Mad Men. Temporada 7

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Asisto con interés decreciente a las tracas finales de Mad Men. Sólo me quedan dos episodios para conocer el destino último de Don Draper, que es el único motivo que aún me ata a la serie. Los demás personajes me importan un pimiento. Incluso Roger Sterling, el amigo de Don Draper, que al principio era un tipo de inteligencia acerada y filosofías luminosas, ha ido convirtiéndose en un personaje ridículo, con sus peinados, su hija hippy, sus tontunas con las secretarias... 

Los demás hombres de Mad Men jamás le enseñaron nada de provecho a este provinciano que los contemplaba desde la distancia del tiempo y del océano. Comparados con Don Draper sólo han sido unos chiquilicuatres de la vida. La mayoría sólo ha figurado para estirar los minutajes de la serie, y robarle protagonismo al verdadero jicho de la función, al que uno siempre siguió con un cuaderno puesto en las rodillas, para tomar nota de sus recursos profesionales y de sus trucos amatorios, a ver si por imitación, o por ósmosis, algo se quedaba pegado. Mad Men, reducida a su esencia argumental, ha sido un documental de National Geographic sobre cómo se las gastaban los machos alfa en el ecosistema de Madison Avenue.


      En Mad Men también han salido muchas mujeres, claro, pero uno, desde la distancia añadida de su género, jamás ha empatizado con sus traumas. Uno, por supuesto, ha simpatizado con su lucha por la igualdad, en el trabajo o en los matrimonios, pero más allá de eso, en cuestiones de sentimientos y amoríos, se ha visto incapaz de seguirles el rollo, porque ellas, al fin y al cabo, no dejan de ser mujeres, y cualquiera que trate de comprender ese caos no puede salir cuerdo de la ficción. Los guionistas, además, no sabemos si por pura maldad o si por conflictos con el calendario, nos hurtaron muy pronto la presencia de January Jones, esa rubia perfecta que nos volvía locos con aquellos camisones de ensueño que Don Draper le arrancaba cuando volvía del trabajo. 

    Para compensar esta tragedia, nos colocaron a Megan Draper como musa de nuestras pasiones, pero Megan, la pobre, aunque era una buena chica de cuerpo escultural, no podía esconder una dentadura caballuna que nos sacaba del ensueño cada vez que sonreía. En fin... Siempre tuvimos, eso sí, como estrella polar en el cielo de la belleza, el poderío tridimensional de Christina Hendricks, que trascendió el alto y el ancho de nuestro televisor para hacerse también profunda y tangible. Pero su milagro carnal, su desafío aerostático, no ha sido suficiente para compensar tantos minutos de aburrimiento que nos endilgaron sus compañeras de reparto. Su visión era un oasis en el desierto cansino y monótono. Horas desperdiciadas por este espectador que jamás compró nada de lo que Sterling & Cooper publicitó.



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Todos al suelo

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Todos al suelo -que siendo del año 82 no es una parodia del golpe de Tejero, sino una versión muy libre de Tarde de perros- es una película de Pajares y Esteso, y eso, dicho así, predispone a la risa y al cachondeo. El problema es que Pajares y Esteso están diluidos, enredados en un reparto con demasiadas vedettes que reclaman su chiste y su minuto de gloria.

    Antonio Ozores, por ejemplo, ha pasado de secundario magistral en Los Bingueros, o en Yo hice a Roque III, a prima donna que siempre cuenta la misma gracia, y además tiene un asunto romántico con una prostituta de buen corazón. Lamentable, el intento lacrimógeno. O Juanito Navarro, que hace de abuelo salvafamilias al estilo de Paco Martínez Soria, y tiene un nietecico que sufre depresión porque sus padres van a divorciarse gracias a la ley implantada por los comunistas. O Paloma Hurtado, que grita y pone caras tontas, y siempre fue una comediante insoportable que jodía incluso el Un, dos, tres cuando salía junto a las hermanas.

    Los mismos Pajares y Esteso están como idos, como espesos, perdidos en una trama tardofranquista que les impide desarrollar su humor imbatible de trazo grueso. Sin señoritas desnudas y sin sarasas que los persigan, ellos se ciñen al guión como actores profesionales, pero ya sin chispa ni salero. Dicen cabrón, y culo, y coño, y hacen chistes sobre el divorcio y el adulterio, cosas así, para que se note que estamos en el año 82, y que los socialistas ya están asomando la patita electoral. Pero Todos al suelo, aunque quiera disimularlo, tiene un tufillo, un aire, una cosa como de Cine de Barrio que les encanta a nuestros abuelos de derechas, de toda la vida. En Todos al suelo trabajan Andrés Pajares y Fernando Esteso, sí, pero no es una película de Pajares y Esteso.




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Bienvenidos a la casa de muñecas

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No sé si fue un filósofo del bachillerato o un cómico del stand-up comedy el que dijo que la gran tragedia del mundo es que los feos también quieren follar. Queremos follar... Porque la libido, atrapada bajo muchas capas de tejido cerebral, es un resorte que no sabe nada del cuerpo que lo alberga, y es un impulso autónomo, preprogramado, que se despierta con las hormonas y anhela y desea los otros cuerpos con la misma intensidad que la top-model o que el macho alfa.


             Para que ambas subespecies se mezclen lo menos posible, la naturaleza ha creado esa etapa de ensayo y error que es la adolescencia. La muchachada, alegre, inexperta, engañada por la publicidad, prueba suerte con sus objetos de deseo, y coleccionando síes y noes va ubicándose en el escalafón de la belleza. Los elegidos aprenden pronto que han nacido para triunfar; los relegados, en cambio, necesitarán varias hostias para asumir que  habrán de renunciar a sus sueños sexuales y conformarse. Sólo los chicos muy listos y las chicas muy inteligentes aprenden su papel en el mercado con rapidez, y ya no pierden el tiempo en sueños inútiles ni en flirteos con lo imposible. Siempre queda, en cualquier caso, un dolor sordo y triste. La adolescencia, para los menos afortunados, es un trance doloroso y poco fructífero, que a veces deja heridas tan profundas que nunca se curan. Heridas que vuelven a escocer cuando en las películas salen personajes que se parecían mucho a nosotros, tontorrones, incautos, desubicados en las tablas de los percentiles. Las desgracias afectivas de Dawn Wiener en Bienvenidos a la casa de muñecas nos devuelven a hojas ya descompuestas del calendario, y por culpa de este hijo puta llamado Todd Solondz, que es un cineasta de intenciones ladinas y diagnósticos certeros, volvemos a sentir esa olvidada opresión del corazón, esa melancolía del sueño cercenado. 

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Timbuktú

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De los desiertos namibios de Mad Max he pasado, en veinticuatro horas, como en un sueño africano que no termina, a los desiertos más norteños de Mauritania. Ahora que las arenas me habían devuelto la alegría de ver cine, recordé que en los discos duros me aguardaba una película aclamada por la crítica, Timbuktú: una “obra maestra” de nacionalidad mauritana, con actores no profesionales, y muchos premios en los festivales más recónditos del planeta. Sin embargo, mi otra cinefilia, la de tres al cuarto, la que se lo pasó teta con las travesuras de Mad Max e Imperator Furiosa, tiraba de mi dedo índice hacia atrás, para no ver esta película que anunciaba bostezos y somnolencias a la hora de la siesta. Ahí comenzó una lucha titánica entre mis dos cinefilias, manteniendo el suspense mientras yo me adormilaba con los ciclistas de la Vuelta a España. 

    Al final, como siempre, venció mi cinefilia más responsable, que siempre opta por arriesgarse con productos extraños para que no me echen a patadas del selecto club de los finolis.



        Timbuktú cuenta los nueve meses de ocupación que sufrió la ciudad de Tombuctú a manos de los rebeldes yihadistas. Una pesadilla de lunáticos armados con kalashnikovs que prohibieron el fútbol, la música, la tertulia en las calles. Que forraron a las mujeres de tela para no propagar la lascivia por las callejuelas. Que decretaron el imperio de la sharia como burócratas absurdos de una novela de Kafka. Timbuktú tiene el valor del documento, de la denuncia, de la defensa de un islamismo moderno alejado de estas visiones medievales. Una película de gran valentía, de altos valores, de compromiso humano…,  pero en realidad un truño de considerables dimensiones. Aburrida, cutre, digresiva, con un sentido del ritmo que vamos a llamar peculiar. Un ejercicio de alta paciencia por mi parte, de concentración cívica, de estiramiento de mis párpados. Timbuktú es otra vergüenza que habré de anotar en mi largo currículum de falsa cinefilia, que sólo es arrogancia ante los hombres, y postureo ante las mujeres. 

    Menos mal que nadie lee este blog redactado en un sistema exterior de la galaxia, en el planeta Tatooine sin ir más lejos, con mucho desierto también, y con dos soles como dos soles que alumbran mis negros secretos. 


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Mad Max: Furia en la carretera

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Con la edad me he ido convirtiendo en una rata huidiza de los blockbusters. Cualquier película destinada a la chavalería queda automáticamente borrada de mis agendas, como una prevención visual para mi mareo. Como una terapia auditiva para mis tímpanos. De vez en cuando, sin embargo, me dejo caer en la trampa, y mordisqueo el veneno de los canales de pago a ver si regresan las sensaciones de los tiempos mozos, de cuando las explosiones y los mamporros eran motivo de exaltación y gozo, y no torturas que ahora me levantan la cefalea, y me ponen los nervios perdidos.

    No soy de los puristas que reniegan de las modernidades porque el guión sea flojo, o porque los personajes se pasen la rectitud ética por el forro. A mí, provinciano por naturaleza, amoral por convicción, estas sutilezas me importan poco si el artificio me deja hipnotizado como un mono. Yo de lo que me quejo es de la cacofonía, del montaje disparatado, de los efectos generados por ordenador que rebasan con mucho la memoria RAM de este pobre cerebro, un cacharro ya obsoleto que ni los médicos se atreven a reparar, no sea que toquen un cable y acaben por joderlo del todo.


        Hoy -llámenlo intuición, o potra, o rabillo del ojo que leyó una crítica positiva por casualidad- he visto Mad Max: Furia en la carretera. No les mentiré si les digo que la presencia de Charlize Theron pintada para la batalla también me seducía lo suyo. Y es que tiran más dos tetas –aunque sean como las suyas, tan bonitas pero livianas- que cien carretas futuristas surcando los desiertos australianos. Apagué las luces, aposenté el culo y le di al play. Dos horas después, estaba de regreso en La Pedanía, pero es como si hubieran transcurrido dos días, o dos años, porque las películas que te cogen por los huevos desde el primer fotograma no pasan en un suspiro, sino que te llevan a otra realidad muy densa y vívida, y al descubrirte de nuevo en el sofá es como si volvieras de un largo viaje, y sintieras cierta extrañeza y pesadez.

               Mad Max: Furia en la carretera es la hostia. No se me ocurre más alta literatura que ésa. La hostia. Dos horas de locura absoluta en el futuro arenoso de la humanidad. Un guión mínimo para un espectáculo grandioso, de ponerte unas palomitas a la vera y quedarte con la primera a medio camino de la boca, así todo el metraje, congelado en la misma foto del tontaina. Cuando no es un topetazo de los bólidos, es la belleza felina de Charlize Theron; cuando no es un trastornado que se inmola sobre el camión, es la hermosura divina de esas vírgenes que huyen de la Ciudadela. El que caso es que no hay tiempo para comerse la palomita, ni para pensar en otra cosa que no sea la persecución y la huida, el deseo y la salvación.  Y uno, primitivo como el que más, ha reencontrado el viejo nirvana en esa idiotez que provocan el ritmo frenético y el paisaje de pesadilla. Al fin.






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Bad Boys

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Mucho se está hablando sobre la edad de oro de la televisión, con los grandes folletines sucediéndose en una espiral creativa que parece no tener fin. Una ristra de “series que no te puedes perder” que nos está dejando exhaustos a los aborregados del televisor. No sé si la próxima generación vivirá peor que sus padres, pero sí es cierto que desde hace unos cuantos años, desde que estrenaron Los Soprano en Canal +, cierto tipo de progenitores tenemos a los críos un poco abandonados, como faltos de afecto y de consejo, cocinándolo todo al microondas y diciéndoles que sí a todo lo que piden con tal de no perder un minuto, todo el día apoltronados en los sofás, programando vídeos, consultando guías, opinando en los foros... Una catástrofe social que todavía no ha sido abordada como se merece en las revistas de verano, y en las tertulias de la radio.

          Por el contrario, se está hablando muy poco de la otra gran edad de oro, la de los documentales. En las películas, por muy buenas que sean, los “creadores” siempre acaban desbarrando un poquito, saliéndose del tema principal para alumbrar tramas que nos traían un poco sin cuidado. Al fin y al cabo, todo el mundo se pone detrás de la cámara para hablar de su libro, y su libro rara vez nos interesa de un modo absoluto. Los buenos documentales, en cambio, y hablo de esos que ahora duran tanto como una película, con su hora y media de entrevistas e imágenes de archivo, son una maravilla de ingeniería narrativa que no pierden un segundo en tonterías accesorias. Carecen, obviamente, de la poesía de la ficción, pero a cambio te aclaran las ideas, o te refrescan el recuerdo, o te enseñan algo novedoso e insospechado.

         Bad Boys -sobre todo si te interesa el mundo del baloncesto, porque si no vas jodido-  es una obra maestra del género. Nos cuenta el auge y caída de los Detroit Pistons, el equipo marrullero y poco estiloso que ganó el título de la NBA en los años 89 y 90. Una pandilla de buenos jugadores, ninguno excepcional si exceptuamos a Isiah Thomas, que allí encontraron una hermandad más que un equipo. Tipos duros, chulescos, resabiados, que desperdigados por otras franquicias jamás habrían pasado a la historia, pero que combatiendo en la misma legión alcanzaron el rendimiento máximo, y la gloria de los títulos. Un documental mejor estructurado que muchas películas laureadas de la actualidad. Bad Boys resume en hora y media lo más sustancial de casi diez años de convivencia, de victorias y derrotas, de amistades y enfrentamientos. Una labor de síntesis que muchos cineastas ya quisieran para sí. Y todo ello sin abrumar, sin abrasar a datos, siempre apoyándose en las viejas imágenes, y en las entrevistas sin pelos en la lengua. Qué hijos de puta, eran los Bad Boys, pero cuánto llegan a emocionarte, ahora que van para viejunos y rememoran sus batallitas. 




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Justi&Cia

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Uno -que lleva dentro a un Che Guevara que jamás encontró el valor ni la oportunidad de tirarse al monte- agradece la mala hostia vengativa que van dejando Justi y su compinche Cia por la geografía española, como unos modernos Don Quijote y Sancho Panza a lomos de la Carboneta. Y además son de León, coño, o al menos trabajaban en las minas de León, antes de que la política energética y el latrocinio empresarial cerrara los negocios. Y uno, que es del terruño, y que simpatiza con su causa, lo pone todo de su parte desde el primer fotograma, que es una panorámica de la ciudad con la Pulchra Leonina recortada sobre el cielo. Que uno será ateo, coño, pero la Catedral es muy bonica, y de algo hay que presumir cuando se conversa con otros provincianos de la península.


       Justi&Cia es una película necesaria porque alguien tenía que poner en celuloide, o en digital, esta fantasía delictiva que otros sólo soñamos en lo más crudo de los telediarios, o en lo más encarnizado de las tertulias. Esto sí que es hacer justicia verdadera, y no paripé carcelario, con los corruptos que siempre escapan de rositas. Justi y Cia, con sus mordazas, sus cintas aislantes, sus pollas de goma, se encargan de sublimar nuestra agresividad durante un ratico después de comer, y eso sirve de terapia para nuestra buena salud de ciudadanos. 

    Pero Justi&Cia, con ser necesaria, no es suficiente. Como divertimento revolucionario te hace levantar el puño casi sin querer, como hacía a la inversa el doctor Strangelove, pero como película deja de interesar a la media hora. Demasiadas arritmias, demasiadas lagunas, demasiadas preguntas en el aire. Con otra película uno hubiera desistido del empeño, y se hubiera puesto a zapear por los canales deportivos, o a juguetear con el teléfono móvil. Pero Justi y Cia, que ya son los Batman y Robin de León, se merecían el apoyo moral de nuestra mirada. Y Álex Angulo, el homenaje.


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True Detective. Temporada 2

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En mi nuevo televisor Full HD de 43 pulgadas, el rostro angelical de Rachel McAdams, otrora armonioso y delicado, se ha descubierto, para mi horror, lleno de lunares. No esas pecas traviesas que a veces lucen las anglosajonas, sino excrecencias carnosas, verruguiles, que colonizan como cagaditas de oveja su cuello y sus mejillas. Hay un lunar, en concreto, en el párpado de su ojo derecho, que me ha traído a mal traer durante los ocho capítulos que ha durado True Detective, temporada 2. No sé si en las otras películas de Rachel McAdams el lunar ya estaba ahí, maquillado por las profesionales, o disimulado por la pobre resolución de mi anterior aparato. Pero en esta serie ha sido una mosca cojonera que se posaba en el televisor todo el rato, pero por dentro, inalcanzable a los manotazos o las golpes de zapatilla. Tal vez sea un lunar de atrezzo, colocado ahí con la artística pero poco honorable intención de afear a Rachel, para que nos la creamos mejor en su papel de mujer policía, perseguida por su pasado. Un lunar que tendría el poder mágico de volverla humana, terrenal, como una señora más que pega sus cuatro tiros en el trabajo y luego baja a comprar yogures al supermercado.

        De cualquier modo, esta mancilla sobre Rachgel nos la habría traído muy floja si True Detective II hubiera sido tan entretenida como su antecesora. True Detective I no necesitó de un gancho sexual para dejarnos los ojos como platos, y los oídos como aberturas de un gramófono. Pero en este esqueje putativo uno se aburre con mucha frecuencia, mareado en diálogos de una trascendencia shakesperiana, y confuso en una trama de raíces inaprensibles. Desnortado en un enredo de detectives que antes eran dos y peculiares, y ahora son ciento y sacados del molde de los arquetipos. 

    True Detective II ha sido una decepción policial que demandaba el solaz de una belleza femenina donde reposar la mirada. Menos mal que de vez en cuando, aunque su personaje fuera bastante plomizo y previsible, estaba ahí Kelly Reilly para lucir su cabello pelirrojo, su rostro de pantera, su escote profundísimo de abismos inconfesables, decorado, esta vez sí, por miles de pecas que hacían las veces de asideros donde sujetarnos a la realidad, y no caer como dementes al abismo de la turgencia. 



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