Hace varios días que terminé de ver el último episodio de Veep, y el recuerdo de los chistes todavía me asalta en cualquier sitio, público o privado, dibujándome la sonrisa de bobo. Por aquí, en el pueblo, cuando me descubren de tal guisa en la cola del pan, o guiando mi oxidada bicicleta, siguen pensando que estoy majara, y que voy empeorando con la edad. Cómo explicarles que a uno le perdura Veep en la sesera, y que no puedo remediar la sonrisa. Cómo explicarles, peor aún, que existe una serie llamada Veep, que la dan por el canal de pago, o que se descarga por "el internet”, y que va de unos políticos americanos y sus asesores que no paran de hablar y de meter la pata...
Veep. Temporada 1
Hace varios días que terminé de ver el último episodio de Veep, y el recuerdo de los chistes todavía me asalta en cualquier sitio, público o privado, dibujándome la sonrisa de bobo. Por aquí, en el pueblo, cuando me descubren de tal guisa en la cola del pan, o guiando mi oxidada bicicleta, siguen pensando que estoy majara, y que voy empeorando con la edad. Cómo explicarles que a uno le perdura Veep en la sesera, y que no puedo remediar la sonrisa. Cómo explicarles, peor aún, que existe una serie llamada Veep, que la dan por el canal de pago, o que se descarga por "el internet”, y que va de unos políticos americanos y sus asesores que no paran de hablar y de meter la pata...
Poderosa Afrodita
En Poderosa Afrodita, Lenny y Amanda adoptan un hijo de madre desconocida al que llamarán Max. Lenny es un afamado reportero deportivo; Amanda, una exitosa galerista de arte. Ambos son personas cultas e inteligentes, neoyorquinos de clase alta que viven en un céntrico apartamento repleto de libros. Max, sin embargo, exhibe una inteligencia impropia superior, de superdotado. Amanda acepta este hecho como un regalo de la fortuna, y decide no darle más vueltas, pero Lenny, intrigado, necesita saber. Cuando contempla los juegos de Max en el salón, una parte de él sonríe complacido, y otra rumia una duda que le carcome las entrañas. ¿De dónde habrá salido ese crío inteligentísimo? ¿Quién es la madre que lo entregó en adopción? ¿Quién es el padre que vive escondido en la mitad de esos genes prodigiosos?
“Los padres son como la vitamina C; siempre que sea apropiada, un poco más o menos no tiene un efecto visible a largo plazo”.
Fireworks Wednesday
Me cuesta reconocer el rostro de Taraneh Alidoosti en Fireworks Wednesday, película que Asghar Farhadi rodó años antes de A propósito de Elly. En Fireworks Wednesday, Taraneh no parece la misma mujer: siendo tres años más joven parece mucho más fea. Como una hermana menos agraciada. Como una regresión... Se ve que unos bellacos han pasado sus facciones a través de un maldito Photoshop invertido, que le ha subrayado los defectos, y le ha difuminado las perfecciones. Me aturde su cejijuntez, su expresión bobalicona, su aire pueblerino como de película de Abbas Kiarostami rodada en el quinto coño. No es ella, Taraneh, que me la han cambiado. O quizá, para mi horror, para dolor agudo de mi corazón, Taraneh era así en sus tiempos más mozos, recién llegada del pueblo, y fue al terminar el rodaje de Fireworks Wednesday cuando su representante le recomendó operarse la cara, y depilarse las cejas, y juntarse los dientes, para alcanzar el estrellato en los cines de Teherán. De ser así, internet no aportaría mucha luz sobre el suceso. Sobre la vida íntima de las actrices iraníes reina la más estricta censura de los ayatolás. Y yo me quedaré, ay, con la sospecha eterna. Con la sombra de una duda, como en la película de Hitchcock.
Hannah y sus hermanas
En Hannah y sus hermanas conviven dos tramas que tienen muy poco que ver. La historia central, la que trata propiamente de Hannah y sus hermanas, es el relato de tres neoyorkinas que se reúnen en los restaurantes y en los saraos de la familia para ponerse verdes las unas a las otras, y hablar sobre el cultivo insatisfactorio de sus espíritus. Quieren ser actrices, escritoras, fotógrafas, profesoras de universidad... Tirarse a los hombres más inteligentes de Manhattan y formar parte de los círculos exclusivos de la cultura. Pero siempre hay algo que se interpone en sus caminos: los maridos, los novios, la competencia feroz de otras mujeres. Es un drama familiar que me interesa más bien poco. Crónicas insulsas sobre burguesas de la vida resuelta, que se aburren infinitamente en su tiempo libre y no paran de dar la castaña con sus sueños artísticos.
El comedia sexual de una noche de verano
Nada de provecho he sacado de La comedia sexual de una noche de verano. Y eso que parecía una película pintiparada para la ocasión, ahora que estamos a las puertas de las vacaciones, y que repuntan la ganas de reír, y de follar. A Woody Allen le salió un enredo de amores cruzados y matrimonios tambaleantes que sólo pìnta unas cuantas sonrisas. Ni siquiera el elenco femenino contribuye a elevar mi ánimo melancólico: Mary Steenburger y Mia Farrow son dos mujeres de atractivos incuestionables que por alguna razón, quizá por una enfermedad gravísima de mis apetencias, nunca han conseguido que yo las amara como ellas se merecen. Es por eso que en La comedia sexual... no logro comprender a sus pretendientes masculinos, que se las rifan en terribles ordalías verbales, a la orilla del arroyo, y me pierdo sin remedio entre sus deseos, incapaz de sentir lo que ellos sienten por estas mujeres de gesto glacial, y apariencia monjil.
A chorus line
“En realidad mi gran sueño ha sido saber bailar bien. La película que cambió mi vida por completo se llamaba Flashdance. Era una película que trataba sólo de baile. ¡Saber bailar...! Y sin embargo, al final, me limito siempre a mirar. Que también es bonito, pero no es lo mismo”.
Chronicle
En Chronicle, tres adolescentes adquieren el don de la telequinesia gracias al encuentro con un objeto extraño que yacía enterrado en el bosque. ¿Era un ovni? ¿Un artefacto del futuro? ¿Un experimento del gobierno? Un mcguffin sin importancia, en cualquier caso.
Manhattan
Si Manhattan es el homenaje de Woody Allen a la ciudad –más bien al barrio- en el que vive, ¿cómo sería el homenaje de un cineasta leonés, también neurótico y gafapasta, a su Invernalia natal, tan pequeñita y escondida en el mapa? Para empezar, León saldría mal retratada en blanco y negro, porque yo me la imagino más bien sepia, arrugada, desleída... La música de Gershwin no pegaría ni con cola en ese trasfondo de imágenes decadentes, con la catedral milenaria al fondo. Quedaría mejor un cuarteto de cuerda, o una jota de la tierra, que también las hay, interpretada en tono melancólico por un grupo folk con pandereta y castañuelas.
American Splendor
El cine, de vez en cuando, me presenta hermanos que no son sangre de mi sangre. Personajes que viven en otras culturas, o en otros tiempos, pero que guardan, insospechadamente, un gran parecido con mi propia manera de pensar, de conducirme por la vida. En ellos reconozco mis virtudes y mis defectos, y son como la radiografía o el escáner del interior que yo no veo. Incapaz de ser sincero conmigo mismo, me miro en el espejo que estos personajes me proporcionan. Allí pudo examinarme congelando los diálogos, estudiando las imágenes, reflexionando sobre lo que he visto y oído cuando acaba la película.
Pekar es una exageración negra de mí mismo. Un yo al que hubiesen estirado por aquí y por allá, dibujando una caricatura como ésas de los puestos callejeros. El parecido es, de todos modos, en algunos rasgos, inquietante. American Splendor es una advertencia que el cine me regala gratis con la entrada.
Modern family
Me gusta mucho, Modern Family. Y no debería... El bolchevique que vive en mi interior odia a estas tres familias que se pasan la vida de festejo en festejo. Si hacemos caso de lo que nos cuentan los guionistas, a estos burgueses se les va el noventa por ciento del presupuesto en la concejalía de fiestas. Raro es el episodio que no están celebrando algo, por todo lo alto, en sus jardines cuidadísimos con piscina, con banquetes pantagruélicos y decoraciones de guirnaldas: el Día del Padre, o el Día de la Madre, o el Día de Acción de Gracias, o el 4 de Julio, o Halloween, o Navidad, o Hanuká, o el cumpleaños de alguien, o un aniversario de boda, o un aniversario de noviazgo, o un aniversario de adopción, o la Fiesta Nacional de Colombia, o el Día del Orgullo Gay, o la fiesta de graduación en la Elementary School, o la fiesta de graduación en el High School, o el sobresaliente inesperado de una hija, o la venta de una casa que a Phil Dunphy le reportará una jugosa comisión de tres pares de narices. Si todas las familias del mundo llevaran este tren de vida, hace ya décadas que las cucarachas estarían reinando sobre el planeta arrasado, deforestado, extinto de especies, el basurero global que ya quedó predicho en WALL.E.
Crumb
Del matrimonio entre un militar de carrera que maltrataba a sus hijos, y de un ama de casa que se comía las anfetaminas como si fueran los garbanzos, nacieron tres hijos obsesionados con los cómics y trastornados de la cabeza que protagonizan el documental Crumb. Uno de ellos, Robert Crumb, fue pionero del cómic underground estadounidense, dibujante de las malandanzas de Harvey Pekar en la serie ilustrada American Splendor. También es el artista que ilustra los diarios de Charles Bukowski que estoy releyendo estos días, donde retrata al escritor en sus faenas cotidianas, con trazo hosco y renegrido.
Deadwood. Temporada 2
Dice Pepe Colubi en su libro ¡Pechos fuera!, exégesis de las series de televisión que un día fueron y ahora son:
Días del cielo
Para que el triángulo amoroso entre dos catetos y una hipotenusa funcione en pantalla, ella, la mujer deseada, ha de ser una actriz hermosa. Si no, el espectador masculino que mora al otro lado del drama no termina de creérselo. Los hombres que nos arrellanamos en las butacas o en los sofás, necesitamos enamorarnos de una mujer atractiva para compartir el deseo arrebatado de los protagonistas. De lo contrario, lo mismo nos da el desenlace del amorío, y la película se nos escurre entre los dedos como un espectáculo callejero cualquiera.
Gritos y susurros
Hoy que me he levantado de buen humor, y que la vida me ha regalado un tiempo libre con el que no contaba, he decidido desperdiciarlo, alegremente, en ver otra película de Ingmar Bergman. Soy así de generoso con el sueco, y de cabezón. Así que comienzo a ver, sin excesiva fe, Gritos y susurros, que por fin es en color, y de los años 70. Y que ya no es, para mi bien, la sempiterna historia de un matrimonio perseguido por los fantasmas en la isla de Farö, con un marido neurótico al que siempre interpreta Max von Sydow, y una mujer lúcida y valiente que siempre lleva puestos los rasgos bellísimos de Liv Ullman.
Las actrices son tan perfectas, tan matemáticas, tan entregadas a lo suyo, que uno no puede dejar de pensar que son eso, actrices de tronío, interpretando el papel de su vida. Gritan con tal intensidad y susurran con tal maestría, que traspasan la bidimensionalidad de la pantalla para convertirse en mujeres de carne y hueso, como si estuvieran a tu lado desgarrándose por dentro, o susurrando sexualidades inconfesables. Y eso, que debería constar como un mérito mayúsculo, le saca a uno de la película, y le teletransporta al Teatro Principal de Estocolmo, que es muy bonito, y muy impactante, un templo sagrado de la actuación, pero que ya no es cine, que ya no es magia, que ya no es el engañabobos que nos deja hipnotizados. En su búsqueda minuciosa de la perfección, Gritos y susurros se pasa de rosca y se queda en ejercicio de estilo, en fotografía de ensueño, en pequeños bostezos disimulados y bien repartidos.
El fraude
Se me había quedado descolgada de estos escritos, no sé por qué, la película El fraude. Hace varios días que vi la película, pero un lapsus mental, o una vagancia primaveral disimulada de astenia, o de alergia, la habían marginado de este diario. Y ahora, cuando reparo en mi despiste, y me dispongo a teclear los habituales adjetivos sin chispa, y los consabidos chascarrillos sin gracia, descubro, como un dedo acusador señalando a la película, que he olvidado todo cuanto me sugirieron las desventuras de este hijoputa trajeado que Richard Gere -con su porte, con sus canas, con su sonrisa indescifrable- ha nacido para interpretar.
El exótico Hotel Marigold
Saco el ordenador portátil de su maletín para escribir unas cuantas maldades sobre la aburridísima El exótico hotel Marigold, y en ese gesto brusco, de "te vas a enterar, Marigold", el disco duro externo, que no recordaba haber dejado allí, cae al suelo. Es un ligero “crash” el que llega a mis oídos. Ni siquiera ha rebotado en la baldosa: ha caído plano, barrigón, como un saltador desentrenado del trampolín. Más “plof” que “crash”, realmente. Lo recojo, vuelvo a conectarlo, y el monitor, para mi sorpresa, se vuelve todo azul, y empieza a escupir códigos alfanuméricos, anglosajones, de los que sólo entiendo uno en concreto: disco duro escoñado; siniestro total. Se me ha muerto el disco duro de un golpecito, de un ligero cachete, que seguramente le ha alcanzado en la nuca, o en el centro justo del corazón. Cerca de cuarenta películas llevaba guardadas en su vientre, el fruto de mis saqueos por los siete mares que yo atesoraba como una hormiguita para pasar el verano. Las cuarenta ladronas de Alí Babá que por culpa de un descuido ahora yacen perdidas en el fondo del mar, a kilómetros de profundidad de mis conocimientos informáticos. Podría organizar una expedición de rescate y llevarlo a la tienda, a que un nerd desenvuelto y vivaracho desenredara los datos, pero me temo que me van a estafar, y que me va a salir más cara la reparación en los astilleros que la compra de un nuevo barco.
Mátalos suavemente
Brad Pitt es el asesino a sueldo que en Mátalos suavemente ha ido matando, suavemente, a los ladrones de poca monta y a los estafadores de cuarta categoría. Richard Jenkins es el abogado de la mafia que lo ha contratado, y que en la última escena, sentado frente a él en la barra del bar, negocia la paga que le debe. Por encima de ellos, en el televisor, Obama pronuncia un grandilocuente discurso sobre que América es un pueblo de ciudadanos unidos, una comunidad que avanza hacia el futuro en abrazo conmovedor y bla, bla, bla... Brad Pitt corta la conversación de los dineros y se dirige al televisor como si hablara con Obama:
Vargtimmen
Sonaba bien, Vargtimmen, la película de Ingmar Bergman que me tocaba ver en este sufrido y autoimpuesto ciclo. Sin tener ni idea de sueco, uno intuía resonancias vikingas, neblinosas, en esa palabra -Vargtimmen- consonántica y rasposa, que traducida al castellano, La hora del lobo, sonaba como un peligro acechante, como un miedo que se adensa, como una inquietud que se agazapa en los paisajes helados de los nórdicos.
Psicosis
Hablan en la radio del impacto que produjo Psicosis en los espectadores de 1960. Tuvo que ser un acontecimiento brutal, rompedor, del que ahora los espectadores modernos, hechos a la sangre y a los terrores, no llegamos a hacernos una idea cabal. No se veía una cosa igual desde que los hermanos Lumière proyectaron su primera película en París, y los asistentes, aterrorizados ante el tren que creían real y próximo, se levantaron despavoridos. Los espectadores de Psicosis eran un público virginal, desentrenado, que se quedó boquiabierto y acojonado con la famosa escena de la ducha. Cuentan, en la radio, que a tanto llegó el miedo, la sugestión, la paranoia tan genuinamente americana, que en Estados Unidos se hundió el mercado de cortinas de baño no transparentes. Algún pobre desgraciado que se ganaba la vida honradamente se fue a la bancarrota por culpa de Alfred Hitchcock.
Woody Allen: el documental II
Si uno fuera espectador atento y disciplinado, de los que busca enseñanzas que perduren en el recuerdo, habría llenado un cuaderno entero con las sabidurías que en el documental sobre Woody Allen crecen como frutas tropicales, exuberantes y sanísimas. Los aforismos acerados, los chistes incisivos, las lecciones utilísimas que este hombre regala cada vez que abre la boca, o se sienta ante la máquina de escribir. Sobre el sexo, sobre la muerte, sobre la humildad del artista que sólo quiere trabajar en lo suyo y que le dejen vivir en paz. Pero uno ha nacido cinéfilo vago, expectante, de los que se arrellanan en el sofá y dejan que la magia transite ante sus ojos, paralizado, idiotizado, con las manos posadas sobre el mando a distancia, y sobre los huevos. Dentro de unos meses apenas recordaré nada jugoso de estas tres horas que se me han pasado volando, como se pasan las horas entre amigos, colegueando, sonriendo, poniéndose uno trascendente de vez en cuando.
“Cuando miro atrás en mi vida, siento que he tenido mucha suerte de haber cumplido mis sueños de infancia. Quería ser actor de cine, y lo he sido. Quería ser cómico y director de cine, y lo he sido. Quería tocar jazz en Nueva Orleans, y he tocado en desfiles y tugurios en Nueva Orleans. He tocado por todo el mundo en teatros y salas de conciertos. No hay nada en la vida a lo que haya aspirado que no haya podido cumplir. Pero a pesar de todas estas bendiciones, ¿por qué sigo pensando que me han estafado?”
Woody Allen: el documental
No debería haber visto Woody Allen: el documental. El amor fraterno que siento por este fulano me ha hecho caer en este pozo sin fondo de su biografía enjundiosa, de su filmografía ejemplar. En las tres horas que dura el documento voy haciendo un repaso mental de las películas que he visto o que he dejado de ver. De las que un día almacené en mi videoteca porque me regalaron una enseñanza o una sonrisa. De las que, entretenidas sin más, fracasaron en esta durísima oposición que es obtener plaza en mi estantería, tan rarito y maniático como soy.
Y así, enredado en estas memorias, ha vuelto, después de varios meses de calma, el ansia viva que tanto predicaba José Mota. La pulsión neurótica de revisar la filmografía completa de Woody Allen, película a película, diálogo a diálogo. A modo de homenaje, de exégesis, de machada fílmica que establezca un nuevo récord cinéfilo en la comarca, que sólo yo iba a reconocer, y a aplaudir. Una locura parecida a las que perpetré en la juventud, cuando el tiempo parecía infinito, y el culo estaba forjado de una musculatura resistente que aguantaba las grandes sentadas. Ahora ya no tengo edad, ni paciencia, y el culo es una fofería de grasas dispersas, como los lagos de Finlandia, que ya no resiste los maratones, ni casi las carreras de cien metros. Me obsesiona esta idea de programar un gran ciclo de Woody Allen que me ocupe desde aquí hasta el verano, sólo interrumpido por las urgencias ineludibles del canal de pago, y por los partidos de fútbol ungidos en sacramento. Sé que no lo haré; que quizá, como mucho, emprenda un repaso de la filmografía selecta, o de las películas olvidadas. Pero me tienta, me seduce la idea, y en los minutos pares vuelvo a soñar que soy el jovencito inquieto que todo se lo merendaba, y que navegaba feliz por los mares interminables del tiempo...
Mad Men. Temporada 6
Tumbado a la bartola en la playa -mientras Jessica Paré, a su lado- se quema la piel perfecta en la inconsciencia cancerígena de los años 60, Don Draper lee estos versos de Dante:
Atraco a las 3
Hartos de contar
los billetes que otros roban a mano armada o evaden a la hacienda pública -que
viene a ser lo mismo- los empleados del Banco de los Previsores del Mañana
deciden autoatracar su propia oficina disfrazados de golfos apandadores y
ponerse los fajos por montera. El cabecilla de la operación, Galíndez -el
inmortal José Luis López Vázquez- es el único que anhela los millones para
llevar una vida de ricachón, porque como él mismo dice, ha nacido para ser
rico, y no puede renunciar a tener un Mercedes, a vivir en un casoplón, a visitar
las playas del Caribe al lado de una mujer rubia que no le ame por su belleza
interior, sino clara y sinceramente por su dinero. Ladrón, sí, pero honrado.
Los compañeros
de Galíndez, en cambio, se suman al plan para tapar los agujeros por los que
poco a poco se les escurren los sueños. Los dos milloncejos que les van a tocar
en el reparto no les van a cambiar la vida, ni ellos, tampoco, quieren
cambiarla. Sólo quieren vivir mejor, hacerse clase media, sobrellevar las
penurias insoslayables con más alegría y desahogo. Presumir ante el vecindario;
salir a cenar los sábados por la noche; comprarse un televisor; quizá, un coche
barato para viajar a la sierra los domingos, a respirar el aire puro y escuchar
los partidos del fútbol al mismo tiempo que el trinar de los pájaros.
Atraco a las
3 ha recobrado una vigencia inesperada. Hay algo en las caras de los
actores, algo de la necesidad y la amargura que esas gentes vivieron en la
posguerra, que está regresando a los rostros de los trabajadores, y sobre todo
no-trabajadores, que ahora son mayoría. Aún no pasamos hambre, pero ya estamos
empezando a comer mierda muy barata. En
un viaje de ida y vuelta que ha durado cincuenta años, estamos otra vez como al
principio, viendo pasar los billetes que otros desfalcan, o directamente
utilizan para limpiarse al culo. En esto se quedó la Transición, y la amada
Monarquía, y los primeros de Mayo de banderas rojas y banderas tricolores,
exhibidas en libertad. El 15-M, querido Pablo, ya es otra revolución fracasada.