Los comulgantes

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Quien esto escribe dejó de escuchar la voz de Dios hace mucho tiempo. A los diez años tuve que elegir entre la misa dominical y el "Tiempo y marca" en el UHF, y no me lo pensé. Dios es redondo, y está hecho de cuero...

Así que entiendo muy bien esta crisis espiritual del pastor Tomas Ericsson. Porque uno, además, siempre ha sospechado que son muchos los sacerdotes descreídos por completo de su fe. Cuando estos pobres muchachos son ordenados en solemne sacramento, se les hace entrega de una caja que guarda el secreto de la Suprema Existencia, envuelto en mil celofanes de encíclicas y teologías. Pero tarde o temprano, los más dubitativos, los que sintieron la llamada de Dios una mañana tonta y nunca más volvieron a escucharla, les da por mirar dentro y no encuentran nada. 

Quién creería, además, viviendo en Estocolmo, o en Malmoe, en un dios adusto de barba blanca que nos vigila desde una nube, teniendo alrededor, en cualquier dirección que reposes la mirada, un ejército terrestre de hijas de Odín, y de hermanas de Thor, que se codean contigo en cada trámite de la vida, carnales y próximas, tan poco metafísicas que hasta puedes tocarlas y oler su perfume. 

El silencio de Dios entre los suecos es un hecho que damos ya por descontado. Lo importante de Los comulgantes no reside en este drama. Ni tampoco en ese gélido amorío que viven el pastor luterano y la maestra rural enamorada de él sin esperanzas. Nadie podrá sustituir a la fallecida esposa del predicador, que al parecer lo volvía loquito en la cama, y le tenía tan feliz que no necesitaba plantearse la existencia de su Creador.  Lo que me interesa de Los comulgantes es la tragedia cotidiana de quien se levanta todas las mañanas para ir a trabajar pero ya no cree realmente en su trabajo. De quien vive de predicar la palabra de Dios, o la palabra de la ciencia, y sin embargo hace ya tiempo que dejó de creerse sus propios discursos. Pienso en los sacerdotes sin fe, sí, pero también en los pedagogos que han comprendido el poder irrebatible de la genética; en los adivinos que han descubierto que lo suyo sólo son chiripas afortunadas; en los psiquiatras que han comprendido que sólo la exactitud de una medicación pueden curar a sus enfermos de la locura. Pienso en la miseria cotidiana de esta gente, escéptica del oficio, que una vez creyeron sustentado sobre firmes verdades, y que ahora fingen su convicción para seguir pagando las facturas, y llenando los platos de comida. 






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Exit through the gift shop

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Uno pensaba que Exit through the gift shop iba a ser un documental enjundioso sobre Banksy, el grafitero más famoso del Street Art, personaje encapuchado y enigmático. Banksy es el autor de esas ingeniosas provocaciones que decoran los muros de varias ciudades, y que ya se han convertido en patrimonio artístico protegido, como pinacotecas al aire libre, como pinturas rupestres que dentro de algunos milenios sólo visitarán los expertos arqueólogos.  

Pero resulta que no. Exit through the gift es, al parecer -porque tampoco queda muy claro en este juego de engaños- un documental que el mismo Banksy ha realizado sobre el tipo que lo perseguía con su cámara por doquier, mientras pintaba sus transgresiones. Y ni siquiera esta línea argumental queda muy clara, pues el tal maniático de la cámara, conocido en el mundillo como Mr. Brainwash, artista hiperactivo y de medio pelo, es un personaje que queda a medio camino entre la realidad y la ficción. ¿Existe, realmente, este tipo bigotón que empezó su carrera haciendo de cameraman y ahora vende sus pedos pintados a millón de dólares por efusión? ¿O sólo es un actor –prodigioso, en tal caso- que sigue al pie de la letra el guión ficticio elaborado por Banksy?  

Dicen algunos que Mr. Brainwash sí existe, que basta una búsqueda sencilla en internet para encontrar sus referencias biográficas, y sus producciones artísticas. Otros, en cambio, aseguran que lo que figura en internet también es falso: la continuación de esta coña marinera sobre las falsas identidades, y el falso arte, que Banksy ha perpetrado a plena luz del día para reírse de nosotros, los espectadores crédulos.




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Bronson

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No acierto a saber qué quería contarnos Nicolas Winding Refn en Bronson. Al principio de la película nos avisan de que vamos a ver una historia real, pero eso no ayuda mucho a la comprensión cabal de sus intenciones. El tal Charlie Bronson es un psicópata agresivo que lo mismo apalea a un compañero de celda porque éste lo ha mirado de reojo, que le clava un pincho al funcionario porque lleva muchos meses vegetando en la misma cárcel y ya le apetece un cambio de aires, con nuevas rejas a las que asomarse, y nuevos desconchones en la pared en los que fijar su mirada lunática. Más que un preso o que un loco, Bronson es un turista de las cárceles. Él transita feliz de un centro penitenciario a otro. Parece ansioso por  batir un récord británico de traslados en furgoneta. O quizá, simplemente, es que le va la marcha, el desafío permanente a la autoridad, como aquel Paul Newman más pacífico y socarrón de La leyenda del indomable.

Sea como sea, nada queda claro en la película. O al menos en sus primeros cincuenta minutos, momento definitivo en el que este espectador aburrido, abatió su cuello en señal de rendición, y de fastidio. Regresé de la involuntaria hibernación veinte minutos después, cerca ya del final de la película, pero ni siquiera la proximidad del desenlace me hizo perseverar en el intento. Bronson seguía repartiendo hostias sin ton ni son al compás bailongo de la banda sonora. El tipo estaba ya en otra cárcel, y con otros guardias, quizá en la tercera o cuarta celda contando desde el momento en que me quedé dormido. ¿Cesará finalmente su locura? ¿Lo meterán preso para siempre en Alcatraz? ¿Lo matarán a golpes unos policías encapuchados hartos ya de sus desafíos?  Que más da, me dije. Eran ya las doce y pico de la noche. En otras frecuencias del espectro electromagnético, las tertulias deportivas de la radio bullían de asuntos mucho más interesantes, con el final de la liga de fútbol, y las Copas de Europa al rojo vivo de las eliminatorias finales. Qué me importa a mí la moraleja final de Bronson, en comparación con el arte aleatorio del balompié, del que dijo una vez Bill Shankly que no era una cuestión de vida o muerte, sino algo mucho más importante. 





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Matrix

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La primera vez que vi Matrix pensé -sin mucho mérito intelectual por mi parte- que estaba viendo una adaptación moderna de los Evangelios. Neo vendría a ser la segunda encarnación del Hijo, el Mesías señalado por Morfeo el Bautista, para salvar a los hombres de su infausto destino. Pero esta vez no habría venido para redimirnos del pecado,  porque ésa es tarea que los siglos han revelado inalcanzable, incluso para un dios tan poderoso, sino para librarnos de la tiranía de las máquinas, hijas evolutivas de la raza humana, nietas de aquellos monos que hace millones de años se rascaban las pulgas subidos en los árboles.

    Neo, como Jesús de Nazaret, es al principio un hombre dubitativo y confuso, que sospecha, pero no termina de aceptar, el motivo trascendental de su muy altísima misión en la Tierra. O más bien en lo poco que ha quedado de ella, tras la guerra sin cuartel contra la Inteligencia Artificial. Neo sufrirá la traición de un discípulo que lo conducirá a la muerte. Neo resucitará gracias a la fuerza del amor. Redivivo, multiplicará por cien sus anteriores poderes, y se pasará las leyes de la física por el forro de sus asuntos, estirando la materia, falseando la gravedad, ralentizando o acelerando el tiempo a su antojo... Un nuevo superhéroe saltarín y kungfunesco, que ya no resucita muertos ni convierte el agua en vino, pero al que le bastan sus habilidades más modestas para zurrarles la badana a los antivirus con gafas de sol.


            La segunda vez que uno vio Matrix descubrió, en un segundo plano de lectura más laico y más científico, más acorde con la mentalidad ilustrada que nos anima a ver la ciencia-ficción, una ingeniosa explicación a los desajustes de la realidad que todos hemos experimentado alguna vez. Los déjà vu tan vívidos e inexplicables que los neurólogos despachan como una simple disfunción temporal de la memoria, y que nosotros, por aquello del afán de trascendencia, creemos verdaderos episodios de premonición. O de retromonición, más bien. Esos sueños tan reales y tan sentidos que luego uno, ya indudablemente despierto, se pasa horas tratando de desenredar de la realidad, tan entrelazados con ella, y tan parecidos a lo que uno experimenta en la vigilia.  Esas corazonadas que todos hemos tenido alguna vez, como magos mentalistas de los que salen en la tele, previendo acontecimientos y desenlaces que al poco tiempo se cumplían con detalle. 

    Hay veces que la realidad, casi siempre monolítica y previsible, se vuelve flexible e inestable, como si las paredes perdieran consistencia, y empezaran a derretirse. Como se derrite ese espejo cuando Neo lo toca con sus dedos timoratos, iniciado ya en el secreto de la mentira mayúscula de Matrix. 






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Hara-kiri

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Me acerco a Hara-kiri imaginando una orgía sangrienta de samuráis que desenvainan sus katanas y cercenan miembros a diestro y siniestro, como en aquella 13 asesinos que vi hace unos meses, danzarina e hipercinética, que también dirigía este Takashi Miike de filmografía tan desmesurada. Pero me encuentro, para mi decepción, con una película sosegada y trágica donde los samuráis hablan mucho del honor y  la justicia, en pláticas llenas de lirismo y de sobriedad. Pláticas que un occidental como yo, ajeno a la cultura de los japoneses, y ajeno a cualquier cultura milenaria que no sea la romana, encuentra difíciles de entender.

Uno, con los años, llevado quizá por los excesos de las películas, ha llegado a pensar que estos guerreros japoneses se suicidaban casi por cualquier cosa. La deshonra intolerable que sólo el hara-kiri podía restaurar les acechaba casi en cada encuentro, y en cada camino. Lo mismo arriesgaban la vida en el combate que en el paseo matinal para ir a comprar el pan, o para curarse un callo de los pies. Si uno se tomara las películas de los samuráis al pie de la letra, pensaría que el Bushido, con su código ético complejísimo y laberíntico, causaba más muertes entre ellos que las batallas sangrientas que los enfrentaban para defender a sus señores feudales. Esa es, al menos, la impresión que transmiten películas como Hara-kiri, que yo seguramente malinterpreto desde mi meridiana ignorancia, a tantos meridianos de distancia del Sol Naciente.



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Deadwood. Temporada 1

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Llego al octavo episodio de Deadwood desesperado y cariacontecido. Temo ser el único seriéfilo del mundillo que no sabe apreciar su complejidad ni su epopeya. No quisiera ser yo el forastero tontaina que sólo anduvo por Deadwood de paso, incompetente para hacer negocio donde otros se forraban. Insisto en los episodios con la fe ciega de un converso que quiere bautizarse en las frías aguas de las Black Hills. Pero noto que me estoy dejando algo muy importante en el camino polvoriento. Paseo entre las prostitutas y los mineros, entre los posaderos y los reverendos, y aunque escucho con atención todo lo que dicen, e incluso apunto ciertos diálogos en la libreta, no me llegan a interesar del todo sus asuntos. Y no es lógico. Deadwood debería ser el paraíso antropológico que tanto tiempo llevaba buscando mi misantropía. En ese pueblo caótico levantado con las maderas del quinto pino, el que no mata, roba; el que no miente, difama; el que no traiciona, espera mejor momento para hacerlo. Todo se hace y se deshace por el dinero, y por el orgullo. Como en la vida real, pero sin disimulos, a palo seco, en esa tierra sin ley que todavía espera al Gobierno de los Estados Unidos para poner orden e instalar una hamburguesería.

    Y sin embargo, aunque ellos son la demostración viviente de la malignidad humana, no me creo a estos cabronazos, ni a estas arpías. Ni siquiera a este tipo,  Al Swearengen, el dueño del puticlub principal al que Ian McShane eleva a la categoría de un Tony Soprano ancestral, de un Michael Corleone con mostacho decimonónico. No sé por qué, pero no logra provocar en mi ánimo los estremecimientos que otros espectadores juran haber sufrido... al oírle. 


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Le Havre

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Me pasa con Aki Kaurismäki lo mismo que a los proletarios cuando prueban el caviar. Cuabdi por el azar afortunado de una quiniela o de una herencia de la tía logran acceder a los círculos exclusivos de los ricos. Que prueban las huevas y no les gustan. Que las prueban una segunda vez, convencidos de que ahora el paladar sí responderá a las expectativas, y les vuelven a defraudar. Que no terminan de pillarle la gracia a esta textura de mermelada con sabor a cojón de pescado. Piensan que a los aristócratas les gusta tanto porque es un manjar objetivo, indubitable, al que tarde o temprano será imposible resistirse. Como el whisky de malta, o las angulas verdaderas. Y lo prueban una y otra vez hasta que aprenden a dominar la repugnancia, y a fingir con elegancia en las reuniones sociales, convencidos de que allí todo el mundo miente respecto a los canapés.

Mentir. Disimular. Asentir brevemente con el cuello. Es lo mismo que yo tendría que hacer si me moviera en los círculos sociales de los cinéfilos, y no viviera aislado en esta cueva osera de Invernalia, donde escribo lo que me da la gana. Falsificar la sonrisa cuando se cantaran las maravillas que nos regala Kaurismäki cada vez que sale el sol en Finlandia. Tengo entendido que si te atreves a soltar una crítica negativa en los conciliábulos de la capital,  los masones del asunto te pegan una hostia en cada carrillo y te expulsan para siempre del paraíso de sus tertulias. Exactamente lo mismo que harían los aristócratas con el advenedizo del caviar, si éste lo escupiera en la bandeja de plata donde se lo sirvieron.




Cuento todo esto porque después de haber dormido varias micro-siestas mientras veía Le Havre, luego, en los grandes foros de la cultura, leo alabanzas sobre ella exageradísimas y apoteósicas, que harían sonrojarse al mismísimo Kurosawa o al mismísimo John Ford. De humanista hacia arriba, el diccionario se les queda muy corto a los entusiastas de don Aki y su nueva marcianada, o finlandiada, si lo prefieren. Mientras leo atónito tan unívocas pleitesías, mi espíritu se debate confundido. En los minutos pares pienso que soy un tipo insensible, cinéfilo sólo de boquilla. Demasiado James Bond, quizá. Demasiada sitcom sin mensaje ni calado. Demasiada película vacía que sólo sustentaba una mujer bellísima y semidesnuda de la que yo andaba enamorado. En cambio, en los minutos impares, se me viene el ánimo arriba, y  pienso que  soy un resistente, un guerrillero, un valiente que se atreve a señalar la desnudez imperial de Aki Kaurismäki. Uno de los pocos que llama fábula tontorrona al cuento moral; cutrez al minimalismo; pasividad al hieratismo; gilipollez a la maravilla.

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Extraterrestre

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Hoy he visto Extraterrestre, la comedia de Nacho Vigalondo que algunos tienen por rompedora y adelantada a su tiempo. El último grito de la marca España que arrasa en los festivales frikis de medio mundo. Y yo me pregunto, al finalizar, quizá asqueado por el calor creciente, por la fatiga paralizante, por las sonrisas bobaliconas del personal, dónde estaría la gracia de este invento si no fuera porque Michelle Jenner lo pinta todo con su belleza, y porque además enseña el bonito culo al que aspiran los tres papanatas que la pretenden. Como nosotros, en el mundo real, si ella fuera tangible y cercana...




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