplo, de American Beauty me exigiría pasar del porno blando al porno duro. Retratarme en primeros planos, y en HD, con los pelillos y los pliegues al descubierto. Una cosa muy fea y de muy mal gusto. El personaje de Lester Burnham tenía cuarenta y dos años cuando contaba su triste historia. Y yo tengo ahora uno más. Y quizá porque muchos cuarentones seguimos el mismo camino de las baldosas amarillas, me hallo en su misma encrucijada. La vida de Lester Burnham, en mi caso, es como el negativo de los pápeles de Bárcenas: todo es cierto "salvo alguna cosa". Las peores del repertorio, no se preocupen...

Lo más triste es que yo no tenía ni treinta años cuando me presentaron a Lester Burnham allá por 1999, y entonces ya supe, en un escalofrío del alma, que tarde o temprano me encontraría maldiciendo su misma desgracia. Que el mismo desaliento, y la misma frustración, y la misma sensación dolorosa del tiempo perdido, me esperaba a la vuelta de una esquina. Que iba a llegar un día -que sería el primero de muchos- en  que después de la ducha matinal todo iba a ser bastante peor. El amor y la salud; el trabajo y la esperanza

     Y sin embargo... La vida es tan... hermosa. Está llena de humor, de carcajadas, de benditas estupideces. Hay músicas que me erizan el vello, paisajes que me dejan atónito, sabios que me iluminan las meninges. Partidos de fútbol que me devuelven la alegría tonta de la niñez. Y están las películas, claro, que me dan oxígeno y alimento cada noche. Y está el amor, tal vez...

     "A veces hay tantísima... belleza... en el mundo, que siento que no lo aguanto. Y que mi corazón se está... derrumbando".



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