Mallrats

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Shannen Doherty me pareció durante muchos años la mujer más bella del mundo. Y eso que yo no la veía, sino que más bien la acechaba, en Sensación de vivir, una serie proscrita por mi religión de cultureta, de la que jamás llegué a ver cinco minutos seguidos, no fuera a convertirme en estatua de sal, o en antorcha de fuego. 

Pero a veces, porque la vida doméstica de los pobres es estrecha y comunitaria, uno pasaba por el salón a buscar un libro, o a curiosear el panorama, y justo en ese momento aparecía Brenda, la hermana de Brandon, diciendo no sé qué paridas de los ricos en California, que si el golf o que si el yate, y yo me quedaba gilipollas perdido, admirando ese contraste entre su cabello y su piel, la noche y el día, la tiniebla y la luz. Y sus labios repintados de rojo, y su cabello a la moda de los noventa, y sus ojos, claro, que chisporroteaban sexualidad, o eso me imaginaba yo, porque la actriz era más bien limitada e inexpresiva. Las cosas del amor, que no sólo es ciego, sino que además imagina cosas... 

Yo me quedaba allí, alelado, enamorado de Brenda que en realidad era Shannen, hasta que mi madre o mi hermana empezaban a mirarme sorprendidas, y se preguntaban qué hará aquí este gilipollas, y yo, disimulando, a punto de azorarme como un tomate, a punto de ser partido en dos por un rayo de mi dios, me iba de allí con la intención de volver la semana siguiente, a ver si Shannen -que era Brenda- salía un poco más destapada, o besuqueándose con un maromo al que yo pudiera poner mi cara y mi deseo.

           La primera vez que tuve a Shannen Doherty toda para mí fue en Mallrats, la comedia de Kevin Smith que hoy me tocaba revisitar porque estoy melancólico de la juventud perdida, y atontado por los calores que no cesan. Hace veinte años, en aquella sala de cine que recuerdo veraniega y vacía, tuvimos Shannen y yo nuestras primeras palabras, nuestros primeros acercamientos ya sin testigos y sin vergüenzas. Shannen era basura que procedía la televisión, pero en la gran pantalla se le perdonaban todos los pecados. Mallrats, ademásempezaba cojonudamente, con la Doherty en la cama, en discusión postcoital, y uno la amó más que nunca durante esos minutos de bronca con su novio, que era un gilipollas de tomo y lomo que no se la merecía. Luego la película se fue en busca de otros personajes y apareció Claire Forlani, también discutiendo con su novio, otro imbécil de tres al cuarto que se merecía un par de hostias y tres pescozones, y todo mi amor por Shannen Doherty se evaporó como si nunca hubiese existido, porque Claire Forlani, con aquellos rasgos de gata y aquella boca de gominola, tan guapa que parecía de mentira, era ya sin duda la mujer de mi vida. Tan hermosa que ya todo en mí era sensación de vivir, y Sensación de vivir ya no era nada en mis adentros, o algo parecido, que dijo Santa Teresa de Jesús.



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Persiguiendo a Amy

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Alyssa es una anglosajona canónica de cabellos rubios, nariz respingona y labios carnosos. En sus ojos azules, algo achinados, brillan los destellos del mar del Norte donde sus antepasados botaron los barcos que condujeron hasta ella. Alyssa es una chica liberal y moderna que se gana la vida dibujando cómics. Es simpática, habladora, aguda en sus opiniones. La mujer perfecta para cualquier hombre sin pitopausia, y perfecta, por tanto, para Holden McNeil, otro dibujante de cómics que buscando el amor de su vida la encontró a ella. Alyssa, además, en el colmo de las bendiciones femeninas, es una lesbiana de vida sexual muy activa y guerrillera, y eso, lejos de poner freno al deseo de Holden, lo acelera de cero a cien en muy pocos segundos, como un burro de carreras espoleado en los ijares. 

            Este es el punto de partida de Persiguiendo a Amy, una de las comedias románticas que Kevin Smith rodó en sus tiempos de juventud, de cuando hacía películas cachondas con los amiguetes y se reía de los puritanos y los católicos, y no como ahora, que rueda películas de madurez y le salen unas cosas entretenidas pero muy raras que luego hay que desentrañar en los foros . Kevin Smith, cuando se ponía el traje de Bob el silencioso y salía con su amigo Jay a vender marihuana por los videoclubs y los centros comerciales, era el tipo que nos regalaba comedias deslenguadas como ésta, deslenguadas por lo verbal, y por lo genital, de diálogos marranos que casi veinte años después todavía nos hacen de reír a los cuarentones. Los que nos descojonamos con las paridas de Pepe Colubi en Ilustres Ignorantes somos el target comercial de estas películas ya casi antiguas, ya casi clásicas, que de vez en cuando apetece rescatar para corroborar, una vez más, que seguimos siendo los mismos chavales de siempre, inmaduros que no hemos salido del caca, culo, pedo y pis. Y lo que nos reímos, eso sí. 




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Juego de Tronos. Temporada 5

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He tardado un mes y medio en ver las cinco temporadas completas de Juego de Tronos. Cuatro en compras legales y carísimas, y la quinta, la última, que todavía no está disponible en los Grandes Almacenes, en una razzia bucanera de mi loca impaciencia. Me cansé, finalmente, de que las amistades se cansaran de mí, por no poder hablar en mi presencia de los muertos y los vivos, de las teorías y los chismes. Mientras yo les acompañaba en la barra del bar o en la mesa de la terraza, ellos, los amigos, mordiéndose la lengua, cagándose en mi body, callaban los altos secretos de George R. R. Martin y los guionistas, y se conjuraban con señas para citarse después, en un local clandestino, donde los cretinos como yo, que iban retrasados con los capítulos y siempre chistaban al oír un amago de spoiler, no pudieran encontrarlos. Ahora, gracias a la delincuencia de los piratas, ya vivo en paz con mis semejantes, y me siento depositario de los arcanos, y opinante con criterio de la situación convulsa en los Siete Reinos.

      Ahora que los políticos patrios andan de vacaciones, y que en las tertulias de la tele sólo se desgañitan los becarios y los meritorios -qué buenas están, por cierto, todas las Lannisters del PP- el tema candente de la actualidad política es sin duda el Trono de Hierro de Madrid, con su inestabilidad dinástica, su dependencia financiera, su concordato firmado con el Gorrión Supremo. Los Siete Reinos están viviendo su propia Transición, y Victoria Pregus, de los Pregus de toda la vida, casa pobretona pero señorial en las cercanías de Altojardín, ya va por el quinto volumen polvoriento escrito a pluma y a tinta Ella es muy de los Borbons, gran familia nobiliaria que aún no han salido en la serie, pero que promete grandes tragedias y grandes risas en la próxima temporada. Tienen como enseña un mentón protuberante, y como lema, "la campechanía en la agonía".


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Jimmy's Hall

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En Irlanda, en los años 30, James Gralton es un comunista peligroso que acaba de regresar de su exilio en Nueva York. Allí ha participado en varias movidas sindicalistas, en varias protestas de trabajadores explotados, pero los años, y el cansancio, y la derrota continua del izquierdismo militante, han ido minando sus energías. Ahora, de vuelta en la verde Erín, sólo quiere dedicarse a su granja, a sus amigos, a disfrutar de las pequeñas cosas. Como Sean Thornton en El hombre tranquilo, ya solo quiere casarse con una pelirroja de fuegos uterinos y vivir feliz en una cabaña algo alejada de la aldea, donde no lleguen los gritos nocturnos de pasión.

            El problema de James Gralton -Jimmy para los amigos- es que su amada es más rubia que otra cosa, y no tiene ni punto de comparación con Maureen O’Hara. Además, porque la espera se le hizo larga y tediosa, ya vive casada con un mostrenco del terruño. Sin casa de putas donde desfogar su libido, porque la aldea vive bajo la puntillosa vigilancia de su señor cura y de su señor fascista –que visitan de incógnito a las prostitutas de Belfast-, Jimmy, cumpliendo la sublimación de los instintos que enseñara Sigmund Freud, volverá a las andadas del comunismo. O sea, lo normal en un revolucionario: por las mañanas, antes de desayunar, recibirá al demonio en sus aposentos; más tarde, con el primer picor de huevos, violará a dos monjas que pasaban por allí; después de comer quemará una iglesia y un convento para no perder la práctica revolucionaria; y al final del día, después de haber cumplido con su agenda laboral, regentará el Jimmy’s Hall que sirve de título a esta película, una especie de Institución Libre de Enseñanza donde las buenas gentes del pueblo, cansadas ya de leer las cartas de San Pablo a los Tesalonicenses, se juntarán a leer poesía, a discutir de filosofía, a practicar la bricomanía y el arte del bordado. Y lo más importante de todo: a bailar el jazz, esa música de “lúbricos cimbreos” que Jimmy, el muy cerdo, el muy rojo, se ha traído de Nueva York importada en una gramola.

          Esto es, grosso modo, sin desvelar spoilers que además son hechos muy reales y muy dolientes, Jimmy’s Hall, la última película de Ken Loach. Su enésima denuncia del poder de los caciques, de la represión de la Iglesia. Sus películas –hay que confesarlo- se han vuelto tediosas y previsibles, pero uno las sigue viendo porque son de sagrado cumplimiento en la agenda de cualquier ateo bolchevique. 


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Red Army

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“¿Qué es eso de la Guerra Fría, pá?”, me preguntó el retoño hace pocas semanas, con dieciséis añazos que a veces parecen dieciséis añitos, porque había escuchado la expresión en uno de los cien raps que escucha a diario, recitados por jovenzuelos que al parecer sí conocen el conflicto de la Antigüedad. Cosa que, por cierto, no deja de extrañarme, en chavales con pinta de repetidores y hasta de tripetidores, pero que tienen, por lo que se ve, unos estudios y una conciencia social que yo no dejo de admirar. Porque cuando ellos nacieron, la URSS ya solo era un logotipo en las camisetas capitalistas, y un recuerdo de los ancianos que vivieron el puto gol de Marcelino.

    Yo viví la Guerra Fría, le respondí al chaval con un aire de militar veterano, como si realmente me hubiera pelado el culo en alguna trinchera o tuviera el cuerpo lleno de cicatrices. Le expliqué, grosso modo, el asunto belicoso, pero cómo resumir, ay, cinco décadas de hostias amagadas en apenas treinta segundos de parloteo, que es el tiempo máximo que un hijo de la LOGSE aguanta una disertación sobre tiempos pasados y nombres desconocidos. Iba a decirle, en el segundo treinta y uno, justo antes de que se pusiera los cascos de nuevo, que  tenía pendiente de ver un documental sobre la selección soviética de hockey sobre hielo, con sus glorias y sus miserias, y que podíamos aprovechar esto para matar dos pájaros de un tiro, o de un golpe de stick. Pero ya era demasiado tarde para mi retoño: él ya estaba en otro rap, cagándose en el gobierno y haciendo poesía del suburbio.

    Mi hijo, por tanto, nunca verá este documental que hoy he visto en la soledad del horno veraniego. Se titula Red Army, y narra la enjundiosa historia de Viacheslav Fetisov, capitán de la selección y héroe de la Unión Soviética que luego se vio condenado al ostracismo, a la vigilancia telefónica. A la amenaza militar de trabajar en Siberia por querer ganar un contrato allá donde los yanquis, en la NHL. Poco importa que Red Army hable de un deporte tan rudo y aburrido como el hockey, porque que no hay cristiano que siga sus evoluciones por la televisión, con ese disco diminuto y esos gestos fulgurantes. Si Red Army hubiese hablado de baloncesto o de halterofilia nos hubiera dado lo mismo, porque lo que nos interesaba, además de recordar  que la Guerra Fría se luchó en mil frentes de combate, era revivir aquellos tiempos de nuestra roja juventud, resignada y frustrada, de cuando queríamos que un avión Mig le volara la cara al guaperas de Maverick, o que un puñetazo de Ivan Drago derribara al tontolculo de Rocky Balboa. Que el Firefox robado por Clint Eastwood se estrellara en los hielos árticos para que los putos yanquis nunca obtuvieran el secreto de tal maravilla.

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Black coal

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Black coal es una película china que ganó muchos premios en los festivales de postín, y por eso le he abierto un hueco en mi agenda estival, que es cuando tengo tiempo para ver estas cosas exóticas que durante el curso, con el fútbol y la NBA, el rugby y los billares, duermen en lo más profundo de los pisapapeles. Black coal tiene asesinatos misteriosos, femme fatale de ojos rasgados, y un detective borrachín  que poco a poco va desfaciendo el entuerto. Un Philip Marlowe salteado con bambú y setas chinas que se llevará varias hostias y varios desengaños en el honroso empeño de cumplir con su obligación.



             Se ve que al director de la película -un tipo de nombre impronunciable e intranscribible- no le gusta demasiado el estado actual de las cosas, y filma su película en entornos que dan un poco de grima, sudorosos del trabajo o decadentes del vicio. Lo que no sabemos es si Diao Yinan –no era tan difícil, después de todo- se pasa de comunista y le parece que el capitalismo está rompiendo el encanto de la China maoísta, o si, por el contrario, es un admirador de Esperanza Aguirre y considera que el Estado es el culpable de la mugre y la dejadez que asola las ciudades industriales. La estética de Black coal guarda un extraño parecido con el Los Ángeles de Blade Runner, donde la gente se arracimaba en calles de tráfico imposible, siempre lluviosas y de aire malsano. 

   El problema de Black coal, para los habitantes poco civilizados del Lejano Occidente, es que los directores chinos, criados en otra cultura narrativa, en otra manera de interpretar el tiempo, tienen un sentido del ritmo muy particular –por no decir cansino, o desesperante- y aceleran la trama justo cuando los caucasianos ya echábamos el primer sueño, y desaceleran justo cuando más pegados teníamos los ojos. Cuando las películas chinas van, uno viene, y viceversa, y al final es como una comedia del cine mudo que termina en persecuciones circulares alrededor del árbol, o de la puerta giratoria del hotel.

     Luego, por supuesto, está el problema de los actores chinos, que no tienen la culpa de parecerse todos como gotas de agua, a no ser que lleven un ojo tuerto, o peinados estrafalarios, o estén gordos como Budas. Al menos, en Black coal, el detective lleva un bigotón a lo mexicano que lo hace identificable para mi escasa y poca paciencia fisonómica. En eso, al menos, Black coal tiene una deferencia con el espectador acostumbrado al mestizaje, al poso fenotípico de las culturas.


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Malditos Bastardos

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Hay que reconocer que el mal nos fascina, y que las malas personas nos resultan más interesantes que las personas decentes. Aunque las maldigamos, y las repudiemos, y tratemos de no coincidir con ellas ni por casualidad.

       En esta contradicción entre la estética y la moral, entre el sentido de la rectitud y la cosa de la curiosidad, los nazis se llevan la palma de nuestra sugestión. No los nazis de ahora, que parecen orcos rapados si te los encuentras en el fútbol, sino los nazis fetén, los del Tercer Reich, esos que conocemos de pe a pa gracias a los documentales del canal Historia y a las películas que nos acompañan desde que nacimos. La estética de los nazis tiene un poder hipnótico sobre el mismo espectador que los odia. Sabemos de su locura, de sus fechorías, de sus crímenes sin parangón, pero mezclada con el asco hay una curiosidad malsana, una atracción culpable por esa estética imperial que al final, tras tanto sueño de grandeza, fue su único legado y el más longevo.

          En Malditos Bastardos, Christoph Waltz crea un personaje inolvidable que mereció los premios más golosos del mundillo. El coronel Hans Landa es un rastreador implacable y un ejecutor eficiente. Un hijo de puta sin entrañas. Un hombre sin moral al que la guerra, por circunstancias de nacimiento, colocó en el lado de Adolf Hitler y su pandilla de trastornados. El no odia a los judíos, pero le pagan muy bien por sacarlos de sus escondites. Hans Landa es un personaje despreciable, execrable, pero el espectador de Malditos Bastardos, engañado por la magia del cine, enredado por las artes comediantes, acaba sintiendo por él algo muy parecido a la… simpatía. Y que los dioses nos perdonen. Landa es un hijoputa ocurrente, chisposo, de inteligencia pronta y acerada. Con este personaje, el dúo Tarantino-Waltz es capaz de sacarnos todas las vergüenzas al aire, y de ponernos en un brete moral de no contar a los amigos. Debemos, como seres humanos, como personas instruidas, odiar a Hans Landa, pero nuestras neuronas, más atávicas que nuestra cultura, quedan embelesadas ante su encanto. Menos mal que sabemos que todo es ilusión, artificio, mangoneo de nuestras emociones, y que cuando termine la película y nos metamos en la cama, volveremos a saber que los nazis no hacían – ni siguen haciendo- ni puta la gracia.




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Kill Bill. Volumen 2

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Me aburre, un poquito, Kill Bill vol. 2. He dicho un poquito, nada más. Que no empiecen a aplaudir los nostálgicos de Qué grande es el cine, ni empiecen a abuchearme los monjes guerreros de Pai Mei. Consagrado a su guion, Tarantino se marca una hora final que es toda ella conversación, soliloquio, confesión resentida de los amantes. Y está muy bien, y no digo que no, pero veníamos de la hostia pura y dura, de la katana presta y afilada, de la marcianada cachonda de las artes marciales y los kung-fús de leyes imposibles. Y de pronto, como niños arrancados de un sueño feliz, nos sientan en un sofá para hablarnos del amor traicionado, de los sueños rotos, de los hijos que pudieron ser y no fueron. Todo muy maduro, muy adulto, de película respetable y casi francesa si no fuera porque nos sabemos el final y la trampa. 

    Sólo nos interesa el rollo que suelta Bill sobre los superhéroes que se levantan por la mañana siendo tipos normales a excepción de Supermán, que ya se levanta siendo Supermán, tiene su punto divertido y tarantiniano. Y hasta filosófico, diría yo. Lo demás lo veo inquieto en el sofá, mirando los minutos de reojo, deseando que acabe la cháchara con los cinco golpes fatídicos en el corazón. Donde los críticos de renombre y los tertulianos de postín se reconciliaban con Tarantino, y decían que por fin había vuelto a la recta senda del cineasta y bla, bla, bla, nosotros, los espectadores plebeyos y muy poco sofisticados, los que íbamos disfrutando como tontos de las violencias en caricatura, de las tontacas de la venganza, nos sentimos muy culpables de bostezar un tantico así, absorbiendo más aire de lo debido. Pero sólo un poquito, repito. 



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