Mars Attacks!

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Hace un cuarto de siglo, en Televisión Española, Albert Boadella gozaba de un microespacio para repartir estopa que se titulaba Orden Especial. Al grito de ¡Purgandus populus!, un ejército de frailes que nos vigilaban salían a la calle para hacer justicia con sus porras. Su objetivo no eran los rojos ni los ateos, porque los dineros de su organización provenían de la televisión socialista. Ellos le daban en el cocoroto a los estúpidos, a los farsantes, a las madres histéricas y a los tontos del haba. Por aquel entonces Boadella era un tipo que molaba. Le escuchabas en las entrevistas y siempre te caía en gracia, con aquellas opiniones tan particulares, y aquella retranca con acento catalán. Luego fue seducido por el lado oscuro de la Fuerza, y vendió su alma a un lord Sith llamado Esperanza Aguirre. Menos mal que ahora no disfruta de un programa parecido, porque su objetivo purgatorio serían los justos y los buenos. 

          En Mars Attacks!, Tim Burton montó un purgandus populus a lo bestia. En lugar de usar frailes malvestidos del Alto Ampurdá, él, que disponía de un alto presupuesto, eligió un ejército de marcianos para hacer limpieza entre los majaderos y los avariciosos. Armados de sus pistolones que parecen de juguete, los hombrecitos verdes convierten en gas a los periodistas carroñeros, a los políticos sin moral, a los militares belicistas, a los especuladores sin entrañas... Los marcianos de Tim Burton aterrizaron en Estados Unidos en el año 1996, pero podrían aterrizar hoy mismo, en la piel de toro, y encontrarse con la misma fauna de impresentables. Mars Attacks! es una película que está pidiendo a gritos una spanish version. Una buena somanta de hostias arreada por un ejército de garrulos desembarcados en Madrid, comandados quizá por Joaquín Reyes, o por el Tío la Vara, heredero directo de aquellos frailes de Boadella. Lo que nos íbamos a reír. 

Pero que nos pongan a Natalie Portman, eso sí, porque en Mars Attacks! su personaje sobrevivía a la invasión. Incluso los malvados marcianos se rindieron a su belleza, y fueron incapaces de disparar.


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El mundo según Barney

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En El mundo según Barney, y también en el mundo según yo, la decisión más importante de la vida es elegir la pareja que habrá de combinar sus genes con los nuestros. O fingir que se mezclan, si la decisión no fuera tal. La reproducción, revestida de amor y poesía, es el mandato fundamental de la biología, el impulso ciego que nos guía dentro del laberinto. Todo lo demás, salvo la muerte o la enfermedad, es accesorio o aplazable. 

          El problema del amor, con toda su trascendencia, es que no corresponde a una decisión racional ni voluntaria. El amor es un imbécil asilvestrado que salta donde menos te lo esperas, casi siempre jodiendo la marrana. Si uno pudiera enamorarse haciendo estudios de mercado, nos ahorraríamos estos desengaños que parten el corazón en dos, y luego en cuatro, y así sucesivamente, hasta convertirlo en una pulpa que duele en cada latido. Uno, desprovisto de GPS, casi siempre se enamora de quien no debe, porque el impulso es imprevisible, y tan ciego que va dándose topetazos con los deseos. Por cada amor correspondido, hay otros noventa y nueve que mueren en el intento, abortados antes de nacer. Amores que nacen de un malentendido, de una ilusión, de una mirada casual que nosotros, en el delirio romántico, en la urgencia de querernos correspondidos, interpretamos como una aquiescencia. De ahí, al hostiazo supremo, al beber para olvidar, sólo hay una petición de teléfono. El amor, ya lo dijo el poeta, es una inmensa putada. Una desagradable obligación. La tiranía de unos genes que no conocen lo que se cuece ahí fuera, lejos de sus núcleos celulares.

Como decía el gran sabio Marcial Ruiz Escribano, "el gorrino y la mujer, acertar y no escoger". Y el gorrino y el hombre, tres cuartos de lo mismo. El amor, al final, hay que jugárselo a los chinos. Y que salgan los genes por Antequera. Tan importante, y sin embargo tan aleatorio. El amor es una mierda. Salvo el de  Miriam y Barney, claro, en la película de hoy, al otro lado del televisor…


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El currante

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En El currante, Andrés Pajares es un pluriempleado que trabaja veinticuatro horas al día. Lo mismo pone ladrillos en la obra que arregla retretes en las casas;  lo mismo repara coches en el taller que empalma cables en las oficinas. Es un parto bien aprovechado. En 1983 aún era posible encontrar tipos así, que se ganaban la vida haciendo de todo un poco, y la película, en ese sentido, se ha convertido en un documento histórico. Mi padre, sin ir más lejos, era un currante que por las mañanas tallaba muebles y por las tardes trabajaba en un cine. Los que por entonces hablaban del drama del paro no podían imaginar que sus hijos, treinta años después, las iban a pasar canutas para conseguir uno sólo de aquellos quehaceres.

          Manolo, que así se llama el personaje de Pajares, no necesita sus cuatro empleos para vivir, sino para pagarle el colegio a su hija, en un internado exclusivo de las afueras de Madrid donde se aprende a jugar al golf y a lanzar desprecios sobre el populacho. La chavala, que no parece muy espabilada, cree que su padre es un alto gerifalte de las finanzas, un tipo influyente que desayuna con los ministros y se toma unos vinos en La Zarzuela. Y Manolo, para no desengañarla, para no confesarle que en realidad es un obrero que vive con lo puesto en una pensión, todos los jueves, que es el día de visita, monta un paripé de cochazo y mayordomo, de restaurantes franceses y amigotes con influencias.

               Esta es, grosso modo, la trama de El currante, una película de Pajares y Esteso pero sin Fernando Esteso. Una gansada de Mariano Ozores que si la coges por el lado torcido sería de mucho criticar, y mucho ponerse irónico, pero que uno, amable con estas cuchipandas celtibéricas, se toma de buen grado y hasta celebra con dos o tres carcajadas. La película no hay por donde cogerla, ciertamente, pero uno se ríe mucho con Andrés Pajares porque es un comediante con gracia y desparpajo. También sale, cómo no, Antonio Ozores, que es un tipo alto con gafas y cara de lelo que me recuerda mucho al autor de estos escritos. 




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I am your father

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El hombre que caminaba bajo los ropajes de Darth Vader era un actor británico llamado David Prowse. Un tallo de dos metros que en sus tiempos mozos había sido campeón de halterofilia, y culturista de prestigio. Allá en los estudios Elstree, donde se rodaba La Guerra de las Galaxias, George Lucas le dio a elegir entre dos papeles sin rostro: o Chewbacca, el amigo peludo de Han Solo, o Darth Vader, el malo de la función. Ahora la elección parece muy fácil, pero en 1976 La Guerra de las Galaxias era un proyecto condenado al fracaso, y casi daba lo mismo hacer el ridículo con un abrigo de felpa que con una coraza de plástico. Prowse, sin pensárselo mucho, eligió el papel del malvado, pues sabía que los villanos siempre quedan en el recuerdo, y que el asunto, de llegar a buen puerto, le reportaría algún reconocimiento de más. Aunque no facial, precisamente.

        El asunto, como todos sabemos, llegó a buen puerto, pero al pobre David, en el viaje, lo putearon a conciencia. Primero le negaron la voz, que fue doblada por James Earl Jones. ¿Razón oficial?: un acento británico imposible de mascar. Más tarde, en El Retorno del Jedi, en la escena culminante del des-cascamiento, le negaron también el rostro, que fue suplantado por el actor Sebastian Shaw. ¿Razón oficial?: Prowse era demasiado joven para el papel. Gracias a este documental que hoy han pasado por los canales de pago, y que dirige un mallorquín muy friki y muy entusiasta, hemos sabido que ambas excusas son válidas y razonables, pero que en realidad George Lucas le tenía bastante ojeriza al gigantesco actor. Al parecer, Prowse largaba demasiadas cosas en las entrevistas, detalles del guión o de la producción que debían permanecer en secreto, y lo castigaban negándole la personalidad, ya que no podían sustituirle la presencia, imperial, en el sentido majestuoso de la palabra.


            El caso es que Prowse, ahora anciano venerable, lleva años sin ser invitado a las convenciones oficiales de Star Wars, donde los demás figurantes se pasean en loor de multitudes. A Prowse, en el documental, se le ve dolido con el ostracismo, aunque distante. Darth Vader significó mucho en su vida, pero no lo fue todo. Su medalla de la Orden del Imperio Británico -no Galáctico, ojo- la ganó por su contribución a la seguridad vial. En los años setenta y ochenta, en anuncios de televisión pagados por el gobierno, Prowse encarnó al superhéroe Green Cross Man, un hombretón que ayudaba a los niños a cruzar las calles del modo correcto. Un personaje que ha quedado en el recuerdo de generaciones enteras de chavales. Y con la jeta entera al descubierto, además. Y con su propia voz soltando los consejos. Y en el lado luminoso de la Fuerza.






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El precio del poder

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Para quien esto escribe, no ha habido actor más grande que Al Pacino, ni actriz más bella que Michelle Pfeiffer. Y dirán las feministas: ya está el machista de siempre, alabando a los hombres por sus habilidades, y a las mujeres por su aspecto físico. Sí señoras: es lo que hay. Me domina el instinto, la impulsividad del homínido. Podría disimular, como hacen otros, y tirarme el rollo de que Michelle Pfeiffer es una gran profesional y tal y cual. Que además es cierto, porque Michelle, en sus años de tronío, fue un actriz inmensa y versátil. Pero se notaría el postureo, la corrección política, y me daría vergüenza leerme a mí mismo, tan falso y protocolario. 

            El viejo Al, y la dulce Michelle, son los protagonistas de El precio del poder, la orgía cocaínica y metrallética de Brian de Palma. La película ha resistido el paso del tiempo, y hoy, más de treinta años después, todavía se puede pasar una tarde cojonuda con ella, en compañía de Tony Montana y sus bigotudos secuaces. Mientras ahí fuera la niebla se apodera de La Pedanía, y las lechugas se amustian en los huertos, en el Miami de los cubanos siempre luce el sol, y todo resulta más excitante y entretenido. Para empezar las mujeres, claro, que allí siempre van en bikini y sonríen con picardía. Igualico que aquí, vamos.  

        El precio del poder es excesiva, violenta, grandilocuente, como escrita por Oliver Stone con tres rayas de coca en cada fosa nasal. Que es justo lo que sucedió, y yo acabo de enterarme. A los seguidores de Al Pacino nos chifla su Tony Montana, tan chuloputas y egocéntrico, quizá porque él es el reverso oscuro de nuestra propia debilidad. Dejando aparte la menudencia de que Montana es un psicópata de manual, algo en nuestro interior, muy sucio y primario, admira su hombría de macho alfa. Su par de cojones tricolores, uno cubano y el otro americano, pero los tres blancos, rojos y azules.

        Y luego está Michelle, claro, que con esos vestidos mínimos y esos maquillajes certeros es una mujer de quitar el hipo y no recuperarlo en años. Sin embargo, despojada de abalorios y pinturas, presentada al respetable en la escena de sus dudas, ya no te quita el hipo, sino el aire, y hasta las ganas de comer. La fruta desgrasada que uno tenía en el regazo se ha quedado ahí, durante largos minutos, preguntándose qué hacía uno con la boca abierta, que no comía.






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La Amenaza Fantasma

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En 1999, el estreno de La Amenaza Fantasma me pilló en un sistema exterior de la galaxia, y también de la vida. Dieciséis años después de la muerte de Darth Vader, uno estaba casado, a punto de ser padre, con los viejos amigos de la secta ya exiliados o perdidos.  No maduro, por supuesto, porque la madurez es una cualidad que viene de serie, y sólo la demuestra quien ya la tiene desde niño, Pero sí diré que la película  me cogió mayor, ocupado en los asuntos propios de ganar el pan y no dejar que te lo arrebaten. 

            Cuando supimos que George Lucas iba a relanzar su lucrativo negocio, hubo una explosión de júbilo interplanetaria, pero la alegría duró el corto tiempo de los fuegos artificiales. Nada más disiparse el humo, recordamos que Lucas venía a juntar muchos millones, no a dejar obras maestras para la posteridad. Nosotros, los que habíamos visto de chavales la primera trilogía, éramos su público cautivo. Llevados de la curiosidad o de la nostalgia, íbamos a llenarle los patios de butacas para convertirlo en multimillonario. Para forrarse enterico de oro, los grifos del baño, y los pelos del pubis, Lucas necesitaba engatusar a la nueva chavalada, aquella que sólo conocía Star Wars por boca de su padres. ¿Y cuál es el camino más fácil para que los niños abarrotasen las salas y luego las jugueterías del centro comercial? ¡Bingo!: hacer una película para niños en la que salgan muchos bichos plastificables. De nuevo El Retorno del Jedi, para nuestro desconsuelo. De nuevo la frustración de quien esperaba la oscuridad y la mala uva de El Imperio Contraataca. La audacia, quizá, de La Guerra de las Galaxias, que ahora parece muy vista, pero que en 1977 nos dejó a todos con la boca abierta. 




            La Amenaza Fantasma es filfa de merchandising, y apostolado de la virginidad. Aunque aquí ya no es la paloma del Espíritu Santo, sino la ubicuidad de los midiclorianos, que obran el milagro de la concepción inmaculada. La Amenaza Fantasma es capitalismo y catolicismo, consumismo y castidad. Lo justo para quien este escribe, tan rojo y pecador, aunque todo sea de pensamiento: la utopía y el folleteo. Menos mal que por ahí anda Natalie Portman en la flor hermosérrima de su juventud, a veces vestida de Padmé y a veces emperifollada de Amidala. Cada vez que sonríe en sus escenas, se enciende una nueva estrella en la galaxia muy lejana. 
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El Retorno del Jedi

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El Retorno del Jedi es un cagarro. Sí, queridos amigos: esto es una confesión. Un grito desesperado entre la borregada galáctica, a la que pertenezco. Mientras los fanáticos siguen pastando alegremente en la luna de Endor, yo me he venido a la vera del camino, a balar mi sedición a los transeúntes. A ofrecerme como diana para los insultos y las vejaciones. A ser propuesto, tal vez, para la expulsión del rebaño, en el que llevo casi cuarenta años de vida, procesionando en salas de cine y reproductores caseros. Me he dejado sueldos enteros en el bolsillo sin fondo de George Lucas. Y sin embargo, por culpa de un ataque de sinceridad, cuatro décadas de apostolado pueden terminar hoy mismo, de un modo fulminante, si el Alto Consejo Jedi así lo decidiera. Que la Fuerza les acompañe, y les ayude a discernir entre la apostasía y la crítica constructiva, que es lo que yo pretendo. Señalar los defectos de El Retorno del Jedi para no volver a repetirlos, y subrayar, por contraste, los méritos incuestionables de las otras aventuras.


          Nadie hace películas para perder dinero, eso es obvio, pero El Retorno del Jedi apesta a codicia, a afán recaudatorio. Está hecha desde el lado oscuro de la Fuerza, donde mana el dinero pero se seca la virtud. Con doce añitos no te das cuenta de esa avaricia sin escrúpulos, y lo flipas cantidubi con Jabba el Hut y su corte de trastornados, los ositos Ewoks y sus armas de destrucción masiva. Recuerdo que un amigo de posibles pidió a los Reyes Magos la panoplia entera de los juguetes: las motos aéreas, los Ewoks de plástico, los acorazados bípedos del Imperio..., y allí nos pasábamos las tardes enteras, en casa del chaval, merendando de gorra y jugando a restablecer el equilibrio de la Fuerza. El Retorno del Jedi sólo había sido un gran anuncio de juguetes, dos horas de publicidad que nos habían endilgado entre el conflicto familiar de los Skywalker. Nos habían tratado como a consumidores, no como a niños que soñaban, y eso, treinta años después, conviene denunciarlo. Nadie va a quitar a George Lucas de su hornacina, que se la tiene bien ganada, pero los más críticos con su hagiografía, cuando vamos a rezarle, le colocamos un becerro de oro a los pies, para recordar la fechoría, y advertir a los feligreses.


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El Imperio Contraataca

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El Imperio Contraataca es la mejor película de la saga galáctica. Sobre esto existe un amplio consenso entre los habitantes de la Vía Láctea. Sólo los más infantilizados de sus seguidores -que ya es decir- prefieren El Retorno del Jedi sobre las demás, porque de niños se quedaron prendados de los Ewoks, esos osetes tan pelmazos, y se han quedado colgados de sus mismas lianas. Nosotros, los siervos de George Lucas, nos llevamos muy bien entre nosotros, pero a estos mentecatos que dicen preferir El Retorno del Jedi les tenemos un poco marginados, y cuando desbarran sobre el bosque de Endor y la segunda Estrella de la Muerte, les sonreímos con los músculos justos de la cara, y les damos la razón como a los tontos, con palmaditas en la espalda. Son de los nuestros, los pobrecicos, pero de una categoría inferior. Los más niños entre la muchachada. Que la Fuerza les guíe, y les acompañe.


           El Imperio Contraataca fue el primer gran culebrón de mi vida. De 1977 a 1980 transcurrieron tres años de rumores, de cuchicheos que se intercambiaban en los recreos y en los parques infantiles. Había niños que aseguraban que Darth Vader era el padre de Luke Skywalker, que lo habían leído en alguna revista de sus padres, o se lo habían escuchado al hermano mayor bien informado, y nosotros, incrédulos, y al mismo tiempo aterrorizados, les respondíamos que nanay del Paraguay, y que naranjas de la China. ¿Cómo iba el Bien a proceder del Mal? Al revés, sí, porque en clase de religión nos explicaban que el demonio era un ángel caido y rencoroso. Pero Darth Vader no podía ser el padre de Luke, nuestro héroe galáctico, tan rubio y angelical que casi parecía un Jesucristo de los catecismos, aunque Luke hubiera aterrizado hace mucho tiempo entre los mortales con una misión algo más guerrera y espadachina.


               Por eso nos quedamos de piedra, en la ciudad gaseosa de Bespin, cuando Darth Vader tendió su mano en gesto generoso y confirmó aquella paternidad imposible y obscena. Muchos tuvimos que confesarnos a la vuelta de las vacaciones, en la primera visita obligatoria a la capilla, por haber soltado un “¡hostia!” en mitad de la platea. La genealogía de los Skywalker fue el primer gran desengaño de nuestra generación. La primera sospecha de que algo no funcionaba bien el mundo. Aprendimos que los niños buenos no provenían necesariamente de padres buenos. Ni los niños malos de padres malos. De repente todo era un batiburrillo, y una lotería. Cualquiera podía ser un lord Sith acariciando la traición, y nadie podía distinguirlo, ni deducirlo de su linaje. Las relaciones unívocas quedaron abolidas. Todos quedamos automáticamente bajo sospecha. Y así seguimos.


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La Guerra de las Galaxias

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No estoy capacitado para juzgar objetivamente La guerra de las galaxias. El Episodio IV es la película de mi vida, de mi recuerdo, de mi ilusión más infantil y boquiabierta. Cualquier acercamiento crítico quedaría derretido ante el calor de las espadas láser. Todavía hoy, con cuarenta y tres tacos, sigo soñando con poseer ese arma letal -de luz roja a ser posible- y hacer justicia en este sistema exterior de la galaxia, a mandoble limpio entre los injustos y los impíos. O pilotar el Halcón Milenario, con un amiguete peludo a mi lado, y viajar a la velocidad de la luz por esos mundos de Dios, los fines de semana, para conocer otras ligas y otros deportes. O convencer a la gente de mis deseos con un simple gesto de la mano, como hacen Obi-Wan Kenobi y los caballeros Jedi: bésame más, o cóbrame menos, o vota a mi partido, y que la Fuerza te acompañe, hermano.

Gran parte de mí vive en la Vía Láctea, que es la galaxia donde como y duermo, veo las películas y follo más bien nada. Pero el niño de cinco años que vio La guerra de las galaxias por primera vez, en la Nochebuena del año 77, con los ojos tan abiertos que todavía me duelen, se quedó allí para siempre, en la galaxia muy lejana. Cada cierto tiempo voy a visitarlo, a ver qué tal le va en su tiempo congelado, y siempre me lo encuentro con una sonrisa, jugando con un palo que hace de espada láser, acompañado de los otros niños que también se quedaron allí, indiferentes a los adultos que tuvieron que estudiar y ganarse el pan. Los mismos que siempre encuentran una excusa para regresar a un infantilismo que los no iniciados consideran ridículo, y monotemático. Qué sabrán ellos, los del reverso oscuro, de la vida.

Yo vi La guerra de las galaxias en León, en el cine donde trabajaba mi padre, en una pantalla enorme que contemplaban 1000 butacas atónitas. Recuerdo mi estupefacción, mi mudez, mi conversión inmediata a la religión de los Jedi, cuando escuché la fanfarria de la 20th Century Fox, y leí el cartelito de "hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana", y se deslizaron las explicaciones sobre la rebelión y el Imperio, y apareció la nave consular sobre los cielos de Tattoine perseguida por el crucero imperial... Aquel día lo llevo grabado a fuego. Casi cuarenta años después, mi cinéfilo interior, tan racional y tan puntilloso, puja por expresar su opinión, que es mucho menos complaciente que la mía. Pero me niego a que hable, a que se insinúe siquiera. Que sean otras personas quienes saquen a la luz los defectos y las incoherencias. Yo no puedo, ni quiero.



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Quemar después de leer

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Quemar después de leer es una película ignorada de los hermanos Coen. Sobre sus obras maestras existe un consenso general, una fraternidad universal entre los cinéfilos, pero hay películas como ésta, o como Un tipo serio, o El gran salto, que a veces amenazan con provocar un cisma en nuestra sagrada religión.
           Yo soy de los que defienden Quemar después de leer en cualquier tertulia, en cualquier foro, a pecho descubierto. Y aunque tal postura suele costarme el abucheo general, y el repudio de los culturetas, cada cierto tiempo vuelvo a verla para reafirmarme en la opinión. Los Coen rodaron esta cuchipanda un año después de No es país para viejos, y la gente tal vez esperaba otra película sombría y sesuda, con diálogos crípticos y personajes trascendentes, o trascendentales. Pero los Coen son así, imprevisibles y caprichosos, y ruedan lo que más les apetece en cada momento. De los desiertos abrasadores de Texas -donde se recocían las meninges y la gente se desnortaba con facilidad- nos trasladaron a los entresijos gubernamentales de Washington, donde la locura ya casi viene de serie entre sus habitantes, en forma de paranoia o de  engreimiento personal.

       Donde otros, en Quemar después de leer, ven personajes excéntricos, exagerados, caricaturas casi propias de un cómic, yo, salvadas las distancias entre Georgetown y este villorrio donde vivo, veo una legión de gente estúpida y superficial muy parecida a la que me cruzo cada día, en el trabajo o en la vida civil. Reconozco en las tramas a fulano de tal, y a mengana de cual, y me echo unas risas mefistofélicas yo solito en el sofá. La raza humana viene a ser igual en todos los sitios, y si prescindimos del idioma o de los hábitos del desayuno, los imbéciles que los hermanos Coen sacan a pasear son intercambiables por los que uno sortea en las aceras, o en la barra del bar. Donde otros ven misantropía y mala uva, yo sólo veo el pan nuestro de cada día. 




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Big Fish

🌟🌟🌟🌟

Hay un puñado de películas que siempre me hacen llorar cuando las veo. Y no importa si es la segunda vez o la quinta. Ellas tienen el poder -al mismo tiempo maravilloso y deleznable- de arrancarme dos lagrimones que proceden del plexo solar, donde los sentimientos se vuelven incontrolables para la voluntad, y ya no hay manera de impedir que se licúen.

      Uno, en su tonta masculinidad, tiene el acto reflejo de hacerse fuerte cuando llegan las emociones. De impedir, por todos los medios, que las lágrimas le hagan a uno de menos. Por no parecerse a los demás, que claudican, mi cuerpo hace verdaderos esfuerzos físicos por no llorar: cambia de postura, parpadea frenéticamente, aprieta la musculatura que rodea el tórax... Un ejercicio estúpido que a nada conduce, porque estas películas que yo digo, cuando llegan a la escena de marras, son como cirujanos que me atan al sofá y me abren en canal, dejándome al descubierto. Un tipo sensible, finalmente, ahora que nadie me observa en esta habitación siempre tenebrosa, con las persianas bajadas, lejos de los ojos burlones...

        Para explicar por qué uno llora con Big Fish  habría que hablar, obviamente, de la relación que uno mantuvo con su propio padre. Una amistad tortuosa y problemática que aquí, por supuesto, no voy a relatar, ni en su cruda realidad ni adornada de fábulas, como hacía el bueno de Ed Bloom. Porque este blog nació para desnudarse ante los lectores, sí, pero sólo hasta los calzoncillos, y la camiseta interior, como tope de la fantasía. Los entresijos y las vergüenzas son cosas que me guardo para mí mismo. Para ver gente desnuda hasta la pilosidad y la cicatriz, existen otros diarios, y varios platós de televisión. Mi lloro, esta vez, quedará sin explicar. Ustedes me perdonarán.





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Mr. Holmes

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Desde que rodara Dioses y monstruos, aquella hermosa película que abordaba la decadencia de James Whale, Bill Condon andaba muy perdido en los sótanos de Hollywood, rodando películas de tres al cuarto, y sagas crepusculares, que ni a dos cuartos llegaron. Harto, quizá, de que lo tratáramos por un director de chichinabo, de esos que filman cualquier cosa con tal de llegar a fin de mes, Bill Condon ha vuelto a confiar en Ian McKellen para hacer una película seria, respetable, una que por fin hemos apuntado en nuestras agendas de cinéfilos voraces. Y quizá muy exquisitos, y pedantes.


            En Mr. Holmes, Ian McKellen, que es ese actor soberbio a quien los palomiteros sólo conocen disfrazado de Gandalf,  interpreta a un Sherlock Holmes ya muy entrado en años, viudo de Mr. Watson, retirado de sus pesquisas en un pueblecito apartado de la costa. Ahora se dedica a la apicultura, al paseo por los acantilados, y sobre todo, a la lucha contra su propia memoria, que hace aguas como una presa de mil agujeros. Enfermo de alzhéimer, y de melancolía, el señor Holmes no quiere irse de este mundo sin dejar escrita su última aventura, el caso fallido que veinte años atrás lo sumió en la depresión, y lo empujó a dedicarse a la vida contemplativa. 

    Pero sus historias, no lo olvidemos, las escribía Mr. Watson, y entre la torpeza de la pluma y la viscosidad del recuerdo, el viejo Sherlock enreda nombres y rostros, sucesos y fantasías.  Desesperado, viajará a la Hiroshima postnuclear para buscar el fresno espinoso, un árbol rarísimo del que dicen que obra milagros en las memorias, destilado en jalea. Así alimentado, y fortalecido, el anciano Sherlock se enfrentará cada noche a la angustia del folio en blanco, y de la memoria en negro, como le viene sucediendo a este blog en los últimos tiempos, que cada vez necesita más esfuerzo y rezuma menos inspiración. Una tortura, más que un regocijo, que ya sólo sirve para matar las horas y ocupar la mente en otros asuntos.  Escribir para uno mismo, se diga lo que se diga, siempre es desolador. 



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Misión Imposible III

🌟🌟🌟

Misión imposible III, con sus amores ñoños y sus hostias como panes, ha sido la única ficción que he podido ver el fin de semana. La película es, para decirlo suavemente, tan entretenida como cuestionable. Tan tonta como resultona. Pero gracias a él, a Tom Cruise, que es como un terapeuta familiar en esta casa, el retoño ha vuelto a comparecer en el sofá, y eso vale por cien películas vistas en solitario. Juntos nos hemos descojonado con las peripecias de Ethan Hunt, y hemos amado en silencio, cada cual a su modo, uno de viejo verde y otro de adolescente en sazón, la belleza desarmante de Michelle Monaghan.

       Y nada más, ay, en este páramo provisional de las películas. El cine, para quien esto escribe, siempre ha sido una celebración de la alegría, o al menos de la paz del espíritu. Son tiempos oscuros. Perseguido por las sombras, o rodeado de fantasmas, ahora mismo soy incapaz de prestar atención a lo que veo, y desperdicio las horas sin disfrutar de las ficciones, y sin arreglar las realidades. Otros, más afortunados, enchufan el televisor y al instante se desenchufan de sí mismos, para evadirse a otros mundos donde ya no son ellos, sino el cowboy que dispara, o el astronauta que explora mundos. Pero yo, de momento, hasta que no se disipe la fiebre, estoy viajando conmigo mismo, a cualquier lugar donde pretenda fugarme, y en cualquier ficción, por disparatada que sea, vivo esposado a mi yo sempiterno y paliza, que me impide volar, y transustanciarme en un personaje difuminado.
     

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Catastrophe. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

He dado con Catastrophe gracias a un consejo del bendito Pepe Colubi, a quien sigo puntualmente en sus cerdadas (porque me descojono de la risa), y en sus recomendaciones (porque coincido plenamente). Colubi, que en los momentos cómicos interpreta el papel de un macho bonobo, en los asuntos seriéfilos tiene el morro muy fino, y el gusto muy educado. Que los dioses le guarden muchos años.

     Los protagonistas de Catastrophe son un ejecutivo americano, él, y una maestra británica, ella, que en principio sólo habían quedado para follar, y para charlar de banalidades en los remansos, pero que se ven sorprendidos por la "catástrofe" en forma de embarazo. Y era este contratiempo, tan manido y estereotipado, el que encendía la mecha de una comedia que, en verdad, me daba pereza abordar. Porque en este subgénero de los padres primerizos, los hombres siempre quedamos ridiculizados, como medio bobos, o medio autistas, y las mujeres se lo pasan pipa desovariándose en sus sofás, dándose la razón a sí mismas, o por teléfono. Y tienen razón, las muy jodías, porque los hombres no hemos nacido para tener hijos, sino para procrearlos, y en esas situaciones se nos ven las costuras, y las imposturas, y uno desea esconderse bajo tierra para volver a emerger a los seis o siete años, cuando el chaval ya esté en edad de razonar, y sepa patear los balones de reglamento.

          Pero me lancé, a la piscina de Catastrophe, sólo porque Pepe Colubi ejercía de salvavidas, y ha sido en verdad un chapuzón reconfortante. Sharon Horgan y Rob Delaney son, además de los actores principales, los guionistas del invento, y han alcanzado una entente cordiale en la que alternan los chistes gruesos con las ñoñerías románticas. A veces, en el juego de roles, es él quien se pone romántico y cursilón, y ella quien se enfanga la lengua y suelta las obscenidades. Todo muy cool, muy del siglo XXI, con hombres que ya no rezuman testosterona ni mujeres que se sonrojan por decir polla. La anticomedia romántica, que dicen ahora los entendidos. La serie perfecta para ver en pareja, acurrucaditos en el sofá, sin que nadie suelte el bostezo ni señale a nadie con el dedo. O para ver en soledad, como es mi caso, sólo por el placer de echar unas sonrisas.  



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El rey del juego


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Entre los muchos defectos que tiene este blog hay uno que reconozco imperdonable, y que prometo corregir algún día: la poca presencia del cine clásico, o viejuno, según los gustos del personal. Los cinéfilos de verdad emigran a otros blogs donde el escribano habla de películas anteriores a 1980, que es la fecha primera de mis recuerdos, y también de mis raciocinios. En los primeros fascículos hice incursiones en el cine de Godard, de Bergman, de Alain Resnais incluso, pero la mayoría de las veces salí decepcionado de la experiencia, incómodo conmigo mismo por no saber apreciar, por no poder entender. Y en vez de fingir, como hacen otros, y de lanzarme a la escritura solemne de la obra maestra, me dio por hacer ironía con las películas sagradas. Y ahí morí. Cualquier pretensión de construir un blog para los círculos intelectuales se fue por el retrete en aquellas escrituras, que querían poner humor donde sólo había analfabetismo cinematográfico, y rendición de la inteligencia.


           Mi desencuentro con el cine viejuno viene de los tiempos mozos, de cuando me quedaba roque los lunes por la noche viendo los debates de Qué grande es el cine. José Luis Garci y sus eruditos diseccionaban truños infumables que a mí me dejaban noqueado en el sofá. Me los imagino, por ejemplo, hablando de esta película que hoy he pescado en el TCM, en un esfuerzo titánico por redimirme. El rey del juego no es una película en blanco y negro, pero es de 1965, que casi es lo mismo. Steve McQueen es un as del póker que quiere derrotar al mejor jugador del país, un viejete con el aplomo y la mirada penetrante de Edward G. Robinson. Si cambiáramos la baraja francesa por el taco de billar, casi nos saldría otro El buscavidas, con Paul Newman desafiando al Gordo de Minnesota.

    En El rey del juego también hay amores tortuosos y aromas de fracaso. Un homenaje a los losers del sueño americano, tan impropio en aquella cinematografía de colorines. La película no está mal, con sus actores de tronío y sus doblajes de la época, que me retrotraen a los tiempos felices del Sábado Cine. Pero no es más que eso, una partida de póker estirada en sus prolegómenos, y en su desarrollo. Pero claro: esto lo digo yo, que sólo me fijo en lo accesorio, porque en Qué grande es el cine harían retratos psicológicos, y análisis socioeconómicos, y tesis doctorales sobre las posiciones de cámara, y no dirían ni mu sobre el único recuerdo perdurable que a mí me dejará esta película: la belleza mareante de Ann Margret, a la que dedicaría una florida y tierna poesía de no haber terminado ya con el espacio. 


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Hello Ladies, la película

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Como Hello Ladies, la seriesólo la vimos cuatro frikis repartidos por el mundo, cuatro desnortados de la vida, la HBO decidió cancelarla tras su primera temporada, y le concedió, al bueno de Stephen Merchant, la posibilidad de cerrar las tramas pendientes en una TV movie, que es como el premio de consolación para el tonto de la clase. Una película tragicómica, y divertida, pero un final indigno, en cualquier caso, para una serie memorable.


         En Hello Ladies, la película, Stuart Pritchard sigue siendo el mismo clown que trata de ligar con las supermodelos de Hollywood, y sale trasquilado en cada empeño. Uno se ha reído mucho con sus infortunios románticos, pero a veces, cuando Stuart volvía a casa, y se recalentaba la cena en el microondas, y veía la televisión en el sofá solitario, a uno se le congelaba la sonrisa, porque recordaba, súbitamente, como recién devuelto a la realidad, que uno anda como él desde hace varios meses, solitario y mustio, refugiado del mundo en esta habitación. Uno, además, por esas casualidades de la vida, guarda un cierto parecido físico con el tal Stuart, también alto y con gafas, también torpe y con pinta de lelo. Quiero decir que uno se ha identificado con el personaje, y que riéndose de él se ha reído también de sí mismo. De todas las taras que asolan el cuerpo cuando una mujer atractiva se acerca para preguntar la hora o la dirección del centro comercial. 

Viendo Hello Ladies me he reído de mi lengua, que se traba, de mi ocurrencia, que se atranca, de mi gesto, que no se acomoda. Del puto plexo solar, que tiembla como un pajarillo, y del corazón, que late desbocado, y del cerebro, que se vuelve loco con las conexiones, como una telefonista inútil de los tiempos antiguos. De la neurosis, que a los hombres sin prestancia siempre nos causan las mujeres interesantes. Desde los tiempos del instituto a los tiempos de ahora, sin que ningún aplomo se haya depositado con los años. 






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El año de las luces

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No todo va a ser follar, la canción de Javier Krahe, nos hace mucha gracia a los cuarentones porque hemos aprendido, efectivamente, que en la vida no todo es follar. También hay que comprar calcetines, como decía el maestro, y regar los cuatro tiestos, e intentar cruzar Núñez de Balboa si un día paseas por Madrid. Pero eso explícaselo tú a un chico de quince años: que la vida es algo más que desear a las chicas del instituto, y hacerse pajas en el desengaño de cada día. El chaval, quizá muy parecido a Jorge Sanz, pondrá esa mirada que provoca la pudrición de la médula espinal y te dirá: “¡Amos, anda!”. El chaval sabe que también hay que hacer los deberes, y que bajar la basura al contenedor, y que aguantar a los lerdos de los profesores, pero el monotema sexual, a su tierna edad, ocupa la primera plana del periódico mental, a cuatro columnas, y el resto de la existencia viene relegada en las páginas interiores, con los deportes y las tragedias, y los cotilleos de la tele.


         El año de las luces transcurre en el año II de la Pax Franquista. Alrededor de Manolo, su protagonista adolescente, España es una ruina de escombros y venganzas. Él mismo, enfermo de tuberculosis, ha de abandonar Madrid para ingresar en un preventorio de las montañas. En las cunetas hay gente detenida y fusilada. El fascismo español celebra cada conquista del Führer como una victoria propia contra los rojos. El paisaje es gris, y el suelo huele a cadáver. Han triunfado los malos, los casposos, los más tontos de cada pueblo. Y los curas, claro, como en cualquier encrucijada de este país, cuervos que se ciernen sobre la alegría de vivir. Pero todo esto, a Manolo, se la trae al pairo. Él vive pendiente de las tetas que abultan los trajes, de las pantorrillas escuetas que dejan ver las falangistas con uniforme. Es muy escaso el estímulo, pero muy grande el deseo. Manolo, pobrecico, vive atrapado en el monotema, que es como una melodía que no puede quitarse de la cabeza.
A mí, a su edad, también me importaban muy poco la Perestroika o la reconversión industrial. Yo me apiadaba de los rusos, y de los parados nacionales, pero apenas me detenía a reflexionar sobre la gravísima realidad. Eran muchas, las muchachas, y muy palpitante, la eterna frustración.



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Hello Ladies

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Hello Ladies es una sitcom que sólo vimos el Tato y yo. El Tato, por cierto, era un torero del siglo XIX que jamás faltaba a una feria o a una corrida benéfica. De ahí viene aquello de "no vino ni el Tato", cuando nos referimos a un evento vacío de gente. Pero yo, por supuesto, no me refiero a este Tato, el torturador de toros, sino a otro tipo, contemporáneo mío, que imagino de la misma guisa por las noches, hastiado de la vida, derrumbado en su sofá, viendo las mismas ficciones que yo en una simetría que es al mismo tiempo perturbadora y reconfortante.

       Supongo que fue él, el Tato, el que vio la comedia de Stephen Merchant cuando la pasaron por Canal +, hace dos años. Alguien en la sala de mandos descubrió la verdad de tan magra audiencia y decidió desterrarla para siempre de la parrilla. Ni multidifusiones ni segundas oportunidades. Y ahora que he querido rescatarla para echar unas risas, no la tienen ni en el Yomvi, donde presumen de tenerlo todo. Hello Ladies no está editada en DVD, ni está disponible en los caladeros del pirateo. Es una serie maldita, olvidada, que he tenido que buscar en la lejana web de unos amigos argentinos, gentes de buen gusto que la tenían subtituladita y todo. Una maravilla.

         Hello Ladies cuenta la odisea sexual de Stuart Pritchard, un informático de las Islas Británicas que tiene el valor de hacer lo que yo nunca haré: dejar de amar los hologramas de las actrices guapísimas y plantarse allí, en el ojo del huracán, en el mismísimo Hollywood de las estrellas, a intentar conquistarlas con la carne y el hueso de su body, y no con escrituras románticas al otro lado del océano. Stuart es un tipo longilíneo, gafudo, de movimientos torpes y lengua traicionera. Pero es decidido, valiente, inasequible al desaliento. Da igual: en los momentos supremos del ligoteo siempre tiene un resbalón, un mal apoyo, un comentario en la boca que debería haberse pensado dos veces. Y las chicas de Hollywood, claro está, no le perdonan ni un sólo error. 

    Hello Ladies parece una comedia, y es verdad que te ríes mucho con las trapisondas, pero por debajo de la superficie late un drama de los que hacen mella en el corazón: la distancia insalvable que nos separa de las mujeres hermosas. Un abismo genético, evolutivo, que como decía el personaje de Neal en Freaks and Geeks, “es La Ley”.



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Gosford Park

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Gosford Park es una película que pone a prueba la inteligencia de los espectadores vulgares. Y yo, que soy uno de ellos, confieso que he naufragado en este mar proceloso de los cien personajes que se reúnen en la mansión a tomar el té y cazar la perdiz. Tan ocupado estaba en resolver el puzle de los parentescos putativos y las relaciones extramatrionales, que no he podido admirar los movimientos maestros de la cámara, ni las composiciones pictóricas del plano, que decían los críticos de la época. Donde otros fueron capaces de apreciar la percepción áurea de la toma y la segunda intención de los diálogos, yo, menguadico de entendederas, bastante tengo con recordar los nombres de los personajes, y trazar las líneas imaginarias que los unen con sus maridos y mujeres, amantes y sirvientes. Un lío morrocotudo que Robert Altman tampoco hace mucho esfuerzo por desenredar, la verdad, quizá porque prefiere quedarse con un puñado de espectadores exigentes, y no con una tropa de cinéfilos de tres al cuarto que no valoran sus osadías.



        Las películas como Gosford Park me causan una pequeña depresión, porque uno, aunque se sabe limitado, siente una punzada en el orgullo cuando tal limitación es puesta a prueba, y sobrepasada por las circunstancias. No es lo mismo saberse tonto que ser llamado tonto a la cara. Esta vez, sin embargo, he contado con el consuelo de mi señora madre, que anda de visita por estos pagos, y que alentada por la magnificencia de la campiña británica se ha apuntado a la sesión nocturna del sofá. 

    Cada vez que me perdía en los laberintos, yo, de reojo, escrutaba su rostro para descubrir un atisbo de inteligencia, pero sus ojos, fijos en la pantalla, brillaban con el mismo deslucimiento que los míos. Era obvio que andaba tan perdida como yo, y que seguramente, cuando yo no la miraba, me buscaba con la misma tribulación del espíritu. Me queda, pues, el consuelo de la genética. Yo no soy tonto, como decía Homer Simpson de su gordura: es el metabolismo. Un gen de más o de menos que me niega la proteína adecuada para comprender estos fárragos y otros parecidos. O eso, o que nosotros, mi madre y yo, como en el cuento de Andersen, hemos señalado al emperador desnudo.


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Les Revenants. Temporada 1

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Hablando de la imposibilidad material de seguir todas las series de interés, una amistad de gusto exquisito me recomendó Les Revenants, una producción francesa que hace dos años pasaron por el Canal + sin que yo me coscara de su brillantez. Uno vive abducido por las series del Imperio Anglosajón, que forman parte de mi educación sentimental, y le puede la pereza cuando le alaban una de Eslovenia cojonuda, o una de Macedonia imprescindible. A los culebrones europeos siempre llego con un retraso de varios años, cuando las personas inteligentes y sin prejuicios ya han escrito los adjetivos calificativos que por fin estimulan mi curiosidad. Así fue, por ejemplo, como me enamoré de Borgen, la serie danesa que nos recordó que España es un país tercermundista en lo social y cuartimundista en lo gubernativo. Una serie que tuve que rescatar en los mercadillos de segunda mano cuando en los foros informados ya se hablaba de otras novedades. En fin.

       Les Revenants es un cuento de terror gótico, sin sustos ni sanguinolencias. Una serie muy estilosa, muy francesa, que cuenta cómo los niños fallecidos en un accidente de autocar regresan años después a su pueblecito de los Alpes, redivivos en carne y hueso, como si nada hubiese sucedido. Como sucede en las paradojas temporales que predice la ley de la relatividad, para los muertos sólo ha transcurrido un día de sus vidas, confuso y extraño, pero para los vivos ha pasado una dolorosa eternidad, con vidas desechas y lloros amortizados. Los retornados no son seres angélicos que anuncian la resurrección de la carne, ni zombis descerebrados que buscan entrañas para el aperitivo. Ellos se reincorporan a su vida cotidiana como si tal cosa, mientras los familiares, incrédulos los ateos, y alborozados los cristianos, los reciben con unas caras de pasmo que los no-muertos achacan al desconcierto global de la jornada.

    Les Revenants, como puede deducirse, es una serie original y sugestiva. Se le pueden poner varios peros -muchos, en realidad- pero los productos arriesgados es lo que tienen, que a veces, en su loca búsqueda de nuestro asombro, se van dejando explicaciones en el tintero. Peccata minuta, que decían los latinos. Peccadille, me chiva el traductor de Google, que se dice en el francés vernáculo.



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Guerra Mundial Z

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Lo más terrorífico de Guerra Mundial Z no es la parte de ficción, sino el documento de realidad, que viene insertado, y que ocupa los primeros minutos del metraje. No dan miedo los zombis hiperactivos (que al fin y al cabo son actores que descoyuntan la mandíbula y hacen el grito sordo de Ignatius Farray) sino las imágenes, reales y tristísimas, que acompañan los títulos de crédito. En ellas vemos al ser humano ensuciando las aguas, arrasando las vegetaciones, exterminando las especies. Un ejército de cucarachas bípedas que lo devora todo a su paso, que crece y se multiplica siguiendo el mandato de la Biblia. En mala hora pronunció Yahvé semejante orden taxativa. Podría haber dicho “reproducíos con criterio, con responsabilidad, según el lugar y el momento”, pero prefirió dejar el versículo mondo y lirondo, sin complementos circunstanciales, ni atenuantes de ningún tipo, convirtiendo en pecado mortal cualquier desviación del chorromoco, que diría el gran Pepe Colubi.


       Hace dos siglos que vivimos con la espada de Damocles sobre nuestras cabezas, desde que Thomas Malthus hiciera sus cálculos y concluyera que nuestra expansión geométrica se zamparía los recursos del planeta. La ciencia nos ha echado una mano para combatir esta vorágine de seres humanos que follan como Dios manda, pero la catástrofe maltusiana es una profecía que tarde o temprano se verá cumplida. Es quizá por eso que Guerra Mundial Z, como todas las películas de catástrofes donde la espicha medio planeta, tienen algo de catarsis, de sensación de limpieza. Son películas de terror, pero en realidad son de venganza, de la Tierra contra sus ensuciadores, sus repobladores, sus especies parasitarias.



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Quiz Show

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Las películas me han enseñado casi todo lo que sé de la vida. La vida, contemplada desde dentro, es un engaño de las personas, un espejismo del paisaje, un enredo inextricable que acaba por fatigarme. Sólo desde la distancia que da el cine puedo observarla con tranquilidad y tratar de comprenderla, tranquilito en mi sofá. Incluso los misterios de la anatomía femenina -esa disposición recóndita y oblicua de las cavidades- tuve que aprenderla de chaval en una pantalla de televisión, vedado el acceso a la realidad palpable por culpa de los curas castrados, y de las chicas holográficas.



    Gracias a las películas uno aprendió sexo y geografía, historia y costumbres. La psicología retorcida y malvada de los seres humanos, también. El cine ha sido mi universidad de la vida. Y no los libros, como le pasaba al bueno de Pepe Carvalho. Puedo seguir a los pensadores y a los divulgadores mientras los leo, pero a la semana siguiente de cerrar los libros, su sabiduría es puro humo que se va por las ventanas. Veo, en cambio, las películas de los grandes cineastas, y sus enseñanzas perduran como grabadas a fuego, indestructibles con los años.

    Por la misma época en que se estrenó Quiz Show, la película de Robert Redford, yo leía a los grandes pensadores de la sospecha, a Freud, a Nietzsche, a La Rochefoucauld, tipos que nos advirtieron que los seres humanos mentían, engañaban, falseaban la realidad en su provecho. Que de buenas a primeras no podías fiarte de lo que te mostraban. Yo decía que sí, claro, porque ellos eran diáfanos en sus explicaciones, pero luego salía a la calle, o veía los concursos en la tele, y me lo creía todo como el pardillo que era, sin malicia y sin bagaje. Otros más inteligentes que yo vieron Quiz Show y escribieron: "El señor Redford nos ha contado una obviedad", pero yo, gilipollas perdido, me pegué una hostia del copón al caerme del caballo, camino de Damasco. ¡La tele era una gran mentira! El patrocinador manda y la plebe traga. Quiz Show fue una revelación que me dejó con la boca abierta.  Yo tenía veintidós años, y era un tonto de remate. 



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Atlantic City

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Las películas de hombres sexualmente frustrados que espían a sus vecinas son un género cinematográfico de larga tradición. Y el autor de este blog, que a su modo también es un voyeur de las mujeres hermosas, aunque su ventana indiscreta sea la televisión, de vez en cuando invita a estos picaruelos para que confiesen sus pecados contra el sexto mandamiento. Hace algunas semanas era Monsieur Hire quien apartaba la cortinilla para ver a Sandrine Bonnaire en su desnudo esplendor, y hoy, en Atlantic City, era Burt Lancaster quien no se perdía ripia de Susan Sarandon, una chica de ojos saltones y anatomía excitante que todas las noches, al regresar de la marisquería, se coloca ante la ventana de la cocina y se frota el torso desnudo con limones para quitar el mal olor. La excitación del mar, y de lo hortofrutícola...        


        Lo de los limones frotando los melones es una imagen irresistible para el bueno de Burt, que en el último esfuerzo de su pitopausia decide arriesgarlo todo, los dineros y la vida, por yacer junto a ese cuerpo perfumado con vitamina C y ácido cítrico. El hilo argumental de Atlantic City es el leit motiv de la vida misma: chico busca chica, solo que aquí el chico es un gángster retirado, la chica una pueblerina soñadora, y el paraíso del amor la decadencia moral de Atlantic City, con sus casinos y sus ludópatas. Todas las películas del mundo, lo mismo antiguas que modernas, lo mismo americanas que austrohúngaras, son el enredo amoroso que conduce a la coyunda o al bofetón. Esta película de Louis Malle no sería nada del otro mundo si no fuera porque Burt Lancaster llena la pantalla con su presencia imponente, y porque Susan Sarandon posee un extraño atractivo que nos hace dudar de ella hasta la última escena, incapaces de decidir si lo suyo es una belleza peculiar o una fealdad resultona. Y sigue sin quedarnos claro, la verdad.



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Vania en la calle 42

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Mi yo de hace años era un impostor de la cinefilia. Un tipo que soñaba con escribir en alguna gacetilla para luego dar el salto a publicaciones de postín, y viajar con los gastos pagados a los festivales, a conocer mujeres hermosas en las alfombras rojas europeas. (Y así, tarde o temprano, en algún marco incomparable de la geografía, cruzar mi mirada con la de Natalie Portman para que ella comprendiera, tras tanto devaneo con hombres superficiales, que yo era el príncipe azul que la había esperado durante años).

    Pero el talento... Ay, el talento... Releo, por ejemplo, la crítica que entonces le dediqué a Vania en la calle 42 y me entra una vergüenza de mí mismo que me pone la cara colorada. En ese bodrio de escritura no hay más que paparruchas, como diría el abuelo Simpson. Pero es, entre otras cosas, porque fingía. Ahora que mi yo verdadero vuelve a gobernar el castillo, puedo decir que Vania en la calle 42 es una película insufrible. Libre ya del aplauso obligatorio, de la impostura del crítico, no he sido capaz de aguantar esta cháchara existencialista sobre el amor y la muerte. Teatro filmado que aburre a las ovejas rusas del siglo XIX, y a los borregos españoles del siglo XXI. Y que salgan corriendo, los amantes de Chejov, porque no los quiero en este blog, que es un club exclusivo para gentes de gusto simplón e inteligencia moderada. Yo escribo para el plebeyo, para el palomitero, para 


         De Vania en la calle 42 sólo perdura la belleza perturbadora de Julianne Moore, que incendia la pantalla con ese cabello fueguino y esos labios de cereza, y esta sentencia muy enjundiosa del doctor Astrov, el único personaje que dice cosas con sentido porque jamás suelta la botella de vodka.

           "Para que una mujer y un hombre sean amigos tienen que pasar tres etapas: primero conocidos, después amantes, y luego ya son amigos". 








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1992

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Hace  años, cuando la economía española iba viento en popa, y la clase media guardaba sus coches deportivos en los garajes, pensábamos que la corrupción de nuestros políticos era un juego de niños, un pasatiempo de aficionados si la comparábamos, por ejemplo, con el derrumbe del sistema italiano en los años 90. En aquella época, en los telediarios socialistos, veíamos al juez Di Pietro de la operación Manos Limpias y pensábamos que aquel héroe de la decencia no podía dar abasto. Que le iba a dar un infarto de tanto perseguir a los infinitos chorizos, y a las innumerables longanizas. Ningún partido italiano del viejo régimen quedó libre de encarcelados, de señalados, de dimitidos abochornados. Fue el cataclismo total de la República, y nosotros, los vecinos del Mediterráneo, nos reíamos por lo bajini  No entendíamos cómo podían haber votado a esa gentuza durante años sin coscarse de nada. Nuestros políticos también robaban, por supuesto, pero sólo lo justo, para ir tirando con sus chalets de lujo y sus campos de golf. Nada que reprocharles mientras la fiesta continuara para todos.


            Ahora, en el año del Señor de 2015, los italianos han creado una serie de televisión que cuenta aquellos acontecimientos de su política nacional. Se titula 1992, que fue el año de su catástrofe y  su vergüenza, mientras nosotros presumíamos de la Expo de Sevilla y de un príncipe muy guapo que llevaba la bandera en los Juegos Olímpicos. Los protagonistas de 1992 son un cabestro que se afilia a la Liga Norte, un publicista que maquilla los tejemanejes de Berlusconi, un policía malencarado que ayuda al juez Di Pietro en sus desvelos, y una chica monísima que chupa pollas a diestro y siniestro (no es machismo, es pura descripción de los hechos) para convertirse en estrella de la televisión. 

        La serie tiene una factura impecable, y su chicha es interesante y nutritiva, pero a los españoles nos llega un poco tarde. Hace unos años nos hubiéramos quedado con la boca abierta, de tanto latrocinio y tanta comisión ilegal, pero ahora vivimos muy trallados, muy escarmentados. Si ves los episodios de 1992 justo después de El Intermedio casi no te das cuenta de la transición. 1992 es un gran documento, pero a los españolitos de a pie ya no puede sorprendernos ni indignarnos. Con el tiempo hemos descubierto que nuestros políticos robaban tanto o más que los italianos, pero que supieron hacerlo con más disimulo, o pagar más, y mejor, a los jueces que miraban para otro lado. Hemos tardado veinte años en saber que 1992 también fue el año inaugural de nuestra ignominia, y de nuestra pobreza.




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Adiós, muchachos

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Adiós, muchachos, es una película amarga que se queda prendida en la garganta. Otras películas se quedan en las piernas, si han sido de bailes, o en los labios, si han sido de amor. Pero las películas tristes, cuando terminan, se quedan ahí, como espinas atravesadas en el gaznate. La sensación física es muy parecida, y uno, en un acto reflejo, mientras le da vueltas al final desolador, se levanta del sofá para beber un vaso de agua y tragar una miga de pan, a ver si los remedios caseros pueden con la pena.

               Basada en un recuerdo autobiográfico de su director, Louis Malle, Adiós, muchachos es otra película de judíos perseguidos por el nazismo. En el año 1944, en un internado católico de las afueras de París, tres niños son escondidos por los curas entre la masa del alumnado. Los curas, en efecto, aquí hacen el papel de buenas personas, y esto es una rareza de agradecer en mi belicosa filmografía. Uno de ellos, incluso, en una misa celebrada bajo la amenaza de los nazis, se atreve a recordar a los papás presentes, franceses de la alta burguesía, que antes entrará el camello por el ojo de la aguja que un rico en el Reino de los Cielos. Una verdad revelada en la Biblia que los tertulianos de la COPE, más afines a las enseñanzas del Antiguo Testamento sobre que el pobre se aguanta y se jode por mandato de Yahvé, siempre pasan por alto en sus valoraciones.

          Uno de los chicos escondidos es Bonnet, un chaval callado, sensible, sobresaliente en las tareas académicas. Su llegada alterará el ecosistema habitual del aula, donde Julien, el trasunto de Louis Malle, es el macho alfa de las buenas calificaciones. Al principio, como es de rigor, Julien sentirá odio por su nuevo compañero, tan ejemplar y don perfecto. El odio, con el tiempo, dará paso a la envidia, y la envidia a la amistad, porque Julien, que no tiene un pelo de tonto, rápidamente comprenderá que Bonnet no se está jugando el aplauso de sus profesores, ni el expediente académico sin tacha, sino la vida misma, si la Gestapo diera con él en el batiburrillo de los chavales que juegan en el recreo, o se apiñan en los dormitorios a rezar oraciones fingidas. 



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The Newsroom. Episodio piloto

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Nos quedará, para los restos, como un momento seriéfilo al que regresar una y otra vez, el discurso de Jeff Daniels sobre “Por qué América ya no es el mejor país del mundo”. La denuncia de Aaaron Sorkin contra el naufragio de los ideales americanos, supremacistas, siempre algo chulescos, no tiene desperdicio. No se había escuchado una diatriba así contra los yanquis desde aquéllas que soltaban los puertorriqueños de West Side Story

    Después de ver el episodio completo, he superado mi vagancia homersimpsoniana y en esfuerzo supremo, impropio ya de mis años y de mis grasas, me he levantado del sofá para proveerme de bolígrafo y anotar, palabra a palabra, las verdades que como dardos allí se sueltan. Son tres minutos de alta política que hubiese firmado el mismísimo Cicerón ante el senado de Roma. Hay que estar muy lúcido, y muy ágil, y vivir con un metrónomo metido en la cabeza, para estructurar estas parrafadas que escribe Aaron Sorkin. El envidiado, Aaron Sorkin. Para acertar no sólo en el fondo, sino en la forma, maravillosa, inalcanzable para los escribanos sin talento.







    Sin embargo, esto no ha sido lo mejor en el estreno de The Newsroom. Hay diez minutos fulgurantes, hacia el final del episodio, en los que uno asiste boquiabierto al entramado oculto de un informativo emitido en directo, con una noticia bomba que hay que ir confirmando y desgranando a toda prisa para no ser pisados por la competencia. Hay periodistas que recopilan, responsables que deciden, redactores que resumen, diseñadores que dibujan, técnicos que reajustan... Un presentador que va recibiendo por el pinganillo nueva información que anota en las breves pausas. Todos frenéticos, histéricos, atropellados, y sin embargo, certeros.  Unos profesionales del medio. The Newsroom, para mi gozo, es una nueva entrega de National Geographic sobre cómo el homo sapiens trabaja en lo suyo. Ver a esta gente me reconcilia con la especie humana. Mi misantropía encuentra en las personas inteligentes o talentosas el bálsamo momentáneo de una tregua. Son gentes difíciles de encontrar a este lado de la pantalla, en este mundo real de la carne y el hueso donde la estupidez es la medida habitual del pensamiento... 





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