Open windows

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Open windows es un curioso experimento de Nacho Vigalondo. Una apuesta que tal vez hizo con los amigos, o con la productora, para rodar un thriller con varias tramas y personajes que cupiera en la pantalla de un ordenador, a modo de ventanas que se van abriendo y cerrando. 

    Y no le ha salido mal la película, no señor, aunque la parte final, que es curiosamente la que se escapa del artificio, de la ocurrencia, vaga por los caminos más trillados del suspense. Open windows,  despojada de las tramas criminales, es la triste historia de un pajillero que monta una página web en homenaje a su actriz amada, con fotos y vídeos, con noticias y cotilleos, y uno siente que comprende a ese personaje, que se identifica con él, porque muchas veces he pensado que este mismo blog, con su pátina de cinefilia, con su verborrea de gafapasta, no es más que una tapadera, una excusa rebuscada para hablar de mujeres bellísimas y poner fotos suyas a modo de ilustración.




            En realidad, Open windows se desinfla en el mismo momento en que Sasha Grey, la ex-actriz porno, ahora reconvertida en actriz seria, se abre la bata ante la webcam y nos enseña ese bello torso que muchos ya conocíamos de su etapa anterior, de cuando se ganaba los dólares haciendo felices a hombres y mujeres, a veces en entrega individual y a veces formando parte de equipos muy coordinados. Una vez que nuestra curiosidad queda satisfecha, y que comprobamos que Sasha Grey sigue siendo una mujer muy hermosa de complexión juvenil, Open windows baja de voltaje y deja de interesarnos un poquito. Es como esa súbita indolencia que a uno le entra después de eyacular. Uno quisiera hacerle cariñitos postcoitales a la pareja, como quiere, también, prestarle atención a la película de Vigalondo, pero el bajonazo del ánimo está fuera de nuestro control. Son fuerzas hormonales muy poderosas las que en esos momentos toman el control, y nos secuestran las intenciones que nacían, ay, puras y románticas.


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Dos vidas

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En los comienzos de la II Guerra Mundial, a medida que iban conquistando Europa, las tropas alemanas fueron alentadas por Heinrich Himmler y sus científicos raciales a esparcir la semilla aria entre las mujeres conquistadas. El Lebensborn, que era el programa encargado de estimular la reproducción sexual de la raza pura, traspasó las fronteras de Alemania para abrir nuevos mercados promisorios. Himmler empezó a soñar con un Imperio Mundial en el que los rubios se arracimaban como espigas de trigo en el campo...

      Uno de los países donde las SS y los oficiales de la Vehrmacht reafirmaron su afán reproductor fue en Noruega, pues los ideólogos del nazismo tenían a las vikingas del norte por miembros de una raza pura, asimilable a la aria, incontaminada de pueblos morenos y mediterráneos decadentes. Allí, en el país de los fiordos, los alemanes establecieron varios lebensborn que eran guarderías donde los niños nacidos del experimento eran acogidos y criados, bajo estricta supervisión de los pediatras y las matronas.





            El sueño ario de Noruega apenas duró un lustro. Previendo la derrota militar, los alemanes trasladaron los lebensborn noruegos al suelo patrio, para no perder la cosecha recogida. Después de 1945, cuando se hicieron mayores, la mayoría de estos niños abandonaron el orfanato pensando que eran alemanes de pura cepa, hijos de soldados caídos en combate, o de madres que perecieron en los bombardeos aliados. Sólo unos pocos, y unas pocas, que tuvieron acceso a archivos secretos, o que fueron advertidos por sus antiguas niñeras, llegaron a saber que en realidad habían nacido en otro país, de madres que tuvieron que desprenderse de ellos a la fuerza, y que luego vivieron con el estigma de haber procreado con el invasor. Un dramón de hijas perdidas y madres arrepentidas que haría las delicias de una TV movie de Antena 3, pero que sin embargo, porque está bien escrito, y bien interpretado, y sólo cursilea los justito, vertebra esta notable película de hoy, Dos vidas

     Dos vidas es un lío del copón -aunque muy bien contado, eso sí- en el que caben nazis retorcidos, comunistas muy malos y mataharis arias de una belleza incuestionable. Y todo ello en el marco incomparable de  un pueblo de los fiordos en el que uno, de ser millonario, y de manejarse bien con el inglés, se perdería alegremente para siempre, muy lejos de las gentes conocidas, y de las gentes por conocer, a miles de kilómetros de la mugre patria. Con una antena parabólica, eso sí, para seguir la liga española, que la noruega, por muy civilizados que estén estos nórdicos, no da para mucho. O quizá por eso. 

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Starbuck

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Starbuck cuenta la historia de un masturbador compulsivo -y quién no lo fue, a ciertas edades- que decide, para ganarse unos dólares canadienses, en lo más florido de su juventud, y de su vigor sexual, hacerse donante de semen en una clínica de fertilidad. Para qué desperdiciar gratuitamente un líquido que la ciencia tiene por tan valioso y productivo. 

Años después, nuestro donante -que se ha convertido en un tipo calamitoso de barriga cervecera- descubrirá que la clínica de fertilidad, debido a un error administrativo, ha usado su semen para satisfacer los instintos maternales de más de 500 mujeres. Media juventud de Montreal pasea sus genes por las aulas de la universidad, y por los garitos de moda, y por las líneas más populosas del metro. Rubios y morenas, obesos y deportistas, heterosexuales y homosexuales, ejemplos a seguir y escorias de la sociedad... Las combinaciones genéticas, siempre azarosas, han creado una fauna de personajes que ahora Starbuck desea conocer y apadrinar en la medida de lo posible, con su gran corazón de padrazo y su tontuna de cuarentón decadente. Nuestro héroe se ha convertido en el nuevo Gengis Khan de las estepas canadienses, porque el mogol también repartió su simiente entre cientos de mujeres, aunque él disfrutara, eso sí, del contacto carnal bajo las yurtas, y no del frío borde de un vasito desprecintado.  




    Varias personas me habían recomendado esta película, y ahora caigo en la cuenta de que ninguna de ellas me conoce bien: conocidos de paso, amistades periféricas, coleguillas del café... Porque la película exuda buenas intenciones, nobles sentimientos, músicas de violín en los encuentros paterno-filiales. Y esas cosas, los que me conocen de verdad, saben que me producen urticaria, y me ponen enfermo, y me joden la velada que uno venía soñando desde las ocho de la mañana. Starbuck es una celebración de la paternidad, una exaltación de la procreación, una película que los vaticanistas -aunque los 500 retoños provengan del pecado onanista-, recomiendan a sus parroquianos como ejemplo de fecundidad cristiana. Starbuck ama a sus hijos con tanto sentimiento porque no convive con ellos, porque legalmente no está obligado a nada, porque coleguea con ellos un rato y luego regresa a su apartamento cochambroso, a beber cervezas y a ver el fútbol por la tele. Así cualquiera. 

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Sidney

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Me quedo frío, muy frío, en los desérticos calores de Las Vegas, mientras veo la  ópera prima de Paul Thomas Anderson. Sidney, en su arranque, parece una prima lejana de Ocean's eleven, y esas películas de estafadores me predisponen a la sonrisa y a la posición cómoda en el sofá. Los grandes robos son hechos delictivos que por supuesto no merecen el aplauso, ni la coña marinera, pero a uno, que disfruta con la ruina de los millonarios, le proporcionan un gran entretenimiento, y un pequeño consuelo de viejo bolchevique. Lo primero que hizo el Dioni a llegar a Río/ fue brindar con el espejo y decir: ¡qué tío! 

    Pero Paul Thomas Anderson no es un tipo al que le interesen las revoluciones, ni las películas de género. Lo suyo es hacer prospecciones psicológicas de sus personajes, dejarles que hablen, que desbarren, que brote el sucio petróleo de sus mentes culpables, con oscuro pasado y cadáveres bajo la alfombra. Sidney no era finalmente una comedia, ni un thriller de ladrones sofisticados, sino la precursora dramática de Magnolia, solo que sin chicha, sin chispa, más aburrida cuanta más profundidad alcanza la perforadora.




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Cruce de destinos

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Cruce de destinos es el intento fallido de Ricky Gervais y Stephen Merchant por demostrar que también pueden hacer películas "dramáticas". Ellos, que son dos humoristas geniales, dos santos con altar propio en este blog, se nos han puesto muy ñoños, muy blanditos, con una historia que no resiste media hora en el sofá sin que nazca la tentación de darle al stop. 

   En este resbalón fílmico, tres chavales crecidos en el proletariado británico se abren como polluelos a la vida, al amor, a las primeras esclavitudes del trabajo. Así contada, Cruce de destinos parece una película de Ken Loach, con sus izquierdistas y sus juventudes rebeldes afiliándose al sindicato laborista. Pero estamos en otra aventura, en otra dimensión de la realidad. Cruce de destinos es más bien un british western que hubiese firmado Sergio Leone: “El responsable, el pendenciero, y el tonto del culo”. Un trío de muchachos que en estas películas de la juventud rebelde ya se han convertido en tópico, en recurso facilón, como los threesomes de las páginas pornográficas. Uno que filosofa, otro que pega las hostias, y el tercero que cuenta los chistes de coños y pollas. Los diálogos son sonrojantes, los colores pastelosos, la música para asesinar a quien decidió subrayar con ella los sentimientos. Cruce de destinos sería una TV movie de Antena 3 si no fuera porque de vez en cuando, para bajar un poco las importancias, Gervais y Merchant introducen momentos de humor que rompen la gazmoñería. Pero es un humor zafio, impropio de ellos, como inspirados en el Supersalidos de Greg Mottola, pero sin actores como Jonah Hill ni Michael Cera dándose la réplica. Ni descubrimientos como McLovin, comprándose los whiskies.


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La muerte tenía un precio

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Termino, por fin, la trilogía de Sergio Leone sobre la azarosa vida de los buscavidas tejano-almerienses. La muerte tenía un precio -que los más críticos con este blog habían anunciado como mi caída del caballo, como mi revelación evangélica, como el acto de contrición de mi espíritu arrepentido- ha resultado ser algo más divertida que Por un puñado de dólares, cosa que no era muy difícil. Pero tambièn, ay, algo menos nutritiva que El bueno, el feo y el malo, que siendo el mismo despiporre de persecuciones y tiroteos, al menos contaba con ese malote simpático que interpretaba Eli Wallach, verdadero triunfador de la trilogía completa, pues sólo el pareció entender el sentido lúdico y cachondón de las historias de Sergio Leone.






            Uno habla, por supuesto, a medio siglo de distancia, y medio siglo es pedirle mucho a unas películas que nacieron notables y novedosas, pero descabaladas e imperfectas. Leo en IMDB, para hacerle un poco de justicia a Sergio Leone, que en los años sesenta, dentro de la mojigatería que Hollywood había impuesto como gusto universal, estaban muy mal vistas algunas cosas que Leone filmaba en sus películas, como mostrar al asesino y a la víctima en el mismo plano, ver morir a un caballo de un disparo, descubrir a unos machotes americanos fumándose un trujo o, lo más grave de todo, filmar, aunque sólo fuera de modo entrevelado, la secuencia de una violación. Lo más gracioso de todo es que Leone, al parecer, no tenía ni puta idea de todo esto, y filmaba sus travesuras con la mayor de las inocencias. Quizá por eso, porque los espectadores no estaban acostumbrados a la violencia de sus planos, las películas levantaron tanta polvareda del desierto. 


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El amanecer del planeta de los simios

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A Max, mi antropoide interior, le gustan mucho las películas de El Planeta de los Simios, lo mismo las antiguas que estas nuevas diseñadas por ordenador. Max siempre ha soñado con amotinarse, con apoderarse de los códigos secretos de mi voluntad, y para él, esta saga de los simios tiene el mismo valor que el Octubre de Eisenstein para los bolcheviques: una inspiración revolucionaria, una guía práctica para sublevarse contra el ser humano que lo tiene amordazado. 

    Siendo como soy un adulto amoral, y un futuro viejo verde, Max todavía piensa que soy demasiado humano, y demasiado civilizado. Él sueña con una vida salvaje carente del super-yo freudiano, una aventura regida por los instintos más básicos en la que voy por la calle desafiando a los machos rivales y cortejando a las mujeres.




            Para que no se pusiera muy tonto durante la proyección, hoy por la tarde, antes de ver El amanecer del planeta de los simios, le he prometido que un día de estos, tal vez por su cumpleaños, o por su santo, si se mantenía calladito y no daba mucho la barrila con sus cánticos, volveríamos a ver aquella atrocidad que perpetró Tim Burton con el mundo imaginario de sus congéneres. Dejé escrito que jamás volvería a ver semejante estupidez, pero entonces yo no sabía que la saga iba a ser relanzada pocos años después, mucho más cuidada, mucho más decente, con un líder de los simios por fin complejo y seductor- La versión de Tim Burton es, de largo, la preferida de Max. Y no por su complejidad, ni por su enjundia -que a ambos nos entra la carcajada en el sofá- sino porque en ella salía, muy corta de ropa, esa mujer -que no actriz- llamada Estella Warren, una nadadora canadiense a la que Dios dotó del rostro más sensual que vieron al norte de los Grandes Lagos. 

        A Max, que siempre ha visto el mundo con mis ojos enamorados, no le gustan nada esas simias que salen en las películas, con los labios de hemisferios de coco, y toda la piel recubierta de pelos. A Max, más allá de las preferencias particulares, le gustan las mimas mujeres que a mí, y por eso mantenemos, a pesar de todo, una entrañable convivencia en el sofá. Una convivencia que a veces, cuando las películas vienen bien dadas, y ambos salimos satisfechos de la función, se puede confundir perfectamente con la amistad.

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Dead Man's Shoes

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Molan mucho, hay que confesarlo, las películas de vengadores solitarios, como esta Dead Man's Shoes que un amigote me recomendó en buena hora. La represalia paramilitar de Paddy Considine es como un Kill Bill a la británica, con justiciero de impermeable verde oliva y tomatina de hampones que podría haber servido para completar la cuarta parte de Pusher, la pirotecnia sanguinolenta de Nicolas Winding Refn. No es que a uno le parezcan éticamente aceptables estos pasotes de violencia, pero las películas, como artefactos ilusorios, sirven para sublimar nuestras inclinaciones, para dar salida a los impulsos salvajes que el antropoide interior sigue cocinando en nuestra cueva. Mejor desfogarse aquí, en el sofá, ajusticiando hologramas que son pura mentira, que allá en la calle, entre los paisanos del pueblo, que podrían partirle a uno la cara de un sólo guantazo, con esas manos callosas que tienen de tanto recoger las patatas y las lechugas. 





            Si ayer mismo, a propósito de Compliance, afirmé que todos albergábamos bajo la piel a un estúpido, o a un cobarde, o a un mezquino, tengo que añadir a la lista de seres estupendos un troglodita vengador que siempre camina armado con su cachiporra, dispuesto a restablecer el orden natural de las cosas. Quienes afirman no ser rencorosos sólo practican un tipo diferente de venganza, la pasiva, la no violenta, la que proviene de su desdén absoluto, de su hiriente indiferencia. Los Paulo Coelhos del mundo que predican el amor universal tienen, en realidad, el alma podrida de altanería y vanidad. Son peores que nosotros, diría yo, los australopitecos que nunca les leemos, porque el deseo de venganza es una cosa buena y natural, que arregla no pocos desaguisados, y mantiene a raya las fuerzas del mal. Hay tipejos  del día a día que, o los pones en su sitio, o te hacen la vida imposible. Otra cosa es, por supuesto, que uno, civilizado, habitante occidental del siglo XXI, vaya por ahí soltándole una hostia al primer mentecato que se lo merezca. Uno sabe que la venganza, puesta en marcha, se convierte en una espiral de desagravios que no deja de subir hasta que uno de los combatientes se despeña. Incluso los seres humanos menos evolucionados somos capaces de hacer estos cálculos, de mantener templada la ira que a veces nos sulfura las entrañas. Nosotros, con nuestros defectos, también velamos por un mundo mejor. Nuestra amoralidad no es sinónimo de barbarie.

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