Los duelistas

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Para un hombre del siglo XXI, esa manía que tenían los antepasados de batirse en duelo a muerte por cualquier nadería, por cualquier migaja caída sobre el honor, es un misterio antropológico que requeriría de una buena explicación académica. En Los Duelistas, que fue la primera película como director de Ridley Scott, nadie revela la sinrazón de estos encontronazos que tenían lugar con la primera luz del amanecer. Desde casi la primera escena, por un quítame allá esas pajas, dos soldados del ejército de Napoleón se van retando durante años siempre que sus compañías coinciden en campaña. Como los duelos nunca tienen un final definitivo –léase mortal-, siempre quedan para una próxima ocasión, variando de armas en cada lance. Con el tiempo y las batallas, los duelistas se irán convirtiendo en capitanes, en generales, en hombres abrumados por la responsabilidad de sus cargos, pero cada vez que se ven resurgirá, intacto y agresivo, el mismo odio del primer día. 

Supongo que hace dos siglos, cuando uno se moría joven y casi de cualquier cosa, sin penicilinas, sin medicamentos, expuesto a cualquier patógeno o a cualquier locura de los emperadores, la vida era un bien menos valioso que ahora. Que casi daba lo mismo morir en un duelo que en un combate. O que postrado en una cama por el virus de la viruela, o de la gripe, o del sarampión, que formaban el más poderoso y sanguinario ejército de la época. De cualquier época, hasta el bendito nacimiento de Louis Pasteur. Será esto, digo yo, o que comían algo intoxicado de plomo, como los antiguos romanos de la decadencia, que fueron perdiendo la razón poco a poco.

       Preciosa película, de todos modos, aunque los personajes vaguen perdidos por la sinrazón. O por su razón tan particular.






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Red de mentiras

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Hoy, en este ciclo estival dedicado a Ridley Scott, creía estar viendo por segunda vez Red de mentiras, pero nada de lo que salía en pantalla se correspondía con algún recuerdo dejado por la primera visión. Todo me sonaba a chino -a árabe más bien-, como si las desventuras jordanas de Leonardo DiCaprio estuvieran de estreno en mi cinefilia. Y sin embargo, yo, en mis adentros, juraría haber visto la película hace cinco o seis años, en una pantalla grande, de cuando iba al cine a escuchar cómo los otros se reían a destiempo o masticaban las palomitas. Juraría haber visto a Russell Crowe haciendo de jefe torpón, al camaleónico Mark Strong interpretando al responsable supremo de la inteligencia jordana. A una actriz de nombre desconocido interpretando a la más bella enfermera de los hospitales de Amán… Hasta recordaba ese final algo chusco y decepcionante que por supuesto aquí no voy a desvelar.




Terminada la película, acudo al ordenador para buscar mis comentarios de entonces, mis calificaciones de antaño, pero descubro, sorprendido y confuso, que Red de mentiras es una película virgen de mi huella digital. Como si nunca la hubiera visto hasta hoy. De haberme ocurrido esto en un día de invierno, juraría que me había vuelto loco, que sufría déjà vus que no duran escasos segundos como los habituales, como los que vienen recogidos en los manuales de psiquiatría, sino otros de dos horas de duración en los que caben películas enteras y guiones gordísimos. Un déjà vu que por su excesivo metraje ya no es tal, sino alucinación, demencia, carne de manicomio. Pensaría, de estar hoy en el sofá con la manta doble y la sopa caliente para cenar, que la cinefilia ha conseguido chalarme por fin, evadirme tantas veces del mundo que ya no sé lo que es realidad y lo que es fantasía. Tan pirado del culo que ya no sé distinguir lo que he visto de lo que veré. Un loco dentro de la propia locura, pues incluso dentro de ella me pierdo y me voy por los cerros en búsquedas extrañas. Pero hoy estamos en julio, en el puto veintitantos de julio, y el calor cae sobre esta casa como si los dragones de Daenerys hubiesen anidado sobre mi tejado. Y uno, que nació para vivir en las tierras frías como los Neandertales, es capaz, en el calor pringoso que aplauden los telediarios y los hosteleros de la costa, de alucinar películas enteras, de preverlas incluso, con todo lujo de detalles. Lo mío no era locura finalmente, sino vahído estival, recalentamiento de las meninges. Neuronas electrocutadas por el sudor que se infiltra en el cráneo calizo. Red de mentiras era una puta insolación, un puto espejismo, antes de que hoy se hiciera pixel tangible ante mis ojos.



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María Antonieta

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La primera vez que vi María Antonieta, la película de Sofía Coppola, me llevé un cabreo monumental porque a los espectadores se nos hurtaba el final de esta gran pija que fue reina de Francia, o de esta gran reina que fue pija de Francia, lo mismo da. ¿Para qué hacer una película sobre María Antonieta si al final no se hace pedagogía de su vida? ¿Para qué meterse en estos perifollos de los cortesanos si no es con la intención de ridiculizarlos, de ponerlos a parir, de sentir la conciencia de clase bullendo en nuestra sangre?  

Diez años antes, en esa película olvidada que es Ridicule, Patrice Leconte nos había mostrado la maldad, el egoísmo, la estrechez de miras de estos personajes y personajas que sostenían el entramado del Antiguo Régimen. Frívolos, malévolos, supersticiosos, dañinos, indiferentes al sufrimiento de todo aquél que no perteneciera a su estirpe. Así era la nobleza –no muy diferente de la de ahora- que Leconte retrataba sin piedad, con estilo refinado y puñetero. Sofía Coppola, en cambio, en su película de vívidos colores y músicas del pop, se limitaba a filmar el dispendio, el privilegio, la vida disipada. Un videoclip sobre los borbones en el palacio de Versalles. No había intención crítica, ni propósito aleccionador, ni rastro de moraleja.



         Hoy que la he vuelto a ver, quizá porque me pilla de otro humor, quizá porque mis razonamientos han salido por otro lado, veleidosos y nunca congruentes, he comprendido el punto de vista de la hijísima de don Francis. ¿Quién era, después de todo, María Antonieta? Una niña alejada de la realidad que se crio en un palacio de Viena y a la que, con catorce años, envían a Francia para desposarse con el Delfín, tomando habitaciones en un palacio todavía más grande y luminoso. Una frívola educada en la frivolidad. Una manirrota enseñada en el dispendio. Una caprichosa consentida en todos sus deseos. Una reina de su tiempo que saltando de jardín en jardín jamás coincidió con un vasallo muerto de hambre, con una madre ajada de niño desnutrido. María Antonieta era una muñeca de carne y hueso preservada en sus castillos de jugar y reírse. Una pobre imbécil, o una pobre desinformada, según se mire. El primer hombre desdentado y sucio que vio en su vida lo conoció camino del cadalso, cuando ya era demasiado tarde para comprender, o para apiadarse de los menos afortunados. 



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Descubriendo a Bergman

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En el documental sueco Descubriendo a Bergman, la cámara inquisitiva nos enseña la filmoteca privada de don Ingmar, allá en su mansión de la isla de Farö, ahora que él ha muerto y que sus albaceas han roto el misterio que rodeaba el santuario. Varios cineastas del ancho mundo, que son invitados a curiosear entre sus pertenencias, se pasean por allí como si hollaran suelo sagrado. Como si las habitaciones fueran altares, y los libros y las películas, vestiduras de santos, o reliquias de Jerusalén. Inárritu, Haneke o John Landis se comportan como peregrinos en busca de las fuentes primordiales, del evangelio escrito en sueco que predicó la religión verdadera. Se muestran humildes y respetuosos, pecadores arrepentidos de hacer -según ellos, no yo- un cine de peor calidad. Landis es el primero que se aventura a pasar su dedo por el lomo de los VHS de la biblioteca, y queda sorprendido -y los espectadores con él- de las películas bizarras que el maestro guardaba en las estanterías junto a las obras maestras de rigor. Bien legibles, sin esconderse detrás de los trofeos o de las fotografías, se vislumbran engendros de terror de la Hammer, Los Cazafantasmas, películas inimaginables en la isla de Farö como Jungla de Cristal o Emmanuelle

Landis -y nosotros con él- sonríe como diciendo: “el que esté libre de pecado, que tire la primera carátula”.





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Vivir es fácil con los ojos cerrados.

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Vivir es fácil con los ojos cerrados es el homenaje de David Trueba a los españoles anónimos que resistieron los años del franquismo. A los que se iban cagando en todo entre dientes. A los que obedecían a la Guardia Civil mientras hacían una peineta dentro del bolsillo. A los que veían en la tele al Generalísimo y soltaban un improperio mjy bajito que no se oyera al otro lado del tabique.


  Vivir es fácil con los ojos cerrados cuenta la de uno de estos antihéroes, de uno de estos silentes cabreados, que ve en la rebeldía juvenil de Los Beatles una oportunidad para el desahogo, para la apertura de conciencias. Para la exaltación del inglés como lengua universal y propicia para ligar. Seguramente no es la intención de David Trueba, pero uno ve un paralelismo entre aquellos resistentes al nacional-catolicismo y los que ahora resistimos los embates antisociales de nuestro gobierno, conformado, no lo olvidemos, por los hijos y nietos de aquellos mismos tipejos, carne de la misma carne insolidaria, sangre de la misma sangre sociopática. Hueso del mismo hueso terrateniente y sacramental. 


El mito de la Transición nos ha contado que a la muerte de Franco España bullía de gentes díscolas y disconformes, odiantes anónimos del régimen. Pero es mentira. A la mayoría se la traía al pairo que gobernara Franco o cualquier otro, mientras hubiera orden y limpieza, religión de domingo y polvo de sabadete. Lo que pasa es que los ancianos de ahora se ven obligados a decir que ellos, por supuesto, también fueron antifranquistas en la juventud, para quedar bien en las entrevistas y que nadie les mire mal en la familia. Todos cuentan las mismas trolas de que corrieron delante de los grises, de que acudieron a manifestaciones no permitidas, de que corearon himnos prohibidos en los campos de fútbol o en los círculo de la Uni. Mienten, pero es comprensible que mientan. La verdad pura y dura -que en el fondo la dictadura les daba lo mismo- sería ultrajante para ellos mismos.

 Tipos como el personaje de Javier Cámara eran héroes aislados, islas de rebeldía, ilustrados de verdad. Buenos ciudadanos que no querían llevarse una hostia de la Benemérita, ni pasar una temporada en la cárcel, ni perder su puesto de trabajo en la España árida y pobre. Pero por dentro maldecían y lloraban. No querían ser héroes, pero tampoco eran tontos. Olían la hediondez y caminaban por la calle con cara de asco, y con sueños de cambio. Mientras los demás se dejaban llevar por la corriente, ellos chapoteaban a escondidas en sentido contrario, para luchar, aunque fuera en silencio, contra el curso de la historia.




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Abril

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Abril es una película maravillosa de Nanni Moretti. La veo con mucha frecuencia, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad... Quizá porque es corta -apenas hora y cuarto- y casi me cabe en cualquier agujero de la agenda, cuando ya es muy tarde para ver los grandes largometrajes.

     Abril me pone contento, me levanta el ánimo. De algún modo que no acierto a adivinar -porque los autorretratos de Moretti y lo autorretratos de mi vida no se parecen en nada- Abril me pinta una sonrisa en la cara y me reconcilia con la vida. Es una película irregular, dubitativa, a veces tontorrona. Moretti lo mismo se pone a filosofar con enjundia que a hacer el ganso con la gracia de un mal payaso. Es un tipo peculiar cuyo alter ego  vive a medio camino entre la sabiduría y la bufonada. Pero yo entiendo a Moretti, o creo entenderlo. De algún modo misterioso me reconozco en sus neuras, en sus dudas, en sus exclamaciones sobre la vida. Le veo en pantalla y entro en sintonía con él. Me río cuando él se ríe, me emociono cuando él se emociona. Me sale la misma vena corrosiva que a él se le enciende en el entrecejo cuando dispara contra la derecha política, contra la vacuidad de la izquierda, contra la estupidez imperante. Moretti es como un amigo lejano que tengo en Italia, al que de vez en cuando visito en las películas para repasar los viejos temas, y darnos un paseo en su moto por las calles de Roma.




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Frances Ha

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Frances Ha es la historia de Frances, chica no demasiado mona y no demasiado avispada que trata de abrirse paso en el mundillo artístico de Nueva York. Aunque baila como los patos y carece de la grácil figura, ella persevera en sus intentos sin temor a caer en el ridículo. Frances es una echada p’alante que no se arruga ante las contrariedades, aunque no queda claro si su mérito es ser demasiado lista o demasiado boba. A veces le llueven chispazos de genio, y a veces mete la pata como una burra. Es un personaje intrigante, ambiguo, al que no sabes si odiar por su estupidez o querer por su inocencia. 




            Frances Ha es el reverso amable y simpático de A propósito de Llewyn Davis, que también iba de un artista fracasado buscando su sitio en Nueva York. Llewyn es un tipo hosco, orgulloso, que se presta a muy pocos arreglos con los que mandan en el negocio. Las pequeñas desgracias le minan la moral hasta sumirlo en un destino negro que la película prefiere no enseñarnos. Frances, en cambio, es una chica risueña, sencilla, que se toma los reveses como simples contratiempos en su carrera. Ella está predestinada a una felicidad que tampoco se nos muestra al final, quizá por inverosímil o empalagosa. 

    El caso es que uno, mientras seguía a la risueña Frances, fantaseaba con llevar una vida parecida, en la gran ciudad. Viajar en la máquina del tiempo y apearse en Madrid, en los años ochenta, para instalarse en la Movida y buscar un reconocimiento como escritor, como crítico cinematográfico, como reportero tribulete de lo que fuera, invitado de provincias a las fiestas del gran folleteo y del gran desparrame. Pero uno sabe, en su fuero interno, que una vez allí, en el bullicio de la gran ciudad, el destino de Llewyn Davis le caería a uno como una maceta a la vuelta de la esquina. Porque uno, como él, también es tremendista, pesimista, demasiado consciente del entorno. Para salir indemne de una aventura hay que ser como Frances, mitad loca y mitad sensata, mitad amapola y mitad roble. Una suerte de la genética, o un trastorno maravilloso de la juventud.


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Nymphomaniac II

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Descubro, horrorizado, antes de ver Nymphomaniac II, que la señora H., personaje inolvidable de la primera parte, era Uma Thurman. La mismísima Uma Karuna. Y digo horrorizado no porque ella se haya vuelto fea, o tristemente vieja, que de momento los dioses la conservan hermosa, sino porque yo, en mi ceguera, en mi sordera, en mi temprana senectud, no fui capaz de reconocerla. Diez minutos de pantalla para ella sola, gritando, llorando, gritándole de todo al adúltero marido, y yo, en mi sofá, pensando para mí: “Este tipo es un imbécil. Con una mujer como ésta, ¿por qué se va con la ninfómana sin alma ni conciencia”? Quizá mi demencia, mi vejez, mi ocaso definitivo, empiece así, con un rostro amado que no reconozco, con un viejo amor al que no saludo.





Nymphomaniac II es un despropósito aún más delirante que la primera entrega. Al menos en Nymphomaniac I había escenas de sexo, y una chica muy guapa que las practicaba, y eso iba salpicando la trama de pequeñas alegrías que te empujaban a perseverar. Uno, además, que también tiene su puntito de humanidad, guardaba cierto interés en descubrir el destino final de Joe, la pelandusca del pecho plano y el espíritu torturado. Pero ahora, en Nymphomaniac II, por un azar femenino de la biología, su clítoris ya no responde a los estímulos, y Joe (que ya no es la actriz anterior, sino la macilenta y demacrada Charlotte Gainsbourg ), ahora camina vagabunda por la ciudad, desconsolada y perdida. 

    Para nuestro desconsuelo de espectadores pervertidos, Joe abandonará las camas y se lanzará a los caminos del masoquismo, del matonismo, del parlamentarismo incluso, pues no va a dejar de hablar en toda la película, contándole a un anciano anacoreta su triste pasado de tragasables. Del sexo oral hemos pasado, en profunda decepción, al sexo oralizado. Nymphomaniac II es un coñazo (valga la expresión). Una película prescindible que voy pasando primero a saltos de un minuto, luego de dos, y ya finalmente de tres, como las uvas que se comían el ciego y el muchacho en  "El lazarillo de Tormes". Tendría que habérmelo imaginado desde el principio: ¿Lars von Trier desnudando por fuera y por dentro a las mujeres? Vamos, hombre. Una excusa barata para rodar pornografía (que se agradece), para dar clases de filosofía (que ya sabíamos), y para hacer un análisis profundo del alma femenina (que es un asunto incognoscible).


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Nymphomaniac I

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Los habitantes de la casa me interrumpen dos veces mientras veo, en la primera sobremesa de las vacaciones, Nymphomaniac I, que no es la película porno que un amigo me dejó, o que quedó grabada en el vídeo del Canal +, si no la última película de Lars von Trier, un danés extraño que lo mismo te deja fascinado en Melancholia que te proporciona argumentos para asesinarlo en Anticristo.

    Nymphomaniac I cuenta exactamente lo que promete en el título: las fogosas aventuras sexuales, ninfomaníacas, de una mujer carente de límites llamada Joe. Desde que una amiga del insti le mostró los misterios de lo genital jugando a las “ranas frotadoras”, Joe se lanza a una vida de lujuria en la que experimenta con cualquier hombre o con cualquier mujer que se le ponga a tiro. Ella no hace distingos entre guapos y feos, entre ricos y pobres, entre delgados y gordos. Joe es una mujer pansexual, ecuménica, que se ofrece al primero que pasa para hacerle feliz, sin cobrarle nada a cambio. En la película no lo cuentan, pero dicen las crónicas que las putas de la ciudad quisieron pegarle una vez, y poner una denuncia en comisaría por competencia desleal. Esa sí que hubiese sido una gran película, Putas contra Ninfómanas, con un remate final de peleas sobre el barro y reconciliaciones femeninas sobre la cama. Mientras tanto, los hombres del barrio agradecen a los dioses que Joe se haya criado allí, y no diez manzanas más arriba, y llenan las iglesias los domingos por la mañana para dar gracias a los dioses.




Decía, al principio, que me han interrumpido dos veces mientras veía Nymphomaniac I. En dos horas que dura la película -aunque la hayan publicitado con mucho escándalo y mucho jadeo- no son más de tres minutos los que podríamos considerar pornográficos, con algún lameteo de pezón y algún pene que nada más ser descubierto por el espectador se introduce ágilmente en la vagina, como un conejo en su madriguera. Los 117 minutos restantes son cháchara, preparación y consecuencias. También hay amor verdadero, esposas que lloran, y un padre querido que se muere en el hospital. Hay mucha gente vestida en Nymphomaniac I. Pero ya he contado alguna vez que en mi casa, tal vez porque tengo los auriculares demasiado altos, o porque hago ruiditos inconscientes sobre los muelles desgastados del sofá, siempre me interrumpen en lo más sagrado del asunto para preguntar una tontería, o para decirme que se van a la calle. Pero no se van, claro, no al instante, porque se quedan allí de pie, mirando alternativamente  la película y el espectador, pensando si me he vuelto loco de verdad y ya no me importa ver una película porno en plena sobremesa. Mientras Joe cabalga alegremente sobre la base de un pene anónimo, yo me abstengo de dar cualquier explicación. Porque me quedo mudo del embarazo, y porque además no me iban a creer. Al final se van, tartamudeando una disculpa, sin que el mondongo de la pantalla haya terminado. Luego, por la noche, cuando nos juntamos para cenar, todo el mundo se hace el sueco con el asunto; ni yo he visto, ni ellos me han visto.



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Looper

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Looper es una película de ciencia-ficción sobre hombres que son enviados al pasado para que su yo más joven los asesine a cambio de ganar un pastizal. Looper es un galimatías de líneas temporales, de paradojas existenciales, que un espectador atento puede seguir si no se hace demasiadas preguntas. Hay que estrangularlas nada más nacer para que Looper, que es una película entretenida en la que además sale Emily Blunt partiendo corazones por la mitad, se deslice limpiamente hacia su trágico e inevitable final. El mismo personaje de Bruce Willis, en su primer encuentro con su yo más joven, se ordena a sí mismo, tajantemente, que no haga preguntas:

- No quiero hablar de putos viajes en el tiempo. Porque si nos liamos a hacerlo estaremos todo el día haciendo diagramas y te juro que es un coñazo. Así que olvídalo.


    A mí, sin embargo, lo que más me fascina de Looper son los poderes telequinésicos de  sus personajes. En el futuro, una minoría de seres humanos desarrollará una mutación que los capacitará para mover objetos con la mente, y eso los volverá tremendamente poderosos para dirigir los cotarros y atraer las sexualidades. La telequinesia es el superpoder que yo me compraría de venderse en las tiendas, el que yo me implantaría si pudiera acceder a la terapia genética en el Centro de Salud. Otros amigos míos, en las tertulias absurdas, se decantan por la visión de rayos X, o por el don de la invisibilidad, siempre pensando en guarrerías. Yo prefiero mover objetos con la mente y hacer pequeñas jugarretas a los que me caen mal; tremendas putadas a las personas que odio desde las vísceras. Delinquir de otra maneera. Sería el puto amo del barrio, un mafioso de gafas de pasta y cara de poco espabilado que esconde un pequeño demonio dentro de la cabeza 



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Sueño y silencio

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En Sueño y silencio, su director, Jaime Rosales, que es un experimentador del cine que a veces acierta de plano y a veces duerme a las ovejas, consigue exactamente eso segundo que propone: sumirme en el sueño a través del silencio hermético de sus personajes. 

Uno entiende, e incluso aplaude, que Jaime Rosales trate de hacer cine diferente y poco manido. La muerte de una hija pequeña, en manos de un director americano de la factoría, o de un sensiblero realizador de nuestro terruño, sería un espectáculo de pornografía sentimental difícil de ingerir: el drama de un matrimonio que se pasaría toda la película llorando, reprochando, ensoñando, padeciendo, gimiendo, chillando, maldiciendo, rezando... Una reacción lógica que en el cine, no sé por qué, siempre queda melodramática y un poquitín ridícula. Un espectáculo terrible. Creo que sólo una vez me creí a pies juntillas la pérdida ficticia de un hijo: fue en 21 gramos, la película de Iñárritu, con aquella soberbia Naomi Watts que se moría de dolor entre los suspiros y la incredulidad del momento.


Rosales, en su intento por ser distinto y original, convierte a sus personajes en figuras de piedra. Huyendo del espectáculo más evidente y efectista, ordena a sus actores -que en realidad no son actores profesionales- que escondan, que tapen, que se queden mirando a la nada durante minutos que se hacen interminables para el espectador. Intuimos que hay ríos de lava tratando de perforar esas máscaras de roca para brotar con rabia de sangre. Pero o los actores son cojonudos, o Rosales, en el rodaje, les atizaba con el látigo cada vez que una emoción asomaba en sus rostros. En el duermevela que me priva de la segunda parte de la película, uno, chapoteando en el marasmo, ya no recuerda bien si la hija estaba muerta o si la habían perdido en el parque; o si la chica, quizá, sólo había suspendido las matemáticas y los padres ponían cara de qué le vamos a hacer, mañana será otro día. Me cuentan que al final había unos planos muy poéticos, ensoñadores, de cine de altísima calidad, como buscando fantasmas o aventurando el milagro de una resurrección. No sé...  Mientras este cine de valiosos quilates transitaba por mi televisor, yo, en el sofá, despatarrado y con babilla en los labios, ya soñaba con el próximo Mundial de fútbol, con las tardes eternas que pasaré persiguiendo la pelota por los pastos brasileños, siempre demasiado altos y resecos.




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Holy motors

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Había leído críticas muy exaltadas sobre esta película francesa titulada, de un modo extraño y muy británico, Holy motors. Los críticos de guardia se peleaban por encontrar expresiones más altas que la tan manida “obra maestra”, o que la “película excepcional”. Y uno, que estos días andaba con prisa y bastante despistado, se lanzó de cabeza a Holy motors sin pasar el trámite obligado de una segunda opinión. Me hubiera venido bien el aviso de que esta piscina, contrariamente a lo que aseguraban, no tenía agua para amortiguar la zambullida. Porque la hostia ha sido morrocotuda. El agua que decían pura y cristalina, de un cine esencial y desatado, que manaba de las fuentes primordiales del séptimo arte y no sé cuantas gilipolleces más, no era más que un espejismo compartido por estos lunáticos que ven las películas con los ojos torcidos y el espíritu crítico vuelto del revés. 

Leos Carax goza del poder mesiánico de arrastrar a los críticos en los festivales, y los convence de haber convertido las heces de la mañana en vino de Burdeos. Ha sido ahora, en el sopor de la noche ya calurosa, indignado y flipado a partes iguales, cuando he descubierto que Boyero y Marchante, mis oráculos de Delfos, mis críticos de cabecera, mis guías espirituales en este asunto primordial del cine, echaban pestes de Holy motors en sus críticas, por ser película estúpida y pretenciosa. No les leí a tiempo, antes de enfrentarme al monstruo pavoroso, desarmado de lanza y de coraza. Ahora, en el insomnio, me lamo las heridas, y juro próxima venganza. Mis desquite será no volver a ver, no volver a tener en cuenta.




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Sightseers

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Hace unos cuantos milenios, cuando nuestros antepasados vagaban por el mundo armados de cachiporra, cualquier ofensa podía ser respondida con un garrotazo que causara la muerte del ofensor. Una mala mirada, un mal gesto, un no apartarse del camino en el momento adecuado... El mundo prehistórico era un Far West de vaqueros semidesnudos que sólo bebían agua y conducían rebaños de mamuts. En Atapuerca, separando las cuevas a izquierda y derecha, había una gran calle polvorienta donde los homínidos paseaban y se vigilaban, desenfundando sus garrotes al menor atisbo de desafío. No había por entonces música de Ennio Morricone que añadiera más tensión a la escena, pero de fondo aullaban los lobos, y los tigres con dientes de sable. Las leyes y las cárceles eran elementos disuasorios que los mesopotámicos aún no habían inventado, así que había barra libre para ejercer la venganza y el desahogo. Ningún sheriff salido de Los Picapiedra iba a meterte en el calabozo por matar a otro fulano. Lo que luego hiciera contigo la tribu del asesinado ya era harina de otro costal.


El primer crimen que comete esta pareja de chalados en la película Sightseers tiene algo de prehistórico y de salido de las vísceras. El muerto es un imbécil que se les cruza en el camino tres veces en el mismo día, comiendo un helado y lanzando el correspondiente envoltorio al suelo, un incauto que no sabe con qué psicópatas disfrazados de ciudadanos está tratando... Cinco minutos después yacerá muerto en el asfalto del aparcamiento, atropellado accidentalmente por un coche con caravana que se da a la fuga con toda tranquilidad. Quién no ha soñado alguna vez con un crimen así, limpio, rápido, impune, que hiciera justicia con los incivilizados reincidentes, esos que enciman te miran retorcidos y te gritán "¿Qué pasa?" En ese segundo de rabia en el que el hombre civilizado todavía no ha comparecido, el troglodita interior sólo se detiene ante el miedo de ser delatado por un testigo, de ser castigado por la autoridad, de ser enculado en las duchas no vigiladas de la cárcel provincial. Lo único que nos separa de estos demenciados psicópatas de Sightseers es que en ellos el hombre civilizado, o la mujer tolerante, llegan mucho más tarde a la cita. 

Es una pena que Sightseers no ahonde en estas cuestiones de enjundiosa antropología, y prefiera irse por los cerros de Úbeda, o por las Highlands de los escoceses, para hacer cuchipanda y gamberrada que divierte mucho a los adolescentes. Te ríes, sí, pero mucho menos que al principio, cuando la cosa visceral te salía del alma y no lo podías remediar. La sonrisita del criminal frustrado.





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Route Irish

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En Route Irish -película que toma su nombre de la carretera que une el aeropuerto de Bagdad con la capital- estos radicales británicos que son Ken Loach y Paul Laverty vienen a contarnos que la guerra de Irak fue un pretexto para que los anglosajones se forraran destruyendo infraestructuras y reconstruyéndolas después. La guerra sacrificó a millares de jóvenes soldados para aplacar la ira del dios Dinero, y convencerle de que dejara fluir los negocios con la fuerza de su poder mesopotámico. Una mentira sangrienta y chusca: eso fue la guerra en la que nuestro ex bigotudo ex presidente hizo el papel de bufón mayor de la corte, con su inglés de nivel medio y sus ingles cruzadas sobre la mesa de tomar el café. Ansar, por supuesto, no sale en la película, porque él es un personaje tan despreciativo como despreciado, y por tanto despreciable.

            Route Irish es cine que se agradece, que nunca está de más, pero que no aporta nada nuevo a los espectadores que ya entonces leíamos los periódicos. La película de Loach  transcurre plácidamente por los caminos de la denuncia, sin dejar ninguna intriga, ninguna sorpresa. Pero no por impericia, sino porque es imposible que las haya. Para reconstruir la historia y amoldarla a su gusto ya están los tertulianos de derechas en la TDT. Los malos de Route Irish ya son malos desde el inicio, y los buenos, aunque flipen con las armas, y hagan locuras causadas por el estrés postraumático, son tipos cargados de verdad y de valentía. “¡Se equivoca usted” -exclamarán indignados los lectores que ya han visto la película - “¡Al final hay una sorpresa!”. Y es cierto, pero tal campanada no desdice en nada lo expuesto en el párrafo anterior. Como decía mi abuela, lo mismo peca el que mata que el que tira de la pata.




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El muerto y ser feliz

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Creo que fue Carlos Pumares, en aquel programa suyo de la madrugada, quien contó una vez que en la televisión de Polonia, al menos en la Polonia de los años ochenta, no doblaban las películas extranjeras, ni tenían el buen gusto de subtitularlas. Que era un tipo el que iba contando la trama a los espectadores, una voz en off que iba diciendo: “Y ahora fulano le responde que no, y mengana le dice que de eso ni hablar…” Nunca supe si esto era cierto o si era una exageración más de Carlos Pumares, que a veces se dejaba llevar por el humor del momento y recreaba la realidad a su modo irónico y punzante. Le gustaba mucho, además, reírse de los comunistas cuando cruzaba el Telón de Acero para asistir a los festivales, y a veces los caricaturizaba en exceso, para mi cabreo de adolescente comunista que le escuchaba desde León. De ser cierta su afirmación, uno piensa que quizá el narrador era un comisario político que inventaba los diálogos para que la acción encajara dentro de los valores marxistas-leninistas. O que no había presupuesto para más, en la filmoteca de Polonia, porque el resto se lo gastaba Jaruzelski en cohetes nucleares para el Pacto de Varsovia.


            Traigo la anécdota a colación porque hoy he visto –mejor dicho, he  empezado a ver- una película que está narrada de una manera parecida, pero más idiota todavía. El muerto y ser feliz es una película española, protagonizada por actores y actrices que hablan en perfecto castellano, a los que una voz en off femenina va precediendo -y prediciendo- en el mismo idioma: “Fulano sacó un cigarrillo del bolsillo y le dio las gracias”. Y en efecto, acto seguido, fulano saca un cigarrillo del bolsillo y le da las gracias a la señorita. Una memez insoportable, verborreica, pedante a más no poder. ¿Por qué nos describen literariamente una plaza de Buenos Aires que estamos viendo, si la estamos viendo? ¿Para qué nos anticipan el diálogo que va a producirse dentro de cinco segundos, si lo vamos a oír? ¿Sólo para que el espectador exclame “¡qué película tan original”, o “¡qué guionista tan ingenioso!”? Bah…





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Mud

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Mud es una película tan bien hecha y al mismo tiempo tan estúpida, con unos actores tan espléndidos representando a personajes tan inverosímiles e inefables, que uno, sorprendido en mitad de su propia perplejidad, seducido y distante a partes iguales, no atina a escribir nada fructífero sobre ella. Que sean otros los que iluminen a mis defraudados lectores. Ya dejé advertido que este diario no es un compendio de críticas de cine, sino el hilo conductor de mis propias verborreas, a veces sobre el cine, a veces sobre la vida, y que en ocasiones se seca como los manantiales en el verano. Películas como Mud nunca sabría si recomendarlas o si fingir que no las he visto. Me dejan la lengua paralizada, y el pensamiento atorado.




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Treme. Temporada 3

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A mí, que soy un español de la meseta, que sólo viajo a la playa cercana para mojarme el culo los veranos, no se me ha perdido nada en Nueva Orleans, que está a un océano de distancia, y a otro océano más ancho de tradición. Sin embargo, como si yo fuera un americano más de la Luisiana, sigo las andanzas de estos personajes de Treme con un interés que sigue muy vivo en la tercera temporada. Yo no toco en una banda de jazz ni soy chef en un restaurante. No regento un garito nocturno ni pesco crustáceos con los vietnamitas. No doy conciertos con el violín ni investigo corruptelas policiales. No diseño trajes para el carnaval ni escribo una ópera-jazz sobre las desgracias que provocó el Katrina. No podría identificarme con la peripecia vital de ninguno de estos personajes, pero asisto al desarrollo de sus vidas -o más bien a la reconstrucción de sus vidas- con la extraña sensación de que son vecinos míos de toda la vida. Me resultan más cercanos que la mayoría de mis familiares o mis vecinos. No sé si es la magia de los guiones, que es capaz de hacer universales unas preocupaciones que en principio eran muy particulares, o si soy yo, que me encuentro más cómodo en las relaciones a larga distancia que toreando las más próximas y calientes. 

    Sea como sea, me encuentro bien entre estas gentes que un buen día me presentó David Simon. Durante el día me interesan sus trabajos y sus cuitas, y por la noche, cuando abarrotan los locales, bailo con ellos al son de la música que es el alma de la ciudad, y el alma de la serie. Conozco mejor el espíritu de Nueva Orleans que el espíritu de esta ciudad norteña que ahora me acoge. Sé más del Mardi Grass que de la Noche Templaria, por poner un ejemplo. Me interesa más el jazz que la música vernácula; más el huracán Katrina que el desbordamiento probable del río Sil. Vivo encerrado entre cuatro paredes y sólo me interesa lo que ponen por la tele. Lo que yo mismo me administro por la tele. Si un día me trasladaran a un pueblo de los Monegros, llevaría exactamente la misma que ahora llevo. Sólo cambiaría el paisaje que me rodea cuando salgo a pasear, y el acento de las gentes que saludo. Vería el mismo fútbol, el mismo billar, las mismas películas. Me acogerían cuatro paredes distintas, pero cuatro paredes al fin y al cabo.





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Saving Mr. Banks

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En esta cinefilia glotona que de todo consume y de todo saca provecho, uno de mis géneros preferidos es el cine que habla del propio cine. El metacine, podríamos decir, si uno se llamara Juan Manuel de Prada y escribiera prestigiosos artículos en periódicos importantes. Cuando veo una película que cuenta cómo se hizo otra película, mi alma de curioso se asoma a la ventana para no perder detalle del proceso creativo que construyó un clásico o una obra maestra. Ya he dicho muchas veces que a uno le fascina contemplar el trabajo de las mentes inteligentes, tan distintas de ésta que malescribe las soserías en el diario.




            Saving Mr. Banks es la historia -edulcorada y muy libre- de cómo Walt Disney convenció a la escritora P. L. Travers para llevar su novela Mary Poppins a la gran pantalla. P. L. Travers, dama seria y estirada, odiaba el alegre universo de Disney y sus dibujos animados. Sus películas le parecían frívolas, comerciales, infantiles. Siento ella tan británica, en general todo lo americano le parecía banal y prescindible. Ella escribía cosas profundas, importantes, como un Juan Manuel de Prada con faldas que viviera en Londres y tomara el té siempre a las cinco. Ella deseaba una adaptación de Mary Poppins muy alejada de lo que luego resultó ser el clásico que todos recordamos. No quería canciones, ni dibujos animados, ni mensajes optimistas. Le horrorizaban los decorados y los diálogos. No quería, bajo ningún concepto, que apareciera el color rojo en la paleta de colores. Ella quería drama, austeridad, tonos oscuros. Saving Mr. Banks es una película bonita y de mucho provecho, pero es algo confusa en estas explicaciones, porque el espectador no acaba de entender que esta mujer llegara a ponerse en manos de Walt Disney si esos eran sus planteamientos irrevocables. No quería, para empezar, a un actor cantarín y saltimbanqui como Dick Van Dyke, y abogaba por la presencia de un Richard Burton o de un Peter O’Toole que le confirieran gravedad a su personaje. Creo que no desvelo nada si digo que a la pobre señora la engañaron como a una tonta, tan lista como se creía.



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JFK

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Leo las primeras páginas del libro JFK, Caso Abierto y el recuerdo imborrable de JFK, la obra maestra de Oliver Stone, regresa una y otra vez. Necesito recobrar las imágenes para que la lectura se vuelva fluida y apasionante. Es la quinta o la sexta vez que veo la película y no me importan sus imperfecciones, ni sus visiones subjetivas. ¿Subjetivas, he dicho? Los cojones... En los ratos imperfectos me recreo en la belleza de Sissy Spacek, y en los ratos divagatorios le concedo a Oliver Stone mucho más que el beneficio de la duda. Y que se jodan, los creyentes en la comisión Warren. JFK es para mí una película fundacional, quizá el primer hito en mi formación como ciudadano interrogante y desconfiado. La descubrí con diecinueve años siendo un tontaina que aún creía en la honestidad de los gobiernos, y salí de ella convencido para siempre de la naturaleza diabólica de los gobernantes. Todo lo que he visto o leído desde entonces no ha sido más que el refrendo o el subrayado de aquellas revelaciones. Tengo cien libros y cien películas que vienen a contar más o menos lo mismo que expone JFK: que no mandan los que parecen; que la democracia es una fachada; que los mecanismos de poder son intocables; que nada ha cambiado desde la antigua Roma; que los Césares son contingentes y no necesarios. Que el poder del pueblo sólo es una bonita ilusión.


El libro que ahora me ocupa es demasiado condescendiente con la versión oficial. El autor siembra dudas en esto y en aquello, pero se nota que lo hace para cumplir el expediente, y para que los lectores avezados no lo tachen de simplón. Se nota que es un tipo políticamente correcto, centrado, centrista, que no se ha metido en este quilombo para destapar asuntos sucios del gobierno, sino para vender libros con el reclamo de una fotografía de Kennedy morituri en la portada. El tipo se nos pierde en los detalles, y se olvida de lo sustancial. Como decía X, el personaje de Donald Sutherland, lo que menos importa es si fueron los cubanos o la mafia, los anticastristas exiliados o los camioneros de Jimmy Hoffa. La identidad de la mano ejecutora sólo es un juego de adivinación. Una distracción para el público. Lo importante es saber quién se benefició con la muerte de Kennedy. Quién pudo perpetrar algo así y luego mantener el secreto. Quiénes se forraron, quiénes medraron, quiénes consiguieron lo que con su presencia viva no podían obtener. No es difícil de averiguar. Basta con ver la película atentamente y leer un par de libros sobre el tema. No éste que ahora leo, precisamente, pero sí otros, que algún día recomendaré en un blog paralelo que verse sobre libros conspiranoicos. Cuando recobre aquellos ojos, y regresen aquellas noches.




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La mejor oferta

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En La mejor oferta, el personaje de Geoffrey Rush posee una colección privada de pinturas cuyo único tema son los retratos de mujeres. Cuando su timidez le priva del contacto carnal con las mujeres reales, él se refugia en la cámara acorazada para admirar los rostros colgados de las paredes. En esa habitación él encuentra su harén y su consuelo. Se derrumba en el sofá situado en medio de la habitación y pasea la mirada entre sus amadas, soñando, quizá, que ellas también le aman. Contemplo estas escenas y no puedo dejar de pensar que yo mismo, en este salón, en este sofá, donde he construido mi refugio personal contra el mundo y contra la neurosis, también he creado un museo de mujeres hermosas e inalcanzables. Pero las mías no están plasmadas en pinturas de altísimo valor, sino en DVDs, y discos duros que cualquiera puede comprar en  kioscos o grandes almacenes. Mi criterio no es coleccionar películas por la belleza de sus actrices, aunque alguna hay que no he tirado por respeto a doña Fulana, o a doña Mengana, que estaban tremendas y fantásticas. Las mujeres hermosas simplemente se cuelan en mis películas predilectas, y se quedan ahí para siempre, en la estantería, en la carpeta de Windows, cubiertas con una carcasa de plástico para que ni el polvo ni la luz deterioren sus rasgos perfectos. Acumulando películas he creado, en cierto modo, un museo de la belleza femenina. Anglosajonas, casi siempre; españolas, si se tercia; pelirrojas, a ser posible.



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Amor y letras

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"Nadie se siente como un adulto. Es el secreto más sucio del mundo". En esta sentencia del personaje de Richard Jenkins se resume la idea central de Amor y letras, la segunda película de Josh Radnor, jovenzuelo de verbo suelto y diálogos chisposos, al que le falta la mala uva de Woody Allen y le sobra el empalago de sus amoríos tontorrones.

En Amor y letras, Jenkins es un profesor de universidad a las puertas del retiro que confiesa tener una edad mental de diecinueve años, y eso le provoca serios conflictos cuando ha de tomar decisiones que se presuponen maduras y responsables. Lo que no sabe es si su reloj mental se detuvo ahí porque la pila de su cerebro se agotó antes de tiempo,  o si ha terminado por mimetizarse con el ambiente estudiantil tras treinta años de docencia ininterrumpida. 

Uno, desde su sofá ya recalentado por la primavera, entiende de sobra al personaje de Richard Jenkins, porque padece su misma tara mental, su misma incapacidad de madurar. Yo, en concreto, me quedé en los veintidós años, y miro el mundo a través de esas gafas deformadas y falaces. Me veo en el espejo y no reconozco al cuarentón de mirada hosca y gesto resignado.  "Hay un tipo dentro del espejo, que me mira con cara de conejo", cantaban Los Ilegales. Si aparto la mirada y me olvido del tipo,  vuelvo a ser el chico de veintipocos años que a veces acertaba de cojones y a veces -la mayoría- metía la pata hasta el corvejón. Aún hoy voto lo mismo, pienso lo mismo, odio lo mismo... Ninguna madurez ha venido a cambiar mis esquemas mentales. Quizá la madurez consista precisamente en no cambiarlos... Hay opiniones. El resto de mi facha es disimulo y apariencia. Apenas me recubre una fina capa de colores oxidados. Si rascas con el dedo, descubrirás que dentro sigue viviendo un chaval de mirada corta y pasiones irreductibles. En Amor y letras aseguran que todos los adultos somos así: un disimulo permanente de madurez. Una pelea de pollitos disfrazados de gallos. 




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Senna

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Hay algo que no funciona en el documental Senna, hagiografía, más que biografía, del campeón brasileño que murió en el circuito de Imola hace ahora veinte años. El director de la función nos recalca una y otra vez que Ayrton Senna era un hombre modélico, cristiano, portentoso piloto que no ganó más carreras porque una conspiración ideada por los franceses, y ejecutada por su agente secreto Alain Prost, se lo impidió en los circuitos y en los despachos. Uno llega a los últimos minutos cansado de tanta santidad... Cuando no son los franceses que chanchullan en la FIA, son los ingenieros de Williams que inventan coches que se conducen solos. Y cuando no, son los directores de carrera, o las condiciones ambientales, o la impericia de los ayudantes.  Sólo falta un rayo de luz posado sobre el McLaren para que comprendamos que Senna era el favorito de las dioses. Eso, y unos cuernos disimulados entre la pelambrera rizosa de Alain Prost, que aquí ejerce de malo maloso de la película, como un Pierre Nodoyuna de carne y hueso con algo más de habilidad y de suerte.

            Pero llegan los últimos minutos del documental y a uno se le encoge el alma, y se le aprieta el estómago. Las imágenes de archivo nos muestran a Ayrton Senna en la parrilla de salida del Gran Premio de San Marino, minutos antes de estrellarse contra el muro y partirse la crisma sin remedio. Senna, ya montado en el monoplaza, habla con los ingenieros. Corrigen esto y aquello para que todo salga bien en la carrera. Se le ve concentrado y algo triste. Luego vemos su bólido desde la cámara subjetiva, ya lanzado en la carrera: curvas y rectas tomadas justo por la trazada, a toda velocidad. Y de pronto un chasquido, y la nada. Lo siguiente son las imágenes de la confusión captadas desde el helicóptero: asistentes y médicos apretujados alrededor del cuerpo inerte. Ya no importa que Senna nos estuviera cayendo mejor o peor. Que el director del documental sea un incompetente al que los tiros le iban saliendo por la culata. Todos nos sobrecogemos en la muerte inesperada. Senna llevaba más papeletas que nadie, pero en este sorteo todos llevamos lotería. Un bien día vas en el coche y… O vas caminando tranquilamente por la calle y... O conversas con los amigos en la terraza. O ves tu película favorita en el sofá. Está la vida y a continuación el fundido en negro, sin apenas transición, sin tiempo para la despedida, porque después de ese fundido ya no viene ninguna escena.





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Tierra prometida

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La versión española de Tierra prometida tiene lugar en un secarral donde los ingenieros de Repsol encuentran, en el subsuelo, una reserva de gas natural de la hostia. A Villaliebres de la Sierra llegaría un Matt Damon moreno, repeinado de gomina, un gilipollas de Nuevas Generaciones que realiza sus primeros trabajos de ejecutivo agresivo en la España neoliberal. ¿Su misión?: convencer a cuatro paletos de vender sus garbanzales  a cambio de un buen fajo de millones, para que las perforadoras de la empresa hagan  fracking y encuentren las reservas energéticas que nos librarán de la servidumbre de los moros. 

Esta película que yo imagino duraría poco más de diez minutos, justo lo que tardarían los parroquianos del bar en sellar el acuerdo con el ejecutivo, él con sus manos callosas de jugar al pádel y ellos con las zarpas brutales de sostener el azadón. Tal vez Nemesio o Belarmino pusieran algún reparo a la transacción, allá en la mesa donde dormitan la siesta, pero el pueblo unido les haría callar rápidamente. ¿Quién no iba a cambiar el páramo, el tractor, la casa de adobe, por los millones muy frescos que ofrece el chico sonriente de las gafas de sol ? ¿A quién coño le iba a importar un riesgo medioambiental en Villaliebres de la Sierra, si en cincuenta kilómetros a la redonda apenas queda gente? Y apenas liebres, además. No habría caso, ni película como tal. Ningún espectador iba a sentir pena cuando un escape de gas arruinara un paisaje ya arruinado de por sí.


Tierra prometida, en cambio, la película de Gus van Sant, dura dos horas y pico porque los paletos a los que Matt Damon y su compañera tratan de convencer viven en un idílico pueblo de las montañas de Pensilvania. Un rincón encantador donde todo es verde y la gente es joven y animosa. En mi hipotética Villaliebres ya no hay colegio, ni campo de fútbol, ni consulta de atención primaria. Los mismos correligionarios del ejecutivo agresivo se encargaron de arruinarlos con los recortes. Vivían por encima de sus posibilidades, les aseguraron en la última campaña electoral. En el pueblo de Pensilvania, en cambio, tienen un centro comercial, un pabellón deportivo, un colegio recién pintado.  En la película americana, aunque sea aburrida de narices, uno toma partido por los que no quieren vender sus posesiones, y la tensión dramática te va llevando hasta el final aunque bosteces. Hay un edén en juego. En el remake hispánico, cuando lo hagan, nos va a importar un pimiento el desenlace. Pero a lo mejor nos reímos más, quién sabe.




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Hannah Arendt

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En 1961, la escritora y filósofa Hannah Arendt viajó a Jerusalén para seguir el juicio contra Adolf Eichmann. Hannah, judía de nacimiento, sionista militante, ex-cautiva ella misma de un campo de prisioneros, escribe sus crónicas para la revista New Yorker, en las que describe a un Adolf Eichmann que no lleva cuernos, ni rabo, ni tridente. Donde el resto de periodistas ve la encarnación misma del Mal, ella sólo atisba un funcionario miserable, mediocre, incapaz de decidir por sí mismo. Un tipo que se limitaba a obedecer órdenes de sus superiores, y a encomendarse al juramento de fidelidad. Eichmann no es exactamente un asesino, ni un psicokiller de folletín. Es uno de los altos responsables del Holocausto, eso es indiscutible, pero su labor burocrática era un engranaje más en la gran maquinaria del exterminio: una pieza sustituible, recambiable, sujeta a juicio sumarísimo en caso de rebeldía. En el juicio, Eichmann no se arrepiente de sus crímenes porque asegura no haber cometido ninguno. En su defensa alega que su trabajo sólo consistía en enviar trenes a los destinos que le ordenaban, y que los asesinos, lo mismo en Berlín que en las cámaras de gas, eran otros tipos de colmillo más retorcido.



             Los lectores judíos del New Yorker le piden a Hannah Arendt que dé caña. Su sed de venganza demanda carnaza, sensacionalismo, adjetivos encendidos. Pero Eichmann, enclaustrado en su jaula de vidrio, es un tipo que da muy poco juego para escribir crónicas coléricas, a no ser que uno se las invente. Con su calva, con sus gafas de concha, con su expresión alelada y deprimida, ni siquiera parece un nazi de verdad. No es rubio ni apuesto. No exhibe una sonrisa desafiante de medio lado. No denuncia la conspiración judía internacional. Sólo es un burócrata eficiente, oscuro, un ser amoral que dice conocer el destino final de los trenes, pero no el de la carga humana que transportaban. Hannah, a su pesar, queda fascinada por el personaje enigmático de Eichmann. Mientras otros periodistas se limitan a insultarlo y a pedir con vehemencia su ejecución, ella trata de entender las razones del funcionario. No de disculparlo, por supuesto, pero sí de adentrarse en sus razones. Como buena filósofa, le puede tanto la curiosidad como el afán de revancha.


            Pero los lectores de New Yorker no saben apreciar el esfuerzo analítico de Hannah Arendt. Decepcionados con su aparente síndrome de Estocolmo, reaccionarán furibundamente contra la escritora. La insultarán, la escupirán, la amenazarán con la expulsión inmediata de los Estados Unidos. Hannah perderá amigos de toda la vida en su empeño por comprender lo que ella llamó "la banalidad del mal". Pero no dará un paso atrás en sus afirmaciones. El tiempo, finalmente, le dará la razón. Sólo dos años después, en la universidad de Yale, un psicólogo llamado Stanley Milgram, también fascinado por la figura patética de Adolf Eichmann, expondrá al mundo las conclusiones de un experimento científico titulado "Estudio del comportamiento de la obediencia"...



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Il divo

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Hay países no africanos que están peor que el nuestro.  O al menos ésa es la conclusión que uno saca de los telediarios, y de las películas extranjeras que se van sucediendo en el televisor.  La gentuza parece ser la misma en todos los sitios, ladrón arriba ladrón abajo, pero en Italia, que es adonde yo quería llegar, todo parece más desorganizado y chapucero. Más histriónico y vociferante, quizá por el carácter mismo de los italianos, que siempre nos han parecido como españoles multiplicados por dos, lo mismo para lo bueno que para lo malo. El caso es que uno, en las películas italianas, adivina un país casi sudamericano de los de antes, como bananero, o de García Márquez, donde siempre hay mayorías insuficientes, líderes corruptos, histéricos televisivos y un obispo con mitra bendiciendo la función de principio a fin.

    Il divo, que es una película de Paolo Sorrentino que me apetecía mucho ver tras la La gran belleza, cuenta, en clave de humor negro, con una estética medio barroca y medio impresionista, las andanzas últimas de Giulio Andreotti, el sempiterno líder de la Democracia Cristiana que entre unos cargos y otros se mantuvo en el poder durante medio siglo. No es un biopic al uso, ni un documental dramatizado. Se nota que el personaje le cae a Sorrentino como una patada en el culo. El director admira su inteligencia, su laboriosidad, su instinto de supervivencia en el laberinto italiano, pero luego, cuando saca la cachiporra, se deja muy pocos calificativos en el guión.

    En un momento determinado de la película, Andreotti hace memoria de su vida de gobernante, e improvisa esta carta dictada a su mujer Livia, que viene a ser como un resumen de su filosofía humana y política. Casi la confesión de cualquier político occidental y moderno. Se non è vero, è ben trovato.

            “Livia, tus ojos vivaces me deslumbraron, una tarde en el cementerio de Verano. Elegí ese extraño lugar para pedirte matrimonio. ¿Recuerdas? Sí, ya sé, lo recuerdas… Tus inocentes, vivaces y encantadores ojos no sabían, no saben, ni sabrán… No tienen idea de los hechos que el poder debe cometer para asegurar el bienestar y el desarrollo del país. Por demasiado tiempo ese poder fui yo. La monstruosa e impronunciable contradicción: perpetrar el mal para garantizar el bien. La monstruosa contradicción que me convirtió en un hombre cínico que ni tú misma podrías descifrar".

 



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La desolación de Smaug

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La ilusión de las vacaciones. La insolación de este sol despiadado que te recuece los huesos dentro de la carne. La desolación de saberse uno, ya fuera de toda duda,  irreparablemente torpe y decadente. Y por la noche, como en un retruécano de palabras, La desolación de Smaug, el nuevo videojuego de plataformas imaginado por Peter Jackson, en el que uno ni siquiera tiene que manejar el mando: sólo repantigarse y dejarse llevar por la aventura. Y por la alegría contagiosa de A., que lo flipa cada vez más con sus ojos abiertos y con sus piernas en tensión. 

Enanos persiguiendo dragones, dragones persiguiendo humanos, orcos persiguiendo enanos, elfos persiguiendo arañas… La Tierra Media de Tolkien es una escaramuza continua de  todos contra todos que se parece mucho a los partidos de fútbol que jugábamos en el recreo, 4ºB contra 4ºA y al mismo tiempo contra 4ºC, en sólo dos porterías, persiguiéndonos como tontainas con el balón en los pies, sin saber muy bien hacia dónde tirar. En la Tierra Media andan todos como locos buscando anillos y espadas, armaduras y riquezas. Nosotros -los esclavos de los Maristas, tan lejos de Nueva Zelanda, en aquel siglo XX de la Tierra Esteparia, sobre aquel pavimento de cemento que te arrancaba la piel y las postillas con sólo rozarlo -buscábamos la gloria de un gol, en la portería que fuese, para soñar con camisetas de profesionales y besos de damiselas mientras el profesor de matemáticas nos explicaba las fracciones. Que entonces eran quebrados.





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Un amigo para Frank

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Robot & Frank es la primera película del año que veo en camiseta y pantalón corto, desmadejado en el sofá, con un humor de perros por culpa de este calor que ha llegado dando bofetones, y que amenaza con perpetuarse durante meses, como un matón de barrio que tomara posesión de sus dominios. Se me pegaba la camiseta a la espalda, y el calzoncillo -recién estrenado- se remetía entre las ingles arando las primeras rozaduras. El sudor de la frente, mezclado con la grasilla del cuero cabelludo, caía como una catarata de agua sucia por las sienes. No he parado de rascarme la decena larga de picaduras que los mosquitos ya han dejado en mis piernas. Es la primavera de los cojones, que a las gentes de bien alegra el espíritu, pero que a uno, animal de invierno por excelencia, coloca al borde de la desesperación. Ni los escotes de las mujeres compensan esta desdicha de los sofocones, de los insectos, de las vueltas y revueltas en la cama.

            Las películas del invierno, que uno ve con la sudadera gruesa y la sopa caliente, tienen algo de refugio en la montaña, de cabaña encontrada en el bosque. El cine parece un asunto muy importante mientras fuera caen los chuzos de punta, y se congelan los charcos de la lluvia. Las películas del verano, en cambio, que uno ve medio despelotado y con una ensalada entre las manos, tienen algo de pasatiempo, de trivialidad, como si uno desperdiciara el tiempo que habría que dedicar a la piscina, al ejercicio, al compadreo social en las terrazas. El cine se queda sin excusas, y uno se reconoce de nuevo ermitaño, y no hogareño; misántropo, y no distante; escondido, y no cobijado.


            Robot & Frank tampoco ha hecho gran cosa por hacerme olvidar estas comezones físicas y mentales. Su hora y media de metraje me ha pesado como tres horas de aburrimiento en la playa de la canícula. La historia de este anciano con alzhéimer al que sus hijos regalan un robot para que le haga las labores domésticas y le vigile la salud y los desvaríos, prometía enjundiosas reflexiones acerca de la soledad y la vejez. Sobre la relación problemática que nuestros bisnietos habrán de mantener con la inteligencia artificial. Pero a mitad de aventura, no sé porqué, los responsables deciden convertir la película en una trama de policías y ladrones, con el anciano saqueando mansiones y el robot haciendo de R2D2 que abre cerraduras y averigua combinaciones. Una cosa simpática, intrascendente, decepcionante en último término, en la que he descubierto, además -para completar la desolación de esta primavera- que Liv Tyler, mi amada Liv, la elfa bellísima de mis sueños, a la que siempre escuché con la voz doblada al castellano, posee una voz de pito que me produce nuevos picores irresistibles, esta vez en el corazón, donde no llego con las uñas. 




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