13 asesinos

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El cine japonés vive lastrado por la uniformidad fisonómica de los personajes. Uno entendería mejor sus películas si una horda de vikingos hubiese conquistado las islas hace siglos, mezclándose -es un eufemismo- con las mujeres autóctonas. En las películas ahora saldrían personajes discernibles y variopintos. Habría tipos altos y bajos, morenos y castaños, japoneses de ojos entrecerrados como ranuras de buzón y otros de ojazos abiertos como platos de alta cocina, al estilo de Oliver y Benji. A los diez minutos ya sabríamos quién es quién en el revoltijo de las peleas y las tramas. Pero la historia de Japón es la que es, cerrada y autárquica, y el espectador occidental, acostumbrado a las variaciones fenotípicas de su entorno, se pierde irremediablemente entre las fotocopias repetidas del mismo fulano. Como clones de un Jango Fett primigenio del Hokkaido.
Todos hablan, además, del mismo modo, indistinguibles en el timbre, como si la invarianza genética también se extendiera a las cuerdas vocales. Todos los guerreros de 13 asesinos parecen Toshiro Mifune repetidos en un eco. 

Es por eso que uno, sin quererlo, minusvalora películas como esta de 13 asesinos, en la que tardo más de media hora en distinguir a los samuráis que luchan por el bien de los que confabulan maldades en la oscuridad. Porque además de parecer idénticos y de hablar con voces parecidas, todos, los buenos y los malos, llevan la misma tonsura frontal rematada en la coleta. Un lío del copón, inextricable, que sólo en la batalla final queda resuelto, pues los malos, además de llevar un gorrito identificativo que es muy de agradecer, caen a tres por mandoble, tan torpicos ellos, mientras que los samuráis buenos aguantan veinte estocadas mortales antes de morder el polvo, en heroicos y muy trágicos estoicismos.






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El globo blanco

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Si el calendario maya está en lo cierto, dentro de dos meses y medio quedará clausurado este diario. El diario, y todo lo demás... He leído que ya se puede apostar dinero en internet sobre la gran hecatombe que acabará finalmente con esta humanidad degenerada. Una apuesta que nadie cobrará al día siguiente, por supuesto, y que sólo se hace por el placer de jugar.

Yo, para jugarme los jayeres,  me quedaría con la opinión de los politólogos más cenizos, que hablan de la inminente guerra de Occidente contra Irán, en un Armagedón petrolífero bendecido por ambos dioses monoteístas. Un pifostio que sacará los misiles a pasear y acabará, si no con la humanidad entera, si al menos con las civilizaciones organizadas. Un futuro a lo Mad Max, muerto arriba muerto abajo, con Mel Gibson ya viejuno conduciendo los coches destartalados por los parajes desérticos.

Se impone, por tanto, y con cierta premura, la celebración particular de un ciclo de cine iraní. Para ir conociendo la idiosincrasia del enemigo. Al final no serán los chinos -pueblo sin dioses coléricos- quienes destruyan el mundo en un arranque de orgullo religioso. Serán los persas, y los evangélicos de la América Profunda, quienes pulsen el botón rojo inspirados por el dedo vengador de los santos espíritus.

Así que inauguro este ciclo dedicado a la filmografía iraní -que presumo fértil en los sociológico, y mortal para el entretenimiento-,  con las películas de Jafar Panahi. De la primera, El globo blanco, no he podido extraer grandes aprendizajes sobre aquella civilización. La trama: una niña sale de su casa para comprar un pez de colores, pierde el billete en una alcantarilla y busca ayuda entre los transeúntes para recuperarlo. El globo blanco es el retrato minimalista de una simple anécdota. Apenas se ven las calles de Teherán, o salen adultos que digan algo importante, o yihadista. O quizá sí lo dicen, pero muy artísticamente, y muy subliminalmente, y yo no me he enterado. De hecho, busco en internet la opinión de algunos iraniólogos de guardia y descubro, sorprendido, lecturas profundísimas, de sociopolíticas para arriba, sobre el tío con boina que vendía el pez a la niña, o sobre el dueño de la tienda que bajaba la trapa con el gancho. Todo un submundo de pistas, de referencias, de claves. Y uno, como es sabido, no llega a tanto. 

Sólo me he quedado con la idea -por otra parte ya intuida- de que los niños de Irán, cuando quieren algo, pueden ser tan plastas y tan caprichosos como los niños de Occidente.





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Tournée

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Después de quitarse la escafandra y de ahuyentar a la mariposa, Mathieu Amalric dirige y protagoniza esta película llamada Tournée. Él interpreta a Joachim, un empresario teatral que regresa a Francia para dirigir una compañía de cabareteras -americanas y gordas- que tratan de levantar el moribundo arte del burlesque. Ya saben: al despelote artístico sobre un escenario, con parodias y extravagancias subidas de tono. El humor de nuestros bisabuelos... Joaquim aprovecha el retorno a su país para tratar viejos asuntos con los amigos, con los hijos, con los empresarios que no quieren alquilar sus salas a estas mujeres ya pasadas de moda.

Tournée me deja mal sabor de boca no porque sea una mala película, sino porque asisto a las desventuras con la sensación, continua y molesta, de estar perdiéndome algo muy sutil, y muy genuino. Intuyo, en todo momento, que Amalric trata de contarme algo muy profundo sobre sí mismo. Y sobre mí mismo, también. Algo que tiene que ver con el fracaso de los sueños, con la vergonzosa dimisión de las responsabilidades, con la supervivencia cutre de quien ha de conformarse con lo puesto. Pero no logro descodificar su lenguaje. Me pierdo en varias conversaciones, en varios paréntesis del guión. He visto Tournée a la hora de la siesta, y no me he quedado dormido. Un elogio así no se lo regalo a cualquier película. Y sin embargo, me queda el desasosiego de no haber entendido la moraleja. Me pudre el resquemor de una mala tarde de cine, pero no con Mathieu Amalric, el pobre, que se lo ha currado de lo lindo, sino conmigo mismo, una vez más, espectador de los estúpidos, antipoético y superficial, con el intelecto arruinado en el fácil mundo de los blockbusters.





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Insidious. No tengas miedo a la oscuridad.

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Insidious y No tengas miedo a la oscuridad son dos películas del género “casa encantada”. O sea: pasillos oscuros que se doblan, puertas chirriantes que se abren y fantasmas que aparecen de sopetón al mismo tiempo que suena un bocinazo en la banda sonora. Las hemos visto mil veces... Sólo cambian las casas en sí, y las caras desencajadas de los panolis desventurados.  No sé para qué las siguen haciendo, y peor aún: no sé  por qué las sigo viendo yo. Me asustan, y nada más. Pego tres o cuatro respingos en el sofá y luego paso el resto de la película maldiciendo mis bostezos. Son esas cosas mías que no tienen explicación, después de cuarenta años de introspecciones baldías. De psicoterapia autoaplicada, casera y gratuita. Las películas de susto o muerte son una infección que se ha venido conmigo en todas las maletas, adonde quiera que he trabajado, adonde quiera que he vivido, viajando de polizonte no deseado. Como si fueran un fantasma, precisamente.

Habría que redefinir, de todos modos, los términos. ¿Por qué a estas películas las llaman de terror cuando en realidad quieren decir susto? La existencia de fantasmas debería, más bien, alegrarnos el alma, pues más allá del miedo que causan sus apariciones, ellos serían la prueba irrefutable del más allá. La certeza ectoplásmica de que vamos a seguir rondando por aquí, incorpóreos, celebrando los goles, asustando a los enemigos, echando una mano transparente a los amiguetes. Son celebraciones encubiertas de la alegría, las películas de susto. Las de terror son otras muy distintas, terrenales y pedestres. Margin Call, por ejemplo, o Inside Job. Con éstas sí que te cagas en los pantalones. En ella, homínidos avariciosos y muy bien trajeados planean cómo arruinarte la vida en sus clubs de golf, en sus despachos sobre Manhattan, en sus restaurantes de cinco tenedores paladeando vinos muy caros. Estos tipos sí que dan miedo. Los psicópatas del billete... Los que te joden de verdad el sueño y la salud. El futuro de tus retoños, atrapados en el proletariado sin esperanzas. Y no los fantasmas de estas películas tontas, escondidos en los armarios, o en los desvanes de las casonas, que sólo son muertos que vienen a traernos el evangelio de una nueva vida. Aunque sean unos pelmazos sin el don de la sutileza. 




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Habemus Papam

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Hay veces que no ves venir una mala película ni cuando  has llegado a su mitad. Te engatusa con un arranque original, con un desarrollo que promete grandes hallazgos y relevantes filosofías, y luego, cuando menos te lo esperas, con la siesta o la hora prudente de acostarse ya sacrificada, te suelta un zarpazo como una gata arisca y te deja tirado en el sofá, rumiando de nuevo tu estupidez, tu escasa capacidad de anticiparte a los bodrios.

Habemus papam es un ejemplo canónico de estas películas traicioneras. Uno que yo sacaría en un simposium para ilustrar mi docta disertación. Tengo que decir, no obstante, en mi defensa, que la elección de un Papa de Roma filmada por Nanni Moretti era un anzuelo con gusano gordísimo que gritaba: "¡Cómeme!" Uno esperaba que Moretti, tan agnóstico y tan izquierdista, tan cercano a la sensibilidad social y política que uno mismo defiende, se marcara aquí un retrato ácido de la curia romana. No una cosa chabacana, o facilona, que se congraciara con nuestro ateísmo pero ofendiera a nuestra inteligencia, sino algo elegante, estiloso, que desnudara los torvos pensamientos de estos nigromantes sin insultarlos, o ridiculizarlos. Una mirada por aquí, una sentencia por allá, un pecado inconfesable que se adivina más que se sabe... Un trabajo muy fino y muy estudiado. 

Moretti, sin embargo, en un ataque de respeto  hacia la sagrada institución, quizá temeroso de Dios ahora que ya encara el declive pitopaúsico de su edad, trata de colarnos un retrato amable, condescendiente, muy petardo, de estos guardianes obesos de la -dicen ellos- Verdadera Fe. Uno sólo empatiza con un personaje: ese anciano cardenal Melville que elegido de rebote para ser Papa, se oculta del mundo acuciado por las dudas. Michel Piccoli ayuda mucho con su interpretación. Es el único personaje verdaderamente humano de la función. El único que no se deja llevar por el protocolo, por la tradición, por la ayuda ciega del Espíritu Santo.

Mientras el cardenal Melville vaga por las calles de Roma buscándose a sí mismo, los demás cardenales, encerrados en el Vaticano, juegan a las cartas o se enfrascan en estúpidos torneos de voleibol. Quizá sea ésta, después de todo, la crítica finísima que Moretti logra colar en el aparente lisonjeo a la curia: su pasividad, su robotismo, su petulancia de infalibilidad disfrazada de confianza ciega en las Alturas. Su vanidad. 



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Niños robados

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Al director italiano Gianni Amelio le dediqué hace tiempo estos lindos y poco afortunados poemas:

Sobre Las llaves de casa:
“Cursi, empalagosa, de lágrima fácil. Un melodramón de buenas intenciones y niños con parálisis. Para echarse a temblar, antes y después del visionado. Sólo esos minutos luminosos de Charlotte Rampling compensan el rato perdido.”

Sobre Così ridevano:
“Aplaudo el fondo social de la película. La denuncia de aquella miseria en que vivían los proletarios de Italia. Pero la propuesta de Così ridevano me pilla a contrapié desde el primer momento. Sus personajes me desconciertan todo el tiempo: cuando van, yo vengo, y cuando vuelven, yo estoy de camino. Bostezos, miradas al reloj, tentaciones continuas de pulsar el stop del DVD...”

Dos coñazos insufribles de los que ahora mismo no podría recordar ni una sola escena. ¿Qué me ha llevado, pues, al reencuentro con Gianni Amelio en esta siesta abrasadora y aún pegajosa de septiembre? Pues el recuerdo, ése sí imborrable, de Lamerica, de la que hablaban el otro día en una revista de cine, tantos años después de su estreno. Pero como de momento no soy capaz de cazarla en la jungla gratuita, he tenido que conformarme con ésta otra película suya, Niños robados, anterior a Lamerica, y muy bien considerada en los aquelarres de los culturetas. 

Cuenta la historia de un carabinero cuya misión es trasladar a dos huérfanos de Milán a Sicilia para ser internados en un instituto. Lo que pasa es que el carabinero, en vez de solventar su misión en un día, con el tren y con el ferry, se toma tres o cuatro jornadas en plan padre experimental, llevándose a los chavales a ver a la familia, a disfrutar de la playa, a tomarse unos helados, en un secuestro inocente pero delictivo que da nombre al título. El fulano no tiene muchas luces, la verdad, y Enrico Lo Verso, el actor fetiche de Amelio, le pone el jeto perfecto a su tontuna transalpina. Niños robados es una road movie que cumple a rajatabla la esencia del género, pues los personajes van cambiando por dentro a medida que el paisaje se transforma más allá de las ventanillas. Es una película triste, bonita, nada ridícula esta vez. El tentempié perfecto para volver a ver Lamerica, cuando la encuentre...




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Criadas y señoras

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Las arpías que uno se va encontrando por la vida no tienen cara de arpías, ni ponen mohines de arpías. La maldad que supura en sus entrañas no suele asomarse a los rostros, salvo en los casos más clínicos. Las mujeres malvadas -como los hombres malvados- son indistinguibles, a simple vista, de las demás. Mirándolas a la cara nunca sabrías cuál de ellas te va a apuñalar, hasta que te apuñala.

Digo esto porque termino de ver Criadas y señoras, aclamada película donde el reparto es casi exclusivamente femenino, y aun siendo una película estimable e instructiva, a uno le chirría que estas señoritingas racistas del Mississippi pongan todo el rato cara de malas. De muy malas. Se cruzan con una mujer negra en la calle y tuercen el gesto como niñas tontas; dan órdenes a la criada del hogar y la cara de asco que se les pone les deforma las facciones. No sé a que viene este subrayado innecesario, que mueve más a la risa que a la indignación. Su misma posición social ya las hace condenables a ojos del espectador. No necesitamos más información para saber que pertenecían -¡que pertenecen!- a una casta execrable, todavía por extinguir. No necesitamos que nos remarquen una y otra vez su maldad, en cada plano, en cada línea de diálogo. Los responsables de Criadas y señoras minusvaloran nuestra inteligencia de espectadores, o quizá se están dirigiendo a un público más básico y local, a saber.

Tampoco han estado muy finos en la confección del cásting, la verdad. No puede ser que estas brujas hayan sido bendecidas por igual en la lotería de la belleza. Que cinco amiguitas de la infancia se conviertan al crecer en cinco mujeres de hermosura indecible, por muy americanas y muy sureñas que sean, es una improbabilidad matemática que coloca a Criadas y señoras más cerca de la ciencia ficción que del género lacrimógeno. Si querían que el espectador masculino pasara por taquilla en esta historia atiborrada de mujeres y mujeríos, quizá hayan dado en el clavo. Pero no han conseguido que por ello disfrutemos más de la película, ni que la tengamos en mayor consideración. Al contrario: uno quiere predisponerse al drama, y solidarizarse con las esclavizadas, pero el desfile de mujeres malísimas y guapísimas le crea a uno una cacofonía mental, como de sinfonía compuesta en dos claves simultáneas. Ver Criadas y señoras es como salir en manifestación a favor de los inmigrantes y pasarte dos horas mirando las tetas de las pijas que pasan a tu lado llamándote perroflauta y rojo de mierda.      



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EVA

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Hay películas que se lo juegan todo a la carta de una sorpresa, de un giro inesperado que deja al espectador clavado en su sitio. Son películas que transcurren sin rumbo, aburridas, y que de repente, por obra y gracia del truco escondido, cobran sentido y se ganan nuestro aplauso final. EVA quiere jugar esta baza, y trata de dejarnos boquiabiertos con su conejo de última hora sacado de la chistera. Lo que pasa es que aquí todo el mundo se olía el pastel, incluidos los espectadores de inteligencia más limitada como la mía, que rara vez anticipa nada de las tramas, siempre tan torpe y tan ensimismada en la magia del cine. Y es que hay películas que se traicionan desde el mismo cartel que las promociona. No se puede escribir el título así, EVA, en mayúsculas, en tipo de letra cibernética, como WALL.E, o YO, ROBOT. Ni se puede poner a la susodicha Eva en la misma postura que guarda el niño de Inteligencia Artificial en su cartel, de perfil, con la cabeza levantada, como mirando hacia el futuro, o hacia las estrellas, vaya usted a saber.


            Es un error mayúsculo, éste de EVA. No lo es, en cambio, que salga mucho en pantalla Marta Etura. Bienvenida sea siempre, su gracia. Después de todo, más allá de los coqueteos con la ciencia-ficción, EVA nos es más que la historia de dos hermanos que quieren tirarse a Marta Etura, pero cada uno por separado, y en exclusiva, lo que provoca el inevitable conflicto sexual. Otra pareja de hermanos más liberales, que además se hubiese enamorado de una mujer propicia a los tríos, habría hecho de EVA una película muy diferente, menos dramática quizá, pero tan excitante que nos hubiese dado lo mismo el misterio tontorrón de la niña protagonista.


            Tiene EVA, no obstante, el mérito indudable de introducir una reflexión profunda, vamos a decir filosófica, que nada tiene que ver con los celos ni con el amor. Ni con el futuro incierto de la inteligencia artificial. Hay un momento en el que Daniel Brühl, desesperado por la indiferencia de Marta Etura, se abraza al mayordomo cibernético que le ayuda en las tareas doméstidcas. Una especie de C3PO humanizado que encarna Lluís Homar, y que se llama Max. Max posee un programa regulable de empatía con los seres humanos. En su nivel ocho, que es el que viene instalado por defecto, es un plasta de mucho cuidado, siempre atento, pendiente, efusivo, como los vendedores de El Corte Inglés que trabajan a comisión. Brühl no lo soporta en ese nivel, y rápidamente le ordena bajar al seis, que es el habitual en la película, donde Max se comporta como un tipo eficiente, educado, comedido. Pero Brühl, en esa noche aciaga sin Marta, condenado de nuevo a la masturbación enamorada, le coloca de nuevo en el nivel ocho de simpatía, sólo para ser abrazado en ese instante de tristeza absoluta. Lo artificial, una vez más, como sustituto irremediable de lo natural.  Como me pasa a mí, con las películas, que son una gran mentira repetida noche tras noche, a veces de nivel ocho, a veces de nivel uno, pero a las que abrazo como un borracho a su farola, decepcionado de la realidad aburrida, de los humanos desesperantes, del mí mismo, acobardado y dimitido.




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