No es país para viejos

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6 años menos tres días. Ése es el tiempo exacto que ha transcurrido desde que vi, por primera vez, No es país para viejos, mi decepción más sonada con los hermanos Coen. Recuerdo que escribí cosas por los foros denunciando el final incomprensible, las preguntas sin respuesta, la desidia sin remaches, y que luego hube de esconderme en las cavernas mientras pasaba el temporal de las refutaciones, todas muy críticas con mi herejía. Muchos que hasta entonces ni siquiera los conocían, los llamaron maestros por haber ganado el Oscar, y se proclamaron apóstoles y evangelistas de su cine. Y yo, que durante veinte años fui su discípulo predilecto, que los acompañé en la travesía del desierto y en la pesca de almas a orillas del Misisipi, tuve que traicionarlos en el momento de su mayor gloria, como un Judas vendido por cuatro tonterías del argumento. 


            Les he seguido de lejos, todo este tiempo, viéndolos sin que ellos me vieran, disfrazado en los cines, o agazapado en los sofás. Después de No es un país para viejos nos entregaron Quemar después de leer, y los di por acabados, y por repetidos, como si ya hubieran dicho todo lo que había que decir, y estuvieran prontos a regresar al cielo de sus mansiones. Pero luego, por sorpresa, rodaron ese peliculón que casi nadie comprendió, Un tipo serio, y una fe renovada brotó en mi corazón. Un brote rojo, que no verde, de músculo cardíaco que volvía a formarse y a latir con impaciencia. Los advenedizos salieron espantados en busca de nuevos ídolos, y los viejos discípulos, que en las desventuras de Larry Gopnik recobramos las viejas esencias y los viejos guiños, fuimos saliendo poco a poco de nuestro exilio. 

    6 años -menos tres días- he tardado en volver a enfrentarme con los viejos fantasmas del desierto tejano, a ver si esta vez comprendía la película oscarizada. Pero ha vuelto a faltarme el aliento. Al cabo de una hora de argumento me pudo la sed, la insolación, la monotonía del paisaje, y empecé a ver espejismos donde otros siempre han visto enjundias del guión. Pero no importa. Me he sentido cómodo en esta segunda visita, ya no cabreado, sino sólo sorprendido, y expectante. Tras un largo caminar en solitario he vuelto al redil de los Coen, a la vera de los maestros, y ellos me han acogido como al hijo pródigo que un día se fue a los otros cines, a ver otras películas.




        
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L'Apollonide

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L'Apollonide del título es una casa de putas que ahora llamaríamos de alto standing, con madame bien vestida en el recibidor, y currantas explotadas que reposan lánguidas sobre los divanes. 

La película, onírica y barroca, cuenta el vivir diario de este prostíbulo en el París de la Belle Époque. Allí acudían los ricachones no sólo a follar, que al fin y al cabo sólo es una gimnasia para el desahogo, sino a escaparse del mundo, y a olvidarse de sus esposas ya distantes y siempre malhumoradas. En L'Apollonide, los ricachones que explotaban a la clase obrera encontraban champán, sonrisas, largas conversaciones mientras acariciaban un pecho o jugueteaban con un mechón de pelo. Más importante que el sexo, era la sensación extraña de encontrarse en un lugar fuera de París, huido del tiempo, rodeado de jóvenes hermosas que parecían salidas de un cuadro impresionista, o de un cielo recién inaugurado sobre los tejados. Casa de putas, sí, pero también cápsula del tiempo, hogar de reposo, sanatorio del espíritu. 

        Jamás he entendido la expresión "esto parece una casa de putas" cuando alguien quiere denunciar el mal funcionamiento de un hogar, o de una institución. Los prostíbulos de postín como L'Apollonide son modelos organizativos que valdrían lo mismo para un cuartel militar que para una fábrica de coches alemana. Las putas de la película -más allá de su condición de esclavas- son trabajadoras concienzudas, y muy solidarias con sus compañeras. Dirigidas por una madame que conoce los intríngulis del negocio, ellas ganan mucho dinero al mismo tiempo que seleccionan a su clientela. Son putas muy profesionales que se bañan todos los días, y se perfuman el parrús después de cada contacto. Pasan revisiones periódicas con el médico, y se dan de baja en el servicio si contraen alguna enfermedad, lavando y cocinando para las demás. A lo mejor es que L'Apollonide es un prostíbulo francés, y ya se sabe que en Francia, como en Europa, de toda la vida, los servicios públicos funcionan a las mil maravillas. Tal vez la expresión despectiva “como una casa de putas” sólo exista en nuestro idioma castellano de la chapuza nacional. Quizá los lupanares hispánicos vayan igual de mal que los colegios, o que los hospitales, siempre al borde de la crisis o del cierre porque los ricos se educan en los curas, y se sanan en Nueva York, y se traen las putas directamente a los yates fondeados.




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Import-Export

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Como si fuera un psiquiatra vienés del siglo XXI, Ulrich Seidl ha recogido el testigo dejado por Sigmund Freud para seguir divagando sobre el sexo y la religión, que es lo mismo que divagar sobre el sexo y la muerte, los dos temas fundamentales que estructuran nuestra existencia. Con permiso del fútbol, claro está, que estructura los fines de semana y ya lo mismo nos da follar que morirnos en el sofá, porque la vida, cuando hay fútbol, queda en suspenso, seducidos por el balón que viene y va como el reloj oscilante del hipnotizador. Me gustan los cineastas como Ulrich, que van al grano, al meollo de la cuestión, aunque a veces ponga la cámara tan cerca de sus personajes que a uno le llegan incluso los olores, o las salpicaduras de alguna secreción.


Después de terminar su trilogía Paradies, decido aventurarme en el pasillo de su filmografía anterior para descubrir nuevas historias retorcidas. Abro la primera puerta, una que pone Import-Export, y allí conozco a una mujer ucraniana que trabaja de enfermera en un hospital grimoso de su país, uno de paredes tan grises como el cielo plomizo de su invierno. A Olga, que así se llama la exsoviética de nuestros sueños, deben de pagarle cuatro rublos mal contados, porque vive en un apartamento cutre y diminuto, apenas una covacha que comparte con su hijo recién nacido y con la madre que le ayuda en las tareas. Olga, en un ataque de desesperación, decide largarse a Viena, a trabajar de lo que sea, lo mismo de actriz porno que de limpiadora en un geriátrico, para enviar un sueldo digno a casa. 

Hasta aquí la película promete. A la belleza de Olga se suma la denuncia de esta sociedad opulenta que trata a sus trabajadores como esclavos, y mucho más si provienen del Este, como si fueran tontos, o apestados, o culpables de haber vivido setenta años bajo el comunismo. Pero como ya sucediera en su trilogía Paradies, el amigo Ulrich se cansa a los tres cuartos de hora de contar su propia historia, y deja que la cámara, ella solita, filme lo que dé la gana, mientras él duerme la siesta o juega la partida de tute. La cámara, atada a su trípode, se limita a rodar planos fijos que ya nada aportan, sólo más miserias y degradación. Un bostezo que nace de mi coxis recorre la espina dorsal y termina desembocando en mi garganta, poniendo a prueba los tornillos que sujetan los maxilares. Llego al final de Import-Export con tal desinterés que ahora mismo quiero recordar la película y ya no me sale. 



 
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Paradies: esperanza

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Mientras su madre folla con negros en las playas de Kenia y su tía  predica el evangelio desde una furgoneta de Radio María, Melanie, que es la protagonista de esta última entrega de la trilogía Paradies, pasa las vacaciones de verano en un campamento para adelgazar gordos irredentos, allá en las montañas donde Heidi retozaba con Niebla. Uno, en su ignorancia, pensaba que estos remedios sólo existían en Los Simpson, en aquellos episodios en los que Bart se ponía como un barrilete y sus padres lo enviaban allí para descansar de su presencia. Pero se ve que no, que estos internados son reales, al menos en el bárbaro mundo de los anglosajones y germanos, aunque aquí, en la película, por mor del eufemismo, los llamen "campamentos dietéticos", como si fueran celebraciones festivas de la ensalada y el yogur desnatado.


            Durante el día,  Melanie  y sus sufridos compañeros serán sometidos a todo tipo de torturas. Un profesor de gimnasia más gordo que ellos los colgará de las espalderas, los hará rodar por las colchonetas, los someterá a duras travesías campo a través... Cuando ya no puedan ni moverse, una escultural monitora les proyectará documentales sobre el autocontrol de la ansiedad, y sobre las repercusiones negativas de los alimentos hipercalóricos. Luego, por la noche, en la intimidad de las habitaciones, los chavales y las chavalas se pasarán chocolatinas de contrabando para seguir manteniendo la figura, y tirar el esfuerzo sudoríparo por la borda. Tampoco es que los guardianes pongan excesivo celo en la vigilancia. El campamento, como tal, es un timo para burgueses, un sacacuartos para padres que quieren desprenderse una temporada de sus retoños. La convivencia, en cambio, sí les servirá a los usuarios para ponerse al día en los asuntos de la práctica erótica. La mayoría son clientes marginales en el comercio sexual de sus institutos, y aprovecharán su reclusión para formar una especie de "Rechazados Anónimos" donde contarán sus experiencias y sus desconsuelos.    


 
            Melanie, que  pica más alto que los demás porque después de todo es rubia y no mal parecida, aprovechará la dejadez de los vigilantes para tentar sexualmente al médico del campamento, un cincuentón de buena figura al que las rubias gorditas le ponen muy travieso. Si su madre vive obsesionada por los mandingas de piel de ébano, y su tía no conoce a ningún hombre más apuesto que Jesucristo, Melanie perderá la cabeza por esta figura paternal de ojos azules y mirada de verraco. La trilogía Paradies ha resultado ser, a fin de cuentas, la historia de tres mujeres que buscaban la satisfacción sexual por caminos extraños y retorcidos. Tres locuras de amor en tiempo de verano. Tres películas muy sórdidas, que diría Juan Manuel de Prada, mi némesis de la derecha rancia. Tres rarezas que empiezan muy bien y luego terminan en un largo bostezo, porque Ulrich Seidl muestra, pero no cuenta; circunvala, pero no atraviesa. Un fotógrafo de lo grotesco, más que un narrador de historias.




           
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Moneyball

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Visto desde la distancia de un océano, el béisbol parece un deporte absurdo, una pachanga que juegan cuatro gordos en un campo triangular armados de cachiporra y máscaras protectoras como de Hannibal Lecter. Me juran, los más pro-yanquis de mis conocidos, que el béisbol es un deporte con todas las de la ley, apasionante y estratégico, con carreras y sudores que te empapan la camiseta, o el polo ese raro como de misa de domingo que llevan. A veces, ante su insistencia, en las noches más tontas del año, uno intenta seguir algún partido de béisbol en los canales de pago, pero siempre me topo con figuras estáticas que parecen formar parte de un belén, y que de pronto, por causas incognoscibles, corren en solitario como si les hubiese pegado un siroco. Hay, además, cien pausas para la publicidad, o para el comentario experto, que me acaban sacando de quicio. Se pongan como se pongan mis conocidos, el béisbol no es un deporte exportable a la cultura europea.

Moneyball es una película sobre el mundo del béisbol, la historia real de cómo Billy Beane, mánager de los Oakland A's, creó un equipo mítico con los cuatro duros de presupuesto que el dueño le concedió. Aunque los personajes hablan de béisbol a todas horas, y uno, desde su ignorancia, y desde su desdén, no sabría distinguir a un catcher de un pitcher, Moneyball ha resultado ser una película fascinante. Un guión suculento lleno de frases imborrables y diálogos endiablados que firma, una vez más, Aaron Sorkin. Yo amo a este tipo, joder...

Moneyball es la lucha heroica de dos tipos, Billy Beane y su experto en análisis Peter Brand, por cambiar el sistema entero de ojeadores y fichajes. Donde los otros especialistas veían a jugadores desastrados y sin futuro, ellos, armados de ordenadores y de sentido común, supieron encontrar a tipos que pedían a gritos una oportunidad.  Juntaron el buen ojo con la buena suerte y construyeron un equipo imposible, que batió el récord de victorias seguidas en las Grandes Ligas. Quien esto escribe no terminó de saber muy bien por qué ganaban tantos partidos, porque las explicaciones son dadas todas en germanía. Pero uno se deja llevar, y termina tan emocionado como el más entusiasta seguidor de este deporte de la garrota. El truco está en olvidarse de que Moneyball va sobre béisbol, e imaginar que uno está viendo a Rinus Michels implantando el fútbol total. A Arrigo Sacchi marcando la línea del fuera de juego a cuarenta metros de la portería. A Pep Guardiola ganando las Copas de Europa con un equipo quimérico formado sin delanteros. Moneyball es béisbol, pero podría ser cualquier otro deporte. Podría ser fútbol, por ejemplo.





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Mamá

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Me han vuelto a engañar con la enésima película de terror que iba a ser diferente. Esta vez ha sido Guillermo del Toro, el gordinflón que producía y publicitaba Mamá, el que ha dado falso testimonio ante el jurado de espectadores. Ahorita va a ser distinto, güey. La madre que lo parió... Estos tunantes nos pescan como truchas de escasa memoria y poco juicio. Saben que los cinéfilos somos ávidos, impacientes, que escuchamos cualquier adjetivo promisorio y nos tragamos el anzuelo hasta la laringe, aunque el gusano sea un sujeto sospechoso que ya nos sonaba de otras estafas. A las truchas nos puede el ansia, el hábito, el vacío estrecho de esta corriente monótona y fría. Este tal Andrés Muschietti que dirige Mamá es un cinéfago que ha regurgitado en la película los clichés mal digeridos de toda la vida. Los más acérrimos se conforman con esto, y dicen que no hay más cabras que ordeñar, ni más variantes que inventar. O lo tomas, o lo dejas. El pasillo que se recorre, la sombra que se desliza, la electricidad que se va, el armario que se abre, el bosque que se cierne, el científico que se inmola, el protagonista que no se entera... La misma tontería de siempre... Que da susto, sí, y que entretiene mucho, pero que también es, aunque parezca paradójico, una pérdida de tiempo lamentable. 




   
 
           Han tenido, además, estos latinos enamorados de las mujeres morenas, la desfachatez de volver negro el cabello fueguino de Jessica Chastain. Han querido afearla por exigencias del guión, para hacer de Mamá un relato más siniestro y oscuro.  Me la han convertido, a mi Jessica, en rockera gótica, en compatriota nacional, estos bellacos. Pero no han podido apagar su belleza radiante de californiana criada al sol. Su piel blanquísima relucía como nunca en contraste con ese pelo azabache y absurdo. No había oscuridad en los pasillos tenebrosos cuando Jessica vagaba por ellos. Ella, la heroína, parecía el blanco fantasma de un amor.

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El capital

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Faltaba Costa-Gavras, el viejo guerrero de la izquierda europea, por darnos su versión particular de esta crisis financiera que nos está dejando con el culo al aire. Costa-Gavras lleva décadas denunciando a los poderosos en sus películas, y se ha ganado el derecho de gritarnos que él ya advirtió de esta catástrofe antes que nadie. Antes ya le había zurrado a los militares y a los curas en películas como Missing o Amen; ahora, en El Capital, saca el cinturón de púas para zurrar a los banqueros, y completar así su trilogía personal sobre los explotadores de los pobres. Es la misma chusma que una vez inmortalizó Ivá en su álbum de Makinavaja: Curas, guardias, chorizos y otras gentes de mal vivir.



            Si otras películas del subgénero bursátil optaron por retratar a esta gentuza de los trajes carísimos sin entrar en el intríngulis económico de los números, Costa-Gavras ha preferido hacer un poco de pedagogía con el espectador. Aunque no es un documental, los personajes de El Capital explicotean sus asuntos como si fueran radiándose a sí mismos. Te compro por esta razón y te vendo por esta otra. A muchos, por lo que leo en internet, les ha molestado el experimento. Lo consideran redundante y ofensivo, pues ellos, al parecer, ya vivían muy enterados de estos asuntos monetarios y fiscales. Lo de los fondos tóxicos es un tema que manejan con la misma soltura que las reglas del fútbol. Uno, sin embargo, como el niño más tonto de la clase, agradece este esfuerzo de Costa-Gavras por hacernos entender la materia, aunque luego la película no sea gran cosa y uno empiece a olvidarla nada más verla. 

Mi incapacidad para entender la economía ya es legendaria por estos pagos. En estas películas de ejecutivos siempre hay uno que vende y uno que compra, uno que pica y uno que estafa, pero nunca acierto a distinguier quien es quien. Me fijo en los jetos para identificar al tiburón de mirada más fría y dentadura más afilada, pero aquí, en El capital, los actores han sido sabiamente elegidos, y todos nadan con el mismo rostro inexpresivo y asesino. El que no es más hijoputa es porque no puede, no porque sea más humano, o tenga más escrúpulos. Es la vida misma, en las altas esferas, y en los fondos abisales.






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Masters of sex. Temporada 2

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A uno, de Masters of sex, le importa un pimiento que la doctora Johnson se lleve mal con su exmarido, o que el doctor Masters esconda sentimientos reprimidos hacia su madre. Que se vayan al carajo, los guionistas y las guionistas, con estos rellenos melodramáticos de la trama, que deberían ser boceto y se han erigido en columna y fundamento. La serie nos atraía porque en ella se narraba el amanecer sexual de la humanidad, tan importante como el amanecer de la inteligencia que imaginara Kubrick en 2001. Si allí sonaba el Así habló Zaratustra cuando el mono blandía el hueso, aquí, en Masters of sex, quedaría bien un Himno de la alegría que subrayara cada orgasmo de los sujetos experimentales. Qué menos... 

El día que William Masters y Virginia Johnson decidieron adentrarse en el misterio cavernoso de la respuesta sexual, cambiaron el devenir de la vida íntima que deforma los colchones y molesta a los vecinos.  Nada fue igual desde entonces. Liberados de miedos y de prejuicios, los órganos sexuales empezaron a acoplarse con otra diligencia, con otro entusiasmo, porque ya se conocían de antes, de los libros, de los gráficos, de las educaciones sexuales en los colegios. Pocas personas han traído más felicidad y sabiduría a la humanidad que Masters y Johnson. Ellos fueron los Prometeos modernos que nos entregaron el fuego sexual de los dioses. Con él encendieron la primera llama de la revolución en las camas, tan importante para la Historia como aquella revuelta de los franceses, o la invención de las máquinas de vapor. O internet mismo, que me permite escribir estas sandeces... ¿Para qué, pues, en la serie, perder el tiempo en estas bobadas domésticas, con estas tonterías que le suceden a todo hijo de vecino, rutinarias, y consabidas, y redundantes?  Al grano, coño, al grano.






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El irlandés

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Adivino, más que comprendo, esta película titulada El irlandés. Su personaje, el policía Gerry Boyle, es una especie de Torrente que también se va de putas los días de fiesta, y que también se toma tres copazos justo antes de entrar en servicio. Si el plato preferido de Torrente era el cocido madrileño, el de Boyle es el desayuno pantagruélico de las salchichas y los huevos fritos. Ambos son gordos y cínicos, impresentables y divertidos. Aunque esto de "divertido" -más que afirmarlo- lo supongo, porque los chistes de El irlandés están muy apegados al terruño, y uno, desde su sofá perdido en la España interior, nota que las gracias se le escurren entre las meninges, inaprensibles y muy gaélicas. Es lo mismo que le sucedería a un habitante de Limerick, pongamos por caso, si un día viera en Tele Irlanda Torrente, el brazo tonto de la ley. Este fascista del Atleti es tan español, tan celtibérico, que sólo nosotros, los aquí nacidos, nos partimos el culo con sus ridículas ocurrencias. Los irlandeses, por lo que leo, se han tronchado hasta las lágrimas con las burradas de su policía racista y pueblerino. Nosotros, desde aquí, no tanto.


            Sucede, además, que la generosidad de quien redactó los subtítulos de El irlandés no está a la altura de su eficiencia. A veces las películas vienen directamente del DVD, o del Blu Ray, y los subtítulos fluyen como arroyos límpidos de palabras. Lo que uno lee tiene coherencia, y se corresponde con lo que cuentan las imágenes. Otras veces, en cambio, es un espíritu altruista el que cuelga su propia versión, con subtítulos cocinados en su propia sartén del ordenador, y lo mismo te encuentras un nativo que ofrece una versión modélica, que un alumno de Secundaria que está haciendo sangrías con el idioma. Esta vez, con El irlandés, me tocó la de cal, o la de arena, que nunca sé. Hay varios diálogos que son absurdos, y que no se entienden. En descargo del traductor hay que decir que estos irlandeses de la película mascullan, más que hablan, el inglés de sus antiguos colonizadores. Mastican y escupen las palabras como chicles de sabor amargo. No sé si es su acento, o si lo hacen adrede para burlarse de sus antiguos dominadores. Otra idiosincrasia que se me escapó.




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La caza

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Ya tenía yo ganas de regresar a Dinamarca, a sentirme danés, europeo, civilizado durante dos horas de fantasía antropológica. La caza, sin embargo, que es mi reencuentro inesperado y tardío con Thomas Vinterberg, es una película que no deja bien parados a los daneses. Ni a los seres humanos, en general, porque Vinterberg viene a contarnos que el porcentaje de gente estúpida es el mismo en cualquier sitio, lo mismo en Dinamarca que en Ponferrada, y que no hay orden social ni modelo económico que pueda remediarlo. La estupidez es una desventaja evolutiva que nos trajimos de los árboles, de cuando descendimos a la sabana y nos convertimos en bípedos, y todavía no la hemos subsanado, ni con la tecnología ni con los eones. 

La estupidez es el reverso oscuro de la inteligencia. Carlo Cipolla, en su libro Allegro ma non troppo, expuso sus leyes fundamentales, que aquí resumo, y que vertebran la historia de La caza.

  1. Siempre, e inevitablemente, cualquiera de nosotros subestima el número de individuos estúpidos en circulación.
  2. La probabilidad de que una persona dada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica propia de dicha persona.
  3. Las personas no-estúpidas siempre subestiman el potencial dañino de la gente estúpida.
  4.  Una persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que puede existir. 


      
            Vinterberg, en La caza, aventura una quinta ley que será la trampa mortal en la que caiga su protagonista: cuando uno comprende que vive rodeado de estúpidos, ya es demasiado tarde para reaccionar. El daño está hecho, y será además irreparable. Nadie quiere ver la estupidez en las personas cercanas, porque reconocerlos estúpidos sería como confesar que uno mismo pertenece al club. Uno vive convencido de que los estúpidos, como los corruptos, o como los borrachos, moran en otros ambientes. Pero basta una chispa, un malentendido, una fantasía de la niña tonta que jura haber visto un "pito hacia arriba", para que uno se descubra rodeado de personas hostiles que ya no razonan. Las amistades y los amores, que creíamos sólidos como la roca, se disiparán como la niebla barrida por una brisa. Una historia sin contrastar te convierte, de la noche a la mañana, en el enemigo público del vecindario. Los que juraban amarte, dudan; los que prometían amistad, huyen; los que vendían compadreo, desaparecen; los que apenas te conocían, apedrean tus cristales. 

No existe eso que llaman la presunción de inocencia. No fuera de los tribunales de justicia. En las calles de aquí, y en las calles de Dinamarc a todos somos culpables hasta que se demuestre lo contrario. Sobran dedos de una mano para contar las personas que nos creerían en una tesitura así. Que nos creerían de verdad, a pies juntillas; que nos mirarían a los ojos y sabrían al instante que nosotros no mentimos, y que es la niña atolondrada la que ha confundido en su imaginación el culo con las témporas.



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Princesas

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Le debía un homenaje a esta actriz mayúscula que es Candela Peña. Sus diez minutos en Una pistola en cada mano son ya historia de nuestro cine patrio. Qué digo, ¡del cine universal! Su personaje, como un monstruo de los cuentos infantiles, reunía en una sola carne los miedos que nos paralizan ante las mujeres. Los hombres las amamos y las recelamos; las deseamos y las rehuimos. Son nuestro deseo contumaz y nuestra condena biológica. Candela sonríe al tontaina de Eduardo Noriega y nos hiela la sangre en las venas, y nos congela la alegría en el pene.


Luego, Candela, en la ceremonia de los premios Goya, tuvo el valor de decir lo que había de decir. Mientras otros se escondían detrás del atril, o detrás del premio cabezón, para que la prensa de derechas no los crucificara al día siguiente -que ya ves tú, qué deshonor-, ella puso el dedo en la llaga y se fue tan fresca, dignísima y actoraza. Denunció la sanidad precaria, la escuela abandonada, la mierda de prestaciones, y se quedó tan ancha, y nos dejó tan anchos, a los socialistas de las catacumbas. Es por eso, digo, que le debía un homenaje cinéfilo a la profesional, y a la mujer.

Me he decantado por Princesas, que tenía muy diluida en la memoria. Y ahí siguen, para nuestra tristeza, y para nuestro sonrojo, exactamente donde las dejamos, las pobres putas, sufriendo los gajes de su oficio, en esos arrabales de Madrid donde los parques son de tierra y las peluquerías escuelas de filosofía. Uno está con ellas, y comprende sus desgracias y contradicciones. Pero son un poco inverosímiles, estas putas de mazapán que presenta León de Aranoa, porque siempre tienen la frase justa, la reflexión pertinente, la poesía elevada de las alegrías y las penas. Hablan como putas de la calle, pero también como profesoras de literatura. Algo no cuadra en el guión. Peccata minuta, en cualquier caso. Yo estaba aquí por Candela, y Candela se sale, vitriólica y sensible, llorosa y exultante. Prostituida y enamorada.




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Cosmópolis

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Me bastan diez minutos de Cosmópolis para saber que hoy voy a aburrirme mucho, y que tal vez no sea capaz de llegar hasta el final. Siento que mi atención se dispersa, y que mi interés se difumina como un pedo fallido. Las otras películas del nido no dejan de piar, reclamando mi atención. Creo que estoy alimentando al polluelo equivocado, y que me corroe la culpa del padre irresponsable. Entre malhumorado y sorprendido, asisto a esta rareza de los personajes trajeados que hablan en arameo, de las limusinas que vienen y van por la ciudad fantasmagórica. Y no me tranquiliza saber que es David Cronenberg quien pilota este avión con destino a lo ignoto. Este tipo es capaz de lo mejor y de lo peor, y esta vez vamos a estrellarnos contra el suelo apenas levantar el morro. Este canadiense lo mismo te regala un peliculón que te mete en un laberinto que sólo él entiende, con hombres raros, mujeres absurdas, surrealismos de Dalí o de Buñuel convertidos en narración personalísima. 

De pronto, cuando mi dedo índice ya acaricia el botón de stop, aparece en Cosmópolis una actriz de ensueño que interpreta a su joven esposa. Me quedo paralizado de la impresión, y el dedo se queda dormido sobre el stop, aplazando su justicia para mejor ocasión. Es ahora, al escribir estas líneas, cuando averiguo el nombre de esta mujer: se llama Sarah Gadon, y es tan preciosa que parece de fantasía, de piel irreal como el plástico, de cabello imposible como la muñeca Barbie. Durante cinco minutos, vivo convencido de que Cosmópolis es una película imprescindible, una obra maestra de nuestro tiempo. 

Pero a punto de empezar el segundo salmo, Sarah Gadon desaparece de la pantalla, y la realidad de Cosmópolis -ya sin la luz celestial de su presencia- vuelve a golpearme con toda su crudeza. Vuelven los tediosos monólogos sobre la naturaleza inevitable y maligna del capitalismo. Vuelve el experimento, el bostezo, la desazón de la vida sin esa mujer preciosa que me robaba el corazón. Pasan los minutos y ella no reaparece. Mi cuerpo se agita, se queja, se desploma. Llevamos cuarenta minutos de metraje y Sarah no está, ni se la espera. Es el The End. Al menos para mí.



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Elena

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Con Elena -que no es Elena de Troya, ni Elena de Borbón, sino de Elena de Moscú- completo la escueta filmografía del director ruso Andrei Zvyagintsev, un hombre muy conocido en los festivales de relumbrón, pero casi ignorado en los planetas alejados del cogollo estelar. Aquí, en las Provincias Exteriores, estas películas llegan con mucho retraso porque nunca llegan a estrenarse, y es una nave pirata, muy parecida al Halcón Milenario de Han Solo, la que nos sirve la mercancía  muchos meses o años después. Es por eso que uno, cuando quiere debatir sobre ellas, se encuentra con que ya está todo dicho. Hablar sobre ellas en este blog es un ejercicio de redundancia, de desahogo de los dedos, más que una aportación provechosa. Menos mal que nadie lo lee, y que quien lo lee apenas lo entiende, pues son cosas muy particulares las que aquí se exponen, muy obsesivas y maniáticas. Y atrasadas, ya, de noticias.


            Las películas de Andrei Zvyagintsev son dramas hipnóticos, silenciosos, casi de fantasmas o de lunáticos, en los que hay que armarse de paciencia para que los personajes vayan mostrando poco a poco las intenciones y la calaña moral, casi siempre sorprendente, y muy poco compasiva. Son personajes afilados, duros, tallados por el frío persistente y por la aridez propia de la estepa. Son rusos y rusas que descienden de la guerra, del hambre, de la utopía fracasada. Desgraciados que ahora sobreviven en esta selva postcomunista del sálvese quien pueda. A Andrei Zvyagintsev le salen unas películas muy fatalistas, muy pesimistas, muy rusas en definitiva, del mismo modo que a Almodóvar le salen unas películas muy españolas y cañís, y a Haneke unos puzzles de centroeuropeísmo muy cerebral y cuadriculado.
        



           
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El estudiante

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Roque es un alumno de la universidad de Buenos Aires que no le da ni un palo al agua. Roque es alto, guapo, de mentón prominente y sexualidad desbordante, así que solo quiere follar con sus compañeras más guapas o más predispuestas. Un macho alfa en toda regla. Mientras el dinero de sus padres o el de las becas siga manando de la cuenta corriente, él pasará los trimestres de cama en cama, de flor en flor, hasta que las asignaturas se aprueben por sí solas. Dios proveerá, hermanos, es el lema que guía su desgana estudiantil. 

   
         Pero nuestro héroe, que vive más feliz que la abeja Maya, se topará con un desafío vital: la chica más guapa del cotarro es, al mismo tiempo la más inteligente de todas. Paula es hermosa, liberal, estudiosa... Un ángel de ojos azules naufragado en el Mar del Plata. Ella frecuenta poco las discotecas, los botellones, las boites donde uno se expone y bichea al personal. Paula reparte su tiempo entre el estudio y el activismo político. Tiene dos lunares en la mejilla que parecen tatuados por un artista...  A Roque le bastan dos escarceos infructuosos con ella para comprender que no va a conquistarla con las tácticas habituales. A Paula le repatean los tipos no comprometidos, los neutrales, los que pasan por la universidad sin tomar conciencia de la realidad, sólo pendientes de sus asignaturas, o de sus pollas inquietas. Paula odia a los tipos como Roque. Ella necesita alguien en quien confiar, sereno, inteligente, participativo. Le vuelven loca los políticos en ciernes. Sólo con ellos alcanza unos orgasmos pletóricos que se le van luego en verborrea sobre los impuestos.

           Roque necesita estar a la altura de quien ya es el amor de su vida, y para ello tendrá que subirse a la tarima, a despotricar contra el rectorado. Ni de izquierdas ni de derechas, Roque está a la que salta, buscando un ecosistema en el que destacar y atraer las miradas de Paula. Al principio, impetuoso e indocumentado, Roque meterá la gamba en los debates, y elegirá mal a los compañeros de andadura. Pero va a aprender muy rápido. La testosterona que apabulla a las mujeres también sirve para manejar a los hombres timoratos. Ellos le reconocerán como el líder de voz poderosa y gestos enérgicos. Es ahí cuando El estudiante abandona los derroteros de la comedia romántica para ponerse muy seria, muy didáctica, y también un pelín aburrida. La última hora es casi entera para Roque, que descubrirá la otra erótica -también irresistible y orgásmica- del poder. Mientras tanto, para nuestro sollozo inconsolable, Paula pasará a un segundo plano lejanísimo y casi testimonial. Ella, la guapa inteligentísima, que fue la chispa, el estímulo, la inspiración de todo esto.




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Star Trek y la reina Borg

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Aunque los efectos especiales sean del siglo XXIV y las aventuras transcurran al ritmo trepidante de la juventud deportista, las películas del capitán Picard y compañía tampoco añaden gran cosa a la saga Star Trek. Uno, mosqueado, va leyendo las sinopsis en internet y descubre que cada nueva película es el refrito de un antiguo episodio para la tele, dilatado en minutos y recoloreado en los ordenadores. Siempre hay un klingon traicionero, un villano loco, un planeta enigmático, una explosión en el puente de mando que a todo el mundo se lleva por los aires pero a nadie mata... Se suceden las mismas conversaciones sobre los sentimientos de los androides, sobre la naturaleza imperfecta de lo humano. Sobre la incapacidad de los vulcanianos para excitarse con un gang-bang de Sasha Grey con orejas picudas. 

Lo mismo en Star Trek: Primer contacto que en Star Trek: Insurrección, uno se entretiene pero se aburre, no sé si me explico. Es mi alma infantil la que sigue flipando con las naves espaciales y con las pistolas desintegradoras; la que echa su ancla de hierro y me deja varado en el sofá, con cara de estúpido, insistiendo en películas que no me interesan gran cosa. Ni siquiera las churris del capitán Picard le ponen a uno en estado de alerta. Cómo serán de frías estas astronautas, de poco excitantes, siempre embutidas en esos uniformes de monjas de las galaxias, que me excita mucho más la reina de los Borg, aunque sus piernas sean ortopédicas, y su pechos consumidos, y su cráneo cableado. Aunque sea una hijaputa de mucho cuidado. Es su voz, en realidad, la que me deja prendado; vibra con promesas de sabiduría, de aventuras, de sexo cibernético y muy guarro a la luz de las estrellas. Sólo por ella he persistido en Star Trek, mientras mi niño interior alborotaba en el sofá con las pistolitas de los cojones. 




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Paradies: fe

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Me imagino que en Austria, que es un paraíso civilizado donde relucen las bombillas de la Ilustración, esta misionera urbana habrá provocado la incredulidad o a la risa entre los espectadores. Las aventuras de esta trastornada que recorre los hogares predicando la fe en Jesucristo y la pronta llegada del Maligno les sonará más a comedia que a tragedia, más a esperpento que a película con visos de realismo. Una broma, quizá, o un experimento callejero de cámara oculta. Me imagino que Ulrich Seidl ha dejado pasmados a sus compatriotas, presentando a una mujer que nadie sospecharía tener como vecina. 

Anna María es una papista recién llegada del Concilio de Trento para predicar la Contrarreforma entre los rubios protestantes. Es poca agraciada, gorda, tan morena que parece sacada de cualquier país del Mediterráneo, esos territorios medievales de la playa y el chiringuito donde los curas siguen campando por sus respetos. Anna Maria es una austriaca improbable, anacrónica, camuflada entre los habitantes de Viena como una agente extranjera, como una espía de la Inquisición. Como una alienígena que viniera huyendo de la nave Enterprise por propagar la creencia en un dios sanguinario, o sangrante, según ejerza de Padre o de Hijo.

Aquí, en cambio, en nuestra Península Ibérica, personajes como Anna María que ven un pene y se desmayan, que contemplan un beso y se escandalizan, que descubren un rayo de sol y ven a Jesucristo cabalgando sobre él, son personas familiares, habituales, de las que hay una en cada familia o en cada vecindario. Yo mismo conozco a alguna de estas iluminadas, que van dando la brasa por los domicilios. Señoras que ya no se entretienen con nada, que ya no duermen las siestas, que se horrorizan con los escotes que salen en la tele. Que después de comer salen a las calles a predicar la abstinencia, la castidad, la emasculación voluntaria como pasaporte hacia el Cielo. Se llaman Eduvigis, Conchita, Manuela, y son unas plastas de mucho cuidado. Viven aburridas y un poco taradas. 

Es por eso que Paradies: Fe, que va sembrando el escándalo allá donde se proyecta, le deja a uno frío e indiferente, como si le contaran el día a día del panadero, o del farmacéutico de la esquina. 




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Star Trek. La próxima generación

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La tripulación que comanda el capitán Picard en Star Trek VII: La próxima generación, es más presentable y atlética que aquella que dirigía el capitán Kirk. Dónde va a parar... Estos tipos del siglo XXIV han pasado unas pruebas físicas para ganarse la oposición de piloto o de ingeniero, y se les ve más ágiles y lúcidos a la hora de enfrentarse a los klingon trastornados. Antes, en la Federación de Planetas, donde reinaba la corrupción y el enchufismo más descarado, los gobiernos dejaban que cualquiera asumiera el mando de la nave Enterprise. Pero ahora se han endurecido las exigencias, y sólo unos pocos elegidos patrullan la última frontera, allá donde buscan camorra las especies agresivas, o nacen brotes verdes en los planetas que se creían desolados. 

Para llevar a cabo esta complejísima labor del biólogo-soldado, hay que estar muy cachas, y desayunar mucho cereal con yogur desnatado. Hay que ser, además, un ser humano hermoso, sexualmente atractivo, pues se viaja en representación de nuestro planeta, y hay que lucir las mejores galas genéticas ante los vecinos alienígenas. Así lo exige la etiqueta, y el protocolo galáctico. En los tiempos del nepotismo valía cualquiera, con cualquier facha, adiposos y canijos, decaídas y culonas, y los embajadores vulcanianos se partían el culo de la risa cuando nadie los veía.

En estas nuevas películas del capitán Picard, cuando aparecen por sorpresa los klingon o los borgs, y disparan sus rayos láser sobre el puente de mando, estos chicarrones saltan con otra energía más intergaláctica sobre los paneles de mando. Ya no se desparraman sobre ellos, como hacían vergonzosamente sus antecesores, enganchándose las lorzas o las uñas lacadas entre las palancas. Cuando se teletransportan sobre el planeta en cuestión, esta muchachada moderna corre con otro garbo, con otro atletismo menos sonrojante. Yo, desde el aburrimiento en mi sofá, me siento orgulloso de que estos seres humanos me representen por ahí, por los mundos de Dios. Lo raro es que en las películas anteriores una pandilla de ancianos salvara a la Tierra cada dos por tres, al trote cochinero, en unos giros de guion ya muy poco sostenibles. En este cambio del fenotipo -a falta de tramas más enjundiosas- hemos salido ganando.




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La extraña tarde de las ballenas trekkies y las pollas africanas

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Una gripe de campeonato, de esas que se posan como una zarpa en el tórax, y como un yunque en la cabeza, puso fin a este año desventurado. Es el remate apropiado para este 2013 que sólo dejó malas noticias: la salud que se torció, el amigo que se fue, los fantasmas que regresaron... Mejor olvidar, no insistir en esta escritura melancólica que a nada conduce, más que a reabrir y relamerse las heridas.

Mientras los sanos y las sanas del mundo salían a las calles para despedir el año viejo, uno, confinado en la cama, se entregó al consuelo inagotable de las películas. Qué sería de mí sin ellas, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza. Cuando moro entre los sanos, ellas multiplican mi alegría y mis ganas de vivir. Cuando vivo entre los desfallecidos, las películas se abren paso como una medicina que deshace las fiebres y los vapores. Contra el virus no hay mejor arma que el paso de las horas. Sin las películas, uno navegaría desesperado en esta calma chicha del tiempo, que se cierne sobre las mantas como un dios metódico de la tortura.

Star Trek IV es igual de aburrida que sus hermanas pequeñas, las que se iban numerando sólo con los palotes. O peor, incluso, porque ahora ya no estamos en el futuro tecnólogico del siglo XXIII, que era entretenido y tal, sino que retrocedemos en el tiempo para visitar el San Francisco preinformático de los años 80, con el objetivo de secuestrar un par de ballenas que allá en el futuro salvarán al mundo con sus cánticos. De droga dura, como se ve. 

Cuando termina la película, aún quedan infinitas horas de fiebre antes del ritual ineludible de las campanadas. Así que decido inyectarme la primera entrega de la trilogía Paradies, una provocación del director Ulrich Seidl que ha dado mucho que hablar en los festivales. La película lleva por título Paradies: Love, y cuenta la historia de una cincuentona austriaca que viaja a las playas de Kenia para vivir aventuras sexuales con los nativos. Le acompaña una amiga veterana  que le va descubriendo las claves lingüísticas y pecuniarias del asunto. 

Ellas son dos gordas de ubres caídas y pliegues barrigosos que están dispuestas a pagar lo que sea por acariciar un cuerpo bien formado, por sentir un buen pollón africano abriéndolas en canal. Ajadas y premenopáusicas, les mueve más la curiosidad que el vicio, más la aventura que la hormona. Seidl no conoce el arte de la insinuación o de la elipsis. Él mete la cámara en los mondongos hasta que la escena se resuelve por sí misma. Se nota que no le cae bien ningún personaje: ni las austriacas que toman Kenia por un gran prostíbulo del placer, ni los aborígenes que usan sus cuerpos para desplumar a las turistas obnubiladas. Aquí todo el mundo va a la suyo, a lo sexual, o a la pasta gansa. Nadie gana, y nadie pierde, con las transacciones. Blancas y negros alcanzan la entente cordial de la pura deshumanización. No hay buenos ni malos, ni explotadores ni explotados. No hay amor, ni pasión, ni intercambio cultural. Un frío empate a cero entre ex-colonos y ex-colonizados. La película, como la tarde, como las ballenas trekkies, ha sido rarita de cojones. 




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El hombre de acero

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Termina la cena de Nochebuena y la familia, avenida en los langostinos pero reñida en las religiones, se divide en dos sectas de adoradores cuando llega la medianoche. Unos, los temerosos de Yahvé, se enfundan los abrigos y salen a la calle para participar en la Misa del Gallo, donde habrán de asistir al nacimiento repetido de Jesús, superhéroe de los tiempos antiguos que multiplicaba los panes y resucitaba los muertos. Los otros, los descreídos, nos repantigamos ante la tele para adorar al milagrero de los tiempos modernos, Supermán, que detiene los trenes en marcha y recoge a todo el que se cae de los andamios. Son vidas ejemplares, y paralelas, las de Jesús y Kal-El. Otros antes que yo ya divagaron sobre el asunto, haciendo más humor que otra cosa. Sucede que ahora, en El hombre de acero, los guionistas ya no esconden sus intenciones evangélicas, muy serias y pomposas, y pretenden equiparar el destino espiritual de ambos personajes, como si la película la hubiese sufragado la derecha religiosa. Un atrevimiento, o una herejía, o una gilipollez, según se mire. 


        Ambos personajes de ficción vinieron de otro mundo para salvar a la humanidad de su autodestrucción. Uno de Krypton y otro caído del Cielo, los dos trataron de pasar desapercibidos en sus años de mocedad. Pero no lo consiguieron del todo. Si Jesús daba lecciones de sabiduría a los rabinos del Templo, Clark Kent reventaba balones de fútbol americano en los partidos del instituto. Eran niños que arrastraban consigo un halo de sospecha. Ninguno fue el hijo real de su padre o de su madre. A uno le trajo un ángel y a otro lo depositó una nave espacial. Dotados de superpoderes inconcebibles, los dos optaron por no hacer ostentación hasta que llegara el momento de anunciarse. Si hacemos caso de la Biblia y del guión de El hombre de acero, la edad elegida fueron los treinta y tres años. Hasta entonces, para preservar el anonimato, prefirieron poner la otra mejilla en cada pelea que disputaron. Llegados a esa edad de significado quizá cabalístico, quizá astronómico, los dos alienígenas decidieron tirar de la manta y darse a conocer. Pasaron de ser ciudadanos vulgares a portadores de un mensaje de salvación. 

    Jesús predicó en Judea, entre los habitantes del Imperio Romano, sacando demonios de los cerdos o convirtiendo las aguas en vino. Clark Kent destapó sus poderes en Metrópolis, entre los súbditos del Imperio Americano, recogiendo autobuses que se despeñaban o desviando misiles lanzados por los comunistas. Sobre las andanzas de Jesús, los antiguos escribieron relatos en pergamino que trascendieron los siglos y fundaron una gran religión. Sobre Superman, el dibujante Joe Shuster y el guionista Jerry Siegel crearon un cómic que luego sirvió de inspiración para estas películas que me vienen acompañando desde la infancia, en una cita ineludible que se repite cada cinco o diez años. Cuánto ha llovido desde aquel día en que Marlon Brando, en la gran pantalla del cine Pasaje de León, anunciara la catástrofe geológica del planeta Krypton...




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Masters of sex. Temporada 1

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Recuerdo que de chaval, en casa de un amigo, rebuscando entre las revistas pornográficas que su padre escondía encima del armario, apareció un libro que se titulaba La sexualidad humana. Había desnudos parciales, bocetos corporales, párrafos de texto científico que describían los hechos biológicos de la copulación y la masturbación. Los orgasmos y las relajaciones. Lo que en las revistas porno era obviedad e inmediatez, aquí era explicación y circunloquio. Ciencia en marcha. La sexualidad humana tenía la consistencia y el didactismo de un libro de texto, uno que tal vez estudiaban realmente allá en Escandinavia, o en Francia, donde la juventud se entregaba alegremente a la precocidad y al libertinaje, pueblos sin Dios ni vergüenza que nosotros envidiábamos con chorros continuos de baba. Aquí, en la España recién salida del catolicismo oficial, La sexualidad humana figuraba en el Índice de Libros Prohibidos, y se vendía únicamente en catálogos ultrasecretos, y en oscuras trastiendas de kioscos clandestinos. El padre de nuestro amigo era un tunante que se trabajaba el mercado negro de la rijosidad. Un gran tipo, y un gran héroe, a nuestros ojos.


         De haber caído en manos de otra pandilla menos aplicada en los estudios, la obra cumbre de Masters y Johnson se habría quedado encima del armario, cogiendo polvo entre los polvos. Pero nosotros, que alternábamos la testosterona con los sobresalientes, los relatos pornográficos con la poesía de García Lorca, nos disputamos  la posesión de aquel libro con mucha fiereza. Nos interesaba el placer, pero también su explicación científica. La lectura de La sexualidad humana, a medio camino entre la cerdada y la erudición, producía un gran placer por sí misma. A veces, incluso, nos encendía más que el grafismo explícito de las pollas bombeando entre los coños. Éramos lascivos y empollones a partes iguales. Jamás ligábamos con las chicas porque ellas sabían, o intuían, esa doble personalidad de nuestro carácter, tan contradictoria y poco natural. Éramos chavales atípicos, gilipollas por fuera y patéticos por dentro, románticos y muy cochinos.
          


 
            Casi treinta años después, la edad dorada de la televisión se ha acordado de aquella pareja que nos descubrió los misterios cardiorrespiratorios del sexo. Masters of sex es una serie que han medido al milímetro, comedida e inteligente, porque los personajes se pasan todo  el rato hablando de sexo, o practicando el sexo, o diseccionando el sexo, y el espectador -al menos el salidorro que esto escribe- no nota correr la sangre por la entrepierna. Hay una frialdad calculada que recorre los diálogos y las copulaciones. Mientras las prostitutas contratadas se masturban en las camillas, o las parejas voluntarias se entregan a la voluptuosidad tras los biombos, los científicos de bata blanca les van quitando y poniendo las ventosas del electrocardiograma. Luego, en la calma de sus despachos, analizan las crestas y los valles que los gemidos dibujaron sobre el papel pautado, y sacan conclusiones muy revolucionarias para la época. Cosas que ahora -ay que ver cómo cambian los tiempos- ya conoce cualquier chavala del instituto sin haber leído un libro en su puñetera vida. 

       




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Hayware

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Yo juraría que hace unos años, en alguna revista de cine, leí una entrevista con Steven Soderbergh en la que éste anunciaba su pronto retiro del oficio. En la que decía estar cansado de recorrer los despachos y los platós. Los engranajes de la gran maquinaria -aseguraba él- le habían dejado magulladuras y lesiones en el ánimo. Quería tomar distancia, repensar su carrera, dedicarle tiempo a otras artes en las que andaba interesado. Pero al final se arrepintió, o las circunstancias económicas le obligaron. O yo, quizá, interpreté muy mal la intención final de sus palabras. Porque desde ese momento, el hombre de las gafas de pasta nos regala -o nos endilga, según le salga- una película cada año. A veces dos, incluso, como si las cultivara en un invernadero muy fructífero de California. El mismo virus de la hiperactividad que fundó una colonia en Woody Allen, ha encontrado asiento en este director por el que tan pronto siento admiración como distanciamiento.

            Haywire pertenece a la categoría de sus películas que no pasarán precisamente a la historia. No es ni mala ni buena: es tan previsible como entretenida, tan digerible como olvidable. Una gominola sin nutrientes. Una seta no venenosa con escaso valor culinario. Entre mamporro y mamporro, uno repasa mentalmente lo estudiado durante la tarde, el menú que habrá de cocinar para mañana, los días que restan para el inicio de las vacaciones. Cuando vuelven las hostiazas, uno regresa a Haywire llevado por un resorte de la adolescencia que no conoce oxidación ni mal funcionamiento. Es un condicionamiento pavloviano, éste de fijar la mirada allí donde nace una pelea, o discurre una persecución de coches. Mientras uno discute con su chaval interior, Gina Carraro recorre medio mundo huyendo de sus antiguos compañeros del FBI, o de la CIA, que no se entiende muy bien la cosa. Rompe los cercos a patadas, los acosos a cuchilladas, las emboscadas a hostia limpia. Es una versión en femenino de las andanzas de Jason Bourne. Pero mucho más aburrida.



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No. El plebiscito de Pinochet

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En 1988, un dictador chileno de cuyo nombre no quiero acordarme se sometió al veredicto de las urnas para concederse unos años más de poder. ¿Un gesto democrático de quien había asesinado a los demócratas verdaderos? Por supuesto que no. El innombrable del bigote era un megalómano convencido de su misión mesiánica. ¿Qué tendrán los bigotes, chilenos o españoles, soviéticos o teutones, que a todos los chalados les confieren el convencimiento de un alto destino?

    NO es la película de Pablo Larraín que cuenta los intríngulis de aquella campaña electoral. De cómo los enemigos del orden contrataron a un publicista que les llevó por el buen camino de la victoria. Un profesional del asunto que supo diferenciar el contenido del continente, la letra de la música. Nada de denuncias, de testimonios llorosos, de retratos conmovedores en blanco y negro. Alegría y desparpajo, juventud y soniquetes. Puro marketing... ¿Un milagro? No. Si alguien vive en el secreto de que la gente es básicamente estúpida y poco analítica, ése es el sociólogo, el demógrafo, el estadístico. Y el publicista, claro, que vive de aprovechar esa estupidez esencial para colocar sus productos.

    Saavedra, el gurú de los demócratas, sabía que la gente, el pueblo llano, el votante robótico, tiene más miedo que vergüenza, más desmemoria que corazón. El votante chileno, con la bonanza económica, enfrentado a la tesitura de hacer justicia o de comprarse un televisor más grande, se iba a quedar, sin duda, con la tele. Ellos, las gentes de bien, las gentes de orden, las clases medias y acomodadas, no tenían culpa de los desmanes militares, y además ahora se vivía mucho mejor, con más paz en las calles y menos hippies fumando porros. René Saavedra sabía que a ese votante había que pintarle la utopía democrática con vívidos colores y músicas pegadizas. Y tías buenas enseñando el escote. Convencerle de que más allá de Pinochet existía un mundo donde las rubias anglosajonas meneaban las tetas y zarandeaban el culo. Donde no llegaba la pedagogía ni el pensamiento crítico, tenía que llegar el engaño. No había que razonar con el votante: había que embaucarle como a un niño tonto. Dejado a su libre albedrío, no iba a distinguir a un demócrata clandestino de un torturador con charreteras. Había que guiarle con una estrategia primaria y sencilla. Alcanzar el fin honroso del NO con el medio deleznable de la publicidad.


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Alps

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La costumbre de suplantar con un actor a quien acaba de fallecer va camino de convertirse en todo un subgénero de las películas. Y quién sabe si de la vida real, dentro de unos años... La primera vez que vimos algo así fue en Familia, aquella película en la que Juan Luis Galiardo contrataba a  un batallón de actores -cuñado incluido- para no celebrar en solitario su cumpleaños de cincuentón. Lo que no quedaba muy claro, o yo no recuerdomuy bien, si el tío andaba de rodríguez y se daba un capricho estrafalario, o si era un divorciado melancólico que echaba de menos los viejos tiempos de las discusiones y los gritos. Es difícil de recordar: el recuerdo de Elena Anaya, inaugural y primigenia, difumina cualquier acercamiento a Familia que se haga con la ayuda simple de la memoria. 

Giorgos Lanthimos, el director griego de aquella astracanada hipnotizante que fue Canino, retoma este subgénero de las sustituciones en Alps. Alps es el nombre de una secta de jamados que se dedican a suplantar por horas a los recientemente fallecidos. Gracias a una enfermera que trabaja en el hospital, contactan con los familiares desolados para ofrecerles sus servicios y aliviarles la pena. Estos actores y actrices, que cobran por horas de servicio, son como profesores de apoyo que se visten con las ropas del muerto, y recrean escenas y diálogos de la antigua vida cotidiana. Si toca conversación a la hora del desayuno, pues conversación; y si hay que echar un polvete como los de antaño, pues se echa. 

Contada así, parecería que Alps es una tragicomedia de gran sustancia y profunda reflexión antropológica. Ocurre, sin embargo, que uno tarda muchos minutos en comprender esta trama fundamental, y cuando llega a la orilla, y planta los pies en tierra firme, nuevos terremotos de giros extraños y conversaciones fallidas te devuelven al mareo de un espectador sin biodramina. Hace años, en el esplendor herbáceo de mi juventud, yo disfrutaba mucho con estas películas herméticas y bizarras, que se iban mostrando pieza a pieza, como los puzzles de los concursos. Pero uno va perdiendo las neuronas, las paciencias, las atenciones indispensables, y todo lo que no sea un guión de sopitas y buen vino se atraganta en el intelecto y ya produce malas digestiones. 




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