Orígenes

Me las prometía muy felices en el arranque de Orígenes porque su protagonista es un biólogo que estudia la evolución del ojo humano, y quiere poner fin a las monsergas de los creyentes en un Diseño Inteligente de la vida: esos tipos que aseguran que la selección natural no pudo cincelar paso a paso tal maravilla biológica, y que tuvo que ser un anciano con barba el que lo creara en un sólo golpe de ingenio, allá en el laboratorio de su nube interestelar.

    El doctor Ian es un hombre metódico, trabajador, convencido de la verdad científica que predicara Charles Darwin a sus discípulos. Los espectadores que militamos en el agnosticismo o en el ateísmo le animamos desde nuestro sofá cada vez que entra en el laboratorio y se pone a trajinar con los microscopios, como si no estuviésemos viendo una película, sino un partido de fútbol con penalti a favor. Yo, desde chaval, gracias a la labor misionera de los curas, soy hincha del Anticlerical F. C., y en Orígenes me pongo muy fanático, muy forofo. Cada vez que un personaje desliza la duda metafísica me levanto del sofá como si me levantara de mi asiento en la grada, y maldigo su nombre en varios idiomas irreproducibles.

         Llegamos a la mitad de la película y nuestro equipo va ganando por goleada a los creyentes, a los curas, a los catequistas que enseñan  la Creación de los Seis Días y el Séptimo en el sofá. El doctor Ian y la doctora Karen han activado y desactivado unos cuantos genes para otorgar la vista a gusanos que no antes no veían, como dicen que hizo Jesús con los ciegos humanos de Judea. Pero ojo (y valga la redundancia): aqui hay una chica preciosa que tiene cogido a nuestro héroe por la bragueta, enviada por el diablo para tentarle y hacerle dudar de sus demostraciones. Ella, entre polvo y polvo, trata de convencerle de la cortedad de sus planteamientos, de la existencia de un más allá espiritual  que él está incapacitado para percibir. Cualquier otro hombre hubiera sucumbido a las filosofías de esta mujer perfecta de ojos magnéticos. Pero Ian, para nuestro asombro, para nuestra envidia de hombres volubles y poco voluntariosos, aguanta como un coloso las embestidas de su lengua juguetona y viperina. Si no fuera porque juega en nuestro equipo, diríamos que es un santo varón.

    Pero ay, de Mike Cahill, el responsable de la función, que en el intermedio del partido recula posiciones como un cobarde en medio de la batalla, y empieza a pitarnos penaltis en contra, y a conceder goles que no son, y a sacarnos tarjetas rojas por cualquier tontería. Y así, en un plis plas, ante nuestros ojos atónitos, el F. C. Espiritual remonta el marcador y se pitorrea de nosotros. Cahill, al que yo creía paladín de nuestra causa, se saca de la chistera varios trucos para hacernos creer que bueno, que en fin, que quién sabe, que tal vez es posible que los cuerpos se pudran pero las almas permanezcan. Que la duda es beneficiosa y sana, y que hay que estar abiertos a otras posibilidades existenciales. Que millones de  personas en el mundo no pueden estar tan equivocadas cuando se abarrotan los templos y dan gracias al anciano alquimista que dicen que nos creó. 

    Nos han robado el partido, otra vez, a los mismos de siempre.



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Locke

🌟🌟🌟

Ahora que se han puesto de moda los biopics sobre británicos egregios -Alan Turing, el matemático, Stephen Hawking, el astrofísico, William Turner, el pintor-, alguno puede pensar que Locke es una biografía del filósofo inglés que estudiábamos en el BUP. Aquel tipo que metió la pata hasta el corvejón cuando negó la existencia de los conocimientos innatos y lo confió todo a la experiencia, a la educación, a la pedagogía machacona... Ahora las personas informadas ya saben que lo que Natura no da Salamanca no lo presta, y que quien viene al mundo con el cerebro desestructurado, y las perchas del conocimiento demasiado endebles, se pierde sin remedio en los vericuetos del sistema. 

    Pero no: Locke responde al apellido de Ivan Locke, contratista contemporáneo del hormigón armado al que la vida, en un terremoto imprevisto que aquí no se puede desvelar, se le desploma como lo haría uno de los edificios gigantescos que él mismo construye. Si el otro día era Brad Pitt quien dentro de un tanque luchaba por su vida en los campos de Alemania, hoy es Tom Hardy quien a los mandos de un BMW también muy guerrero lucha por su dignidad en las autopistas británicas de la noche. Y hasta aquí puedo leer, y mira que me quedo parco, y que me asaltan los remordimientos de la vagancia, pero es imposible hablar de esta película sin destriparla, sin dejar malhumorados a los incautos lectores que todavía no la hayan visto... Que mi pereza en hablar sobre Locke, que a otros indignará, a ellos les satisfaga.




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El fin de la comedia

🌟🌟🌟🌟🌟

Ignatius Farray es ese cómico con acento canario, gafas de culo de vaso y barbas de profesor Bacterio que en sus monólogos cuenta historias tremendas y surrealistas, muchas veces incomprensibles, porque brotan de meninges muy retorcidas de su mente. Él mismo, en su afán por explicarse, enreda todavía más los argumentos, y cuando el público ya no sabe a qué atenerse, se arranca con charlotadas de humor colegial y lo mismo se pone a gruñir que se quita la camisa para lucir lorzas mientras se marca unos pasos de baile. Farray es un ciclón que barre el escenario y no deja a nadie indiferente. Los tíos nos descojonarnos con sus ocurrencias porque intuimos que sus problemas, en el fondo, son los mismos que nos aquejan a nosotros: el alejamiento de las mujeres, la decadencia de los músculos, la crisis de la edad que nos convierte en seres desvalidos y muy pelmazos. Los tíos somos seres simples que entendemos fácilmente la simplicidad de nuestros congéneres. Las mujeres, en cambio, las que aguantan las gracias de Farray a pie de micrófono, o  las que lo ven por casualidad, en la televisión, sienten por nuestro querido cómico una repugnancia instintiva, y se cubren los ojos, y se tapan los oídos, y se ríen por no llorar, o por no soltarle un guantazo al novio que las enredó en la aventura, porque a ellas no les van los chistes de pollas, de coños, de muertas que los celadores se follaban en una morgue, y mucho menos si quien los cuenta es un tipo como Farray, con esos pelos de loco, con esa mirada de orate, con esa pinta de haber salido de la cueva para contar las gracias y luego cazar el mamut con los amigos.





    Pero todo esto, como ya suponíamos, es una farsa. Un recurso disparatado que Ignatius Farray utiliza para ganarse la vida en la dura competencia de los cómicos. En El fin de la comedia, que es una miniserie inspirada en las andanzas de Louis C. K. en Louie, Farray, al igual que el humorista neoyorquino, se baja del escenario tras soltar sus barbaridades y se transforma en un tipo como cualquiera de nosotros, un hombre educado, afable, enamorado de sus libros y de sus películas, que busca contratos en los garitos de la noche y en las productoras de televisión para llenar el frigorífico de viandas, y pagar las pensiones alimenticias de su divorcio. El Mr. Hyde que en el escenario se comporta como un orangután y no conoce el filtro de las ocurrencias, luego, en las tiendas del barrio, en las entrevistas laborales, en las charlas con los amigos, es un Dr. Jekyll generoso y bonachón, muy grande y peludo, tan suave y tan blando por fuera que se diría todo de algodón.


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Corazones de acero

🌟🌟🌟

Gracias al generoso esfuerzo de un barco corsario, que supongo centroamericano por los subtítulos que su grumete ha colocado en la película, con mucho chingón y mucha pinche de tu madre aderezando las batallas, ha llegado a mi pantalla esta película de Brad Pitt y sus muchachos matando nazis desde su tanque indestructible y afortunado.

    Si los alemanes hablaron en Das boot de la claustrofobia guerrera que se sufría en un submarino, los americanos, que no iban a ser menos, han embutido a sus héroes de acción en un tanque que cruza Alemania camino de Berlín, a ver quién es el primero que le mete el cañón a Hitler por el culo. Corazones de acero tiene un arranque prometedor, con horrores de la guerra, y éticas arrastradas por el barro. Hay batallas de un realismo sangriento y metálico que acojonan al más pintado de los espectadores. Pero es su propia americanidad -la misma que les anima a producir estos grandiosos espectáculos- la que luego, a la hora de resolver los argumentos, les apuñala por la espalda y les condena a repetirse una y otra vez en la heroicidad tonta, en la cachaza casi mesiánica de estos tipos musculosos nacidos en Wisconsin o en Alabama que se quitan la guerrera, se cuelgan el cigarrillo en la boca y se ponen a ametrallar alemanes mientras las balas del enemigo les pasan rozando el hombro. Una calamidad, y un bostezo, este remate final de Corazones de acero, que nos deja como estábamos, con el corazón frío, y el alma hueca, y las meninges de pedernal.

      (Uno, por estar viendo gratis lo que otros, a esta misma hora, están pagando en los cines, debería sentir el gusanillo de la conciencia hurgando en el aparato digestivo. Pero ya hace tiempo que no siento el mordisqueo de los remordimientos. Las películas que me gustan luego las compro en DVD, o en Bluray, en las Grandes Estafas de los Grandes Almacenes. Mi bucanería sólo es una estrategia de espectador, no una filosofía de vida).


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El niño

🌟🌟🌟

¿Baltimore? No, Algeciras, pero gracias por concursar. Aunque hay que reconocer que se parecen mucho. El arranque de El niño -con su alijo de droga escondido en el contenedor de un carguero- casi nos arranca una lagrimilla de nostalgia por la segunda temporada de The Wire. Uno casi espera que aparezcan en el puerto gaditano los detectives Bunk y McNulty para oler el rastro del hachís mientras sueltan unos cuantos fuckings y lanzan sonrisas cómplices de socarronería. 

    Luis Tosar y Eduard Fernández tienen muy poco de irlandeses borrachos o de afroamericanos orondos, pero son dos actores también muy curtidos, muy malahostiados, que se ponen el traje de policías celtibéricos y tiembla el Estrecho con sus amenazas y sus vozarrones cazalleros. 

    Su compañera de fatigas, que es una policía eficaz y marisabidilla, lleva los rasgos hermosísimos de Bárbara Lennie. Y Bárbara, para quien esto escribe, es un viejo amor de esos que nunca se olvidan. Hay además, al comienzo de El niño, una persecución muy jugosa entre el helicóptero de la poli y la lancha de los traficantes, una cosa como de Paul Greengrass filmando una escapatoria de Jason Bourne en aguas internacionales. Y uno, entre el reparto tan cojonudo, la trama que se adivina, y las escenas de acción rodadas con esmero, se las promete muy felices en el sofá resudado del  jueves laboral. 



            Pero luego, poco a poco, como un juguete de arena que se fuera deshaciendo al viento de Tarifa, la película se va quedando en muy poquita cosa, todo muy light y edulcorado, con malvados de buen corazón, policías enfangados en corruptelas y polvos de porno soft entre el guapo y a la guapa.  Eduard Fernández sale lo justito en pantalla; Bárbara Lennie nos es suministrada en dosis muy cicateras; y a Luis Tosar le arrebatan la chicha macarra de su personaje. O sea: la película queda muy lejos de ser el hito nacional que tanto nos habían vendido en las revistas.
     




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Crimen organizado (Layer cake)

🌟🌟

Crimen organizado, en el inglés original, se titula Layer Cake, cuya traducción vendría a ser “pastel de capas”, hojaldrado quizá. No sé muy bien, porque ni el inglés ni la repostería son temas que uno domine con soltura. Y porque, además, los subtítulos que escriben los esforzados internautas a veces se quedan cojos o inconcretos, o dialécticamente paraguayos, y no se corresponden con el inglés velocísimo que llevo veinte años tratando de atrapar como un abuelete sordo, o como un gilipollas de remate. 

    Luego, en la película, en uno de esos diálogos entre mafiosos que un día pusiera de moda Quentin Tarantino, y que hacen mucha menos gracia que entonces -a veces ni puta gracia, la verdad- un viejo traficante le explica al novato que la vida, básicamente, consiste en ir comiendo mierda, capa tras capa, desengaño tras desengaño, y que el dinero que ellos ganan a espuertas con la farlopa sólo sirve para tener que tragarse un poco menos.


Este diálogo tarantiniano se produce ya en la recta final de la película, pero uno, a esas alturas, ya camina bastante perdido por la trama. Estas moderneces vienen cortadas todas por el mismo patrón: ágiles, desenvueltas, con mucho taco y mucha muerte que busca la risa cómplice del espectador. Son plagios de Pulp Fiction más o menos afortunados. Los responsables de Layer Cake engrosan esta lista que ya debe de ser kilométrica, y muy cansina. Su Pulp Fiction a la británica es un pandemónium de personajes que vienen y van, que entran y salen, que matan y mueren, soltando tacos a todas horas y disparando pistolas como los niños se tragan gominolas, a diestro y siniestro, sin ton ni son. Me ha pillado con el paso cambiado, la aventura de la cocaína. 




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Olive Kitteridge

🌟🌟🌟🌟

Esta nueva joya de la HBO que es Olive Kitteridge trata del paso del tiempo y de la decadencia insobornable. Hacía semanas que llegaban, del otro lado del Atlántico, delicados piropos hacia esta serie que luego, en realidad, ha resultado ser una miniserie. Los showrunners han comprendido que los espectadores estamos hartos de ver historias convertidas en culebrones, en congas interminables. 

    No le sobra, a Olive Kitteridge, ninguno de esos adjetivos que la acompañaron en su viaje hacia Europa. Son cuatro episodios que siguen a una maestra de escuela, ácida y refunfuñante, en su lento caminar por la cuesta abajo de la edad, de los afectos, de la ilusión de levantarse cada mañana. Una serie que relatando amarguras y depresiones, conflictos y muertes, consigue, contradictoriamente, arteramente, como trabajando la psicología inversa en nuestros cerebros, insuflarte un apego renovado por la vida. Una mirada más luminosa sobre el mundo y sobre sus gentes. Aunque hoy sea 1 de enero, y la humanidad esté mucho más gilipollas de lo habitual, y el 2015 huela a la misma chamusquina de sus antepasados anuales ya enterrados, unos hijos de puta, casi todos. 




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Tucker & Dale contra el mal

🌟🌟🌟🌟

La tenía que haber visto ayer, día de los Santos Inocentes, Tucker & Dale contra el mal, porque la película es una inocentada de mucho reírse. Dos paletos de la Canadá profunda -que sólo se diferencian de sus primos españoles en que siempre usan gorra de béisbol- van asesinando, sin quererlo, por la pura mala suerte de los tropezones o de los accidentes, a una panda de universitarios con sus listillos y sus buenorras, que han ido al bosque de acampada para confraternizar bajo las coníferas. Ellos, los chicos de la ciudad, bien vestidos y repeinados, son los verdaderos psicokillers de la película, mientras que Tucker y Dale, a pesar de manejar motosierras y trituradoras de carne, son dos benditos que no matarían ni a una mosca de la espesura. 




            He recordado, mientras me reía como un adolescente de las sanguinolencias y las muertes estúpidas, aquella noche de lunes de hace más de treinta años, en mi casa de León, cuando Chicho Ibáñez Serrador, por coincidir Mis terrores favoritos con el Día de los Inocentes, programó Agárrame ese fantasma en lugar de la habitual película de horror. Yo vivía cagado de miedo aquellas citas con el televisor, que mi padre concertaba  para curtirme la piel y hacerme un hombre de provecho. Luego, por la noche, tenía unas pesadillas espantosas, terriblemente vívidas. Recuerdo la noche en que aguanté el sueño hasta la madrugada para no ser suplantado por un alienígena envainado después de ver  La invasión de los ladrones de cuerpos. Recuerdo haberme despedido de la vida con la certeza de ser asesinado al día siguiente camino del colegio, tiroteado por un psicópata como el que en Target disparaba contra la multitud. Recuerdo la manta que me tapaba hasta el flequillo para no ver a los muertos del cementerio  entrando en mi habitación para comerse mi hígado crudo, arrancado de cuajo, después de ver, con los ojos medio cerrados y el gesto medio torcido, La noche de los muertes vivientes.

    Es por eso, quizá, que las películas que hacen humor con el terror me reconfortan el alma, y ya me seducen desde el principio, a muy poco que ofrezcan , porque aún guardo memoria de Abbott y Costello haciendo el indio por un castillo, o por una mansión, en aquella película tonta que me hizo reír como nunca en mi vida. No la mejor comedia de todos los tiempos, desde luego, ni la más graciosa, pero sí, desde luego, la que me trajo una felicidad incomparable, el alivio supremo que todavía hoy me hace suspirar de gustillo, tres décadas después.



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El nombre (Le prénom)

🌟🌟

Un amigo de probada cultura y sobrada inteligencia me recomienda, en el bar de tapas , una película francesa que encontró en la tele por casualidad. Se titula El nombre, y me la trae a colación porque yo, en una de mis diatribas, he cargado irónicamente contra el sagrado concepto de la familia, en tiempos de Navidad. Mi amigo se lo pasa teta, con mis filípicas, porque me conoce de toda la vida, y le sirvo de contraste para su mundo regido por la tradición. Él sigue siendo un hombre religioso, aferrado a las viejas costumbres, inoxidable al desaliento que provocan los familiares estúpidos y los silencios de Dios. Y aunque él asegura que yo soy el bicho raro, la oveja descarriada, tengo por seguro que la sociología moderna le señala a él como el verdadero espécimen en extinción: un curioso homínido que descubierto en su hábitat natural de la Navidad ya despierta el asombro, y la incredulidad, como si uno se topara con un superviviente del siglo XIX, o con un astronauta extraviado en la línea del tiempo.




            El nombre, dice mi amigo, va a satisfacer esa pulsión mía de lo antifamiliar, pues su esqueleto argumental es una reunión de parientes que termina, reproche a reproche, como el rosario de la aurora. Pero yo también conozco a mi amigo, de toda la vida, y sé que una película como la que él me describe no iba a aguantarla hasta el final.  No hay que ser muy listo para deducir que El nombre , por mucho que él diga, por mucha pelea que le metan sus guionistas, va a terminar en luminosa reconciliación, con brindis de champán, abrazos de perdón y juramentos eternos de comprensión. Navidad, al fin y al cabo. 

            Pero todo esto, que pasa por mi cabeza en un segundo de lucidez, prefiero no decírselo a mi amigo, para no parecer un tipo orgulloso y desagradecido. Horas después, ya en casa, me enfrento a una versión de El nombre que no he podido descargar subtitulada, y al fastidio de conocer el final por anticipado, se une la molesta sensación de estar perdiéndome las discusiones en francés, porque en francés, todo parece más agudo, más inteligente, más cargado de razones. El francés es un idioma que se inventó para seducir, para convencer, lo mismo en el amor que en las broncas familiares. Si a mí, en la vida real, la gente me hablara en francés, yo sería un manso corderito dispuesto a hacer cualquier cosa. En el amor y en la guerra. Hasta católico, regresaría yo al redil de la Iglesia, si las homilías y las cartas a los Corintios las recitaran desde el púlpito en el idioma de Montaigne. Pero en mi hábitat natural sólo me hablan en castellano, y el castellano, en mi oído, resuena como un mandato, como una ofensa, con esas vocales rotundas que suenan a imperativo y a injerencia.


            Al final, en El nombre, como yo me olía, todos los personajes se perdonan con efusión de lamentos y contriciones. En su francés original, los actores deben de estar muy convincentes, pero doblados al castellano suenan falsos, desganados, como guardándose la venganza para más tarde. Como sucede en las reconciliaciones verdaderas, a este lado del televisor.
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Marathon Man

🌟🌟🌟

Después de ver Cowboy de medianoche, buceo en la filmografía de John Schlesinger para concertar próximas citas y me encuentro con Marathon Man, de la que sólo recuerdo a Dustin Hoffman corriendo sudoroso por Central Park. Eso, y la famosa escena en la que Lawrence Olivier, interpretando al pleonasmo de un nazi malvado, le practica a Hoffman una endodoncia sin anestesia, no sé si para que cante el escondrijo de un dinero, o si para ajustar cuentas con el hijo de un judío que no pereció en el Holocausto. Mis recuerdos de Marathon Man yacen bajo los sedimentos de otras mil películas que vinieron después, como una ciudad de la antigüedad que ahora, disfrazado de arqueólogo, pretendo desescombrar y sacar a la luz.





            Marathon Man, con sus resonancias de proeza deportiva, llega en un momento muy atlético de mi vida, lamentable para el estándar de los corredores habituales, ahora llamados runners, pero una experiencia inusitada, muy meritoria, en mi larga pereza de cinéfilo, y de aficionado al sillón-ball. Llevaba años, qué digo, lustros, sin caminar tanto por las mañanicas, y por las tardecicas, diez o quince kilómetros al día, desde que siendo adolescente me perdía por los montes de León para olvidar mis desamores. Y para dejar caer por las cunetas los aprendizajes del colegio, inservibles ya tras los exámenes. Esta voluntad muscular de ahora- que todavía no es férrea, que todavía está implantándose-no surgió de un acto heroico y prudente, sino del pavor hipocondríaco que me ha inoculado el médico de mis entrañas, un cascarrabias que me augura desgracias metabólicas si me quedo aquí apalancado, en este sofá que me da la vida con las películas, y con el fútbol, pero que también, por sobreuso, por exceso de amor, podría quitármela, como hacen las mujeres fatales, o los hijos que van chupándonos las energías.  

  Llevo meses levantando polvo y barro por los montes de Invernalia, desgastando las suelas, empapando las camisetas, deshilachando los bajos de mis pantalones chandaleros. Busco en el Dustin Hoffman inicial de Marathon Man a un colega, a un compañero de fatigas, tal vez a un modelo deportivo si persevero en esta vida sana del trotamundos. Pero el entusiasmo apenas me dura cuatro de sus zancadas. Hoffman suda copiosamente, y corre a un ritmo inalcanzable con  la respiración acompasada, y a mí me entra como un rubor, como una vergüenza, como un acceso de ridículo que me tuerce el humor. Palpo la barriga que sirve de pedestal al mando a distancia y me entra, finalmente, una depresión lipídica que me amarga el resto de la película. Me he desfondado en el primer kilómetro de Marathon Man. El resto, que ya no es atletismo, sino trama de espías algo viejuna, lo veo de lejos, entre brumas, desplomado sobre el asfalto del sofá.


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Cowboy de medianoche

🌟🌟🌟🌟

Rescato, en estas vacaciones tan cortas como necesarias, varios DVDs que tenía pendientes de revisión obligatoria, o de estreno tardío. Pero no estoy en el salón de mi casa, en La Pedanía, donde tengo un reproductor que reproduce lo que le echen, sino que estoy en León, con la familia, de navideñeo, y mi ordenador portátil es un exquisito, y un burro, y un cacharro que nunca entenderé. Cuando le pongo las películas que me traje en la maleta,  empieza a hacer ruidos raros, como de tos de abuelete, como de moto gripada, y los programas encargados de rescatar la película fallan uno detrás de otro. Error, vuelva a intentarlo, imposible acceder... Son DVDs que hace tiempo grabé sobre soporte virgen, en el viejo reproductor-grabador que ya mora en el cementerio del reciclaje, y se ve que la tecnología moderna no reconoce el formato, o que le da la risa con mis tontos remiendos, y de la carcajada se congestiona, y deja de funcionar. 



   Sólo dos películas de las que quería ver fueron adquiridas en una tienda, y sólo ellas, como premio a mi legal dispendio, logran trasponer el umbral de lo visible: una, la Crazy, Stupid, Love del otro día, y la otra, Cowboy de medianoche, esta tarde. La película de Schelesinger es un clásico incontestable al que hace años le debía una revisión. Tantos años que su carátula todavía conservaba su delgadísima funda de celofán, con un precio desorbitado pegado por detrás que me ha hecho recordar los viejos tiempos de su compra, de cuando empezaron a venderse los DVDs en El Corte Inglés de León como una novedad ultratecnológica de los tiempos modernos, y a los dependientes se les escapaba la risa tonta cuando te cobraban en caja, sorprendidos de que algunos imbéciles, en esta ciudad de curas y paletos, de militares y gentes de paso, siguieran picando en la estafa abusiva de sus precios. Desde aquel tiempo delictivo dormía su sueño, el DVD de Cowboy de medianoche, en grave pecado de tardanza que aquí mismo confieso de rodillas. Y aún pensé, por un momento, antes de que el menú de inicio arrancara en la pantalla del portátil: ¿y si ahora resulta que el disco está escoñado, o defectuoso, o contiene otra película diferente? ¿A quién reclamo yo, tantos años después, sin ticket ni nada, en El Corte Inglés, para seguir con la broma y el cachondeo? 


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Gente en sitios


🌟🌟🌟

El cine es el asunto más serio de mi jornada, casi de mi vida entera, y no puede ser tratado a la ligera. El resto del día viene impuesto, o puede ser improvisado sin consecuencias fatales. La película, en cambio, tiene que ajustarse a mis exigencias, a mis estados de ánimo cambiantes. Lo otro sería la ruina mental, el acabose, el colofón de mierda a una jornada perdida por entero.

La película tiene que coronar la medianoche con el mismo brío de los ciclistas alcanzando la cima del Tourmalet. Las dos horas de la película han de equilibrar, en la balanza, las otras veintidós de tiempo perdido. Antes de embarcarme en la aventura leo las críticas, escruto los repartos, busco referencias del director o del guionista como si estuviera contratándolos para hacer un trabajo. De hecho, ellos trabajan para mí, alquilados durante dos horas en mis propios aposentos, como hacían los antiguos reyes en sus palacios con los músicos o con los bufones. A cambio, yo les sufrago las mansiones, y los cochazos, y las titis despampanantes, con el dinero que me dejo en los canales de pago y en los DVDs del centro comercial, único pagano en esta tierra sodomítica de los gratuiteros sin complejos, que Yahvé no parece condenar.






            Hoy, sin embargo, me he lanzado a la piscina sin haber probado el agua con el dedico, guiado sólo por este título enigmático, Gente en sitios, que viene a ser como una fórmula magistral que resume la vida misma: el devenir azaroso de los humanos, la madeja inextricable de los destinos. Porque la vida es, efectivamente, despojada de adjetivos y de palabrerías, gente en sitios. Gente que nace y mata, gente que construye y destruye, que folla a lo loco o reza el Padrenuestro. Gente en sitios, haciendo cosas. Qué es, si no, esta pesada Navidad, con su barullo de compras y parabienes, de cenas y comilonas: gente en sitios, muchos desubicados del habitual, en casa de la mamá, o del cuñado, contando las horas para volver al sitio propio, al hogar donde uno puede poner los cojones encima de su propia mesa La Navidad viene a ser, mayormente, gente fuera de su sitio, y de ahí tanto conflicto, y tanta mala hostia a punto de explotar. Gente en sitios... Me parece cojonuda, la expresión, una cosa enigmática, pura, casi oriental, un haiku... 

    Luego, la verdad, la película no es gran cosa, una sucesión de sketches con gente rara sorprendida en lugares comunes. A veces sonríes, y a veces te rascas la cabeza, desubicado y perplejo. Es difícil saber qué pretendían sus creadores con esta sucesión de surrealismos buñuelanos y tontacas que parecen sacadas de Muchachada Nui. Pero queda un poso, un provecho, un algo indefinido sobre lo estúpida e impredecible que puede ser la gente. Hay algo muy turbio, muy negro, en Gente en sitios, y eso, en Navidad, aunque sólo para tocar los cojones, siempre se agradece.


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Omar

🌟🌟🌟

Omar, el protagonista de la película Omar, es un panadero palestino que tiene su negocio en el lado israelí de la barrera cisjordana. Pero se ha dejado, ay, a la novia en el otro lado, porque los hebreos, como los soldados de la RDA en Berlín, no le preguntaron a nadie por dónde debía levantarse el muro de hormigón. Nadia, que lleva el nombre bellísimo de las gimnastas, y de las rusas enigmáticas, es una chica a la que Omar no puede renunciar, así que todas las mañanas, después del trabajo, trepa el muro con una cuerda y salta al otro lado para hablar con ella, para besarla castamente, para presentar sus respetos al hermano de la chavala, Tarek, que además es un buen amigo de la infancia.





            Omar, sin embargo, no es una película romántica. Tarek y Omar, junto con otro amigo palestino de los andurriales, conforman una unidad de resistencia que practica el tiro al blanco por las mañanas, y el tiro al soldado israelí por las noches. Una mala tarde, como las de Chiquito de la Calzada, acertarán en el pecho sin chaleco de un soldado, y darán comienzo las persecuciones, las traiciones y las torturas. El director de la función, Hany Abu-Assad, que hace diez años ya rodó una película notable titulada Paradise Now, prefiere no tomar partido ante los hechos. Él coloca a sus personajes en el paisaje y luego les da cuerda para que sigan el derrotero lógico de sus posiciones. Suponemos que él está con la resistencia, claro, con sus compatriotas arrinconados entre el muro y la pobreza, pero no envuelve los discursos en banderas patrióticas, ni en músicas cargantes. Omar no pretende ser Rambo, ni falta que nos hace. Ningún espectador informado puede permanecer equidistante en este conflicto irresoluble, y por eso mismo no necesitamos que nos chisten, que nos subrayen, que nos señalen con el dedo. Se agradece que de vez en cuando nos traten como a espectadores inteligentes. 


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Open windows

🌟🌟🌟

Open windows es un curioso experimento de Nacho Vigalondo. Una apuesta que tal vez hizo con los amigos, o con la productora, para rodar un thriller con varias tramas y personajes que cupiera en la pantalla de un ordenador, a modo de ventanas que se van abriendo y cerrando. 

    Y no le ha salido mal la película, no señor, aunque la parte final, que es curiosamente la que se escapa del artificio, de la ocurrencia, vaga por los caminos más trillados del suspense. Open windows,  despojada de las tramas criminales, es la triste historia de un pajillero que monta una página web en homenaje a su actriz amada, con fotos y vídeos, con noticias y cotilleos, y uno siente que comprende a ese personaje, que se identifica con él, porque muchas veces he pensado que este mismo blog, con su pátina de cinefilia, con su verborrea de gafapasta, no es más que una tapadera, una excusa rebuscada para hablar de mujeres bellísimas y poner fotos suyas a modo de ilustración.




            En realidad, Open windows se desinfla en el mismo momento en que Sasha Grey, la ex-actriz porno, ahora reconvertida en actriz seria, se abre la bata ante la webcam y nos enseña ese bello torso que muchos ya conocíamos de su etapa anterior, de cuando se ganaba los dólares haciendo felices a hombres y mujeres, a veces en entrega individual y a veces formando parte de equipos muy coordinados. Una vez que nuestra curiosidad queda satisfecha, y que comprobamos que Sasha Grey sigue siendo una mujer muy hermosa de complexión juvenil, Open windows baja de voltaje y deja de interesarnos un poquito. Es como esa súbita indolencia que a uno le entra después de eyacular. Uno quisiera hacerle cariñitos postcoitales a la pareja, como quiere, también, prestarle atención a la película de Vigalondo, pero el bajonazo del ánimo está fuera de nuestro control. Son fuerzas hormonales muy poderosas las que en esos momentos toman el control, y nos secuestran las intenciones que nacían, ay, puras y románticas.


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Dos vidas

🌟🌟🌟

En los comienzos de la II Guerra Mundial, a medida que iban conquistando Europa, las tropas alemanas fueron alentadas por Heinrich Himmler y sus científicos raciales a esparcir la semilla aria entre las mujeres conquistadas. El Lebensborn, que era el programa encargado de estimular la reproducción sexual de la raza pura, traspasó las fronteras de Alemania para abrir nuevos mercados promisorios. Himmler empezó a soñar con un Imperio Mundial en el que los rubios se arracimaban como espigas de trigo en el campo...

      Uno de los países donde las SS y los oficiales de la Vehrmacht reafirmaron su afán reproductor fue en Noruega, pues los ideólogos del nazismo tenían a las vikingas del norte por miembros de una raza pura, asimilable a la aria, incontaminada de pueblos morenos y mediterráneos decadentes. Allí, en el país de los fiordos, los alemanes establecieron varios lebensborn que eran guarderías donde los niños nacidos del experimento eran acogidos y criados, bajo estricta supervisión de los pediatras y las matronas.





            El sueño ario de Noruega apenas duró un lustro. Previendo la derrota militar, los alemanes trasladaron los lebensborn noruegos al suelo patrio, para no perder la cosecha recogida. Después de 1945, cuando se hicieron mayores, la mayoría de estos niños abandonaron el orfanato pensando que eran alemanes de pura cepa, hijos de soldados caídos en combate, o de madres que perecieron en los bombardeos aliados. Sólo unos pocos, y unas pocas, que tuvieron acceso a archivos secretos, o que fueron advertidos por sus antiguas niñeras, llegaron a saber que en realidad habían nacido en otro país, de madres que tuvieron que desprenderse de ellos a la fuerza, y que luego vivieron con el estigma de haber procreado con el invasor. Un dramón de hijas perdidas y madres arrepentidas que haría las delicias de una TV movie de Antena 3, pero que sin embargo, porque está bien escrito, y bien interpretado, y sólo cursilea los justito, vertebra esta notable película de hoy, Dos vidas

     Dos vidas es un lío del copón -aunque muy bien contado, eso sí- en el que caben nazis retorcidos, comunistas muy malos y mataharis arias de una belleza incuestionable. Y todo ello en el marco incomparable de  un pueblo de los fiordos en el que uno, de ser millonario, y de manejarse bien con el inglés, se perdería alegremente para siempre, muy lejos de las gentes conocidas, y de las gentes por conocer, a miles de kilómetros de la mugre patria. Con una antena parabólica, eso sí, para seguir la liga española, que la noruega, por muy civilizados que estén estos nórdicos, no da para mucho. O quizá por eso. 

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Starbuck

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Starbuck cuenta la historia de un masturbador compulsivo -y quién no lo fue, a ciertas edades- que decide, para ganarse unos dólares canadienses, en lo más florido de su juventud, y de su vigor sexual, hacerse donante de semen en una clínica de fertilidad. Para qué desperdiciar gratuitamente un líquido que la ciencia tiene por tan valioso y productivo. 

Años después, nuestro donante -que se ha convertido en un tipo calamitoso de barriga cervecera- descubrirá que la clínica de fertilidad, debido a un error administrativo, ha usado su semen para satisfacer los instintos maternales de más de 500 mujeres. Media juventud de Montreal pasea sus genes por las aulas de la universidad, y por los garitos de moda, y por las líneas más populosas del metro. Rubios y morenas, obesos y deportistas, heterosexuales y homosexuales, ejemplos a seguir y escorias de la sociedad... Las combinaciones genéticas, siempre azarosas, han creado una fauna de personajes que ahora Starbuck desea conocer y apadrinar en la medida de lo posible, con su gran corazón de padrazo y su tontuna de cuarentón decadente. Nuestro héroe se ha convertido en el nuevo Gengis Khan de las estepas canadienses, porque el mogol también repartió su simiente entre cientos de mujeres, aunque él disfrutara, eso sí, del contacto carnal bajo las yurtas, y no del frío borde de un vasito desprecintado.  




    Varias personas me habían recomendado esta película, y ahora caigo en la cuenta de que ninguna de ellas me conoce bien: conocidos de paso, amistades periféricas, coleguillas del café... Porque la película exuda buenas intenciones, nobles sentimientos, músicas de violín en los encuentros paterno-filiales. Y esas cosas, los que me conocen de verdad, saben que me producen urticaria, y me ponen enfermo, y me joden la velada que uno venía soñando desde las ocho de la mañana. Starbuck es una celebración de la paternidad, una exaltación de la procreación, una película que los vaticanistas -aunque los 500 retoños provengan del pecado onanista-, recomiendan a sus parroquianos como ejemplo de fecundidad cristiana. Starbuck ama a sus hijos con tanto sentimiento porque no convive con ellos, porque legalmente no está obligado a nada, porque coleguea con ellos un rato y luego regresa a su apartamento cochambroso, a beber cervezas y a ver el fútbol por la tele. Así cualquiera. 

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Sidney

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Me quedo frío, muy frío, en los desérticos calores de Las Vegas, mientras veo la  ópera prima de Paul Thomas Anderson. Sidney, en su arranque, parece una prima lejana de Ocean's eleven, y esas películas de estafadores me predisponen a la sonrisa y a la posición cómoda en el sofá. Los grandes robos son hechos delictivos que por supuesto no merecen el aplauso, ni la coña marinera, pero a uno, que disfruta con la ruina de los millonarios, le proporcionan un gran entretenimiento, y un pequeño consuelo de viejo bolchevique. Lo primero que hizo el Dioni a llegar a Río/ fue brindar con el espejo y decir: ¡qué tío! 

    Pero Paul Thomas Anderson no es un tipo al que le interesen las revoluciones, ni las películas de género. Lo suyo es hacer prospecciones psicológicas de sus personajes, dejarles que hablen, que desbarren, que brote el sucio petróleo de sus mentes culpables, con oscuro pasado y cadáveres bajo la alfombra. Sidney no era finalmente una comedia, ni un thriller de ladrones sofisticados, sino la precursora dramática de Magnolia, solo que sin chicha, sin chispa, más aburrida cuanta más profundidad alcanza la perforadora.




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Cruce de destinos

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Cruce de destinos es el intento fallido de Ricky Gervais y Stephen Merchant por demostrar que también pueden hacer películas "dramáticas". Ellos, que son dos humoristas geniales, dos santos con altar propio en este blog, se nos han puesto muy ñoños, muy blanditos, con una historia que no resiste media hora en el sofá sin que nazca la tentación de darle al stop. 

   En este resbalón fílmico, tres chavales crecidos en el proletariado británico se abren como polluelos a la vida, al amor, a las primeras esclavitudes del trabajo. Así contada, Cruce de destinos parece una película de Ken Loach, con sus izquierdistas y sus juventudes rebeldes afiliándose al sindicato laborista. Pero estamos en otra aventura, en otra dimensión de la realidad. Cruce de destinos es más bien un british western que hubiese firmado Sergio Leone: “El responsable, el pendenciero, y el tonto del culo”. Un trío de muchachos que en estas películas de la juventud rebelde ya se han convertido en tópico, en recurso facilón, como los threesomes de las páginas pornográficas. Uno que filosofa, otro que pega las hostias, y el tercero que cuenta los chistes de coños y pollas. Los diálogos son sonrojantes, los colores pastelosos, la música para asesinar a quien decidió subrayar con ella los sentimientos. Cruce de destinos sería una TV movie de Antena 3 si no fuera porque de vez en cuando, para bajar un poco las importancias, Gervais y Merchant introducen momentos de humor que rompen la gazmoñería. Pero es un humor zafio, impropio de ellos, como inspirados en el Supersalidos de Greg Mottola, pero sin actores como Jonah Hill ni Michael Cera dándose la réplica. Ni descubrimientos como McLovin, comprándose los whiskies.


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La muerte tenía un precio

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Termino, por fin, la trilogía de Sergio Leone sobre la azarosa vida de los buscavidas tejano-almerienses. La muerte tenía un precio -que los más críticos con este blog habían anunciado como mi caída del caballo, como mi revelación evangélica, como el acto de contrición de mi espíritu arrepentido- ha resultado ser algo más divertida que Por un puñado de dólares, cosa que no era muy difícil. Pero tambièn, ay, algo menos nutritiva que El bueno, el feo y el malo, que siendo el mismo despiporre de persecuciones y tiroteos, al menos contaba con ese malote simpático que interpretaba Eli Wallach, verdadero triunfador de la trilogía completa, pues sólo el pareció entender el sentido lúdico y cachondón de las historias de Sergio Leone.






            Uno habla, por supuesto, a medio siglo de distancia, y medio siglo es pedirle mucho a unas películas que nacieron notables y novedosas, pero descabaladas e imperfectas. Leo en IMDB, para hacerle un poco de justicia a Sergio Leone, que en los años sesenta, dentro de la mojigatería que Hollywood había impuesto como gusto universal, estaban muy mal vistas algunas cosas que Leone filmaba en sus películas, como mostrar al asesino y a la víctima en el mismo plano, ver morir a un caballo de un disparo, descubrir a unos machotes americanos fumándose un trujo o, lo más grave de todo, filmar, aunque sólo fuera de modo entrevelado, la secuencia de una violación. Lo más gracioso de todo es que Leone, al parecer, no tenía ni puta idea de todo esto, y filmaba sus travesuras con la mayor de las inocencias. Quizá por eso, porque los espectadores no estaban acostumbrados a la violencia de sus planos, las películas levantaron tanta polvareda del desierto. 


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El amanecer del planeta de los simios

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A Max, mi antropoide interior, le gustan mucho las películas de El Planeta de los Simios, lo mismo las antiguas que estas nuevas diseñadas por ordenador. Max siempre ha soñado con amotinarse, con apoderarse de los códigos secretos de mi voluntad, y para él, esta saga de los simios tiene el mismo valor que el Octubre de Eisenstein para los bolcheviques: una inspiración revolucionaria, una guía práctica para sublevarse contra el ser humano que lo tiene amordazado. 

    Siendo como soy un adulto amoral, y un futuro viejo verde, Max todavía piensa que soy demasiado humano, y demasiado civilizado. Él sueña con una vida salvaje carente del super-yo freudiano, una aventura regida por los instintos más básicos en la que voy por la calle desafiando a los machos rivales y cortejando a las mujeres.




            Para que no se pusiera muy tonto durante la proyección, hoy por la tarde, antes de ver El amanecer del planeta de los simios, le he prometido que un día de estos, tal vez por su cumpleaños, o por su santo, si se mantenía calladito y no daba mucho la barrila con sus cánticos, volveríamos a ver aquella atrocidad que perpetró Tim Burton con el mundo imaginario de sus congéneres. Dejé escrito que jamás volvería a ver semejante estupidez, pero entonces yo no sabía que la saga iba a ser relanzada pocos años después, mucho más cuidada, mucho más decente, con un líder de los simios por fin complejo y seductor- La versión de Tim Burton es, de largo, la preferida de Max. Y no por su complejidad, ni por su enjundia -que a ambos nos entra la carcajada en el sofá- sino porque en ella salía, muy corta de ropa, esa mujer -que no actriz- llamada Estella Warren, una nadadora canadiense a la que Dios dotó del rostro más sensual que vieron al norte de los Grandes Lagos. 

        A Max, que siempre ha visto el mundo con mis ojos enamorados, no le gustan nada esas simias que salen en las películas, con los labios de hemisferios de coco, y toda la piel recubierta de pelos. A Max, más allá de las preferencias particulares, le gustan las mimas mujeres que a mí, y por eso mantenemos, a pesar de todo, una entrañable convivencia en el sofá. Una convivencia que a veces, cuando las películas vienen bien dadas, y ambos salimos satisfechos de la función, se puede confundir perfectamente con la amistad.

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Dead Man's Shoes

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Molan mucho, hay que confesarlo, las películas de vengadores solitarios, como esta Dead Man's Shoes que un amigote me recomendó en buena hora. La represalia paramilitar de Paddy Considine es como un Kill Bill a la británica, con justiciero de impermeable verde oliva y tomatina de hampones que podría haber servido para completar la cuarta parte de Pusher, la pirotecnia sanguinolenta de Nicolas Winding Refn. No es que a uno le parezcan éticamente aceptables estos pasotes de violencia, pero las películas, como artefactos ilusorios, sirven para sublimar nuestras inclinaciones, para dar salida a los impulsos salvajes que el antropoide interior sigue cocinando en nuestra cueva. Mejor desfogarse aquí, en el sofá, ajusticiando hologramas que son pura mentira, que allá en la calle, entre los paisanos del pueblo, que podrían partirle a uno la cara de un sólo guantazo, con esas manos callosas que tienen de tanto recoger las patatas y las lechugas. 





            Si ayer mismo, a propósito de Compliance, afirmé que todos albergábamos bajo la piel a un estúpido, o a un cobarde, o a un mezquino, tengo que añadir a la lista de seres estupendos un troglodita vengador que siempre camina armado con su cachiporra, dispuesto a restablecer el orden natural de las cosas. Quienes afirman no ser rencorosos sólo practican un tipo diferente de venganza, la pasiva, la no violenta, la que proviene de su desdén absoluto, de su hiriente indiferencia. Los Paulo Coelhos del mundo que predican el amor universal tienen, en realidad, el alma podrida de altanería y vanidad. Son peores que nosotros, diría yo, los australopitecos que nunca les leemos, porque el deseo de venganza es una cosa buena y natural, que arregla no pocos desaguisados, y mantiene a raya las fuerzas del mal. Hay tipejos  del día a día que, o los pones en su sitio, o te hacen la vida imposible. Otra cosa es, por supuesto, que uno, civilizado, habitante occidental del siglo XXI, vaya por ahí soltándole una hostia al primer mentecato que se lo merezca. Uno sabe que la venganza, puesta en marcha, se convierte en una espiral de desagravios que no deja de subir hasta que uno de los combatientes se despeña. Incluso los seres humanos menos evolucionados somos capaces de hacer estos cálculos, de mantener templada la ira que a veces nos sulfura las entrañas. Nosotros, con nuestros defectos, también velamos por un mundo mejor. Nuestra amoralidad no es sinónimo de barbarie.

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Compliance

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Compliance es una película perturbadora que sin embargo, a los misántropos más recalcitrantes de la audiencia, nos deja muy satisfechos en el sofá, porque nos reafirma en la certeza de que poco o nada se puede esperar del género humano. Basada en  hechos reales que luego hay que buscar por internet para creérselos del todo, Compliance demuestra que mientras las cosas van bien, todo son saludos corteses y conversaciones amables, pero que cuando los asuntos se tuercen, la gente se quita la máscara civilizada para enseñar su rostro verdadero. Todos llevamos por dentro un estúpido, un cobarde, un malvado, un mezquino. Sólo nos tienen que poner a prueba para quedarnos desnudos en un santiamén.




            Compliance, con su trama de personajes tan débiles como estúpidos, vuelve a recordarnos la triste realidad de esta tara incurable del Homo Sapiens. También nos recuerda que lo mismo en España que en Ohio, cualquier mindundi al que le colocan un uniforme y un puesto de mínima responsabilidad ya se cree el rey del mambo, el sostén de la economía local, el sujeto imprescindible del engranaje comercial, aunque sólo sea -como en la película- una don nadie que supervisa a tres adolescentes subcontratados en una hamburguesería. Yo pensaba, hasta hoy, que éste era un fenómeno típicamente español, una idiosincrasia lechuguina y absurda que tal vez venía de los tiempos de la Reconquista, de la confluencia de las culturas, de la herencia visigótica mezclada con la moruna, o alguna zarandaja por el estilo. Pero se ve que no, que es una megalomanía que afecta a todos los mentecatos del ancho mundo, y no sólo a ellos, me temo, sino a cualquiera de nosotros, que nunca hemos lucido gorra ni chapa, pero que sólo de imaginarnos en tal situación ya fantaseamos con pequeñas venganzas y chulerías. 



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Por un puñado de dólares

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Después de haberme metido un poquitín con El bueno, el feo y el malo, me llueven los palos de los aficionados al spaguetti western. Mira que he escrito barbaridades sobre Dreyer, sobre Kiarostami, sobre Leos Carax, pero ningún cinéfilo de alta escuelo me ha recriminado nunca el pésimo gusto, el análisis superficial de tanta obra maestra maltratada. La mayoría de ellos no me leen, porque bucean en blogs más profundos y sesudos, donde coges una película húngara del año cincuenta y cuatro y puedes tirarte un rollo de cuatro folios hablando del contexto histórico, del metalenguaje magiar, de la estructura helicoidal de la narrativa, de la psicología inconfundiblemente jungiana de ese personaje que camina en silencio por las calles de Budapest. Los cinéfilos de verdad, cuando caen por aquí, lo hacen por error, por curiosidad, porque tienen un amigo que les dijo que probaran, y cuando me leen les entra como una risa floja, como una vergüenza ajena, y ante tamañas herejías deciden callar, no mancharse, no bajar a este lodazal donde yo escribo con las tripas, sin argumentos ni perspectivas. 



            El colectivo de los aficionados al western, en cambio, no ha esperado ni un solo día para empezar a dispararme con sus Colts del 45. Yo paseaba tranquilamente por la calle principal y de pronto, por un quítame allá esas pajas, me he visto huyendo de la tremenda balacera. Menos mal que he encontrado refugio en el saloon, y que los borrachuzos del whisky no me han visto subir las escaleras del primer piso, donde me han acogido las tres putas de rigor. En sus doctas manos he encomendado mi espíritu. Escribo estas líneas escondido debajo de una cama, a la espera de que los espaguéticos den conmigo y me reten a duelo cuando llegue el amanecer. Yo trataré de explicarles, de matizarles mis argumentos, pero temo que no van escucharme. Ellos prefieren resolverlo todo por la tremenda, a tiro limpio, sin escuchar al forastero que iba camino de San Antonio, a repararse las alforjas. Yo nunca dije que El bueno, el feo y el malo fuera una mala película, sino que me parecía una parodia, una cuchipanda. Una película de humor, y no un clásico venerable del género. No creo haber cometido ningún pecado mortal, ningún acto delictivo contra el Estado Confederado. Pero aquí, en este pueblo de la Almería tejana, hace tiempo que los espaguéticos convirtieron al sheriff en comida para los pollos. Si gracias a mis bellas guardianas consigo salir vivo de la encerrona, ellos clavaran un WANTED con mi rostro mal afeitado en la puerta del saloon, para que nadie olvide nunca mi jeta. Estoy condenado para los restos.


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El baile de los vampiros

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El baile de los vampiros, digan lo que digan los dinosaurios de la crítica, a los que se les pone morcillona con cualquier antigualla de su juventud perdida, se ha quedado viejuna, tontorrona, como una gaseosa que ha perdido las burbujas. La comedia nunca ha sido el fuerte de Roman Polanski. Nobody is perfect... 

   La supuesta gracia de la película está en los tropezones, en las caídas de culo, en los encontronazos de la gente que huye por los pasillos del castillo. Un puro slapstick de policías de la Keystone. Y qué decir, de las caras estúpidas que ponen los personajes cuando atisban un escote de mujer por las cerraduras: un humor colegial, de niños de preescolar, de homenaje a Benny Hill, que hace cincuenta años tal vez incendiaba las plateas, porque la gente era así de inocente, y estaba educada en otra contención de los instintos, pero que ahora te deja perplejo, como muy veterano de estas cerdadas, habitante de otra época muy distinta, ya curada de espantos y de tetas. 

    De El baile de los vampiros sólo nos quedará la belleza, congelada para siempre en los fotogramas, de Sharon Tate. Ella es un gozo para los sentidos, y una puñalada para el alma, porque todos sabemos de su destino fatal, de su vida truncada, en aquella mansión maldita de Cielo Drive.





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