El viento nos llevará

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Aunque hace días que juré abandonar este ciclo insufrible y autoimpuesto, coloco en el DVD la cuarta película de Abbas Kiarostami. Ya sólo su título, El viento nos llevará, posee un halo poético que me hace temblar de aburrimiento presentido. Y efectivamente: sólo he tardado cuarenta minutos en darme la razón a mí mismo, como hacen los tontos. 

Un paisaje de ensueño con las montañas del Kurdistán al fondo: eso es lo único que merece la pena en esta historia del fulano que sube y baja la colina con su todoterreno, a la captura de un hilo de señal para su móvil. Colina pa’rriba, colina pa’bajo, y así toda la película. Será el viento que lo lleva, digo yo. O la ventolera, más bien. El siroco del Sahara, que llega hasta el Kurdistán volviendo locas las cabezas. No sé. Y no me importa, además. Basta. El sopor de la película se mezcla con la hiel amarga de mi mala literatura. Que sean otros foreros -como suelo conceder en estos casos- los que carguen contra El viento nos llevará. Sus flechas venenosas son también las mías.


Pataliebre, en Filmaffinity:
              “Kiarostami es uno de los pesados más aburridos que he tenido la oportunidad de ver. Y lo peor es que sus películas parten de premisas cuanto menos prometedoras e interesantes pero que el director, a base de reiteración y de escenas supuestamente poéticas que se alargan más de lo debido, las acaba jodiendo y haciendo que el espectador sufra más de lo que es debido con coñazos de semejante calibre.” 


Kafka, también en Filmaffinity:
“... pero es indiscutible que hacen falta no pocas tragaderas para que el público llano y no cinéfilo pueda soportar tales obras sin los terribles efectos secundarios de la somnolencia, la apatía, el hastío o la desazón”

MamiFriki: 
“Un pueblo muy bonito y unas gentes a las que se le podría haber sacado más partido, creo. Tiene poco que contarnos y mucha cinta por grabar, o se cree que somos tontos y nos tiene que repetir las mismas imágenes unos pocos de cientos de veces a ver si pillamos el simbolismo. Se ve que yo no lo pillé, porque se me iba el santo al cielo y la mente a otra parte. Me recuerda a unos hippies urbanitas que se habían instalado en el pueblo de mi abuela y los oí contarle a otro, maravillados: "Tío, no te lo puedes creer, es que flipas: que plantas una semilla en la tierra y que te sale ¡una lechuga!, tío, ¡¡una lechuga!!". Pues este igual: que hay pueblos, y caminos de tierra, y zanjas, y cabras, y gente que ordeña a las bestias, sitios sin cobertura ... Si no tienes otra cosa que hacer, pues ves el principio y ya te vale. Así no pierdes el tiempo.”





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Lee mis labios

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Gracias a Lee mis labios me reencuentro con el director francés Jacques Audiard, tan admirado en estos escritos. Me entran ganas de explayarme en su figura, y en su cine, tan denso e interesante. Pero termino de ver la película y no sé muy bien qué escribir. Lanzarme a la parrafada sería un ejercicio inútil y de mal gusto, en estas condiciones lamentables del intelecto. Prefiero probar la fórmula que me enseñara el Maestro Venerable: redactar un pequeño catálogo de bondades, cinco detalles, cinco sonrisas, cinco florecillas que me dejó la película sobre el sofá.

1. En Lee mis labios he encontrado a un alma gemela de la sordera que desconecta el audífono cuando la realidad sonora se vuelve insufrible, o insultante. Yo, que también padezco del mal oído, pero que aún no he llegado a la necesidad del audífono, me protejo del mundo con los auriculares de la radio, que llevo a todos los sitios, en prevención de los encontronazos sociales. Carla quitando su aparato y yo poniendo el mío, compartimos un aislamiento que es al mismo tiempo maldición y deseo.
2. Los ojos de esta mujer, Emmanuelle Davos, musa de Jacques Audiard, actriz consumada y preciosa, que lleva dos esmeraldas guardadas en los ojos.
3. Sus labios carnosos, carnales, casi excesivos, que por momentos se salen de la pantalla como aquellos de Videodrome a los que James Woods, arrebatado en su alucinación, besaba como reales. Una envidia, su chaladura.
4. La Torre Eiffel, una vez más, brillando en la noche de París, observada desde esta azotea donde los dos tunantes, el matón y la sorda, planean su robo. Nunca he estado en París, ni en su noche, pero es una ciudad que siento muy mía, tantas veces visitada en la ficción de los franceses. Me he enamorado muchas veces de las parisinas, en sus calles siempre limpias, bajo su cielo siempre plomizo.
5. Monica Bellucci no trabaja en esta película, pero si Vincent Cassel, su marido, y verle a él es como pensar en ella.




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The Newsroom. Temporada 3

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Termino de ver la última temporada de The Newsroom y sonrío de agradecimiento cuando aparecen los títulos de crédito. Es difícil hacerlo mejor. Escribir mejor. The Newsroom, además de ser una serie sobresaliente, es una serie pertinente. Ahora que en las televisiones reales ya no queda ningún informativo imparcial, uno ve The Newsroom como una nostalgia del periodismo que pudo haber sido y no fue, el americano, y el nuestro. El informativo de la ACN es el telediario que Aaron Sorkin ha escrito como una ciencia-ficción de lo ideal: uno de centro político que no es la suma de los neonazis y los postsoviéticos partida por dos, sino el pedestal ético donde las noticias se verifican y las fuentes se contrastan. Un informativo que no pretende ser republicano ni demócrata, como aquí no tendría que ser ni de izquierdas ni de derechas. Porque, además, un informativo que dijera la verdad y sólo la verdad sobre los poderes reales que nos dan por el saco, ya sería, por definición, de izquierdas. Un informativo donde el frío no fuera noticia en invierno, ni el calor en verano. Donde los avances científicos y las injusticias sociales fueran las noticias de portada, y no la cadera operada de un monarca, o el viaje de un ministro a echarse unas risas con los colegas, para no hacer nada importante a favor de la peña. Un informativo como dios manda, ahora que el otro Dios, el de los ricos, el que siempre ha llevado la letra mayúscula, manda en todos ellos. 




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A través de los olivos

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A través de los olivos sería otra “experiencia fílmica” condenada al fustigamiento presente. y al olvido futuro. de no ser por ese plano final, bellísimo, que se produce -pues ahí estaba el mensaje oculto del título- a través de los olivos. El  desenlace es de un paisajismo abrumador,  de una delicadeza exquisita, que pone fin a una película que era, hasta ese momento, un coñazo insufrible, con los actores amateurs confundiéndose de continuo en la misma escena, con el paleto del pueblo atosigando a la muchacha que no le hace ni puñetero caso...

Uno sospecha que Kiarostami es un tipo muy listo que dice hacer poesía con la cámara cuando en verdad lo único que pretende, con sus parsimonias y sus recreos, es estirar el chicle de una simple anécdota para conseguir un minutaje mínimo que le permita acudir a los festivales, a cosechar aplausos y premios. Si quería que simpatizáramos con estos actores tan torpes y entrañables, nos hubiesen bastado dos tomas fallidas de su incompetencia; si quería que asistiéramos al amor imposible entre el chico pobre y la niña pija, nos hubiesen sobrado dos requiebros no correspondido. Uno se ha forjado como espectador en formas narrativas más expeditivas, menos cachazudas, y estas reiteraciones en lo evidente lo llevan al bostezo, y a pulsar con frecuencia la tecla de avance rápido en el mando a distancia. 

Cualquier maestro del cine norteamericano hubiese reducido los avatares de A través de los olivos a media hora de metraje, como mucho. Es por eso que luego les da tiempo a poner tantas cosas en sus películas, aderezos que en las cintas iraníes nunca salen por falta de minutos: las tetas, los tiros, las persecuciones, los chistes antológicos, los secundarios de lujo, los finales con retruco sorpresivo...


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La Dama de Hierro

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Grabo en los canales de pago -pero no para verla yo, sino mi madre- La dama de hierro. Me niego a ver esta película. Adivino en ella un biopic laudatorio que me causaría una úlcera sangrante.  Alguno dirá: ¿y tú que sabes? No la has visto. Y es cierto, pero las reseñas, unívocas, no dejan lugar a la duda. La dama de hierro es el retrato condescendiente de una gran mujer peleando en un mundo de hombres, ambiciosa y obsesiva, trabajadora y eficiente, admirada y temida. Un blanqueamiento de Maggie, esa sociópata de manual.

Además, nunca fui un devoto de Meryl Streep. Más allá de su arte y de su virtuosismo, su rostro siempre me produjo una antipatía instintiva. No lo puedo remediar. Y de Margaret Thatcher -que inspiró los ataques contra el Estado del Bienestar y se proclamó enemiga pública del proletariado al que uno pertenece por origen- prefiero no decir nada más. Y no saber nada más. No quiero que me sumen como espectador a las estadísticas triunfantes de esta película. Vade retro, esta respetuosa biografía, este acercamiento comprensivo, este retrato de la gran mujer que se escondía tras la primera ministra. 


 Le pregunto a mi madre su opinión cuando termina de verla: “Qué gran mujer”, es lo primero que le viene a los labios. Y lo dice una pensionista de los cuatro duros, una ex-ama de casa de la economía sumergida. Una mujer del barrio, del carrito de la compra, que cuando yo era niño contaba las pesetas como si fuesen pepitas de oro. Qué gran mujer, me suelta... Qué decisión, sí, qué arrojo, qué ovarios. Qué inteligencia, y que poderío. Gobernaba para los ricos, eso es verdad. Y los pobres, que se jodieran, como ahora. Pero qué gran mujer... De una pieza. Hecha de bronce, la tía. Más aún: de hierro, como su mismo apodo indica.

La maquinaria propagandista ha conquistado un nuevo corazón entre las filas del enemigo de clase. Uno más. Margaret, Maggie, gracias al biopic, gracias a la puta película, ya no le cae tan mal a otra pensionista. E incluso ya no sale tan adusta en las fotos.  A  esto me refería.




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Las diabólicas

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El problema de haber nacido en los años setenta es que uno se crió en una colonia norteamericana, con las grandes salas alquiladas a sus películas, y con las televisiones –que sólo había dos- vendidas a su dólar todopoderoso. Uno no vivió de adulto la Nouvelle Vague, el cine de Kurosawa, las fantasías de Fellini. Uno se ha criado con Spielberg, con George Lucas, con las persecuciones de coches y los disparos a cascoporro. Uno no ha mamado la sensibilidad de lo francés, la sutileza de lo japonés, la mediterraneidad de lo italiano... Todo esto lo ha aprendido después, tomando apuntes por su cuenta, en clases sueltas, en un aprendizaje incompleto y defectuoso. Uno es hijo de Indiana Jones y El Coche Fantástico, de Regreso al Futuro y Starsky &Hutch. De La Guerra de las Galaxias y de Jerry Seinfeld soltando gansadas, aunque luego vote a la izquierda y grite Yankis Go Home en las manifestaciones, junto a las rojas más guapas del barrio.

Es por eso que uno, avergonzado, imbuido del espíritu inconformista de los cinéfilos, a veces se lanza a rescatar las obras maestras del pasado europeo. Uno ve, por ejemplo, en este domingo plomizo sin fútbol y sin amantes, Las diabólicas, thriller modélico del director francés Henri-Georges Clouzot. Y al principio, la película, promete, pues, aunque viejuna, resulta intrigante, misteriosa, como de un Alfred Hitchcock afrancesado. Pero ¡ay, la herencia cultural! ¡Ay, el bagaje que uno lleva a las espaldas! De repente, muchos minutos antes del final, a uno le sobreviene la intuición certera del diabólico desenlace, que todo lo chafa. Y no es la inteligencia, desde luego, siempre tan roma en estos asuntos. Lo que pasa es que uno recuerda que hace años Isabelle Adjani y Sharon Stone ya planearon el mismo crimen en su televisor, en un remake norteamericano que para nosotros, los cautivos de su Imperio, fue el primer make. Inolvidables, en su belleza, la morena y la rubia. Maldita sea,  mi suerte.

"¡No seáis diabólicos! No destruyáis el interés que vuestros amigos podrían obtener de esta película. No les contéis lo que habéis visto. Os damos las gracias de su parte." Con ése rótulo (sic) de advertencia finaliza Las diabólicas. Nada dice de los remakes que en el futuro convertirán su originalidad en redundancia.




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Operación Whisky

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Busco el olvido cinéfilo a otro partido horrible del Real Madrid, con sus chupones, sus mercenarios, sus quejismos arbitrales sin fundamento. La Copa de Europa, que se resiste, tras una nueva maldición de Majaelrayo... El mal humor tras la batalla me pide una película ligera, de entendimiento simple y sonrisa bobalicona. Y, como por arte de magia entre el pandemónium de l gigas del disco duro, aparece Operación Whisky, una antigualla simpaticona de Cary Grant que los dioses benevolentes han puesto allí, a mis espaldas, para evaporar mis humores, pues no recuerdo haber asaltado ningún galeón preguntando por su título.



            Confundido y agradecido al mismo tiempo, me dejo llevar por los designios divinos y termino viendo una comedia romántica de las de antes, pura y virginal, sin carnes a la vista ni diálogos picantes. Leslie Caron está preciosa en su treintena florida, pero no baila, ni se contorsiona, ni muestra algo más suculento que la pantorrilla. Se limita a enamorarse púdicamente de Cary Grant, y a besarle sin lengua cuando el capellán castrense otorga su consentimiento. Una de las grandes bellezas que Francia regaló al mundo, y aquí la desaprovechan en un producto familiar de chistes blancos y amores inmaculados. Una de esas películas que 13 TV programaría el fin de semana para dar ejemplo de cine hecho como Dios manda. No como ése otro, el de tetas y palabrotas, que hacen los titiriteros socialistas.


            Será después de ver la película, en el fisgoneo obligatorio de sus intríngulis, cuando descubra el verdadero motivo de su presencia en mi disco duro. No fueron los dioses generosos, como yo creía, los que dejaron el regalo en la chimenea, sino mi despiste antológico, mi empanada universal. Fue mi psique lamentable la que en su día, hace meses, en una búsqueda nocturna o matinal sin ayuda de la cafeína, confundió Operación Whisky con Operación Pacífico, también de barcos en la II Guerra Mundial, también de Cary Grant vestido de marinero, también una comedia de trasfondo bélico con la palabra “operación” -tan poco imaginativa- colocada en el título. En fin. Qué les voy a contar, a estas alturas...


    Leslie Caron y Cary Grant tratan de pescar un pez en las aguas poco profundas de una laguna. En el segundo intento, tras varias discusiones entre ellos, y mientras el pez se pone de nuevo a tiro, Cary Grant comenta:

-         Atención, aquí viene ella otra vez.
-         ¿Cómo sabes que es “ella”?
-         Porque lleva la boca abierta. Y ahora cállate.





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Y la vida continúa (II)

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Veo la última media hora de Y la vida continúa más por obligación que por devoción. Si uno no tuviera el deber romántico de proseguir con este diario, abandonaría sin contemplaciones a este padre iraní y a su hijo en la búsqueda interminable y aburridísima de Koker, el pueblo perdido. Mi cinefilia es limitada, y muy tramposa. Uno dice así, cinefilia, y parece que se le llena la boca de algo muy cultural, y muy importante. El truco funcionaba hace años con algunas mujeres, y con algunos amigos, pero ahora dices que estás viendo un ciclo de cine iraní, autoimpuesto, en la intimidad de tu salón, y ya ni tú mismo te crees la mentira gordísima de tu impostura. El ridículo es, en esas ocasiones, absoluto.

            Y la vida continúa es, para qué vamos a engañarnos, un coñazo mayúsculo. Como presumo, ay,  que serán las cuatro películas de Kiarostami que me quedan por ver. Como también fueron, ay, las cinco castañas de Jafar Panahi que tuve que tragarme con anterioridad, salvo la última, quizá, la de las chicas forofas del fútbol. Uno aprende cosas con el cine iraní: se amplían los horizontes, se ensancha la cultura, se interroga al enemigo. Pero no se disfruta de la experiencia. Es como hacer los deberes sin padres que a uno lo obliguen. Me aplico porque quiero, porque me aburro, porque no hay otra. Porque no se me ocurre otra idea para asesinar el tiempo infinito de las noches de invierno, cansado ya de los otros entretenimientos anglosajones, y prebiscioso prematuro para las obras maestras de la literatura.




Y resulta que al final, después de tanto preguntar y repreguntar el camino, no llegamos a Koker. Nos quedamos a medio camino, en un campamento improvisado con cuatro palos, porque allí tienen una antena parabólica con la que se puede ver el Brasil-Argentina del Mundial. En mitad del terremoto, de la desgracia, de la búsqueda angustiosa del amigo o el conocido, los iraníes, como los españoles, como cualquier habitante del planeta menos los yanquis y los cubanos, paralizan sus intereses para entregárselos a la pelota que rueda y entra en las porterías. La paz mundial, por muy exigua que nos parezca, le debe más a los Mundiales de fútbol que a los negocios en la ONU. Será el balón, y sólo el balón, quien pueda salvarnos de la incomprensión insalvable, y del rencor infinito. 

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