Fish Tank


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Fish Tank es el retrato de una adolescente del arrabal londinense, allá donde el Támesis busca su desembocadura en el mar. Mia es una choni de la Gran Bretaña que vive en pisos de protección oficial y sueña con ser bailarina de rap. Viste sudaderas con capucha, joyerío excesivo, maquillajes desordenados de la señorita Pepis... Hija de madre soltera y alumna ausente del instituto, Mia vive pendiente de su ingreso en un reformatorio, aunque en el subtítulo de la película, quizá por desconocimiento, quizá porque en Latinoamérica los llaman así, dicen colegio de Educación Especial, que es una cosa muy distinta. Si lo sabré yo... 
    Mia, aunque sea una chica problemática, y proclive a los excesos, y maneje un lenguaje verbal de veinte tacos por minuto, no tiene ni un pelo de tonta. En el ecosistema que la ha tocado vivir, ella se desenvuelve con el instinto de un animal muy perspicaz. Una superviviente nata, que no se doblegará por muchas hostias que le depare el destino: las psicológicas, y las físicas también.

            Resumida así, Fish Tank parecería una película de Ken Loach, con su adolescente envuelta en la problemática social de los barrios empobrecidos. Pero esta mujer que escribe y dirige el cotarro, Andrea Arnold, prefiere dejar la denuncia social como telón de fondo, y seguir cámara en mano las tribulaciones amorosas de esta vivaracha deslenguada. Una opción muy respetable que además produce una película extraña y obsesiva. Pero uno, qué quieren qué les diga, piensa igual que los viejos revolucionarios de Rusia: que el cine es un poderoso instrumento de propaganda, y en esta batalla que los parias vamos perdiendo por goleada, películas como Fish Tank son oportunidades desaprovechadas. 
        Esto que yo denuncio en Fish Tank a otros críticos les parece cojonudo, y aprovechan su columna de derechas para lanzarle una puya a la mosca cojonera. Dice el crítico de cine de La Razón
    - “Fish Tank es como una película de Loach, pero bien hecha”. 
    Mentira: es tan buena como una película de Ken Loach, pero sin su carga explosiva. Y eso es, realmente, lo que él celebra.



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La teoría del todo

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Las películas y la vida real se diferencian en dos cosas fundamentales. La primera es que a este lado de la pantalla no hay banda sonora que acompañe nuestras vivencias. Puede suceder, además, que la música no guarde ninguna relación con el acontecimiento vivido, y que el mundo se nos caiga encima mientras suena el reguetón, o ser elegidos por la mujer más hermosa mientras suena un cuarteto tristísimo de Beethoven. Digo esto porque en La teoría del todo, que es un biopic muy estimable y recomendable, la banda sonora comete el pecado gravísimo de hacerse notar, de ser detectada por nuestros oídos en los nudos trascendentales, y eso, por lo menos a quien esto escribe, le saca de la escena, de la magia del cine, y arruina esos momentos en los que Eddie Redmayne y Felicity Jones se curran sus papeles entregados a la causa.

         Y a por Felicity venía yo, precisamente… Porque la otra diferencia que nos separa de las películas es que en la ficción existe una densidad altísima de mujeres hermosas, un imposible estadístico y demográfico, y muchas veces, en el papel que debería corresponder a una actriz de hermosura limitada, se cuela un bellezón resplandeciente que no concuerda con el desempeño. Uno ve las fotos de juventud de Jane Hawking, la primera mujer del científico, y descubre en ellas a una chica maja, de rasgos poco llamativos pero serenos. Una británica de andar por casa, de las que encontraríamos a miles en el metro de Londres. Sin embargo, en La teoría del todo, ella es una mujer tan hermosa que a mí quita el habla y el sueño. 
    En la vida real esas cosas no pasan: las chicas como Felicity Jones no se enamoran de pardillos así, no al menos a primera vista, no en una selección visual apresurada. La biología del emparejamiento, como la física astronómica que reveló el propio Hawking, obedece a leyes inflexibles de la naturaleza. La elección de Felicity Jones me llena de gozo sexual, y reaviva el loco amor que siento por ella, pero en la película no termino de creérmela. Lo suyo es un papelón, un recital, un trabajo deslumbrante, pero por debajo de sus sonrisas, de sus llantos, de sus miradas de gozo o de reproche, yo siempre veo a una mujer que no debería estar ahí. 


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El arca rusa

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En The Story of Film, de Mark Cousins, que es un documental del que hablé muchísimo aunque casi siempre para mal, se mencionaba El arca rusa como una obra maestra de los tiempos modernos. Una virguería estilística del director Alexander Sokurov que en un plano-secuencia de hora y media recorría siglos de historia paseándose por las salas del Hermitage, museo del que ahora mismo no sabría citar ni un solo cuadro, ni una sola escultura, tan afamado e imprescindible como aparece en las guías turísticas, y en las siestas de La 2. De San Petersburgo sé que allí al ladito, en el mismo complejo arquitectónico a orillas del Neva, empezó el sueño proletario que luego terminó en psicopatía bigotuda, y en hecatombe de los ideales.
            El arca rusa se la robé a un galeón español que hacía las Américas el mes pasado, pero lo hice más por curiosidad que por convencimiento, aprovechando una incursión que buscaba joyas menos sofisticadas. El noventa por ciento de lo que recomendaba Cousins  eran películas insufribles, plúmbeas, que él usaba para hacerse pajas porque contenían un avance técnico o un recurso expresivo nunca visto. A Cousins le iban más las formas que los fondos, más los continentes que los contenidos. Justo lo contrario que en este blog... Es por eso que hoy, aprovechando la derrota del Madrid, y la cara de tonto que se me ha quedado, he decido suicidar el sábado de una vez por todas y sustituir el Trankimazin por El arca rusa, que sí, consta de un único y meritorio plano-secuencia; y sí, es un experimento fílmico pocas veces visto; y sí, tiene tropecientos actores danzando por las salas del museo en precisa coreografía; y no, no enseña nada sobre el devenir histórico del pueblo ruso; y menos, mucho menos, mantiene engatusada la atención del cinéfilo provinciano. Menudo rollesky, Mr. Cousins.



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Red State

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Desde que aquellos yihadistas entraron a sangre y fuego en las oficinas de Charlie Hebdo, aquí, en España, por las mañanas, en las radios de derechas, los tertulianos hablan de la superioridad moral de la civilización cristiana en contraste con esa otra de los musulmanes que vive anclada en su particular Edad Media, y que produce terroristas casi como una consecuencia lógica de sus doctrinas. Es, por supuesto, un razonamiento interesado, vomitivo, de un elitismo moral que me recuerda al cura que nos daba religión en el Bachillerato, el padre Ángel, cuando nos aseguraba que todos los no-católicos del mundo irían derechitos al infierno por conocer la palabra de Dios y no haberla incorporado a sus creencias.

      La película Red State nos viene al pelo para recordar que ninguna religión está libre de sus fanáticos violentos. Que en todos los credos cuecen habas, y que siempre hay un trastornado que no tiene reparos en morir empuñando un arma, pues en el Cielo le aguardan mujeres desnudas, o asientos VIP situados a la derecha de Dios Padre. Según lo estipulado en el contrato. Estos cristianos fundamentalistas que retrata Kevin Smith en la película son tipos que hemos visto muchas veces en los telediarios, en los documentales, sectas dirigidas por un mesías que se atrincheran en una granja y terminan liándola parda con sus armas semiautomáticas. Uno pensaba que esta iglesia ficticia de Red State era una cosa muy exagerada, un poco traída por los pelos, pero resulta, para mi asombro de navegante, que esta gente existe de verdad, y que el mismo Jordi Évole, en un programa de Salvados, entrevistó a la familia de este predicador de carne y hueso llamado Fred Phelps. Se autotitulan la Iglesia Bautista de Westboro, y practican su apostolado veterotestamentario  allá en las llanuras agrícolas de Kansas. God hates fags -Dios odia a los maricones- es el slogan que lucen en sus pancartas cuando se presentan en los funerales para insultar al homosexual fallecido, y recordarle que el infierno es su destino ineludible.
Hosti, nen.





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Canciones del segundo piso

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Citan, en la revista de cine, una película sueca del año 2000 que al parecer es una obra maestra olvidada. Se titula Canciones del segundo piso y fue recibida con grandes aplausos y muchos premios en los festivales. A uno, la verdad, le huele mal el asunto desde el principio, pero las películas desconocidas, cuando te las presentan así, con tanto adjetivo, y en revistas de postín, son una tentación imposible de resistir.
         ¿Y si Canciones del segundo piso fuera ciertamente una gran película que yo, en mi ignorancia, en mi desidia exploradora, he pasado por alto durante años? ¿Y si ahí, en su imágenes, en su guion, en su moraleja filosófica, encontrara yo una revelación que me iluminara las entendederas...? Así que aprovecho la ola de buen humor que me inunda tras la victoria del Real Madrid y doy comienzo a la función. Todavía no he aposentado bien el culo cuando sé, a ciencia cierta, aunque le conceda treinta minutos más de gracia, que Canciones del segundo piso va a ser un error mayúsculo, un esfuerzo intelectual de mucho sudor y mucho fastidio. Porque antes incluso de que surjan las primeras imágenes, aparece, sobre fondo negro, rotulado en blanco, el título original en sueco vernáculo, SANGER FRAN ANDRA VANINGEN, y es justo así como empezaban muchos tostones de Ingmar Bergman que prefiero no recordar, y me entra como un escalofrío, como un mal presagio, y en la primera escena de la película, que ya es una cosa rara que no termino de entender muy bien, se me cae la voluntad de persistir por los suelos. 
    Pasan los minutos y Canciones del segundo piso se vuelve cada vez más surrealista, más incomprensible, con simbolismos que sólo los espectadores suecos, o los familiares del director, sabrán descifrar y explicarnos a los legos. Hay compatriotas míos que aseguran haber entendido Canciones del segundo piso de cabo a rabo. Que se trata, aunque no lo parezca, de una radiografía social de la Suecia que entra con temor en el nuevo milenio y bla, bla, bla... Pero yo, que soy tan cortico sólo veo a tipos diciendo tonterías, a multitudes haciendo el indio, a hombres extraños -gordos, calcinados, tarados, maquillados como furcias- que vagan como anormales por las calles de una Suecia apocalíptica. Si usted buscaba una explicación coherente de Canciones del segundo piso, con toda su complejidad de cosa nórdica e ignota, éste no es su blog. Mil perdones. 
    Le anuncio, además, que en treinta minutos de película no vislumbré a ninguna actriz sueca de rompe y rasga. Lo que ya es el colmo de la rareza, y de la mala intención.



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Nightcrawler

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Dice Fernando Savater en su Diccionario Filosófico:
            "La gente que se queda en su casa entretenida en sus cosas rara vez hace daño a nadie: lo trágico de la vida es que en casa la mayoría de la gente se aburre".
            Esto lo había leído yo en algún pensador de los tiempos pasados, tal vez Voltaire, o Heine, pero no he encontrado la cita por ningún sitio, y no he tenido más remedio que poner este pensamiento de Savater, que es un tipo que me cae como una patada en el culo, pero que me viene de perillas para poner la introducción en esta entrada.


           
           En Nightcrawler, Louis Bloom, que es un tipo savateriano incapaz de quedarse en casa, recorre la noche de Los Ángeles armado con una cámara de vídeo y con una radio que sintoniza la frecuencia policial, filmando accidentes y crímenes sanguinolentos que luego venderá a los noticieros. Otros ilustres de la noche y de las películas, que también se aburrían de la vida y se desesperaban por la falta de sueño, fundaron clubs de la lucha, como Tyler Durden, o hicieron justicia, aunque muy particular, en el lumpen de los barrios, como Travis Bickle. Pero Bloom, al que da vida un inquietante Jake Gyllenhaal que jamás parpadea y jamás sonríe con sinceridad, decide hacerse un nombre en el negocio de la telebasura. 

    En la ficción de Nightcrawler, es el canal 6 quien más dinero ofrece por las imágenes de heridos desangrándose y muertos sorprendidos en descoyuntadas posturas, pero hay muchas emisoras que pujan por las durísimas filmaciones. La hora del desayuno es una refriega periodística en la que se sirven fiambres muy poco hechos y casquería cocinada al calor del asfalto. Mientras los niños desayunan su bol de cereales y su mazorca a la parrilla, en la tele se inducen otras conductas carnívoras del primate.

            Aquí, de momento, en la Piel de Toro, no hemos llegado a tanto, pero vamos camino de conseguirlo. Existen dos telediarios nocturnos -por así llamarlos- que dedican cinco minutos a las informaciones económicas y políticas, y que luego, antes de la hora eterna de los deportes, lo llenan todo de accidentes y explosiones, de robos y palizas, de asesinatos y suicidios. Son minutos y minutos que la publicidad nunca corta, porque es ahí donde está el meollo de la audiencia, tan parecida en voracidad a la que se vende en Nightcrawler. En España sólo vemos salpicaduras de sangre, restos humeantes, hierros retorcidos, lejanas víctimas embutidas en sacos negros. Pero queda poco para que llegue el primer "nightcrawler" de las calles madrileñas, o barcelonesas, y el productor televisivo que compre su material explícito para inaugurar un nuevo tiempo, aberrante y grotesco, en los informativos. Al tiempo.


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El pasado

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Asghar Farhadi es un director iraní que en estos escritos ha gozado siempre de grandes simpatías, y que me obliga a escribir  panegíricos que son lo peor de mi repertorio -que ya es decir- pues me siento más cómodo atacando a los directores que me aburren o que me irritan. Lejos de las películas insufribles que perpetran sus compatriotas Kiarostami o Panahi, Farhadi es un tipo que rueda cosas inteligibles, inteligentes, con personajes atribulados que uno sigue con interés, y no gentes cansinas a las que uno desea el accidente mortal que los borre de la pantalla.

                Nader y Simin, una separación, se quedó durante días rondando en mi cabeza, repasando los argumentos, los nudos dramáticos, quitando y dando razones a los personajes. Una maravilla que vino del Golfo Pérsico cuando ya pensaba que allí sólo había niñas perdidas y cabras triscando en el monte. Venía, pues, con muchas ganas de ver El pasado, a la que tenía reservada un horario especial en mi programación semanal, para cuando no hubiera fútbol, ni socializaciones, y el mal tiempo golpeara en la ventana para zanjar cualquier tentativa de huida. Farhadi, al que los ayatolás andan tocando un poco las narices, esta vez ha rodado en Francia, pues allí le han sufragado los gastos, y le han puesto de protagonista a esta mujer bellísima llamada Bérénice Bejo, a la que por más que miro, y remiro ,no soy capaz de encontrar una imperfección en su rostro, o en su sonrisa. Bérénice parece salida de un cómic de Mortadelo y Filemón, pues en el universo de Ibáñez todos los personajes llevan su descripción colocada en el apellido, de tal modo que los ricos se apellidan Millonetis, y los zánganos Holgazánez, y las mujeres preciosas Bejo, que se pronuncia "bello", y es como si a Bérénice, al nacer, la hubiesen bendecido para siempre.

            Pero la sola presencia de Bérénice no puede impedir que yo, esta vez, reniegue de los entretenimientos que ofrece  Farhadi. A mitad de película empiezo a dar cabezaditas, a mirar de reojo el teléfono, a pensar en lo que tendré que escribir al terminar la película, mientras en la pantalla, en ese París brumoso y tristón del arrabal, se suceden los lloros, los lloriqueos, los adultos que se gritan, los restos naufragados de tres hombres que amaron a Bérénice y chocaron contra su cuerpo menudo y su rostro inmaculado, que son como la atracción fatal de unos acantilados rocosos. No le ha sentado bien el exilio, a nuestro querido director. Lo que en otras películas era fluido e inquietante, aquí se ha vuelto culebronesco y casi teatral. No queremos que regrese a su patria si allí lo siguen vigilando y amonestando; pero sí queremos que haga películas como las que hacía allí, que le salieron más occidentales que esta misma que rodó en Occidente.




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La entrega

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No hay mucho que rascar en La entrega, película de hampones que van robándose los dineros en los bajos fondos de Brooklyn.  Ni siquiera los pómulos de Noomi Rapace -que en otras películas me inspiran versos escritos en  sueco moreno- me han dejado hoy la visita de las musas. Aunque la verdad sea dicha, los jueves esas tunantas casi nunca aparecen por este escritorio, ahuyentadas por el cansancio que flota sobre mi cabeza como una boina de contaminación madrileña.


       Al otro lado del puente que retratara Woody Allen en sus nostalgias, existe un submundo de extorsionadores que guardan sus ganancias en bares nocturnos de confianza. Grandes fajos de billetes -como sólo los americanos son capaces de reunir- que son la tentación de los atracadores de poca monta, y de los ladronzuelos necesitados de efectivo. De incautos que prueban suerte y después de gastarse lo robado son convertidos en picadillo por los dueños reales de la pasta. Uno de los que sueña con dar el gran golpe es el primo Marv, que al borde de la jubilación delictiva sueña con viajar a Europa y tumbarse a la bartola en las playas de Marbella o de Croacia. El primo Marv es nuestro añorado James Gandolfini,  y a mí se me parte el alma cada vez que entra en pantalla, comiéndose las escenas con su corpachón, con su voz cazallera, con esa mirada de cervatillo asesino que es un imposible biológico, una quimera de la naturaleza, y que él sin embargo clavaba como nadie. Fue así como Gandolfini convirtió a Tony Soprano en un tipo entrañable, en un asesino al que de un modo inexplicable, como si fuéramos cómplices de sus crímenes, o espectadores ya desalmados de la televisión, seguíamos queriendo después de partirle la cabeza a un soplón, o de apuñalar a un rival comercial en un callejón oscuro. Ningún espectador de Los Soprano quedó libre de esta molestia moral, de este prurito de vergüenza. 

    Nuestro deber moral era sentir repugnancia por Tony Soprano, cachalote violento que podía joderle la vida a cualquiera que pasara por allí. Y sin embargo el tipo nos caía bien, y le poníamos en los fondos de escritorio, y nos poníamos camisetas negras del Bada Bing!, y  comprábamos tazas de desayuno con su estampa gordinflona y desafiante, para conmemorarlo en cada café y en cada croissant como si participáramos en una Eucaristía de la religión criminal.




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La isla mínima

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Estos escritos -además de mal escritos- jamás tendrán muchos seguidores porque siempre llegan con retraso a la película, cuando las polémicas ya son rescoldos en la chimenea. Hace mucho tiempo que uno dejó de ir al cine porque aquí, en provincias, en los sistemas exteriores de la galaxia, no existen los refugios de educación que sí hay en Madrid o en Barcelona, donde los buenos aficionados se repantigan en su butaca y disfrutan de la película sin preocuparse de los moscardones. En estas periferias todavía sin romanizar, los cines son como la plaza del pueblo, como la cafetería de la esquina. Como el piso de estudiantes en plena fiesta de viernes por la noche. 
    Los neuróticos no tenemos reposo posible en esas situaciones, y todo nos molesta, y nos distrae, y las películas pasan ante nuestros ojos como telón de fondo de nuestra frustración. Es por eso que uno espera impaciente los estrenos en DVD para ponerse al día, a ver si las almas generosas los ripean, y los ofrecen en la red a los sedientos y a los hambrientos.


De La isla mínima, que es la última gran película del cine español, ya se ha escrito de todo, y con mucha enjundia. Sesudos analistas y agudos lectores han diseccionado en ella la España Profunda, el tardofranquismo resistente, el retraso secular del campo andaluz. El tránsito doloroso y poco limpio de la dictadura policial a la democracia de las leyes. A casi nadie se le ha escapado que La isla mínima bien podría ser el True Detective andaluz, con esos paisajes de las Marismas que a ojos de profano medioambiental tanto se parecen a los meandros del Mississippi. Con esa pareja de detectives atrapados en un paisaje irreal, como de ensueño, o de mentira, en el que las vistas son diáfanas pero nada se adivina ni se concreta. Donde los fantasmas personales se aparecen aprovechando la monotonía del paisaje. Sería muy estúpido por mi parte -y muy aburrido para el lector- volver a repetir argumentos tan conocidos.



Lo que a mí me deja La isla mínima es un desasosiego geográfico, un prurito de vergüenza propia. Hace unos minutos que he subsanado mis ignorancias en el Google Maps, pero en el momento de la película, mientras los detectives recorrían los canales, yo, en el sofá, me revolvía intranquilo porque era incapaz de localizar en el mapa mental las Marismas del Guadalquivir. Uno sabía que estaban ahí abajo, a la izquierda, después de Sevilla, siguiendo el curso del gran río, pero luego he descubierto que colindan con el Parque Nacional de Doñana, que uno hacía mucho más al Oeste, casi en la raya de Portugal... Y me duelen, me duelen muchísimo estas cosas, porque uno, con dos cervezas de más, o con dos siestas de menos, se pone a presumir de culto ante ciertas amistades, y sin embargo, en estas cuestiones de la geografía sureña, ando tan perdido que me salen los sonrojos. 
Ahora, gracias a la película, por lo menos ya sé dónde queda la Isla Mínima, que para más cojones no era una isla, sino un cortijo.




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El amor es extraño

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En El amor es extraño, una pareja de homosexuales que comparten cama desde hace años contrae matrimonio en Nueva York aprovechando la nueva y tolerante legislación. Ben y George son dos señores que desean vivir su vieja relación como los dioses mandan, con todos los pros y contras que la ley reserva para el amor.

    El día de la boda, rodeados de amigos y familiares, todo es felicidad en el coqueto apartamento que  los cobija. No es que ahora, bajo el manto de la ley, se quieran más o se quieran mejor. Pero de algún modo se sienten normalizados y aceptados, vencedores de un largo litigio que durante décadas defendió la dignidad de sus sentimientos, como si un asunto de culos o de coños pudiera dividir a las personas en dos clases sociales separadas.


       Pero hemos topado con la Iglesia, amigo Sancho, porque George, al que da vida este actor superlativo que es Alfred Molina, imparte música en un instituto regido por los curas católicos, y nada más regresar a las aulas es llamado a capítulo por el director para ser expulsado con efecto inmediato. Era vox populi que George era una oveja descarriada, que convivía con otro hombre y que por las noches, en los arrebatos de pasión, vertía su simiente en recipientes no preparados para concebir. Los curas lo sabían, o hacían que no se enteraban, pero el matrimonio, para terror de las gentes decentes y bien nacidas, es harina de otro costal. El matrimonio es un sacramento otorgado por Dios para garantizar la procreación de nuevos católicos que abarroten las iglesias y bla, bla, bla... 

    En esos instantes decisivos de su vida -que lo condenan de repente al paro, al apretón del cinturón, a la venta casi segura de su apartamento- George, por debajo de su semblante furioso, se pregunta cómo es posible que las enseñanzas de un hombre del siglo I, que decía ser Hijo de Dios y predicaba el amor fraternal y el perdón universal, hayan llegado tan retorcidas hasta ese despacho del instituto. Tan deformadas. Tan mal interpretadas por estos exégetas del alzacuellos. Por estos castrados de la mente y del corazón que finalmente, después de tantos años de sonrisas y parabienes, de hipocresías melifluas en la sala de profesores, le han dado bien por el culo, ya ves tú qué ironía.




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El congreso



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El primer desafío que nos lanza El congreso es fácil de entender, y hasta aquí los críticos y los tontainas vamos juntos de la mano. En un futuro próximo que recuerda mucho a los vaticinios tecnológicos de Black Mirror, los actores y actrices que ya no quieren seguir trabajando, que desean dedicarse por entero a su familia, firman un contrato de cesión de derechos con su productora y son escaneados por millares de sensores que recogen sus gestos y sus emociones. Como futbolistas de élite que prestan sus rostros y sus escorzos al último videojuego del mercado...

  Mientras ellos disfrutan de la vida en sus mansiones de ensueño, o recorren el mundo bajo el anonimato del mochilero, los productores usarán su álter ego virtual para producir películas como churros, insertando los hologramas en el decorado con una perfección que no hace sospechar de las ausencias carnales. En esta primera parte de El congreso, Robin Wright, se interpreta a sí misma fingiendo que ya no desea someterse a la dictadura de los platós. Si en House of Cards mete miedo cada vez que sonríe, con ese gesto gélido de nitrógeno líquido, aquí, cada vez que expresa su alegría, uno se queda arrobadito en el sofá, como hechizado por una sirena bípeda del desierto tejano. Robin Wright es una belleza dignísima y sobria que nunca se rinde, que nunca se opera, que expresa sentimientos muy sustanciales con esfuerzos mínimos y naturales. Una actriz cojonuda. 


            Pero llega, ay, la segunda parte de El congreso, y aquí los críticos nos sueltan de la mano para dejarnos tirados entre tinieblas, mientras ellos se adentran en la exégesis de un mundo desconocido. Ellos se lo pasan pipa alabando el riesgo artístico, desmenuzando la filosofías implícitas. Presumiendo de comprender el onirismo barroco de este fulano llamado Ari Folman. Mientras tanto, nosotros, la plebe del sofá o de la platea, maldecimos una vez más nuestras orejas de burro, nuestra comprensión de cenutrios. Robin Wright, convertida ahora en el cartoon de su ancianidad tras meterse una droga por la nariz (sic), realiza un viaje alucinógeno al país de los dibus, que ya no es tan divertido como en ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, sino la locura masturbatoria de un artista desatado. Y en este batiburrillo de diálogos bobos y expresionismo rococó, yo me pierdo sin remedio. 

    El congreso II quiere ser Matrix, quiere ser Black Mirror, quiere ser Mary Poppins. Quiere ser Hayao Miyazaki. Pero ya son las doce de la noche y uno llega con el aliento justo, con la atención en la reserva. Abandono la película de mal humor, contrariado por este final decepcionante del día. Pero poco después, en la cocina, mientras tomo el vaso de leche y escucho la tertulia deportiva, me entero de que Odegaard, la futura perla del fútbol europeo, va a jugar en mi equipo del blanco inmaculado. Y camino de la cama, mientras pienso futbolísticamente en él, y sexualmente en Robin Wright, vuelvo a sonreír. 





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The way

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The Way llegó a mis dominios porque un buen amigo que hizo el Camino de Santiago me contó la historia del nieto de Martin Sheen, que peregrinando hacia la supuesta tumba del Apóstol se enamoró de una posadera burgalesa de rompe y rasga, y se quedó a vivir para siempre en la capital de Castilla, a la vera del Cid y de la morcilla con arroz. Su padre Emilio Estévez, y su abuelo, el presidente Bartlet, quedaron conmovidos con la romántica aventura de su vástago, y decidieron, empujados por el halo espiritual y mágico del Camino, dedicarle una película.


      The Way cuenta la historia de un oftalmólogo americano al que llaman de Francia para comunicarle que su hijo ha fallecido en la primera etapa del Camino, cruzando los Pirineos, perdido tontamente en una ventisca inesperada. Nuestro doctor, apesadumbrado por la noticia, se planta en Francia para recoger las cenizas y las pertenencias, después de haber buscado ese país tan extraño en un mapa. Americanos... Un gendarme católico le explicará el significado espiritual del Camino, y nuestro doctor, en homenaje al hijo fallecido, decidirá completar la peregrinación a Santiago portando las cenizas mortuorias en la mochila, que irá soltando poco a poco en cada hito del viaje. 

    La idea es bonita y tal, pero al terminar la primera etapa del recorrido, en Roncesvalles, aparece Ángela Molina haciendo de posadera navarra con acento madrileño para decirle que ojito, que eso no es España, sino el País Vasco, y que no le gustan nada esas confusiones de los extranjeros. Y a mí, que me la trae al pairo que alguien  se declare vasco en vez de español, o catalán republicano en vez de súbdito de la monarquía, la escena me parece tan ridícula, tan tonta, tan incoherente con el devenir previo de la película, que me asalta el presentimiento de que The Way, por mucho paisaje bonito que nos pongan, y por mucha música medieval que nos acompañe, va a ser finalmente un dislate, una bienintencionada tontería. 





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Closer

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Y de pronto, en la tarde invernal del domingo, en la melancolía que se presenta puntualmente cada siete días a tomar el café y las pastas, siento la pulsión irrefrenable de ver a Natalie Portman en mi televisor. Siento la necesidad acuciante de perderme en su hermosura, y esconderme del mundo para que tarden mucho tiempo en encontrarme. Sin salir de la habitación voy a fugarme muy lejos, a un país lejano y utópico en el que Natalie me dice sí, que all right, para ir juntos de la mano y pintar la vida de colorines. Yo enamorado, y ella conformada con su destino, como en los anuncios cursis de la televisión, como en la vida extremadamente feliz de las películas tontainas. 


            Enciendo los aparatos y descubro que los buenos dioses, en un acto milagroso y benevolente han guardado Closer para mi solaz en el disco duro. Tienen que haber sido ellos, porque yo no recuerdo haber saqueado esta película en ninguna razia bucanera. Me habrán guiado en un momento de somnolencia, de inconsciencia, en previsión de este momento fatídico que siempre termina por llegar.  Aunque Natalie Portman es en Closer actriz principal y mujer guapísima, el recuerdo que tengo de la película es el de una nadería sin sustancia, el de una supina gilipollez que cuenta como dos pijos y dos pijas de la City londinense se aman y se desaman con diálogos absurdos y argumentos para besugos: "No me dejas entrar en tu amor", "Me consume la soledad de no tenerte", "Necesito tu corazón para llenar mi vacío", y tonterías parecidas a éstas, que sólo se escuchan en las novelas pedantes, en los culebrones sudamericanos. Y a veces, también, cuando me dejo llevar por la impostura literaria, en algunos rincones muy vergonzosos de este diario.


            Como he llegado a Closer cegado por el deseo de reencontrar a Natalie, aparco mis dudas y me dejo llevar por  la inercia de mi carrera hasta el punto kilométrico de la media hora. Es ahí donde de pronto me paro, fatigado ya de seguir tanta conversación estúpida. La belleza de Natalie Portman no basta para reflotar este barco que naufraga haciendo glu-glú.



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Bird

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En la película Whiplash mencionan dos veces una anécdota de juventud de Charlie Parker, cuando éste hacía sus pinitos en el jazz y un compañero de banda le arrojó un platillo a la cabeza para que dejara de confundir las melodías. Mr. Fletcher, el profesor hueso de Whiplash, cuenta esta historia para demostrar a sus alumnos que incluso los grandes músicos se equivocaron alguna vez , a veces de manera lamentable, y que lejos de rendirse y de abandonar la ambición de ser los mejores, perseveraron en el aprendizaje hasta pulir los defectos de la técnica o de la voluntad.

    Esta anécdota, apócrifa o no, aparece como un momento crucial de la vida de Charlie Parker en Bird, la película de Clint Eastwood. Tenía muchas ganas de volver a Bird porque hace veinte años me dejó indiferente y pesaroso, marginado de la corriente oficial y entusiasta de la cinefilia. Donde todo el mundo vio una obra maestra del cine contemporáneo, yo sólo encontré una película correcta, con sus momenticos estelares y sus  ratos de argumento plomizo. Ni siquiera la música de Charlie Parker fue capaz de sacarme del marasmo, porque en aquel entonces mis gustos musicales eran más bien básicos y lamentables, y el jazz era una música que me seguía sonando a chinos, a dislate, a baile de San Vito. 

    La simpleza de mi cerebro se perdía en esos rumbos inesperados, en esos retruécanos que a veces tardaban siglos en regresar a la línea melódica principal. Veinte años después, sin formación musical alguna, el jazz sigue siendo un misterio irresuelto en la enciclopedia de mis meninges, pero ahora, al menos, lo escucho complacido mientras escribo estas tonterías en el diario. Hay cosas que pueden disfrutarse sin entenderlas del todo, como este televisor que me da la vida cada noche, o como este ordenador en el que desfogo mis ínfulas literarias. Como esa belleza extraña de algunas mujeres que sin embargo te dejan paralizado y sin aliento. Es más: la ignorancia, a veces, añade un misterio, una mística, una seducción añadida a lo que nuestros sentidos disfrutan pero no saben desvelar.


    Hoy he regresado a Bird llevado por la cita de Mr. Fletcher en Whiplash, y llevado, también, por una curiosidad creciente hacia este estilo musical. Bird sigue siendo una película demasiado larga, curiosamente muy poco musical, que a ratos te seduce y a ratos te hace pensar en la agenda deportiva, cuadrando horarios y partidos en la cuadrícula simbólica del aire. El saxofón de Charlie Parker, en cambio, ha resonado en mis oídos con otro brío, con otra enjundia, a pesar de no entender los rudimentos que distinguen al swing del bebop, conflicto artístico y principal de la película. Pero mis pies danzaban, y los dedos tamborileaban, y el ratico musical me ha sentado en el cuerpo como una sopita caliente en el crudo invierno del aburrimiento. 




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Orígenes

Me las prometía muy felices en el arranque de Orígenes porque su protagonista es un biólogo que estudia la evolución del ojo humano, y quiere poner fin a las monsergas de los creyentes en un Diseño Inteligente de la vida: esos tipos que aseguran que la selección natural no pudo cincelar paso a paso tal maravilla biológica, y que tuvo que ser un anciano con barba el que lo creara en un sólo golpe de ingenio, allá en el laboratorio de su nube interestelar.

    El doctor Ian es un hombre metódico, trabajador, convencido de la verdad científica que predicara Charles Darwin a sus discípulos. Los espectadores que militamos en el agnosticismo o en el ateísmo le animamos desde nuestro sofá cada vez que entra en el laboratorio y se pone a trajinar con los microscopios, como si no estuviésemos viendo una película, sino un partido de fútbol con penalti a favor. Yo, desde chaval, gracias a la labor misionera de los curas, soy hincha del Anticlerical F. C., y en Orígenes me pongo muy fanático, muy forofo. Cada vez que un personaje desliza la duda metafísica me levanto del sofá como si me levantara de mi asiento en la grada, y maldigo su nombre en varios idiomas irreproducibles.

         Llegamos a la mitad de la película y nuestro equipo va ganando por goleada a los creyentes, a los curas, a los catequistas que enseñan  la Creación de los Seis Días y el Séptimo en el sofá. El doctor Ian y la doctora Karen han activado y desactivado unos cuantos genes para otorgar la vista a gusanos que no antes no veían, como dicen que hizo Jesús con los ciegos humanos de Judea. Pero ojo (y valga la redundancia): aqui hay una chica preciosa que tiene cogido a nuestro héroe por la bragueta, enviada por el diablo para tentarle y hacerle dudar de sus demostraciones. Ella, entre polvo y polvo, trata de convencerle de la cortedad de sus planteamientos, de la existencia de un más allá espiritual  que él está incapacitado para percibir. Cualquier otro hombre hubiera sucumbido a las filosofías de esta mujer perfecta de ojos magnéticos. Pero Ian, para nuestro asombro, para nuestra envidia de hombres volubles y poco voluntariosos, aguanta como un coloso las embestidas de su lengua juguetona y viperina. Si no fuera porque juega en nuestro equipo, diríamos que es un santo varón.

    Pero ay, de Mike Cahill, el responsable de la función, que en el intermedio del partido recula posiciones como un cobarde en medio de la batalla, y empieza a pitarnos penaltis en contra, y a conceder goles que no son, y a sacarnos tarjetas rojas por cualquier tontería. Y así, en un plis plas, ante nuestros ojos atónitos, el F. C. Espiritual remonta el marcador y se pitorrea de nosotros. Cahill, al que yo creía paladín de nuestra causa, se saca de la chistera varios trucos para hacernos creer que bueno, que en fin, que quién sabe, que tal vez es posible que los cuerpos se pudran pero las almas permanezcan. Que la duda es beneficiosa y sana, y que hay que estar abiertos a otras posibilidades existenciales. Que millones de  personas en el mundo no pueden estar tan equivocadas cuando se abarrotan los templos y dan gracias al anciano alquimista que dicen que nos creó. 

    Nos han robado el partido, otra vez, a los mismos de siempre.



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Locke

🌟🌟🌟

Ahora que se han puesto de moda los biopics sobre británicos egregios -Alan Turing, el matemático, Stephen Hawking, el astrofísico, William Turner, el pintor-, alguno puede pensar que Locke es una biografía del filósofo inglés que estudiábamos en el BUP. Aquel tipo que metió la pata hasta el corvejón cuando negó la existencia de los conocimientos innatos y lo confió todo a la experiencia, a la educación, a la pedagogía machacona... Ahora las personas informadas ya saben que lo que Natura no da Salamanca no lo presta, y que quien viene al mundo con el cerebro desestructurado, y las perchas del conocimiento demasiado endebles, se pierde sin remedio en los vericuetos del sistema. 

    Pero no: Locke responde al apellido de Ivan Locke, contratista contemporáneo del hormigón armado al que la vida, en un terremoto imprevisto que aquí no se puede desvelar, se le desploma como lo haría uno de los edificios gigantescos que él mismo construye. Si el otro día era Brad Pitt quien dentro de un tanque luchaba por su vida en los campos de Alemania, hoy es Tom Hardy quien a los mandos de un BMW también muy guerrero lucha por su dignidad en las autopistas británicas de la noche. Y hasta aquí puedo leer, y mira que me quedo parco, y que me asaltan los remordimientos de la vagancia, pero es imposible hablar de esta película sin destriparla, sin dejar malhumorados a los incautos lectores que todavía no la hayan visto... Que mi pereza en hablar sobre Locke, que a otros indignará, a ellos les satisfaga.




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El fin de la comedia

🌟🌟🌟🌟🌟

Ignatius Farray es ese cómico con acento canario, gafas de culo de vaso y barbas de profesor Bacterio que en sus monólogos cuenta historias tremendas y surrealistas, muchas veces incomprensibles, porque brotan de meninges muy retorcidas de su mente. Él mismo, en su afán por explicarse, enreda todavía más los argumentos, y cuando el público ya no sabe a qué atenerse, se arranca con charlotadas de humor colegial y lo mismo se pone a gruñir que se quita la camisa para lucir lorzas mientras se marca unos pasos de baile. Farray es un ciclón que barre el escenario y no deja a nadie indiferente. Los tíos nos descojonarnos con sus ocurrencias porque intuimos que sus problemas, en el fondo, son los mismos que nos aquejan a nosotros: el alejamiento de las mujeres, la decadencia de los músculos, la crisis de la edad que nos convierte en seres desvalidos y muy pelmazos. Los tíos somos seres simples que entendemos fácilmente la simplicidad de nuestros congéneres. Las mujeres, en cambio, las que aguantan las gracias de Farray a pie de micrófono, o  las que lo ven por casualidad, en la televisión, sienten por nuestro querido cómico una repugnancia instintiva, y se cubren los ojos, y se tapan los oídos, y se ríen por no llorar, o por no soltarle un guantazo al novio que las enredó en la aventura, porque a ellas no les van los chistes de pollas, de coños, de muertas que los celadores se follaban en una morgue, y mucho menos si quien los cuenta es un tipo como Farray, con esos pelos de loco, con esa mirada de orate, con esa pinta de haber salido de la cueva para contar las gracias y luego cazar el mamut con los amigos.





    Pero todo esto, como ya suponíamos, es una farsa. Un recurso disparatado que Ignatius Farray utiliza para ganarse la vida en la dura competencia de los cómicos. En El fin de la comedia, que es una miniserie inspirada en las andanzas de Louis C. K. en Louie, Farray, al igual que el humorista neoyorquino, se baja del escenario tras soltar sus barbaridades y se transforma en un tipo como cualquiera de nosotros, un hombre educado, afable, enamorado de sus libros y de sus películas, que busca contratos en los garitos de la noche y en las productoras de televisión para llenar el frigorífico de viandas, y pagar las pensiones alimenticias de su divorcio. El Mr. Hyde que en el escenario se comporta como un orangután y no conoce el filtro de las ocurrencias, luego, en las tiendas del barrio, en las entrevistas laborales, en las charlas con los amigos, es un Dr. Jekyll generoso y bonachón, muy grande y peludo, tan suave y tan blando por fuera que se diría todo de algodón.


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Corazones de acero

🌟🌟🌟

Gracias al generoso esfuerzo de un barco corsario, que supongo centroamericano por los subtítulos que su grumete ha colocado en la película, con mucho chingón y mucha pinche de tu madre aderezando las batallas, ha llegado a mi pantalla esta película de Brad Pitt y sus muchachos matando nazis desde su tanque indestructible y afortunado.

    Si los alemanes hablaron en Das boot de la claustrofobia guerrera que se sufría en un submarino, los americanos, que no iban a ser menos, han embutido a sus héroes de acción en un tanque que cruza Alemania camino de Berlín, a ver quién es el primero que le mete el cañón a Hitler por el culo. Corazones de acero tiene un arranque prometedor, con horrores de la guerra, y éticas arrastradas por el barro. Hay batallas de un realismo sangriento y metálico que acojonan al más pintado de los espectadores. Pero es su propia americanidad -la misma que les anima a producir estos grandiosos espectáculos- la que luego, a la hora de resolver los argumentos, les apuñala por la espalda y les condena a repetirse una y otra vez en la heroicidad tonta, en la cachaza casi mesiánica de estos tipos musculosos nacidos en Wisconsin o en Alabama que se quitan la guerrera, se cuelgan el cigarrillo en la boca y se ponen a ametrallar alemanes mientras las balas del enemigo les pasan rozando el hombro. Una calamidad, y un bostezo, este remate final de Corazones de acero, que nos deja como estábamos, con el corazón frío, y el alma hueca, y las meninges de pedernal.

      (Uno, por estar viendo gratis lo que otros, a esta misma hora, están pagando en los cines, debería sentir el gusanillo de la conciencia hurgando en el aparato digestivo. Pero ya hace tiempo que no siento el mordisqueo de los remordimientos. Las películas que me gustan luego las compro en DVD, o en Bluray, en las Grandes Estafas de los Grandes Almacenes. Mi bucanería sólo es una estrategia de espectador, no una filosofía de vida).


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El niño

🌟🌟🌟

¿Baltimore? No, Algeciras, pero gracias por concursar. Aunque hay que reconocer que se parecen mucho. El arranque de El niño -con su alijo de droga escondido en el contenedor de un carguero- casi nos arranca una lagrimilla de nostalgia por la segunda temporada de The Wire. Uno casi espera que aparezcan en el puerto gaditano los detectives Bunk y McNulty para oler el rastro del hachís mientras sueltan unos cuantos fuckings y lanzan sonrisas cómplices de socarronería. 

    Luis Tosar y Eduard Fernández tienen muy poco de irlandeses borrachos o de afroamericanos orondos, pero son dos actores también muy curtidos, muy malahostiados, que se ponen el traje de policías celtibéricos y tiembla el Estrecho con sus amenazas y sus vozarrones cazalleros. 

    Su compañera de fatigas, que es una policía eficaz y marisabidilla, lleva los rasgos hermosísimos de Bárbara Lennie. Y Bárbara, para quien esto escribe, es un viejo amor de esos que nunca se olvidan. Hay además, al comienzo de El niño, una persecución muy jugosa entre el helicóptero de la poli y la lancha de los traficantes, una cosa como de Paul Greengrass filmando una escapatoria de Jason Bourne en aguas internacionales. Y uno, entre el reparto tan cojonudo, la trama que se adivina, y las escenas de acción rodadas con esmero, se las promete muy felices en el sofá resudado del  jueves laboral. 



            Pero luego, poco a poco, como un juguete de arena que se fuera deshaciendo al viento de Tarifa, la película se va quedando en muy poquita cosa, todo muy light y edulcorado, con malvados de buen corazón, policías enfangados en corruptelas y polvos de porno soft entre el guapo y a la guapa.  Eduard Fernández sale lo justito en pantalla; Bárbara Lennie nos es suministrada en dosis muy cicateras; y a Luis Tosar le arrebatan la chicha macarra de su personaje. O sea: la película queda muy lejos de ser el hito nacional que tanto nos habían vendido en las revistas.
     




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Crimen organizado (Layer cake)

🌟🌟

Crimen organizado, en el inglés original, se titula Layer Cake, cuya traducción vendría a ser “pastel de capas”, hojaldrado quizá. No sé muy bien, porque ni el inglés ni la repostería son temas que uno domine con soltura. Y porque, además, los subtítulos que escriben los esforzados internautas a veces se quedan cojos o inconcretos, o dialécticamente paraguayos, y no se corresponden con el inglés velocísimo que llevo veinte años tratando de atrapar como un abuelete sordo, o como un gilipollas de remate. 

    Luego, en la película, en uno de esos diálogos entre mafiosos que un día pusiera de moda Quentin Tarantino, y que hacen mucha menos gracia que entonces -a veces ni puta gracia, la verdad- un viejo traficante le explica al novato que la vida, básicamente, consiste en ir comiendo mierda, capa tras capa, desengaño tras desengaño, y que el dinero que ellos ganan a espuertas con la farlopa sólo sirve para tener que tragarse un poco menos.


Este diálogo tarantiniano se produce ya en la recta final de la película, pero uno, a esas alturas, ya camina bastante perdido por la trama. Estas moderneces vienen cortadas todas por el mismo patrón: ágiles, desenvueltas, con mucho taco y mucha muerte que busca la risa cómplice del espectador. Son plagios de Pulp Fiction más o menos afortunados. Los responsables de Layer Cake engrosan esta lista que ya debe de ser kilométrica, y muy cansina. Su Pulp Fiction a la británica es un pandemónium de personajes que vienen y van, que entran y salen, que matan y mueren, soltando tacos a todas horas y disparando pistolas como los niños se tragan gominolas, a diestro y siniestro, sin ton ni son. Me ha pillado con el paso cambiado, la aventura de la cocaína. 




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Olive Kitteridge

🌟🌟🌟🌟

Esta nueva joya de la HBO que es Olive Kitteridge trata del paso del tiempo y de la decadencia insobornable. Hacía semanas que llegaban, del otro lado del Atlántico, delicados piropos hacia esta serie que luego, en realidad, ha resultado ser una miniserie. Los showrunners han comprendido que los espectadores estamos hartos de ver historias convertidas en culebrones, en congas interminables. 

    No le sobra, a Olive Kitteridge, ninguno de esos adjetivos que la acompañaron en su viaje hacia Europa. Son cuatro episodios que siguen a una maestra de escuela, ácida y refunfuñante, en su lento caminar por la cuesta abajo de la edad, de los afectos, de la ilusión de levantarse cada mañana. Una serie que relatando amarguras y depresiones, conflictos y muertes, consigue, contradictoriamente, arteramente, como trabajando la psicología inversa en nuestros cerebros, insuflarte un apego renovado por la vida. Una mirada más luminosa sobre el mundo y sobre sus gentes. Aunque hoy sea 1 de enero, y la humanidad esté mucho más gilipollas de lo habitual, y el 2015 huela a la misma chamusquina de sus antepasados anuales ya enterrados, unos hijos de puta, casi todos. 




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Tucker & Dale contra el mal

🌟🌟🌟🌟

La tenía que haber visto ayer, día de los Santos Inocentes, Tucker & Dale contra el mal, porque la película es una inocentada de mucho reírse. Dos paletos de la Canadá profunda -que sólo se diferencian de sus primos españoles en que siempre usan gorra de béisbol- van asesinando, sin quererlo, por la pura mala suerte de los tropezones o de los accidentes, a una panda de universitarios con sus listillos y sus buenorras, que han ido al bosque de acampada para confraternizar bajo las coníferas. Ellos, los chicos de la ciudad, bien vestidos y repeinados, son los verdaderos psicokillers de la película, mientras que Tucker y Dale, a pesar de manejar motosierras y trituradoras de carne, son dos benditos que no matarían ni a una mosca de la espesura. 




            He recordado, mientras me reía como un adolescente de las sanguinolencias y las muertes estúpidas, aquella noche de lunes de hace más de treinta años, en mi casa de León, cuando Chicho Ibáñez Serrador, por coincidir Mis terrores favoritos con el Día de los Inocentes, programó Agárrame ese fantasma en lugar de la habitual película de horror. Yo vivía cagado de miedo aquellas citas con el televisor, que mi padre concertaba  para curtirme la piel y hacerme un hombre de provecho. Luego, por la noche, tenía unas pesadillas espantosas, terriblemente vívidas. Recuerdo la noche en que aguanté el sueño hasta la madrugada para no ser suplantado por un alienígena envainado después de ver  La invasión de los ladrones de cuerpos. Recuerdo haberme despedido de la vida con la certeza de ser asesinado al día siguiente camino del colegio, tiroteado por un psicópata como el que en Target disparaba contra la multitud. Recuerdo la manta que me tapaba hasta el flequillo para no ver a los muertos del cementerio  entrando en mi habitación para comerse mi hígado crudo, arrancado de cuajo, después de ver, con los ojos medio cerrados y el gesto medio torcido, La noche de los muertes vivientes.

    Es por eso, quizá, que las películas que hacen humor con el terror me reconfortan el alma, y ya me seducen desde el principio, a muy poco que ofrezcan , porque aún guardo memoria de Abbott y Costello haciendo el indio por un castillo, o por una mansión, en aquella película tonta que me hizo reír como nunca en mi vida. No la mejor comedia de todos los tiempos, desde luego, ni la más graciosa, pero sí, desde luego, la que me trajo una felicidad incomparable, el alivio supremo que todavía hoy me hace suspirar de gustillo, tres décadas después.



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El nombre (Le prénom)

🌟🌟

Un amigo de probada cultura y sobrada inteligencia me recomienda, en el bar de tapas , una película francesa que encontró en la tele por casualidad. Se titula El nombre, y me la trae a colación porque yo, en una de mis diatribas, he cargado irónicamente contra el sagrado concepto de la familia, en tiempos de Navidad. Mi amigo se lo pasa teta, con mis filípicas, porque me conoce de toda la vida, y le sirvo de contraste para su mundo regido por la tradición. Él sigue siendo un hombre religioso, aferrado a las viejas costumbres, inoxidable al desaliento que provocan los familiares estúpidos y los silencios de Dios. Y aunque él asegura que yo soy el bicho raro, la oveja descarriada, tengo por seguro que la sociología moderna le señala a él como el verdadero espécimen en extinción: un curioso homínido que descubierto en su hábitat natural de la Navidad ya despierta el asombro, y la incredulidad, como si uno se topara con un superviviente del siglo XIX, o con un astronauta extraviado en la línea del tiempo.




            El nombre, dice mi amigo, va a satisfacer esa pulsión mía de lo antifamiliar, pues su esqueleto argumental es una reunión de parientes que termina, reproche a reproche, como el rosario de la aurora. Pero yo también conozco a mi amigo, de toda la vida, y sé que una película como la que él me describe no iba a aguantarla hasta el final.  No hay que ser muy listo para deducir que El nombre , por mucho que él diga, por mucha pelea que le metan sus guionistas, va a terminar en luminosa reconciliación, con brindis de champán, abrazos de perdón y juramentos eternos de comprensión. Navidad, al fin y al cabo. 

            Pero todo esto, que pasa por mi cabeza en un segundo de lucidez, prefiero no decírselo a mi amigo, para no parecer un tipo orgulloso y desagradecido. Horas después, ya en casa, me enfrento a una versión de El nombre que no he podido descargar subtitulada, y al fastidio de conocer el final por anticipado, se une la molesta sensación de estar perdiéndome las discusiones en francés, porque en francés, todo parece más agudo, más inteligente, más cargado de razones. El francés es un idioma que se inventó para seducir, para convencer, lo mismo en el amor que en las broncas familiares. Si a mí, en la vida real, la gente me hablara en francés, yo sería un manso corderito dispuesto a hacer cualquier cosa. En el amor y en la guerra. Hasta católico, regresaría yo al redil de la Iglesia, si las homilías y las cartas a los Corintios las recitaran desde el púlpito en el idioma de Montaigne. Pero en mi hábitat natural sólo me hablan en castellano, y el castellano, en mi oído, resuena como un mandato, como una ofensa, con esas vocales rotundas que suenan a imperativo y a injerencia.


            Al final, en El nombre, como yo me olía, todos los personajes se perdonan con efusión de lamentos y contriciones. En su francés original, los actores deben de estar muy convincentes, pero doblados al castellano suenan falsos, desganados, como guardándose la venganza para más tarde. Como sucede en las reconciliaciones verdaderas, a este lado del televisor.
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