10.000 km

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10.000 kilómetros -metro arriba metro abajo- es la distancia que separa Los Ángeles de Barcelona. 10.000 kilómetros son la suma del ancho de Estados Unidos, la extensión mareante del Océano Atlántico, y las tierras resecas de España que van tomando verdor en las cercanías del Ebro. Pero no es la distancia, sino el tiempo de separación, lo que pondrá a prueba el amor fogoso e inoxidable de esta joven pareja. Ella, Alex, que es una fotógrafa de altos vuelos condenada al paro, recibirá una beca para trabajar un año en Los Ángeles, California, allí donde Hank Moody y Charlie Runkle californiquean con toda rubia que se beba dos copas de más. El novio, Sergi, que se gana la vida dando clase particulares mientras prepara oposiciones, habrá de quedarse en Barcelona, a cuidar el piso, a hacerse pajas, a esperar que el año de separación termine cuanto antes.


            Si nos fiamos de la primera escena de la película, que incluye polvo matinal y desayuno compartido entre carcajadas, el amor de estos dos pipiolos está hecho a prueba de bombas. Parecen tener muy claro lo del futuro compartido, lo del proyecto en común, lo del intercambio genético en forma de zigoto ¿Qué son doce meses, o diez millones de metros, en comparación con la fuerza del amor que reavivan cada noche en la cama, cada mañana en la cocina, cada tarde en el café, cada noche en el sofá delante de la tele? Apenas arañazos en el carro blindado. Inocua llovizna sobre el tejado impermeable de la pasión, que dijo el poeta... Gracias a Skype, a Facebook, al correo electrónico de toda la vida, ya no existen distancias que hayan de cubrir los caballos de postas, o los barcos de vapor, dejando entre las cartas espaciadas un mar añadido de incertidumbres. Ahora, con un solo golpe de ratón que viaja a la velocidad de la luz, puedes ver a tu amante lejano, hablar con él, mantener viva la llama del contacto. Podrás recobrarlo por entero, excepto, ay, su cuerpo. 

    Porque si el roce, como bien sabían los antiguos, es el que hace el cariño,  el desroce, en buena lógica, va abriendo las primeras grietas en las parejas. De nuevo lo llaman amor cuando quieren decir sexo. Sin follar -y perdonen que me ponga así de grueso, y así de cínico- no hay amor que se mantenga firme dos veranos, y mucho menos un año como éste de la película. El polvo cotidiano es la argamasa que mantiene pegados los ladrillos. Sin su presencia, sopla un poco de viento, o aparece un candidato alternativo, o te envían de becaria a 10.000 kilómetros de distancia, y todas las piezas se desmoronan como un juego infantil en Legoland.



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La jaula de oro

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La jaula de oro cuenta la historia de tres adolescentes guatemaltecos que deciden, llevados a medias por la pobreza y por el afán de aventura, subirse a los trenes de mercancías que se dirigen hacia el Norte, hacia la frontera de Estados Unidos, donde les han contado que se ubica el País de Jauja, la Casita de Chocolate, el pueblo del Far West donde atan los perros con longanizas y los caballos con cuerdas de hierba fresca.


       En las road movies tradicionales, rodadas en Hollywood, siempre son una pareja de gringos los que viajan hacia la frontera de México con un maletín lleno de billetes. Siempre hay un coche de policía que los persigue por el desierto, una serpiente de cascabel que les espera traicionera entre las piedras, un depósito de gasolina que se queda sin combustible justo cuando ya acariciaban el sueño de la evasión. La jaula de oro es una road movie que transcurre en sentido contrario, rodada en los parajes mexicanos donde reinan los cactus y las vírgenes de Guadalupe. Aquí no son dos ladrones, sino miles de trabajadores honrados, los que buscan la frontera que habrá de cambiarles la suerte y la vida. Como viajan sin coche ni gasolina, y las serpientes ya se las comieron todas los hambrientos que los precedieron en la ruta, aquí los peligros vienen encarnados por el propio ser humano: los policías de frontera que los expulsan a sus países de origen; los bandoleros que requisan a las mujeres para convertirlas en carne de prostíbulo; los plantadores de caña que los utilizan para limpiar los campos a cambio de un mísero catre y un bocadillo de mortadela. Los psicópatas del narcotráfico que se entretienen en asesinar emigrantes como hacía Amon Goeth con los judíos en su campo de concentración. 

    Estos pobres chicos de la película -que son el trasunto de la barbarie real que allí acontece todos los días- abandonaron la jungla de los animales salvajes para caer en esta otra del desierto mexicano, donde las alimañas caminan con dos piernas y dicen muchas veces güey y pendejo y la pinche de tu madre. La jaula de oro es otra película de pobres que buscan el pan. De malnacidos que aprovechan la circunstancia. De dioses ausentes que hace años abandonaron esos parajes porque les molestaba el calor y se mudaron a las pistas de esquí donde van los millonarios de vacaciones, 




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Cuscús

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Antes de levantar pollas y ampollas con La vida de Adèle, Abdellatif Kechiche, había rodado otra película titulada Cuscús que también tuvo su recorrido exitoso por los festivales. Uno, no lo voy a negar, esperaba encontrar en Cuscús emociones parecidas a las que nos regalaron Adèle y su amante del pelo azul. Uno soñaba con otra película estimable, de buen cine apasionado, en el que se deslizara por aquí y por allá algún polvo del siglo digno de ser recordado. Uno es cinéfilo y gorrinófilo a la vez, y esa dualidad del alma provoca un conflicto que sólo en películas como La vida de Adèle encuentra el camino de la paz y el armisticio de las tensiones.


    Pero Cuscús, para desolación de mi yo más indecente, se va por cerros argumentales que no son los de Úbeda, y mucho menos los de Safo. Cuscús es cine social, comprometido, de pobres que luchan por salir adelante en la vida y funcionarios vendidos al capital que les hacen la vida imposible. La vida misma, en definitiva, con su proletariado y su precariado, y mucho hijo de puta que anda suelto por ahí. Cuscús se parece mucho a las películas de Ken Loach, o más todavía, a las de Robert Guédiguian, que también es un rojo francés que se las trae con abalorios. De hecho, entre la Marsella de Guédiguian y este puerto comercial de Sète apenas hay cien kilómetros de distancia, y cero, ninguno, en la problemática social de la clase trabajadora.  Tales historias satisfacen a mi bolchevique interior, y al buen cinéfilo que aplaude la propuesta indignada, pero no, ay, al simio que se ha pasado toda la película esperando la oportunidad de avanzar en los tocamientos, y que se ha quedado, como premio de consolación final, con esa danza del vientre que no es moco de pavo, ni mucho menos, pero que está muy lejos -a varios orgasmos-luz del dulce retozar de Adèle con su amante -descubriendo la juvenil fogosidad.




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El buscavidas

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El buscavidas es una de las películas de mi vida. Primero porque es cojonuda, y segundo porque en ella juegan al billar, y a mí esa liturgia del taco me deja boquiabierto y ensoñando como un niño tonto. Si Eddie Felson se hubiese dedicado a trampear en partidas de póker, o en torneos de dardos, El buscavidas, para quien esto escribe, no habría tenido la misma relevancia, la misma mística que la ha convertido en una referencia continua de las tertulias. 

    Los lectores de estas malandanzas ya saben que lo mío con el billar es una fijación de autista, una obsesión de haber perdido la chaveta. Una vocación que nació no tardía, sino ya directamente muerta, a destiempo de cualquier aprendizaje y de cualquier futuro viable. Uno apenas sabe agarrar el taco, posicionar el cuerpo, realizar los golpes más básicos. Mi destreza manual, tan poco simiesca, apenas me llega para pelar los plátanos, o para fregar los platos sin estrellarlos contra el suelo. Mi padre, el pobre, vivía del arte que producían su manos, y yo sin embargo, entrampado en un laberinto genético, sobrevivo a pesar de mis manos. Así que me conformo con verlo en la tele, en los canales de pago, en largas veladas que me dejan hipnotizado, y evaporan el tiempo densísimo para convertirlo en apenas un suspiro. 

          El buscavidas, decía, es una de las diez películas que me llevaría a la isla desierta. O de las cinco, quizá, si me pillara en un día propicio. Y lo haría, sin embargo, en total desacuerdo con la moraleja final. Eddie Felson viene de California con una sonrisa de sol en la cara, y una taquera bien chula junto a la maleta, dispuesto a comerse el mundo de los billares. Pero Minnesota Fats, en su primer desafío, tras varias horas de juego, y varias botellas de whisky en el coleto, termina por destrozarlo. Minnesota es un veterano de mil batallas: se mueve despacio, cariacontecido, con una seguridad pasmosa en todo lo que hace. No se pone nervioso, no se apresura, encaja las malas rachas con una sonrisa de complacencia mientras se afila las uñas a escondidas. Eddie, por contra, es un chulo de los antros, un borrachín sin aguante, un pelele dominado por la frustración. Le llegan las malas rachas y se desmorona; le llegan las buenas y no sabe cuándo parar. 

    Vapuleado en este primer reto, retornará a sus cuarteles de invierno, al hotel desvencijado de cuatro chavos por noche. En la ciudad conocerá el amor, la lesión, la tragedia... La prostitución de su propio talento, en busca de ganarse una revancha contra Minnesota. Se presentará ante el gordo entrañable con un semblante distinto, con un autodominio insospechado. Y le vencerá. "Ahora tengo carácter", le grita Eddie a la cara, convencido de que el carácter es una cosa que se adquiere, que se trabaja, que casi se merece a cambio de los sinsabores personales. Pero el carácter, como todos sabemos, es una cuestión cromosómica que nos viene dada. Que nace con nosotros y muere con nosotros. El carácter no es una parte de nosotros: es nosotros, literalmente. Forma parte de nuestra estructura básica, como la sangre, o como los nervios. Ir por ahí gritando "ahora tengo carácter" es tan ridículo como gritar "ya tengo sistema nervioso", o "por fin me han colocado el esqueleto". Eddie dice que descubrió su carácter, pero en realidad lo está fingiendo, o lo fingía antes.




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Kauwboy

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Me estoy volviendo viejo y sentimental. Películas que antes aguantaba con un estoicismo de macho ibérico, queriendo impresionar a mujeres que sólo existían en mi fantasía, ahora, a los pocos minutos de haber empezado,  me ponen un ahogo en la garganta, un malestar en el espíritu, una lagrimilla en el embalse ocular que espera órdenes para desaguar y regar los páramos de mi rostro.

    Kauwboy -que es una película holandesa de mucho renombre en los festivales, pero casi inencontrable en las razias de los piratas- es el dramón de un niño huérfano y el pájaro caído del nido al que cuida en el desván. Lo hace a escondidas de su padre, que anda medio loco y medio maltratador, encerrado en su mundo de viudo prematuro. Uno pensaba que en Holanda no ocurrían estas cosas, porque aquello es Europa, y la gente tiene otra educación, y otro saber estar, pero se ve que no, que en todos los sitios cuecen habas, y que el abandono infantil es una lacra que no distingue países protestantes de países católicos, territorios civilizados de tierras salvajes como la nuestra. El chaval, Jojo, viene a ser otro pájaro caído del nido, abandonado a la suerte de la vida doméstica, o de la convivencia escolar, y por eso entabla una relación tan especial con el pobre pajaruelo.

    Kauwboy está muy bien hecha, pardiez, y uno ya no está para aguantarse los sentimientos, ni para esconder las debilidades, ni mucho menos para decir que estas lágrimas traidoras no son lo que parecen. No aquí, al menos, en este blog, donde mi yo verdadero se sigue escribiendo desnudo, sin poses ni disfraces. Mañana, si algún vecino de este villorrio me preguntara por Kauwboy, volvería a mentir como un bellaco para salvar mi buen nombre: “Una mariconada, con niño, sentimental ya sabes…”



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Capricornio Uno

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Uno tiene, desde niño, porque siempre lo escuchó en casa, y luego lo razonó de mayor, la convicción estúpida, pero convicción, de que el hombre nunca llegó a pisar la Luna. Sé que ahora está de moda hacerse el incrédulo, el conspiranoico, porque eso vende uno entre el personal, pero les aseguro que yo estaba mucho antes en la cola de la militancia: cuando la gente nos miraba como si estuviéramos locos, o nos hubiéramos fumado un porro.

En este club de renegados estamos convencidos de que los americanos, rezagados en la carrera espacial, dieron un golpe ficticio que hizo callar las carcajadas de todos los rojos del mundo. Había que poner un hombre en la Luna a toda costa, con la bandera de los Estados Unidos bien visible en las televisiones. Y si no podía ser en la Luna, en un paisaje parecido, construido por los de Hollywood. Como nadie había estado allí jamás, había mucho margenpara la improvisación. Qué sabía nadie de las rocas, del polvo, del color verdadero de los paisajes. Es aquí donde los miembros del club nos dividimos en dos bandos: los que pensamos que alguien de la NASA vio la Base Clavius en 2001 y pensó: “Hostia, nen, aquí tenemos nuestra Luna”, y los que piensan, herejes, que todo en 2001 fue un ensayo general para el gran engaño, y que la filosofía existencial del Monolito sólo fue un mcguffin que permitió a Kubrick experimentar con las texturas del espacio. Unos piensan que fue el huevo antes que la gallina, y otros que al revés, pero todos compartimos la misma tortilla, o el mismo caldo, que los mismo da.


Cuento todo esto porque hoy he vuelto a ver Capricornio Uno, película que narra un engaño muy parecido al cometido en 1969, pero esta vez con el planeta Marte como objetivo. Aquí no es la presión de los soviéticos la que empuja a los malvados, porque diez años después de Armstrong los rusos ya han dado por perdida la carrera espacial. Ahora su máxima preocupación es abastecer las tiendas, combatir el frío, embotellar el vodka, y luego, con lo que poco que sobre, ir construyendo la estación espacial MIR. Los malosos de Capricornio Uno son altos funcionarios de la NASA que no quieren perder las grandes inversiones del gobierno. Incluso la audiencia de la tele se aburría ya de ver tanto Apolo alunizando y tanto astronauta dando botes a cámara lenta.  Había que dar un golpe de efecto para rescatar la atención del público, y qué mejor producto que Marte, el planeta rojo, no de comunistas, pero sí del óxido de hierro, tan fácilmente reproducible en un estudio de televisión con polvo de ladrillo y cuatro pinceladas ocre en los cielos. 




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Un cuento francés

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Agnès Jauoi y Jean-Pierre Bacri son dos cineastas del otro lado de los Pirineos, exmujer y exmarido, y residentes en París. En España sólo son conocidos por los asiduos a los festivales de cine, y por los afrancesados que sobrevivimos en provincias. Nosotros somos los descendientes de aquellos que sobrevivieron a las purgas sangrientas del siglo XIX, las que encabezaron los curas y los bandoleros contra nuestros indómitos tatarabuelos. Ellos huyeron de la corte de Madrid y se refugiaron en las montañas del norte, alimentados por bellas aldeanas que luego retozaron con ellos en los pajares, y se convirtieron así en nuestras recordadas tatarabuelas. De ahí venimos los renegados ibéricos que aún nos asomamos al cine francés de vez en cuando, a ver qué producen, llevados por la curiosidad de lo europeo, de lo bien hecho, y también, por supuesto, para rendir homenaje a nuestros antepasados perseguidos por el rey Deseado. Porque ellos soñaron con una España más culta y menos católica, y me ofendo mucho cuando escucho la expresión gabacho, porque yo me siento gabacho de espíritu, y escandinavo de vocación, y español sólo porque me obligan.



            Agnès Jaoui, que firma las películas como directora, y Jean-Pierre, que aparece siempre como co-guionista, tienen la extraña habilidad de escribir historias en las que uno, como espectador, queda absorbido por unos diálogos naturales, nada afectados, que pronuncian personajes como usted y como yo, de carne y hueso, recién salidos de la cama o de la compra del supermercado. Son franceses atrapados en la perplejidad de la vida, enredados en las mil revueltas de las costumbres, indecisos en el amor, perturbados por el trabajo. Los personajes de Agnès y Jean-Pierre son neuróticos de pronóstico leve que navegan con nosotros el río cotidiano. Ellos son como el compañero que te cuenta una neura, como el amigo que comparte una preocupación. En Un cuento francés, que es la cuarta película firmada en común por la expareja, no sucede nada trascendental. Nadie muere, nadie enferma, nadie termina en la cárcel por un delito que nunca cometió. No hay hermanos drogadictos, ni hijos parapléjicos, ni abortos traumáticos. La vida de estos parisinos es el coñazo habitual de todos los días: tres momentos fugaces de risa o de placer perdidos en la bruma gris que borra los contornos. Un cuento francés no se puede recomendar a nadie contando lo que en ella sucede, porque todo es banal, anecdótico, cotidiano. Nos lo sabemos de cabo a rabo, los transeúntes de la vida. Pero ojo: por debajo de la trivialidad nadan tiburones que de vez en cuando salen del agua y lanzan dentelladas muy peligrosas. 





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¿Qué hacemos con Maisie?

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Los padres que se separan, la niña que sufre, el hogar que se rompe… Historias que en la vida real, cuando afectan a  personas cercanas, te dejan triste y pensativo, pues uno también es padre y marido, y sabe bien que sólo un desamor se interpone entre el hogar aparentemente feliz y la batalla sangrienta por las custodias. Uno ve a esos hijos trashumantes, que van de padre en madre, de abuelo en abuela, y siente una pena infinita por su destino. Luego los chavales crecen, se hacen fuertes, y de todos estos vaivenes sólo les quedará una leve cicatriz en el espíritu. Ellos forjan su carácter y su destino en el grupo de iguales, con sus compañeros del colegio, con sus amigos del barrio. Es ahí donde adoptan sus roles, donde mandan o se subordinan, donde se hacen fuertes o empiezan a naufragar. Pero mientras tanto, en los hogares infelices, ellos van sufriendo, se hacen preguntas, se quedan mirando a los adultos sin comprender nada de lo que sucede.




            El gran acierto de ¿Qué hacemos con Maisie? es convertir el punto de vista del espectador en el punto de vista de Maisie, la niña que viene y va. Nunca vemos nada que ella misma no vea, aunque nuestra interpretación de los hechos sea, claro está, muy distinta. Maisie barrunta, sospecha, hace deducciones guiadas por su lógica infantil. Más que sufrir, se entristece. Siente que su vida ya no es la misma, y que probablemente nunca volverá a ser igual. Pero tiene sus juguetes, su colegio, sus amigos. El cariño incondicional de los canguros que cuidan de ella, que la tratan mejor que sus propios padres, y ese refugio afectivo, y esa inconsciencia bendita de los niños, la va salvando día a día de la pesadilla. Nosotros, en cambio, sabemos, comprendemos, se nos pone un humor de mil demonios cuando sus padres juegan con ella al tenis de los horarios. No son malas personas en realidad -la rockera venida a menos, el marchante venido a más- pero son personas que no estaban preparadas para tener una hija. Antes que ella están los viajes, los compromisos, los amoríos, los descansos imprescindibles para curarse del estrés. Quieren a su hija, pero no la quieren en sus vidas. En ¿Qué hacemos con Maisie? no hay buenos ni malos. Hasta en eso es una película ejemplar y distinta. Sobran los gritos, las músicas, los melodramas. Los maniqueísmos estúpidos de las otras cien películas que antes tocaron el tema. Aquí sólo hay adultos que no querían ser padres. 


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