Fausto 5.0

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Fausto 5.0 es la historia ininteligible de un cirujano medio vivo -o medio muerto, como el gatgo de Schrödinger- que va encontrándose en la Barcelona fantasmal con los medio muertos  -o medio vivos- que una vez fueron sus pacientes. Uno de ellos, el Mefistófeles de la función, es un superviviente de cáncer al que da vida este actor del que uno es rendido admirador, y creador de un club de fans acá en La Pedanía, Eduard Fernández. 

Fausto 5.0, que pretende ser una película de mucho terror y escalofrío, ya no asusta por sus escenarios de pesadilla, ni por su aura de fantasmas errantes, a medio camino entre el limbo y la tortura infernal. Uno ve esos hospitales abandonados en la periferia de la Barcelona, o visita ese hospital grimoso donde el protagonista practica sus escarnios, y no deja de pensar que lo apocalíptico ya está aquí, a la vuelta de la esquina. Los proletarios de América, que viven desde hace tiempo en la distopía de Fausto 5.0, no verían mayor pesadilla en esta película: un simple reflejo de la realidad sanitaria que ya impera en el Imperio. Aquí, en cambio, que hasta hace dos días éramos europeos y bienestantes, civilizados y distintos, que éramos atendidos en hospitales atestados pero limpios, esta realidad de la Clínica Delicatessen se nos viene encima como un asteroide implacable y catastrófico. Como un castigo de los dioses monetarios que nos envían al destierro medieval,  o al exilio africano. Una pesadilla aterradora que, como el Lord Voldemort de Harry Potter, va tomando cuerpo poco a poco, célula a célula, decreto a decreto. Y voto a voto, hasta formar una masa crítica de electores que nos joden la vida a los demás.  





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Tyrannosaur

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Venía muy aclamada esta película, Redención, que en el título original consta como Tyrannosaur, y que ha sido traducida de manera muy absurda para que piquen las almas sensibleras, o los clérigos confundidos con el vocablo teológico. Una estupidez de título; un spoiler en toda regla.

No es película desdeñable, Tyrannosaur. Pero nace, en mi caso, muerta del todo, como un parto de fatal desenlace. Ninguna simpatía, ninguna compasión, ninguna redención puede suscitarme un borrachuzo que en la primera escena, iracundo con los otros alcohólicos de la taberna, propina varias patadas a su propio perro hasta matarlo. La muerte de ese chucho, servicial y bonachón, se me clava en el alma como una daga, y aunque su amo se lamenta del arranque de ira, y llora la pérdida, desconsolado,  yo me cago en su puta madre, y en su puto padre, cada vez que asoma el jeto en las escenas, que son casi todas. 

Ni siquiera el trabajo ímprobo de Peter Mullan, que es un actorazo que lleva las cicatrices del espíritu marcadas en la cara, es capaz de convencerme del arrepentimiento de este cafre pateacanes. Me la sudan sus lloringueos y sus miradas profundas. Sus esfuerzos supremos por redimirse y mudar de personalidad. Me la pelan, sus sudores. Podría irse a Calcuta, con las monjitas, o al Brasil, con los teólogos de la liberación, a restañar el mal, ayudando a los pobres del mundo, y alcanzar así el equilibrio de su karma ennegrecido. Es igual: nada de lo que haga este matarife, a ojos de este espectador que ama a los perretes por encima de todas las cosas, podrá redimirlo del mayor pecado señalado por los dioses: el ensañamiento con el animal inocente. 




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Atún y chocolate

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La sonrisa y el tedio van alternándose en cabeza del pelotón para llevarme a la línea de meta de Atún y chocolate, situada en Barbate, capital del viejo reino de Chiquitistán. Cuando el empalago de lo previsible me tienta con el abandono, aparece un actor simpático de gracejo gaditano para animarme a pedalear un kilómetro más, a resistir otros diez minutos de esfuerzo televidente.

Aunque es una película de temática españolísima, con el paro y la trapisonda, la economía sumergida y la supervivencia cotidiana,  uno asiste a las andanzas de estos pescadores con la extrañeza de estar viendo un paisanaje extranjero, muy poco afín. Para un español de Invernalia, los españoles de la Tierra Austral son gentes muy alejadas y distintas. Atún y chocolate es el National Geographic de otra cultura europea sin abandonar las fronteras estatales. Uno se ve, pero no se reconoce. 

A los septentrionales y a los meridionales nos unen un puñado contado de eslabones: el idioma, por supuesto, aunque los acentos, cuando se cierran, nos vuelven letones o malayos para el entendimiento. Nos une el latrocinio desalmado de nuestros gobernantes, el mismo en todas las latitudes comprendidas entre el Cantábrico y el Mediterráneo. Nos une, quizá, vagamente, una gastronomía de sustentos básicos compartidos: el aceite, el ajo, la cebolla, la ensalada de tomate, pero no más de lo que nos une a los italianos, o a los griegos, o a los libaneses, usufructuarios todos del mismo sol. Nos une la misma mala educación, la misma algarabía de los bares, la misma entraña desalmada con los animales.  Nos une, por encima de todo, como ya dijo en su día Vázquez Montalbán, la liga de fútbol nacional. Ella es el verdadero pegamento de la patria. La cola fortísima que mantiene unidos los fascículos sueltos en el tomo común, en esta charanga balompédica que copa el tiempo de los noticiarios, y el espacio sagrado de los periódicos.  




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The Yellow Sea

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Noto que me estoy haciendo un espectador viejo y anquilosado. Que vivo desconectado -a veces queriendo, a veces sin querer- de las nueva tendencias de los jóvenes. Mucho de lo que descubren es tiempo que uno lleva bien ahorrado, y bien empleado en repasar los clásicos de siempre. Pero hay que reconocer que a veces encuentran una veta  que produce mineral valioso y exportable. Fueron ellos quienes me pusieron en la pista, hace unas semanas, de Nicolas Winding Refn y su ópera prima Pusher. Y an sido ellos, también, los que han dirigido mis achacosos pasos hacia la ignota Corea del Sur, tierra de comedores de perros y de estudiantes ejemplares, para descubrir esta locura de mafiosos armados con hachas y cuchillos que es The Yellow Sea. Viene a ser como una película de Martin Scorsese, lisérgica y trepidante, solo que aquí, en Corea, por razones culturales o legales que uno desconoce, nadie va armado con una pistola, y la sangre no chorrea de los orificios abiertos por las balas, sino que mana de los tajazos bestiales que se arrean con las armas blancas.

Se llama Na Hong-jin, el director de la función. Sé que su nombre, tan propio de un lateral izquierdo de la selección surcoreana, jamás arraigará en mi memoria. Tendré que apuntarlo en las agendas, y echarle uno ojo de vez en cuando, para no perderlo en la maraña de otros directores surcoreanos también muy recomendados, Bong Joon-ho, el lateral derecho, o Park Chan-wook, el media punta habilidoso. Prometen emociones fuertes, estos muchachos del nombre trifásico e intercambiable. Si The Yellow Sea es la medida canónica de su cine, dentro de unos días, cuando se calmen las aguas, y vuelva a rastrear las aguas con mi velero pirata, llenaré mis bodegas con este tesoro de los mares orientales. Vienen muy recomendadas, estas especias medicinales, para pasar el mal trago de las noches cerradas y lastimeras, donde uno sólo pide, y se conforma, con un par de peleas bien trajinadas, y cuatro trompazos bien fingidos, como antañe, en la infancia, entretenía sus amarguras con las hostiazas que arreaba Bud Spencer, el ídolo grasiento y bonachón. 





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Valhalla Rising

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Mi reciente interés en Nicolas Winding Refn me lleva a buscar y a descargar en cuestión de  horas Valhalla Rising, una película de estética vikinga y mandobles sangrientos que en el documental NWR pintaba como película inquietante y distinta. Y pardiez, que es una película inquietante y distinta. Habla de unos vikingos silenciosos y salvajes que hartos de matarse en la Jutlandia deciden ir a matar musulmanes a las Cruzadas y acaban, por el designio de Odín, que alborota los mares y revuelve los vientos, descubriendo la costa americana y luchando contra los nativos pintarrajeados. Todo ello con música de rock, silencios terribles y planos coloristas de los mundos oníricos o esquizoides.

¿Es Valhalla Rising una metáfora de la propia biografía de Nicolas Winding Refn, que nacido en tierras danesas se crió en la América ya conquistada por los anglosajones? ¿Es el guerrero tuerto de las nulas palabras, protagonista hercúleo de la película, un álter ego de Refn trasplantado a la Edad Media? Quién sabe. Son cosas que habría que preguntarle dentro de unos años, cuando su reluciente estrellato demande más curiosidades y certezas.  De todos modos, son asuntos que poco interesan aquí. Lo que sí sabemos, y además nos dice mucho del Personaje Danés de la Semana, es que sus intereses vitales se ciñen al cine, y sólo al cine. Lo comentaba en NWR su actor fetiche Mads Mikkelsen, al que le preguntaban por su relación personal con el director y respondía que casi ninguna fuera de los rodajes:

"El único tema de conversación de Nicolas es el cine; el único mío, los deportes. Nuestras conversaciones, cuando logran avanzar, salen muy extrañas..."





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NWR

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Veo en los canales de pago el documental NWR, que versa sobre la figura de Nicolas Winding Refn, el recién descubierto -y admirado- director de Pusher. El primer entrevistado –que luego averiguaré que es Alejandro Jodorowsky- sale denigrando el cine norteamericano y llamando “degenerado” a Steven Spielberg. Con el primer argumento sobre la mesa podríamos tomarnos un largo café, Jodorowsky y yo, en una plácida terraza parisina de las que él seguro frecuenta, barajando películas e intercambiando recuerdos. Con su segundo comentario, en cambio, dejo de ser un ciudadano respetuoso para convertirme en un caballero ofendido que lanza el guante retador de su desprecio, y de su cabreo: mañana al amanecer, en el descampado, con el arma que don Alejandro elija... 

Es una infamia eso que dice Jodorowsky del señor Spielberg, aunque su opinión esté muy bien vista en los círculos de la alta cultura, donde tanto se ríen de nosotros, los espectadores confundidos entre la chusma, incapaces de distinguir una perla verdadera de una película falsa de bisutería. Los seguidores de Spielberg -hacedor de nuestros sueños infantiles y pubertarios- guardamos con él una deuda de gratitud infinita, impagable en cien vidas que viviéramos, y nos tomamos estos desplantes como insultos al propio apellido, y al propio honor.

A punto estoy de levantarme del sofá, herido en el insulto intolerable, cuando aparece en pantalla el susodicho Nicolas Winding Refn para empezar a contarnos su historia marciana de cineasta outsider. Descubro, intrigado, a un tipo que guarda un extraño parecido físico conmigo: alto, barrigudo, de papada notable, con unas gafas de concha que compartimos todos los que -con aptitudes o sin ellas- aspiramos al amor de las mujeres por el camino del intelecto. Ese parecido físico, que es sospechoso y muy notable, me hace olvidar la injuria inaugural y me obliga a sentarme de nuevo en el sofá. No ha sido, desde luego, un tiempo perdido. Mi amado Jodorowsky no vuelve a ser invitado a la función, y Nicolas W. R., generoso y dicharachero, se explaya largamente en sus neuras y obsesiones, en sus virtudes y defectos. Es un personaje extraño, medio danés y medio norteamericano, que reniega de su país en unos términos que a mí, amante de todo lo que procede de la utópica Dinamarca, me hiere y me descoloca. Y me hace seguir sus puyas con una creciente atención.

Nicolas habla de su país como hablo yo del mío, renegando del carácter de sus gentes, y del clima insoportable. Pero él habla de la seriedad y del frío, y yo hablo de la jarana y del calorazo. Si Nicolas dice encontrar su paraíso vital en Nueva York, donde creció y formó sus gustos cinéfilos, yo buscaré el mío, cuando aprenda inglés, o se enamore de mí una recia vikinga, en el mismo Copenhague donde él dice aburrirse de lo lindo. 





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Boss. Temporada 1

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Termino de ver la primera temporada de Boss y la serie no termina de convencerme. Ni la belleza de Hannah Ware, tan deslumbrante, ni la turbiedad de los trapicheos municipales, tan apropiada en estos tiempos, son argumentos que me ayuden a mantener la atención sostenida. En Boss hay malos de relumbrón, arpías de campeonato, cabronazos trajeados que jamás elevan el tono de voz. Hay mangoneos electorales, latrocinios sibilinos, manipulaciones exquisitas de la democracia. Salen mujeres preciosas y actores carismáticos. Los niños pesadísimos e innecesarios de otras series brillan por su ausencia, en acertada decisión. Boss tiene los ingredientes necesarios para convertirse en una serie de culto, pero alguien los está mezclando muy mal, o a mí me han pillado en una época inapetente y dispersa.

No sé. Pienso en su segunda temporada y la pereza infinita me atenaza la voluntad. Para qué lanzarse a la grabación legítima, o a la descarga ilegal. Ni los desnudos de Hannah Ware, con esos pechos ligeros del óvalo canónico, me animan a seguir. En el torbellino constante de las series uno a veces se marea, y se desorienta, y pierde el buen juicio del espectador avezado y veterano. La saturación anula el buen juicio. Ya llevo entre pecho y espalda demasiadas corruptelas políticas, demasiado pesimismo ciudadano: The Wire, The Newsroom, Margin CallBoss. Todas vienen a contar lo mismo: la miseria del sistema, el fracaso los sueños, la impunidad secular de los poderosos. Sólo otros poderosos igualmente corruptos vendrán a bajarlos de sus pedestales. Demasiada consternación, demasiada desazón. Es el espectáculo asqueroso del alma humana puesta al descubierto. La primera vez que una ficción de calidad empuña el bisturí y te enseña las tripas, lo flipas; la segunda, sacas tus conclusiones; la tercera ya lo das por consabido, y te aburres.



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El Tigre de Chamberí. Los tramposos.

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En El Tigre de Chamberí, un patán conquista el amor de la muchacha más guapa a fuerza de ser íntegro y buen tío. En Los tramposos, un par de timadores dejan la mala vida y reciben como premio a dos chicas bellísimas de tetas kilométricas. Son  películas de la España católica y moralista, que narraban vidas descarriadas que terminaban siendo ejemplares. 

En aquellos tiempos, ser alguien decente y con estudios te aseguraba una buena opción en el draft de las mujeres. Ellas mismas te preferían antes que liarse con el cantamañanas que iba de discotecas, de guateques, que las manoseaba a destiempo en los asientos del 600. Sólo las pelanduscas preferían subirse a la Vespino de estos tipejos engominados. Los años cincuenta y sesenta fueron muy duros en la política y en la economía, pero en el terreno sexual fueron el paraíso de los mediocres, de los tipos grises pero formales. Yo hubiese sido la hostia, en aquella España sin monarquía constitucional, con mis costumbres espartanas, con mis gafas de concha, con mi adusta seriedad. Se me hubieran rifado, las mozas del lugar: las vecinitas del quinto, o las señoras del supermercado. 

Sin embargo, cuando yo nací, estos méritos ya eran filfa y baratija de los rastrillos. Las chicas ochentosas y noventeras estaban en otro rollo, en otra onda. Fueron los años dorados de los ligones, de los chuloputas, de los graciosillos del chiste estúpido. De los pretendientes motorizados. Del chico más canalla o del quinqui más gilipollas. Del que más bebía, del que más fardaba, del que más grande aseguraba tenerla. 

    La bendita democracia fue una desgracia para nosotros, los aburridos. Somos, en lo nuestro, unos nostálgicos del No-Do.





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Pusher

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Han pasado ya varios meses desde la última vez que visité Dinamarca, que es mi país adoptivo, mi paradigma del mundo feliz. Tenía ganas de regresar a las calles de Copenhague para a disfrutar del frío, de la limpieza, de las mujeres escandinavas. Del césped sin basura, de los bares sin gritos, de los autobuses que llegan a su hora. Esta vez, sin embargo, me he dejado liar por este director tan de moda en Jolivú, Nicolas Winding Refn, para conocer los bajos fondos de la capital danesa, que también existen, con sus traficantes de droga, sus yonquis desesperados, sus after hours del bacalao .

Pusher es una película  noventera que trata sobre macarras y trapicheos, y tiene mucho de la influencia de Quentin Tarantino. Entre trabajillo y trabajillo, sus delincuentes mantienen conversaciones que podrían haber firmado los mismísimos Travolta y Samuel L. Jackson, enfrascados en alguna aventura europea de asesinatos y nuevas hamburguesas. También las escenas de violencia son tarantinescas, brutales, filmadas con la frialdad de un entomólogo que estudiara peleas entre coleópteros. Porque hay hombres violentos, sí, en Dinamarca, y mala gente, desde los tiempos de los vikingos, o de Hamlet, por lo menos. Hasta equipos de fútbol han tenido que se dedicaban mayormente a dar patadas. En este asunto tan primario de la agresividad, los daneses son como cualquier hijo de vecino.

¿Supone este descubrimiento una pequeña decepción? ¿Un pequeño mazazo a mi amor platónico por este país? Nada más lejos de la realidad. Uno asiste en Pusher a varias compras de droga en pisos clandestinos y las transacciones siempre llegan a buen puerto. La droga es buena, el dinero es de curso legal, y la confianza de los buenos ciudadanos reina entre los camellos tatuados y los drogatas con el mono. Son asuntos llevados con la eficacia y el sentido cívico que empapa todo lo que hacen los nórdicos. Sólo cuando la policía aprieta y los más débiles cantan, empiezan los ajustes de cuentas. Es entonces, en el desplome del negocio, en la ruptura de las viejas estructuras, cuando todo el mundo busca satisfacer sus deudas inmediatamente, al precio que sea. 

Al final lo ponen todo perdido, pero estoy seguro de que luego, cuando termina la película, ellos mismos limpian la sangre mientras sus señoras, en la idílica igualdad entre los géneros, tan escandinava e inimitable, toman café con las amigas en la terraza más in de Copenhague.



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El niño de la bicicleta

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Hoy, en involuntaria carambola cinéfila, he visto mi tercera película belga en apenas dos semanas, Un hecho insólito que como buen creyente en el psicoanálisis debo someter a cuidadoso estudio. Si las casualidades no existen, ¿qué interés, qué motivación, que designio gobierna mi voluntad a la hora de elegir tres películas belgas en tan corto plazo de tiempo? ¿Belgas, precisamente, en estos tiempos de zozobra donde nuestra vida económica –y con ella todas las demás vidas- pende de un hilo tejido en Bruselas? ¿Belgas, justamente ahora, que Gerard Depardieu –insolidario, jetudo, tragaldabas- sale en los telediarios porque se ha refugiado allí huyendo de la reforma fiscal francesa? ¿Belgas, curiosamente, ahora que mi señora se ha aficionado a desayunar unos gofres dietéticos de color caca que son el pasmo gastronómico de mi incredulidad? ¿Por qué ahora, en este momento de mi vida, en este momento del mundo, Bélgica?

¿Qué tienen en común Farinelli, Pánico en la granja y esta película de hoy, El  niño de la bicicleta, que es como todas las de los hermanos Dardenne, pero algo menos plasta, y con Cécile de France, mi Cécile, mi viejo amor del 2012, paseando su belleza y su buen hacer de actriz?  Nada, ciertamente. Estas películas se parecen lo mismo que un huevo a una castaña, o a una sandía de Almería. El esferismo ovoide, quizá. ¿Qué elemento subconsciente, letárgico, retorcido -libidinoso seguramente-, une las aventuras de un castrato, tres juguetes de plástico y un niño insoportable que se pasa toda la película dando por el culo con su bicicleta y sus ataques de ira? ¿Un deseo de regresar a la feliz infancia? ¿El deseo del no-deseo sexual, siempre insatisfecho? Quizá... ¿Pero por qué, oh dioses del capricho, en Bélgica?




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Prometheus

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Veo, por la noche, en celebración particular y solitaria de este primer miércoles del año, la esperadísima Prometheus de Ridley Scott, que trata de explicar los enigmas desplegados en Alien y sus secuelas.

Me acuesto con la sensación de haber visto una gran película, casi una obra maestra, si no hubiesen quedado sueltos por ahi un par de cabos. Peccata minuta, en todo caso. Apago la luz y me encomiendo al sueño como un niño satisfecho y feliz, imaginando mundos extraterrestres, aventuras astronáuticas, hallazgos trascendentales que iluminan el origen de la humanidad. Luego, por supuesto, el sueño caprichoso toma sus propios derroteros, y lejos de transportarme a los espacios siderales, me devuelve a la realidad de mis asuntos laborales, de mis deseos sexuales, de mis conflictos nunca resueltos con el bendito balompié. 

A la mañana siguiente, en la cafetería que me proporciona la conexión, entro en los foros dispuesto a compartir mi éxtasis infantil. Mi sorpresa, al leer los primeros comentarios sobre Prometheus, irónicos y denigrantes, es mayúscula. No es posible, pienso. Están hablando de otra película... Leo la primera crítica con el escepticismo plantado en mi cara, y las garras de la respuesta bien afiladas, dispuestas a teclear una réplica implacable. No voy a creerme nada de lo que me diga este fulano, por muy valorado que figure en el escalafón. Pero la voy a leer, detenidamente, por educación, por ecumenismo cinéfilo. Para ir rebatiendo uno por uno sus argumentos, seguramente flojísimos, y antojadizos, porque este pecador de la pradera debió de ver Prometheus sin gafas, o con una novia sobándole el paquete, en inatención gozosa y muy perdonable.

Sin embargo, termino de leer su crítica y soy yo quien rinde las armas, y retrae las garras, y echa de menos haber visto Prometheus con el sexo dulcemente acariciado, cosa que, al parecer, lejos de reducir la concentración, la multiplica por dos o incluso por tres. Me doy cuenta de que ayer, en inusual comportamiento, no vi Prometheus como siempre veo todas las películas, sobándome los testículos, como hacemos todos los hombres abandonados a la soledad frente a la pantalla. Ayer, no sé por qué, yo tenía las manos castamente reposadas, una en el regazo y otra en el mando a distancia, y no vi los cabos sueltos que este internauta, perspicaz y cachondo, denuncia con gran sentido del humor. No dos cabos agitándose al viento en venial descuido, como yo recordaba, sino decenas de ellos, ridículos, risibles, evidentes hasta para el más corto de los espectadores.

Cómo pude pasar por alto estos dislates... Cómo pude tragarme el absurdo de los giros, el vacío de las explicaciones, el vagar inexplicable de los personajes... Cómo, por los dioses, cómo... Cómo me dejé llevar por las ansias, por la expectación, por la magia presentida. Está visto que me ponen una nave espacial y un planeta que encierra misterios, y ya me vuelvo tarumba, y se me nublala razón.






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La historia del cine: una odisea (libro)

Leo, en la Historia del Cine de Mark Cousins, este curioso pasaje sobre una ocurrencia de Mack Sennett:
“Mack Sennett, un productor de comedias de la etapa del cine mudo, contrataba a un tipo peculiar para que acudiera a sus conferencias con el fin de que dijera tonterías en voz alta. Generalmente era una persona sin demasiadas entendederas, incapaz casi de expresar sus ideas, pero que contaba con una imaginación desbordante. Podía estar callado durante una hora y de repente murmuraba: “Tomemos por ejemplo...”, y entonces todo el mundo callaba para ver qué decía. “Tomemos por ejemplo esta nube...” Gracias a nuestra rara capacidad para asociar unas ideas con otras, las personas del auditorio se quedaban con la imagen de la nube y le encontraban sentido a lo que decía aquel hombre, que venía a ser como un catalizador del subconsciente...”

 Cousins elige este párrafo para explicarnos que el cine, a veces, en sus más revolucionarios logros, acierta de chiripa, asociando ideas o planos  que hacen saltar una chispa neuronal en el espectador, inaugurando un nuevo modo de asociar, y de entender. Pero yo, que voy leyendo el libro con una mala leche cada vez más agria, releo esta broma ingeniosa de Mack Sennett y no dejo de pensar en los embaucadores como Kiarostami, o como Godard, que tanto celebra Cousins en su libro. “Tomemos por ejemplo esa nube...” O ese iraní, o esa parisina. Sigámoslos con la cámara y dejemos transcurrir el rato, a ver qué va saliendo de la “catalización del subconsciente...”




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Palíndromos

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Todd Solondz es un cineasta retorcido y deprimente al que a uno le gustaría conocer personalmente, en la compañía cercana de un café -si él supiera castellano, o yo me defendiera con el inglés-,  pues presumo que su filosofía vital y la mía van cogidas de la mano, y encontrarían muchos puntos en común para echarse unas risas, y darse la razón como tontas complacidas.




Los personajes de Todd Solondz son la antítesis humana de los buenazos –y  las buenorras- que me hacen sonreír en Modern family. De su imaginación sólo brotan seres humanos taciturnos, melancólicos, oscuros, frecuentemente trastornados. Mientras que Modern family explora la ciencia-ficción de un ideal humano siempre benefactor, mi amigo Todd, en películas como Palíndromos, retrata a personas muy taradas, muy verosímiles, que aunque padezcan neurosis muy poco frecuentes, sólo están un paso más allá de los avatares cotidianos. Sólo un traspié, o una desgracia, o una mala compañía, nos separa de vivir en esos universos depresivos y desesperados. Los habitantes de Modern family, en cambio, viven en un planeta feliz, virtual y muy lejano, inalcanzable para la colonización humana antes del siglo mil. Como poco.

Diálogo extraído de Palíndromos al que no le quito ni le pongo una coma:

Mark: Las personas acaban como empiezan. Nadie cambia nunca. Creen que cambian pero no. Si ya eres depresiva siempre serás depresiva; si ahora eres una tonta feliz, así es como serás de mayor. Podrás adelgazar, o no tendrás espinillas; podrás broncearte, aumentarte el pecho, cambiar de sexo. Da igual. En esencia, desde delante hasta atrás, tengas trece o cincuenta años, siempre serás la misma.
Aviva: ¿Y tú eres el mismo?
Mark: Sí
Aviva: ¿Te alegras de ser el mismo?
Mark: No importa si me alegro. No tengo elección. No tengo más remedio que elegir lo que elijo, hacer lo que hago, vivir como vivo. Todos somos robots, preprogramados por el código genético de la naturaleza.
 Aviva: ¿Y no hay ninguna esperanza?
Mark: ¿Para qué? Esperamos o nos desesperamos tal como hemos sido programados. Genes y aleatoriedad: es todo lo que hay, y nada importa.


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Farinelli

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Mientras Farinelli se va enredando en un aburridísimo final, uno, siempre pendiente de las cosas cochinas y accesorias, se pregunta por las facultades sexuales de Farinelli -el hombre, el castrato- que en la película satisface largamente a las mujeres, pero sin que nadie explique claramente la cosa del intríngulis. ¿Qué sabe uno de las erecciones o de las eyaculaciones de los castrados? Apenas nada. Más allá de la producción nula de espermatozoides, uno no está seguro de nada. ¿Sienten el mismo deseo sexual? ¿Alcanzan el clímax sin la participación de los testículos? ¿Perseveran largos minutos en su erección, como hacías ese morlaco amatorio de Farinelli que a todas las traía locas? ¿O, por el contrario, en el mundo real de la carne y del hueso, desfallecen repentinamente en su ímpetu? 

Será un rato después, en la wikipedia siempre ilustradora, cuando estas preguntas consigan una respuesta muy anatómica, pero algo indefinida. Mientras tanto, con Farinelli todavía en pantalla, uno, ajeno al espectáculo reiterativo de sus gorgoritos, se entretiene especulando con estas cuestiones, como un adolescente planteándose sus primeras preguntas. Es lo que tienen las malas películas, que sacan a la luz, o más bien a la penumbra, lo más vergonzante de uno mismo.





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Goya en Burdeos

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Goya en Burdeos no es exactamente una película. Es, más bien, una sucesión de pinturas animadas. Un belén viviente que va cambiando de vestidos y decorados mientras el maestro aragonés, en su exilio, nostálgico y enfermo, recuerda sus andanzas en la Villa y Corte de Madrid. Las pictóricas, sí, y las sexuales, sobre todo.

Siempre que he entrado en el Museo del Prado, sacrificando el tiempo del fútbol o de las compras, acabo deambulando por los pasillos marmóreos sin saber muy bien dónde fijar la mirada. ¿Cuáles, entre la infinitud de los cuadros, españoles y flamencos, florentinos y venecianos, merecen realmente el privilegio de una parada, de una observación, de una reflexión artística nacida de la ignorancia supina? ¿El cuadro de la izquierda, quizá? ¿El de la derecha? ¿El del próximo salón? Imposible saberlo. Uno quiere sacrificar tres o cuatro horas en la excursión pictórica, y ya en el primer envite termina arrepentido, mareado, asqueado de su bárbaro desconocimiento sobre el noble arte del pincel. Es por eso que siempre termino refugiándome en los salones menos transitados de Goya, donde cuelgan los retratos inmortales de la estulticia borbónica, y del atavismo salvaje de la españolidad incorregible. 

Sin ser una película conmovedora, Goya en Burdeos sirve al menos para recordarle a uno que las mentes más preclaras de este país tuvieron, como ahora, que exiliarse a la Europa Civilizada para desarrollar sus labores. En los tiempos de Goya, huyendo de Fernando VII y de sus curas, se nos fueron los pintores, los literatos, los dramaturgos, los políticos liberales... Los afrancesados en general, que soñaron en vano con una España moderna y transpirenaica. Ahora, expulsados por los economistas trajeados, y por los mismos curas de siempre, huyen despavoridos nuestros científicos más eminentes, nuestros empresarios más honrados, nuestros profesionales más cualificados. Ya no son en su mayoría afrancesados, sino alemanizados, o escandinavizados. Los Países de los Rubios son ahora el destino universal de los españoles más capaces. 




        
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Copia certificada

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En los primeros minutos de Copia certificada un suspiro de alivio brota de mis pulmones:  Kiarostami abandona el paisaje iraní y nos transporta a la primavera de la Toscana para contarnos el romance entre un escritor inglés y una galerista francesa. Ella es, gracias a los dioeses, Juliette Binoche, que es la quintaesencia de la mujer francesa, y de las señoras guapas.

Se las promete uno muy felices, sí, con esta película que arranca como un Antes del amanecer conversacional y didáctico, con una pareja madurita que toma el relevo de los jovenzuelos que allí se requebraban. Pero se ve que a Kiarostami le jode mucho que el gran público llegue a entender sus intenciones de gran maestro indescifrable. Así que cuando más enganchados nos tenía, y más enamorados estábamos de Juliette Binoche, Abbas, nos introduce en un juego de adivinanzas para demostrarnos, una vez más, que las gentes vulgares no estamos a la altura de sus sesudas intenciones.

¿De qué va, realmente, la pareja protagonista? ¿Es un matrimonio aburrido que juega a la fantasía de ser dos personas recién presentadas? ¿O son, ciertamente, dos simples conocidos que juegan a ser un matrimonio veterano, en lúdico entretenimiento? No sé. Los diálogos, deliberadamente ambiguos, lo mismo te hacen pensar una cosa que la otra. Te vuelven loco... Kiarostami se lo tuvo que pasar teta, planteando este dilema sobre la identidad secreta de los amantes. Pero con su gracieta me jodió la película.  Para una vez que iba a aplaudirlo, y a dedicarle bonitas palabras en este diario, me salió, en la hora final , con otra demostración de su diabólica inteligencia. Pues bueno.




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Luces rojas

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“La razón por la que la gente cree en fantasmas es la misma por la que cree en casas encantadas, o túneles de luz. Porque significaría que hay algo después de la muerte.”

Lo dice el personaje de Margaret Matheson en Luces rojas, y es una gran verdad que ya apareció en este diario a cuento de Insidious, y de Darkness,  películas de terror que pasaron sin pena ni gloria por mi televisor. El personaje de Margaret Matheson -que es una inverosímil doctora en Parapsicología Fraudulenta por la Universidad de Nosédonde- lo interpreta Sigourney Weaver. Y cada vez que habla Sigourney, en cualquier película, es como si sentara cátedra, porque esta mujer, con la edad, y con las arrugas, ha adquirido una presencia y un tono de voz que se vuelven irrefutables. Aunque asegure que por el mar corren las liebres, y que por el monte las sardinas, tralará. La antítesis de cualquier político de nuestros días.

El resto de la película es un timo metapsicológico de manufactura impecable. Un guión imposible que dejamos transcurrir sólo porque somos espectadores comprensivos, y consumidores pasivos con el intelecto mermado. Por eso, y porque no queremos perdernos la belleza delicada de Elizabeth Olsen, que es la hermana pequeña de ese dúo aborrecible de las gemelas Ashley y Mary-Kate. Elizabeth es una belleza sin pretensiones, modesta y alegre. Aquí, en Luces rojas, el guión  le endosa un papel ridículo de mujer florero, pero ella es un jarrón encantador, y sale airosa del empeño con solo prestar su rostro y su sonrisa.



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In time

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En el futuro biotecnológico que plantea In time, ya no es el dinero, sino el tiempo de vida -que la gente contabiliza con un cronómetro insertado en el brazo-, lo que desencadena la avaricia y la aparición de nuevas clases sociales. Cuando el contador llega a cero sobreviene la muerte instantánea, mientras se duerme, o mientras se pasea en mitad de la calle. Más allá de los veinticinco años de edad, que es la longevidad máxima determinada por los genes, todo es tiempo extra que hay que ganarse minuto a minuto, segundo a segundo, en un mundo depravado donde el dinero ya no existe, y todo se paga en tiempo. 
En los barrios protegidos por guardias de seguridad, los millonarios del tiempo dejan transcurrir plácidamente los días, pagando siglos por sus cochazos, o decenios por la compañía de sus prostitutas. Unos kilómetros más allá, en los suburbios de la chusma, la gente muere luchando contra unos precios abusivos del agua, y del pan, que les van robando la vida hasta caerse, literalmente, muertos.

Es un recurso muy inteligente éste que utiliza Andrew Niccol para criticar el capitalismo delictivo de nuestros días. O el capitalismo, directamente, sin el delictivo o el salvaje como epítetos que son más bien pleonasmos. Ningún capitalista hubiera financiado la película, ni la hubiera distribuido posteriormente por el ancho mundo, si el dinero, como en nuestra vida real del siglo XXI, hubiese sido el motor de la avaricia en In time. Demasiado obvio. Demasiado comunista. Las banderas rojas ya sólo están permitidas en los linieres del fútbol, y a cuadritos, junto a otro color, a ser posible el gualda, en patriótica combinación. Con está fábula futurista, Niccol se convierte en un hermano pequeño de Michael Moore, pero más delgado, sin gorrita de béisbol, que habla sobre la lucha de clases aprovechando un producto palomitero, con muchos tiroteos y muchas persecuciones. 

Y con una mujer, Amanda Seyfried, que te mira directamente a los ojos y ya no eres marxista ni revolucionario ni nada de nada, sino un simple pelele enamorado, entregado al sueño pueblerino de su amor imposible.





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El viento nos llevará

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Aunque hace días que juré abandonar este ciclo insufrible y autoimpuesto, coloco en el DVD la cuarta película de Abbas Kiarostami. Ya sólo su título, El viento nos llevará, posee un halo poético que me hace temblar de aburrimiento presentido. Y efectivamente: sólo he tardado cuarenta minutos en darme la razón a mí mismo, como hacen los tontos. 

Un paisaje de ensueño con las montañas del Kurdistán al fondo: eso es lo único que merece la pena en esta historia del fulano que sube y baja la colina con su todoterreno, a la captura de un hilo de señal para su móvil. Colina pa’rriba, colina pa’bajo, y así toda la película. Será el viento que lo lleva, digo yo. O la ventolera, más bien. El siroco del Sahara, que llega hasta el Kurdistán volviendo locas las cabezas. No sé. Y no me importa, además. Basta. El sopor de la película se mezcla con la hiel amarga de mi mala literatura. Que sean otros foreros -como suelo conceder en estos casos- los que carguen contra El viento nos llevará. Sus flechas venenosas son también las mías.


Pataliebre, en Filmaffinity:
              “Kiarostami es uno de los pesados más aburridos que he tenido la oportunidad de ver. Y lo peor es que sus películas parten de premisas cuanto menos prometedoras e interesantes pero que el director, a base de reiteración y de escenas supuestamente poéticas que se alargan más de lo debido, las acaba jodiendo y haciendo que el espectador sufra más de lo que es debido con coñazos de semejante calibre.” 


Kafka, también en Filmaffinity:
“... pero es indiscutible que hacen falta no pocas tragaderas para que el público llano y no cinéfilo pueda soportar tales obras sin los terribles efectos secundarios de la somnolencia, la apatía, el hastío o la desazón”

MamiFriki: 
“Un pueblo muy bonito y unas gentes a las que se le podría haber sacado más partido, creo. Tiene poco que contarnos y mucha cinta por grabar, o se cree que somos tontos y nos tiene que repetir las mismas imágenes unos pocos de cientos de veces a ver si pillamos el simbolismo. Se ve que yo no lo pillé, porque se me iba el santo al cielo y la mente a otra parte. Me recuerda a unos hippies urbanitas que se habían instalado en el pueblo de mi abuela y los oí contarle a otro, maravillados: "Tío, no te lo puedes creer, es que flipas: que plantas una semilla en la tierra y que te sale ¡una lechuga!, tío, ¡¡una lechuga!!". Pues este igual: que hay pueblos, y caminos de tierra, y zanjas, y cabras, y gente que ordeña a las bestias, sitios sin cobertura ... Si no tienes otra cosa que hacer, pues ves el principio y ya te vale. Así no pierdes el tiempo.”





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Lee mis labios

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Gracias a Lee mis labios me reencuentro con el director francés Jacques Audiard, tan admirado en estos escritos. Me entran ganas de explayarme en su figura, y en su cine, tan denso e interesante. Pero termino de ver la película y no sé muy bien qué escribir. Lanzarme a la parrafada sería un ejercicio inútil y de mal gusto, en estas condiciones lamentables del intelecto. Prefiero probar la fórmula que me enseñara el Maestro Venerable: redactar un pequeño catálogo de bondades, cinco detalles, cinco sonrisas, cinco florecillas que me dejó la película sobre el sofá.

1. En Lee mis labios he encontrado a un alma gemela de la sordera que desconecta el audífono cuando la realidad sonora se vuelve insufrible, o insultante. Yo, que también padezco del mal oído, pero que aún no he llegado a la necesidad del audífono, me protejo del mundo con los auriculares de la radio, que llevo a todos los sitios, en prevención de los encontronazos sociales. Carla quitando su aparato y yo poniendo el mío, compartimos un aislamiento que es al mismo tiempo maldición y deseo.
2. Los ojos de esta mujer, Emmanuelle Davos, musa de Jacques Audiard, actriz consumada y preciosa, que lleva dos esmeraldas guardadas en los ojos.
3. Sus labios carnosos, carnales, casi excesivos, que por momentos se salen de la pantalla como aquellos de Videodrome a los que James Woods, arrebatado en su alucinación, besaba como reales. Una envidia, su chaladura.
4. La Torre Eiffel, una vez más, brillando en la noche de París, observada desde esta azotea donde los dos tunantes, el matón y la sorda, planean su robo. Nunca he estado en París, ni en su noche, pero es una ciudad que siento muy mía, tantas veces visitada en la ficción de los franceses. Me he enamorado muchas veces de las parisinas, en sus calles siempre limpias, bajo su cielo siempre plomizo.
5. Monica Bellucci no trabaja en esta película, pero si Vincent Cassel, su marido, y verle a él es como pensar en ella.




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The Newsroom. Temporada 3

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Termino de ver la última temporada de The Newsroom y sonrío de agradecimiento cuando aparecen los títulos de crédito. Es difícil hacerlo mejor. Escribir mejor. The Newsroom, además de ser una serie sobresaliente, es una serie pertinente. Ahora que en las televisiones reales ya no queda ningún informativo imparcial, uno ve The Newsroom como una nostalgia del periodismo que pudo haber sido y no fue, el americano, y el nuestro. El informativo de la ACN es el telediario que Aaron Sorkin ha escrito como una ciencia-ficción de lo ideal: uno de centro político que no es la suma de los neonazis y los postsoviéticos partida por dos, sino el pedestal ético donde las noticias se verifican y las fuentes se contrastan. Un informativo que no pretende ser republicano ni demócrata, como aquí no tendría que ser ni de izquierdas ni de derechas. Porque, además, un informativo que dijera la verdad y sólo la verdad sobre los poderes reales que nos dan por el saco, ya sería, por definición, de izquierdas. Un informativo donde el frío no fuera noticia en invierno, ni el calor en verano. Donde los avances científicos y las injusticias sociales fueran las noticias de portada, y no la cadera operada de un monarca, o el viaje de un ministro a echarse unas risas con los colegas, para no hacer nada importante a favor de la peña. Un informativo como dios manda, ahora que el otro Dios, el de los ricos, el que siempre ha llevado la letra mayúscula, manda en todos ellos. 




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A través de los olivos

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A través de los olivos sería otra “experiencia fílmica” condenada al fustigamiento presente. y al olvido futuro. de no ser por ese plano final, bellísimo, que se produce -pues ahí estaba el mensaje oculto del título- a través de los olivos. El  desenlace es de un paisajismo abrumador,  de una delicadeza exquisita, que pone fin a una película que era, hasta ese momento, un coñazo insufrible, con los actores amateurs confundiéndose de continuo en la misma escena, con el paleto del pueblo atosigando a la muchacha que no le hace ni puñetero caso...

Uno sospecha que Kiarostami es un tipo muy listo que dice hacer poesía con la cámara cuando en verdad lo único que pretende, con sus parsimonias y sus recreos, es estirar el chicle de una simple anécdota para conseguir un minutaje mínimo que le permita acudir a los festivales, a cosechar aplausos y premios. Si quería que simpatizáramos con estos actores tan torpes y entrañables, nos hubiesen bastado dos tomas fallidas de su incompetencia; si quería que asistiéramos al amor imposible entre el chico pobre y la niña pija, nos hubiesen sobrado dos requiebros no correspondido. Uno se ha forjado como espectador en formas narrativas más expeditivas, menos cachazudas, y estas reiteraciones en lo evidente lo llevan al bostezo, y a pulsar con frecuencia la tecla de avance rápido en el mando a distancia. 

Cualquier maestro del cine norteamericano hubiese reducido los avatares de A través de los olivos a media hora de metraje, como mucho. Es por eso que luego les da tiempo a poner tantas cosas en sus películas, aderezos que en las cintas iraníes nunca salen por falta de minutos: las tetas, los tiros, las persecuciones, los chistes antológicos, los secundarios de lujo, los finales con retruco sorpresivo...


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La Dama de Hierro

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Grabo en los canales de pago -pero no para verla yo, sino mi madre- La dama de hierro. Me niego a ver esta película. Adivino en ella un biopic laudatorio que me causaría una úlcera sangrante.  Alguno dirá: ¿y tú que sabes? No la has visto. Y es cierto, pero las reseñas, unívocas, no dejan lugar a la duda. La dama de hierro es el retrato condescendiente de una gran mujer peleando en un mundo de hombres, ambiciosa y obsesiva, trabajadora y eficiente, admirada y temida. Un blanqueamiento de Maggie, esa sociópata de manual.

Además, nunca fui un devoto de Meryl Streep. Más allá de su arte y de su virtuosismo, su rostro siempre me produjo una antipatía instintiva. No lo puedo remediar. Y de Margaret Thatcher -que inspiró los ataques contra el Estado del Bienestar y se proclamó enemiga pública del proletariado al que uno pertenece por origen- prefiero no decir nada más. Y no saber nada más. No quiero que me sumen como espectador a las estadísticas triunfantes de esta película. Vade retro, esta respetuosa biografía, este acercamiento comprensivo, este retrato de la gran mujer que se escondía tras la primera ministra. 


 Le pregunto a mi madre su opinión cuando termina de verla: “Qué gran mujer”, es lo primero que le viene a los labios. Y lo dice una pensionista de los cuatro duros, una ex-ama de casa de la economía sumergida. Una mujer del barrio, del carrito de la compra, que cuando yo era niño contaba las pesetas como si fuesen pepitas de oro. Qué gran mujer, me suelta... Qué decisión, sí, qué arrojo, qué ovarios. Qué inteligencia, y que poderío. Gobernaba para los ricos, eso es verdad. Y los pobres, que se jodieran, como ahora. Pero qué gran mujer... De una pieza. Hecha de bronce, la tía. Más aún: de hierro, como su mismo apodo indica.

La maquinaria propagandista ha conquistado un nuevo corazón entre las filas del enemigo de clase. Uno más. Margaret, Maggie, gracias al biopic, gracias a la puta película, ya no le cae tan mal a otra pensionista. E incluso ya no sale tan adusta en las fotos.  A  esto me refería.




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Las diabólicas

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El problema de haber nacido en los años setenta es que uno se crió en una colonia norteamericana, con las grandes salas alquiladas a sus películas, y con las televisiones –que sólo había dos- vendidas a su dólar todopoderoso. Uno no vivió de adulto la Nouvelle Vague, el cine de Kurosawa, las fantasías de Fellini. Uno se ha criado con Spielberg, con George Lucas, con las persecuciones de coches y los disparos a cascoporro. Uno no ha mamado la sensibilidad de lo francés, la sutileza de lo japonés, la mediterraneidad de lo italiano... Todo esto lo ha aprendido después, tomando apuntes por su cuenta, en clases sueltas, en un aprendizaje incompleto y defectuoso. Uno es hijo de Indiana Jones y El Coche Fantástico, de Regreso al Futuro y Starsky &Hutch. De La Guerra de las Galaxias y de Jerry Seinfeld soltando gansadas, aunque luego vote a la izquierda y grite Yankis Go Home en las manifestaciones, junto a las rojas más guapas del barrio.

Es por eso que uno, avergonzado, imbuido del espíritu inconformista de los cinéfilos, a veces se lanza a rescatar las obras maestras del pasado europeo. Uno ve, por ejemplo, en este domingo plomizo sin fútbol y sin amantes, Las diabólicas, thriller modélico del director francés Henri-Georges Clouzot. Y al principio, la película, promete, pues, aunque viejuna, resulta intrigante, misteriosa, como de un Alfred Hitchcock afrancesado. Pero ¡ay, la herencia cultural! ¡Ay, el bagaje que uno lleva a las espaldas! De repente, muchos minutos antes del final, a uno le sobreviene la intuición certera del diabólico desenlace, que todo lo chafa. Y no es la inteligencia, desde luego, siempre tan roma en estos asuntos. Lo que pasa es que uno recuerda que hace años Isabelle Adjani y Sharon Stone ya planearon el mismo crimen en su televisor, en un remake norteamericano que para nosotros, los cautivos de su Imperio, fue el primer make. Inolvidables, en su belleza, la morena y la rubia. Maldita sea,  mi suerte.

"¡No seáis diabólicos! No destruyáis el interés que vuestros amigos podrían obtener de esta película. No les contéis lo que habéis visto. Os damos las gracias de su parte." Con ése rótulo (sic) de advertencia finaliza Las diabólicas. Nada dice de los remakes que en el futuro convertirán su originalidad en redundancia.




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Operación Whisky

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Busco el olvido cinéfilo a otro partido horrible del Real Madrid, con sus chupones, sus mercenarios, sus quejismos arbitrales sin fundamento. La Copa de Europa, que se resiste, tras una nueva maldición de Majaelrayo... El mal humor tras la batalla me pide una película ligera, de entendimiento simple y sonrisa bobalicona. Y, como por arte de magia entre el pandemónium de l gigas del disco duro, aparece Operación Whisky, una antigualla simpaticona de Cary Grant que los dioses benevolentes han puesto allí, a mis espaldas, para evaporar mis humores, pues no recuerdo haber asaltado ningún galeón preguntando por su título.



            Confundido y agradecido al mismo tiempo, me dejo llevar por los designios divinos y termino viendo una comedia romántica de las de antes, pura y virginal, sin carnes a la vista ni diálogos picantes. Leslie Caron está preciosa en su treintena florida, pero no baila, ni se contorsiona, ni muestra algo más suculento que la pantorrilla. Se limita a enamorarse púdicamente de Cary Grant, y a besarle sin lengua cuando el capellán castrense otorga su consentimiento. Una de las grandes bellezas que Francia regaló al mundo, y aquí la desaprovechan en un producto familiar de chistes blancos y amores inmaculados. Una de esas películas que 13 TV programaría el fin de semana para dar ejemplo de cine hecho como Dios manda. No como ése otro, el de tetas y palabrotas, que hacen los titiriteros socialistas.


            Será después de ver la película, en el fisgoneo obligatorio de sus intríngulis, cuando descubra el verdadero motivo de su presencia en mi disco duro. No fueron los dioses generosos, como yo creía, los que dejaron el regalo en la chimenea, sino mi despiste antológico, mi empanada universal. Fue mi psique lamentable la que en su día, hace meses, en una búsqueda nocturna o matinal sin ayuda de la cafeína, confundió Operación Whisky con Operación Pacífico, también de barcos en la II Guerra Mundial, también de Cary Grant vestido de marinero, también una comedia de trasfondo bélico con la palabra “operación” -tan poco imaginativa- colocada en el título. En fin. Qué les voy a contar, a estas alturas...


    Leslie Caron y Cary Grant tratan de pescar un pez en las aguas poco profundas de una laguna. En el segundo intento, tras varias discusiones entre ellos, y mientras el pez se pone de nuevo a tiro, Cary Grant comenta:

-         Atención, aquí viene ella otra vez.
-         ¿Cómo sabes que es “ella”?
-         Porque lleva la boca abierta. Y ahora cállate.





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