Algo pasa con Mary

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En Algo pasa con Mary, cuatro hombres hechos y derechos pierden la chaveta por culpa de Cameron Díaz -cosa que entendemos perfectamente- y se comportan como imbéciles en celo fingiendo minusvalías, impostando bonhomías, denunciándose las vergüenzas para salir vencedores en la ordalía del amor. La película de los hermanos Farrelly seguramente es una mierda, una caca, pero yo me he partido el culo con ella. Me va la escatología, qué le vamos a hacer: el chiste grueso y guarrindongo. Los Farrelly son muchachotes con canas que nunca salieron del instituto, y siguen cultivando ese humor grasiento que hace furor en las aulas y en los recreos. Y uno, que con los años sólo ha ido acumulando eso, años, se sigue riendo como un adolescente de estas gracias tan simplonas, y cerderiles. Es lamentable, sí, pero esto es lo que hay.

Algo pasa con Mary sólo es una comedia en apariencia. Aunque los pretendientes de Cameron Díaz se pasen toda la película haciendo el ganso, hay algo muy trágico, muy serio, en sus afanes reproductivos que nunca llegan a buen puerto (y el puerto no puede ser más bonito, ni más seductor).  Las payasadas que hacemos a este lado de la pantalla cuando nos cruzamos con una mujer no son muy distintas de las que perpetran estos chiquilicuatres. Y da lo mismo que seamos machos beta con escasas probabilidades de éxito: los engranajes del instinto se ponen en marcha de un modo automático, programados en el software insoslayable del ADN, y al paso de la señorita, casi sin darnos cuenta, ya estamos enredados en el pavoneo verbal, en la exageración de méritos, en la inflación del currículo escuchimizado. Quizá no fingimos ser paralíticos para dar pena, como en la película, o no inventamos un historial de acciones humanitarias en el África negra, pero a nuestro modo provinciano también nos volvemos gilipollas y mentirosos. Se habla mucho de la maldición del trabajo, en la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, pero muy poco del cortejo sexual y sus fatigosas y denigrantes exigencias, que son una maldición bíblica todavía mayor. 





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Un toque de violencia

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En el mismo momento en que Deng Xiaoping afirmó que "da igual que el gato sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones", el Partido Comunista Chino dimitió de sus funciones y dejó que el capitalismo inversor campara a sus anchas. Deng sostenía que el objetivo fundamental era generar riqueza, a destajo, a cualquier precio social, y que después ya habría tiempo para repartir las montañas de oro. Que el Estado a fin de cuentas era comunista y estaba a favor de la clase obrera y campesina. Pero han pasado varias décadas desde que los gatos negros se lanzaron a "emprender" sus negocios, enriqueciéndose a costa de pagar salarios de miseria, sin que las estatuas de Mao Tse-Tung se hayan hecho carne indignada y justiciera. Y es que Deng no sabía, o no quiso saber, que a los emprendedores les dejas corretear por ahí sin correa, meando sin control en las esquinas y en las farolas, y en un par de años, con los fajos de billetes bien contados y preparados, corrompen cualquier sistema funcionarial que pretenda supervisarlos. Ellos son así, espíritus libres e indómitos, que no saben de injerencias ni de cortapisas.

            Un toque de violencia viene a denunciar el estado actual de este capitalismo chino donde los superricos se compran jets privados y los superpobres viven atados, literalmente, a sus sillas de coser o de atornillar. La película cuatro historias independientes de cuatro trabajadores explotados, ninguneados, reducidos a meros animales de corral, que producen beneficios a cambio del cobijo y del pienso compuesto. Cuatro miembros del lumpen-proletariado que en Un toque de violencia, como su mismo nombre indica, no van a salir a la calle con la pancarta y el altavoz en plan 15-M y canción protesta, sino que van a tomarse la justicia por su mano, porque esto es una película china y casi siempre acabamos enfangados en sanguinolencias.






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Richard Pryor: Omit the logic

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Llevado por los consejos de Ignatius Farray, que es un cómico muy respetado en este blog, descargo y veo ilegalmente el documental Richard Pryor: Omit the logic, que es un biopic sobre la figura desbordante, excesiva, contradictoria, del cómico norteamericano ya fallecido. Farray asegura que Richard Pryor es el comediante más grande que parió el género del stand-up, y eso que ahí se batieron el cobre tipos como Jerry Seinfeld, Louis C. K. o Woody Allen. Este humilde cinéfilo sólo conocía a Richard Pryor por sus malas películas, por sus gesticulaciones de actor clown que tal vez tronchaban a los americanos de Kansas City, pero que aquí, en los cines ibéricos, nos dejaban a los espectadores petrificados, buscando la gracia que tal vez revoloteaba por los techos, o se nos escurría entre las piernas. Uno -y que los dioses de la comedia me perdonen- sólo recordaba a Richard Pryor haciendo el ganso en Supermán III, o en No me chilles que no te veo, infraproductos que ahora mismo no resistirían ni la mera curiosidad. El consejo de Farray parecía exagerado y algo mitómano.



            Y vaya, si lo era. Si en las películas Richard Pryor no tenía ninguna gracia, el buen hombre, que se nos fue enfermo de casi todo y adicto a casi todo, en el stand-up comedy, la verdad, también le ha dado plantón a mi sonrisa. El documental va desgranando sus actuaciones antológicas, sus chistes celebérrimos que los americanos celebran a carcajadas como aquí todavía nos descojonamos con Chiquito de la Calzada. Un lago negro un lago blanco y pecador de la pradera, cosas así. El mérito de Richard Pryor residía en decir cosas que por los años 70 estaban censuradas y prohibidas. Criado en un burdel de los barrios bajos, Pryor era un tipo desinhibido y procaz que decía motherfucker, y kiss my ass, y nigger. Sobre todo eso, nigger, como en una precuela de las películas de Tarantino, y esos excesos encendían a su público y escandalizaban a los beatos, que colapsaban las centralitas para que alguien hiciera callar a ese negro obsceno y malhablado. 

    En la década de los 70 uno también se hubiera partido el culo con estos números, pero ahora, cuarenta años después, estas cosas suenan a caca-culo-pedo-pis. A Ignatius también le va el rollo escatológico en sus actuaciones, pero en el trasfondo de sus historias vive un tipo sencillo, buenote, que cuenta anécdotas bizarras con un punto de verdad y mala leche. Yo me río más con él que con Richard Pryor, desde luego. No le compro el consejo, a Ignatius, pero le sigo comprando a él. 




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Borgen. Temporada 3

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En España tenemos el sol, la playa, la cervecita fresca en la terraza. Mientras ningún gobierno cancele estos privilegios, va a dar igual que nos roben otras cosas, los dineros, o la dignidad, o la salud. La gente de este país, cansada, atracada, humillada, ha pasado el invierno conjurándose para dar un vuelco electoral en las próximas citas. Ha sido un invierno pre-revolucionario como aquellos de Odessa y del acorazado Potemkim, o casi. Pero ha llegado la primavera, ha salido el sol, la gente ha sacado las monedas que juraba no tener en diciembre, y las terrazas están llenas de clientes que ya no quieren hablar de política, que se encogen de hombros cuando los aguafiestas recuerdan que este país necesita una reforma de arriba abajo.

    “Como en España, en ningún sitio”, te dicen los mismos que hace dos meses renegaban del país, de la bandera, del carácter incorregible de nuestra raza, y que soñaban con los países limpios del bienestar donde los políticos dimiten y muchas veces dicen la verdad. El buen tiempo es el aliado natural de nuestros corruptos gobernantes, el opio verdadero del pueblo, y no la religión que dijera Marx, porque la religión, hasta los más creyentes se la toman ya un poco a cachondeo. Qué es, si no, la Semana Santa, este carnaval de gente disfrazada por el mismo modisto que sólo va cambiando los colores.



    En Dinamarca, en cambio, tienen el frío, las playas impracticables, la cerveza a unos precios desorbitados. Como el clima es arisco y la depresión amenaza con mandarlo todo al garete, los daneses se afanan en construir una sociedad que funcione y les dibuje una sonrisa de orgullo, e incluso de honda satisfacción. En esta serie modélica que es Borgen, hay mucho hijo de puta y mucho político indeseable pululando por los despachos, porque los daneses, hasta que no se demuestre lo contrario, pertenecen a la misma especie que nosotros los mediterráneos. Pero allí el sistema funciona, y los mecanismos punitivos están bien engrasados. Más allá de las ventanas donde transcurren los trapicheos, en Borgen se adivina una sociedad modélica que uno quisiera copiar en este país, con sus impuestos rigurosos, sus servicios públicos, su conciencia ecológica, su dominio del inglés, su comportamiento cívico... Sus mujeres de belleza infartante, también, que no son obra y gracia del Estado del Bienestar, por supuesto, pero que allí, por alguna razón insondable, sonríen más luminosas y felices. 
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Alma salvaje

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Max, mi homínido interior, al que algunos lectores veteranos recordarán de otros escarceos sexuales y peliculeros, tarda mucho en reaccionar cuando la actriz que uno recordaba bellísima aparece en pantalla afeada, desastrada, maquillada de mujer mortal por exigencias del guion.
En Alma salvaje, que es una road movie con pocas carreteras y muchos senderos, Reese Witherspoon recorre los dos mil kilómetros que separan México de Canadá atravesando desiertos resecos, pasos de montaña, pueblos de paletos muy parecidos a Cletus el de Los Simpson. Max empieza muy excitado la función, porque Reese, en los compases iniciales, es nuestra querida Reese de toda la vida, tan rubia, tan pequeñita, tan morbosamente deseable. Sin embargo, nuestra heroína tarda pocos fotogramas en llenarse de barro, de polvo, de cicatrices que arañan su cara de sempiterna adolescente. Además, para interpretar a su personaje -que es una pelandusca y una drogadicta en busca de redención por el camino de Santiago- Reese frunce mucho el ceño, y se pone adusta, y pensativa, y hasta un poco fea, y Max se rasca la cabeza desorientado.

    Alma salvaje es muy entretenida cuando Reese avanza decidida por los paisajes de Norteamérica, que son bellísimos y realmente salvajes, casi como si el hombre blanco, o la mujer blanquísima, los estuviera pisando por primera vez. Pero el director de la función es un pesado de mucho cuidado, y convierte en truño cualquier oro que le confían. Él prefiere atormentarnos con flashbacks que nos arrancan del paisaje para depositarnos en las habitaciones de hotel donde Reese se pincha la heroína, o se deja follar por tipejos desdentados. Uno quiere volver rápidamente a las montañas, a los secarrales, a los bosques de coníferas que te dan la bienvenida cuando atraviesas la frontera de Oregón. Pero Jean-Marc, que busca su propio destino, y Nick Hornby, que lo sacas del fútbol y se nos pierde en florituras, han decidido que no, que lo importante es lo que Reese recuerda, y no lo que Reese contempla. Un viaje psicológico y trascendente para el que no se necesitaban tantas alforjas.




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Paco de Lucía: La búsqueda

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Paco de Lucía: La búsqueda es el documental inacabado sobre la vida del guitarrista algecireño. Y digo inacabado porque Paco se nos murió sin rematar los recuerdos, ni los aprendizajes, que aquí nos contaba desde su casa de Mallorca, y desde los hoteles europeos que fueron el reposo de su última gira.

    Paco de Lucía habla de sí mismo con melancolía, con distancia. Dice que le gusta sentirse querido, adulado incluso, como a cualquier hijo de vecino, pero que su satisfacción profesional nunca dependió del juicio ajeno. Paco fue un perfeccionista, un maniático de la exactitud, y eso, según confiesa, le fue amargando la vida poco a poco:
            “Qué más quisiera yo que tener la mitad, ¡un cuarto!, de esa felicidad y ganas de vivir e ilusión que yo tenía cuando era un niño. A partir de que la vida me ha ido bien, del reconocimiento, de que soy famoso en el mundo, que gano dinero, que todo el mundo me llama maestro, soy un amargado. Un amargado porque ya me ha puesto en un nivel en el que, si estoy por debajo, me critican. Entonces, con el carácter mío, del carácter que imprimió mi padre en mí, de eso de la perfección y de estar siempre al nivel que la gente espera de ti, eso no es agradable. Eso es un suplicio”.

            Es una confesión sorprendente, valiente, expresada con un deje de tristeza y hastío que desarma a cualquier espectador. Paco de Lucía tiene un ego chiquitín, huidizo, difícil de alimentar. Mientras otros se refugian en el aplauso de la crítica o del público, él se derrumbaba en los camerinos, o en los sofás de su casa, decepcionado consigo mismo, incorrecto en aquella nota, desacompasado en aquel acompañamiento, torpe en algún rasgueo que sólo los muy entendidos iban a detectar.

            “Cuando descubro algo, cuando compongo algo que me gusta, lo grabo, y me paso por lo menos un ratito en el que soy feliz. La palabra feliz está ahí. Al día siguiente, me levanto y digo, ay, vamos a escuchar lo de ayer. Lo escucho y digo: esto no vale nada. ¿Cómo ayer me gustaba esto, que hasta bailé y todo y me vio la muchacha, y de pronto hoy me parezca una mierda? A ver. Qué pasa aquí. A quién haces caso. ¿Quién tiene razón, el de ayer, o el de hoy? Ahí te pierdes”.




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Loreak

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Ane, que es una mujer vasca en miniatura, con una belleza extraña y algo marchita, recibe todos los jueves un ramo de flores. Loreak, en euskera, significa flores. Ane es una mujer casada, y su marido, que está pasando la crisis de los cuarenta y sólo sueña con jovencitas tumbadas sobre su cama, niega cualquier responsabilidad en el asunto. Los ramos vienen sin mensaje ni remitente, y las empleadas de la floristería, sometidas al interrogatorio, hablan de un hombre normal, sin facciones definidas, que un día pasó por allí e hizo el encargo del envío regular.

            Así expuesta, Loreak parece la historia de un cortejo amoroso, con sus flores anónimas, su miradas escurridizas, sus encuentros casuales en la cafetería o en el trabajo. Y uno, aunque Ane no le ponga la libido en guardia, saca el cuaderno de apuntes para tomar nota de las estrategias de su admirador. Porque nunca se sabe, en este loco mundo del deseo, cuándo van a necesitarse estos saberes prácticos de la seducción. ¿Y si un día apareciera en mi vida una mujer igualita en cuerpo y alma a Natalie Portman, tan idéntica a ella que podría ser Natalie misma, refugiada en el anonimato ibérico, cansada ya de la fama, de los focos, de los hombres apuestos que nunca le hicieron reír? Dado mi nivel de inglés lamentable, yo tendría que decírselo con flores, mi amor eterno y rendido, y en Loreak, al principio, uno sueña con aprender estos recursos tan coloridos y aromáticos.

            Pero no van por ahí los tiros, ni las flores. En un giro imprevisto de la trama, un personaje principalísimo de la película muere en accidente de tráfico, y lo que antes eran loreak de amor ahora son loreak de homenaje a los muertos. Loreak es muy bonita, muy delicada, y muy cursi también, como las propias flores del campo. Y además no tiene razón. A los muertos les importa un carajo que pensemos en ellos, o que los recordemos con flores. Están muertos. 





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Mis dobles, mi mujer y yo

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Para mi extrañeza de cinéfilo poco convencional, cuando se habla del añorado Harold nadie se acuerda de Mis dobles, mi mujer y yo, que en inglés llevaba el más corto y bonito título de Multiplicity. Debemos de ser muy pocos los que adoramos esta comedia absurda de planteamiento singular. En ella, Michael Keaton, superado por el ritmo frenético de sus jornadas, se fabrica tres clones de sí mismo para atender sus obligaciones cotidianas: el trabajo de contratista, el cuidado de los retoños y las atenciones románticas a su exigente esposa. Mientras sus clones van a la oficina, cocinan el pavo o discuten con la parienta, él se toma unas vacaciones de su propia vida jugando al golf o navegando por la costa del Pacífico. Su dejación de funciones tendrá, obviamente, consecuencias catastróficas, porque sus clones, por muy clones que sean, tienen carácter propio, y deseos personales, y no siempre se coordinan muy bien a la hora de sustituirse.


    Multiplicity es una comedia de estilo clásico, con patochadas de slapstick, confusión de identidades y puertas que se abren y se cierran al modo de Lubitsch. No es una película perfecta, porque a veces cae en el humor simplón, y su mensaje matrimonial rezuma catecismo por los cuatro versículos. Pero Michael Keaton está perfecto en sus cuatro papeles, Andie MacDowell rebosa belleza en la flor de su edad, y la idea de clonarse es tan atractiva que uno se pasa toda la pelicula dándole vueltas. Por supuesto que estaría bien disponer de varios yos que aligeraran la fatigosa tarea de vivir. De las versiones más simples de la felicidad no nos separa ni el amor ni el dinero. A los pobres de espíritu, y a los pobres de bolsillo, nos bastaría con disponer de dos horas más al día, limpias de polvo y paja como deseaba Bukowski en sus diarios. Sólo con que un clon bajara al supermercado, me hiciera las comidas, fregara los platos y aguantara a los pelmazos, ya tendría yo dos horas extra para ver otra película, o apuntarme al gimansio de la esquina. Podría, incluso, poner un clon a escribir este diario, y pasarle mis impresiones a través de un bluetooth, o de una conexión interneuronal, y ya sólo dedicarme al placer del visionado, sin pensamientos ni escrituras, sólo el nirvana del abandono completo, de la dimisión absoluta. 





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