Targets

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Tenía ganas de volver a ver Targets, la película de Peter Bogdanovich que de pequeño casi me hizo cagarme en los pantalones. Targets llevaba un año esperando en el montón de las películas de reestreno, desde que  recordé aquel programa que los lunes por la noche atormentó mi infancia desde el televisor: Mis terrores favoritos. Ya he contado en estos escritos que era Narciso Ibáñez Serrador el que elegía la película en Madrid, y mi padre, en León, el que me obligaba a verla, como si ambos se conchabaran en la distancia para convertirme en un hombre hecho y derecho, uno que le perdiera el miedo a estas menudencias de los monstruos y los crímenes. 

En Internet -que es el dios que nunca tuvieron los romanos para honrar a la Memoria- figura un calendario detallado de las películas que se programaron en aquel espacio. Y descubro, sorprendido, que aquella tortura que a mí me pareció durar cien años, como una cadena perpetua del sobresalto, sólo se mantuvo en antena nueve meses, como un embarazo maldito de Rosemary. Como un curso completo en el infierno, de octubre de 1981 a mayo de 1982. Treinta y dos películas que me apartaron durante años del cine de terror, reblandecido y cagueta, hasta que los amigos me convencieron, y la testosterona del macho intrépido -que ya ves tú- se impuso a los miedos infantiles. 

Targets se pasó por televisión el 1 de marzo de 1982, y yo al día siguiente, martes de invierno, yendo hacia el colegio, estaba seguro de que iba morir de un segundo a otro, disparado por algún pirado como el de la película que me acechaba desde una azotea, rifle en mano, y ojo a la mira.  Pum. Muerto. Y ni el “pum”, siquiera, pues decían en las películas que cuando llegaba el sonido a  tus oídos ya estabas muerto en el suelo, antes que sordo. Como quedarte dormido, pero a toda hostia, y en mitad de la calle, sin tiempo para decir adiós. Aquella mañana todos los muchachos caminaban alegremente por la acera menos yo. Nadie había visto Targets la noche anterior, y nadie estaba al corriente del peligro mortal que nos rodeaba. Yo no hacía más que escudriñar los tejados, las ventanas, las alturas de aquellos depósitos del agua que vigilaban nuestro trayecto entero, y que tanto se parecían a los depósitos de gasolina que usaba el pirado de Targets para disparar a los conductores de la autopista. 

Pero no morí aquel día, obviamente, ni los que vinieron después, mientras el miedo al francotirador se iba disipando y se mezclaba con otros más escolares y pedestres. O quizá sí, morí, y aquí estoy, sólo en espíritu , con mi cuerpo desplomado sobre la acera helada y lluviosa, escribiendo estas cosas desde el limbo, mientras espero que me juzguen por los inocentes pecados de mis once años. Porque dicen también, en las películas, que en el limbo, a los muertos, para entretener la espera en la Sala de Tránsitos, les hacen creer que siguen vivos, como si les introdujeran un software de Matrix en el alma. Quién sabe. Quizá sólo he visto Targets una vez, justo el día antes de morir, y este segundo visionado es una invención de los dioses, que me entretienen la espera como telefonistas del hilo musical.




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Proyecto Nim

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Confieso que se me han caído dos o tres lagrimones en los minutos finales de Proyecto Nim. Y que he reprimido, a duras penas, por un sentido absurdo de la hombría, unos cuantos más que ahora se van reabsorbiendo en los lagrimales. Me ha llegado al alma la desventura de este chimpancé llamado Nim Chimpsky, al que sus tutores -¡bellacos!, ¡malandrines!, ellos sí que simiescos- llamaron así para burlarse de Noam Chomsky, mi líder espiritual, mi entrañable profesor, con el que mantenían serias discrepancias sobre las bases innatas del lenguaje. 



     Siendo un chimpancé recién nacido, Nim fue seleccionado en 1973 por la Universidad de Columbia para llevar a cabo un experimento inusual: vivir adoptado en una familia de humanos para enseñarle el vocabulario y la sintaxis de la lengua de signos, y mostrar al mundo entero que el lenguaje estructurado no era patrimonio exclusivo de los seres humanos. Los primeros años de Nim en su familia de adopción fueron felices. El padre era un poeta que vivía a su aire, pasota y distante; la madre, una post-hippy que llegaba a compartir su porros con Nim; y los hijos, unos anarquizantes que jugaban al salvajismo y a la indisciplina allá en la granja donde vivían. Eran la familia perfecta para un chimpancé que saltaba por los columpios, que dormía en las camas, que “reordenaba” de vez en cuando las estanterías... Y que no recibía, además, ningún tipo de enseñanza sistemática de la lengua de signos, que era, en principio, el motivo científico de su adopción. 

    El responsable del experimento, el lingüista Herbert Terrace, tomó cartas en el asunto e introdujo, en la dinámica familiar, a una alumna suya de la universidad, predilecta en todos los sentidos, que se encargaría de planificar las clases particulares... Y hasta aquí, como decía Mayra Gómez Kemp en el Un, dos, tres, puedo leer. No voy a desgranar, para los interesados, el documental entero. Sólo diré que la historia se irá tornando oscura, irritante, desalmada. Que el ser humano, el hijo puta del ser humano, aparecerá en escena para traer la desgracia a Nim el chimpancé. Unos por insensibles, otros por cobardes, otros por egoístas... en fin: la panoplia al completo.



     Quería lanzarme aquí a la diatriba furibunda, al discurso misántropo, pro-animal, indignado, plagado de tacos. Pero no me iba a salir. O me iba a salir muy mal. Cuando veo a seres humanos maltratando a animales, se me funden las entrañas, se me agolpa la sangre en la cabeza, todo en mi pensamiento se vuelve de un color rojo intenso, de cólera y de asco. No lo puedo remediar. Es superior a mis fuerzas. Ensañarse con un animal es la mayor de las bajezas, el mayor de los pecados, castigado con el infierno perpetuo, y las llamas eternas. Ay, si yo gestionara ese negociado del Averno... A cuántos que allí sufren perdonaría al instante, y a cuántos que vagan libres por la Tierra condenaría para siempre.

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Searching for Sugar Man

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Searching for Sugar Man nos cuenta la historia real de la caída y auge no de Reginald Perrin, sino de Sixto Rodríguez, un cantautor norteamericano que a finales de los años 60, al estilo de Bob Dylan, armado de voz y guitarra, pero con una letras mucho más incendiarias, grabó dos discos que no tuvieron repercusión alguna entre las masas. 
Mientras Sixto Rodríguez regresaba al anonimato de la clase trabajadora, al otro lado del Atlántico, en Sudáfrica, sin que él tuviera conocimiento del asunto, sus discos se convertían en un símbolo de la protesta contra el régimen del apartheid. La white people que no quería los privilegios ni las preferencias adoptó las letras revolucionarias de Sixto como si de himnos se tratara. Durante dos décadas, todos los sudafricanos que presumían de rebeldes y de antisistema compraron sus discos, o sus cintas de casete, que para el caso es lo mismo. En los guateques de Ciudad del Cabo, o de Johannesburgo, entre lingotazo de whisky y metedura de mano, las canciones de Sixto Rodríguez daban la pausa necesaria, la anarquía vigorizante, el momento trascendente del ánimo revolucionario. Sixto, a miles de kilómetros de distancia, se había convertido en el inspirador musical de la resistencia.

Nadie sabe cómo empezó el fenómeno. En una época en la que muy pocos soñaban con el mundo digital, seguramente fue un turista norteamericano el que introdujo el primer disco de Sixto en Sudáfrica, metido en la maleta. Quizá, simplemente, quería escucharlo en las vacaciones; quizá lo traía con la perversa intención de enseñárselo a los amigos, a los amoríos, para que prendiera la llama de la protesta. Quién sabe. Tampoco se sabe nada de los derechos de autor que se generaron con el negocio. El documental sigue la pista del dinero sin llegar a conclusiones ciertas. Sólo sabemos que a Sixto no le llegó ni un duro de su lejano estrellato. No, al menos, hasta que dos fans sudafricanos dieron con él en la década de los 90, y le ofrecieron la posibilidad de dar unos conciertos en su país. Sixto seguía a lo suyo, en su casucha del Detroit post-industrial, trabajando en el negocio de la construcción. Agradecido por el interés, cogió su guitarra, compró un billete de avión y se plantó en Sudáfrica para retomar el oficio de cantautor durante unas semanas. Tuvo que verlo para creerlo. Sólo cuando descubrió que las multitudes, efectivamente, llenaban los escenarios abarrotados, asumió la veracidad de la historia que le habían contado. Las gentes le adoraban como a un dios, como a un Jesucristo de la música resucitado, pues lo habían dado por muerto, por desaparecido, y en un milagro inexplicable, en un acontecimiento mitológico, Él ahora estaba frente a ellos, en el escenario, atacando las viejas canciones, como recién caído de los Cielos.




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Academia Rushmore

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Me sucedió ayer con Suspense. Y me ha vuelto a suceder hoy con Academia Rushmore. Nada que no sea la belleza de las actrices acude a estos dedos que teclean, a esta mente veraniega que se me ha quedado en blanco, despojada del espíritu literario, abrasada, resudada, incapaz de articular un discurso coherente, responsable con mis escasos -pero eximios- lectores. El crítico de cine se ha ido de vacaciones, cansado ya de perorar en el desierto, y ahora ocupa su lugar el sátiro de agosto, que sólo se fija en las mujeres -y no en las actrices, machista y avergonzado-, buscando resquicios de carne, puntuando los rostros bonitos, haciendo memorias y estableciendo listas de preferidas. Debe de ser Max, el entrañable antropoide que vive en mi patio interior, que aprovecha mis siestas para encender el ordenador, y que anda priápico perdido, jugando a todas horas con la careta del carnero.


Hoy he descubierto que lo que hace años me pareció incomprensible, o absurdo, en Academia Rushmore, ahora me resulta familiar, extrañamente personal, como si repensar mi propia adolescencia ya no fuera una tarea farragosa y doliente. Como si hubieran cedido algunas reticencias, y se hubiesen abierto algunas compuertas. Daría para mucho escribir, este redescubrimiento de la propia adolescencia en la figura de Max Fisher, alumno gafotas y solitario, enamorado contumaz de la chica equivocada e inaccesible. Daría para hablar del paso de la edad, del proceso de aprendizaje, de los traumas que se quedaron y los traumas que se fueron curando. Pero ya digo que nada crítico o ilustrado sale estos días de mi redactar. Academia Rushmore, en manos de otro cinéfilo más inquisitivo, de otro literato más arrebatado, daría incluso para una novela que continuara las andanzas de Max Fisher. Yo, en cambio, me he pasado la película entera amando a Olivia Williams cuando salía en pantalla, y echándola de menos cuando no estaba, y los pensamientos profundos, que los tuve, se han ido diluyendo en este magma espeso del deseo, que borbotea y aúlla, y se regodea. Una vergüenza de comportamiento; un descontrol del raciocinio; un ejemplo más de que esto va camino de convertirse no en un diario personal, ni en un dietario de cinéfilo, sino en la consigna rutinaria, a medias poética y a medias marrana, de mis amores por las mujeres virtuales y preciosas, como Olivia Williams, en aquella flor de su edad.




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Suspense

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Cuarenta años contemplaban a Deborah Kerr cuando interpretó a esta institutriz chalada -¿o no?- que lleva la voz cantante en Suspense, clásico en blanco y negro sobre una casa encantada -¿o no?- poblada de lúbricos fantasmas.

Suspense a veces aparece en las enciclopedias como The Innocents, título original, y a veces como Otra vuelta de tuerca, título de la novela decimonónica que sirve de inspiración. Tal es el galimatías, y tal es mi incultura, que sólo hoy he comprendido que los tres titulos eran en realidad la misma película, como una santísima trinidad que se resumiera en un único dios verdadero. 

Cuarenta años, decía, tenía Deborah Kerr en aquel rodaje. Cuarenta y uno tengo yo, a estas alturas de mi propìa película, y sin embargo esta mujer me parece mayorísima, carente de todo atractivo sexual. No era Deborah Kerr, ni mucho menos, la actriz más guapa del momento, y los vestidos victorianos de Suspense tampoco ayudan mucho a resaltar sus méritos femeninos. Soy consciente de estas limitaciones, pero no es ahí adónde voy. Quiero decir que siendo yo coetáneo de las mujeres de cuarenta años, Max, mi antropoide, que vive encerrado en mi interior, y dicta mis deseos más inconfesables, ya las considera viejas, y despojadas de todo interés. Es un querer pero no poder, abocado a la desgracia y a la incomprensión. Quisiera convencer a Max de su error, de su desfase cronológico. De su apuesta perdedora por las más jovencitas del lugar, pero no puedo. En estos asuntos del corazón él se ha hecho con el mando a distancia, y controla las hormonas, y los instintos, y no lo suelta ni dándole de hostias, como un mono juguetón. Es el síntoma inequívoco de que me he hecho mayor. Muy mayor. Con la barba teñida de blanco, y el alma tiznada de negro. Dicen que es el destino común, la etapa obligatoria, el último gran deseo reproductor antes de que el antropoide se haga definitivamente viejo y se retire a la copa de los árboles, a dormitar siestas, y a zampar plátanos. Y a ver la tele. Será eso. 





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Siempre feliz

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Soy incapaz de recordar, en el inicio de la película, qué critico de qué revista, o de qué radio, o de qué hipnosis, en el momento más tonto de una mala tarde, me convenció hace unos meses para salir a pescar este bacalao de los fiordos. Ya he dicho alguna vez que con mis olvidos podría escribirse la segunda parte de Psicopatología de la vida cotidiana: un volumen dedicado exclusivamente a esta fatigosa labor de mi cinefilia, que no sabe por dónde anda, que funciona autónomamente, o sonámbula, sin que yo mismo sepa muy bien de sus tejemanejes. Soy un cinéfilo dominado por su subconsciente, o por su preconsciente, que todavía no los distingo muy bien. Un paria de mis propios impulsos que sólo cuando redacta estas líneas cae en la cuenta de dónde está, como un secuestrado con los ojos vendados que desconoce los vericuetos que lo han traído hasta el escritorio.

Siempre feliz no es una película memorable, la verdad. Un enredo de parejas muy liberales allá en la idílica noruega, donde lo del folleteo, al parecer, está a la orden del día, con tanto frío en el exterior, y esas nevadas que nunca cesan, y esas camas enormes que parecen tatamis donde se podría llevar una vida completa al resguardo de los elementos. Y esas noruegas, claro, tan hermosas, y esos noruegos, tan altos y fortachones. Cada vez que una pareja de noruegos entra en contacto saltan chispas inmediatas, de tan seductores como se reconocen. Si no fuera por los fríos perpetuos de Escandinavia, Noruega habría ardido en llamas hace mucho tiempo, con tanto bosque sobre la tierra, y tanto petróleo bajo el mar, y tanta fricción calorífica generándose en los dormitorios. 



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Si quiero silbar silbo

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El cine rumano se ha puesto  de moda en los festivales donde los entendidos reparten los aplausos. Sin embargo, al conocimiento de los aficionados rasos, de los cinéfilos del montón, de los peliculeros prêt-à-porter como quien esto escribe, sólo llega una película rumana cada tres o cuatro años, como aquella de La muerte del señor Lazarescu, o 4 meses, 3 semanas, 2 días

Uno, por supuesto, si fuera un cinéfilo de actitud responsable y educado en el buen gusto, podría lanzarse a la búsqueda, a la indagación, al visionado sistemático de esta nueva ola que proviene del Mar Negro. Pero soy, como ya he dicho muchas veces, un aficionado sin tiempo, desorganizado, veleidoso, lobotomizado por los yanquis, y el cine rumano, así de sopetón, por mucho que digan, y por mucho que lo ponderen, suena como una muralla infranqueable, como una fortaleza inexpugnable. Lo dices así, muy despacito, mascando suavemente las palabras, cine rumano, y uno barrunta una cinematografía espesa, aburrida, con mucho poscomunismo, mucho drama social, mucho silencio transilvano para  buenos entendedores. Mucho actor no-profesional dejándose la piel junto a mucha actriz desconocida. No sé. Sé que soy muy injusto con esto. 

Luego, con películas tan meritorias como Si quiero silbar, silbo, del hasta ahora ignoto director Florin Serban, uno se arrepiente al instante de pensar tales memeces sobre nuestros colegas romances, y mucho más de escribirlas, y de darlas a conocer a los lectores que todavía sobreviven a mis tonterías. Sobre todo a las rubias guapísimas que hasta ahora aplaudían mi cosmopolitismo, mi anchura de miras, mis exóticas aventuras por las lejanas cinematografías del mundo, donde sólo sobreviven los más apuestos intelectuales. Dan ganas, sorprendido en estos pecados de desconfianza, de coger el teléfono y preguntar en información por algún cura rumano que imparta sus homilías en los alrededores, y lanzarse corriendo a la parroquia para ser oído en sagrada confesión. Tendrían que ser muchos los padrenuestros, y los avemarías, para purgar tamaña indecencia, tamaña aprensión innata hacia el cine de su patria. Pobrecicos. No les queremos ver ni al natural, ni proyectados sobre una pantalla. Somos -éramos- los nuevos ricos del Mediterráneo, con unas ínfulas ya más ridículas que otra cosa.



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Distant voices

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De aquellos polvos de Mark Cousins y su Historia del cine, bajan todavía, por las torrenteras ocasionales del verano, estos lodos de películas descatalogadas, semiolvidadas, que voy descargando fatigosamente en internet, y entre las que busco, armado de criba y paciencia, esas pepitas de oro que el crítico irlandés juraba haber visto en el barro, con aquella voz suya de liante profesional que lo mismo te vendía la moto que la gasolina necesaria para hacerla funcionar.

Después de ver Distant voices, still lives, todavía no sé si el pedrusco que he encontrado en mitad del arroyo es oro o pirita. A ratos te emocionas con la película, y a ratos te adormilas, y te vas. Cuando esta familia obrera rememora la mala vida que les dio el padre, allá en el adosado cutre de Liverpool, uno sintoniza con el pesar de estos proletarios atrapados en el paro, en el subempleo, en el alcohol. En el apagón vertiginoso de los pocos sueños que concibieron. Es el ciclo interminable de los pobres, que sólo un genio del balón, o una primitiva del copón, será capaz de romper. 

Pero luego, cuando la película cambia de escenario, y pasamos al pub donde la familia se reúne con las amistades a celebrar la vida, uno empieza a dar cabezazos en la siesta estival, y maldice la sonoridad de esas canciones folclóricas que no dejan conciliar la modorra, y que los personajes no paran de corear a voz en grito, cómo sólo saben hacerlo los británicos borrachos, y las británicas bebidas. Distant voices, still lives: o las voces amargas del pasado, o las músicas joviales del saberse vivo. Un capricho personal del puñetero Mark Cousins. Una interesante pérdida de tiempo. 





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