13 asesinos

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El cine japonés vive lastrado por la uniformidad fisonómica de los personajes. Uno entendería mejor sus películas si una horda de vikingos hubiese conquistado las islas hace siglos, mezclándose -es un eufemismo- con las mujeres autóctonas. En las películas ahora saldrían personajes discernibles y variopintos. Habría tipos altos y bajos, morenos y castaños, japoneses de ojos entrecerrados como ranuras de buzón y otros de ojazos abiertos como platos de alta cocina, al estilo de Oliver y Benji. A los diez minutos ya sabríamos quién es quién en el revoltijo de las peleas y las tramas. Pero la historia de Japón es la que es, cerrada y autárquica, y el espectador occidental, acostumbrado a las variaciones fenotípicas de su entorno, se pierde irremediablemente entre las fotocopias repetidas del mismo fulano. Como clones de un Jango Fett primigenio del Hokkaido.
Todos hablan, además, del mismo modo, indistinguibles en el timbre, como si la invarianza genética también se extendiera a las cuerdas vocales. Todos los guerreros de 13 asesinos parecen Toshiro Mifune repetidos en un eco. 

Es por eso que uno, sin quererlo, minusvalora películas como esta de 13 asesinos, en la que tardo más de media hora en distinguir a los samuráis que luchan por el bien de los que confabulan maldades en la oscuridad. Porque además de parecer idénticos y de hablar con voces parecidas, todos, los buenos y los malos, llevan la misma tonsura frontal rematada en la coleta. Un lío del copón, inextricable, que sólo en la batalla final queda resuelto, pues los malos, además de llevar un gorrito identificativo que es muy de agradecer, caen a tres por mandoble, tan torpicos ellos, mientras que los samuráis buenos aguantan veinte estocadas mortales antes de morder el polvo, en heroicos y muy trágicos estoicismos.






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El globo blanco

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Si el calendario maya está en lo cierto, dentro de dos meses y medio quedará clausurado este diario. El diario, y todo lo demás... He leído que ya se puede apostar dinero en internet sobre la gran hecatombe que acabará finalmente con esta humanidad degenerada. Una apuesta que nadie cobrará al día siguiente, por supuesto, y que sólo se hace por el placer de jugar.

Yo, para jugarme los jayeres,  me quedaría con la opinión de los politólogos más cenizos, que hablan de la inminente guerra de Occidente contra Irán, en un Armagedón petrolífero bendecido por ambos dioses monoteístas. Un pifostio que sacará los misiles a pasear y acabará, si no con la humanidad entera, si al menos con las civilizaciones organizadas. Un futuro a lo Mad Max, muerto arriba muerto abajo, con Mel Gibson ya viejuno conduciendo los coches destartalados por los parajes desérticos.

Se impone, por tanto, y con cierta premura, la celebración particular de un ciclo de cine iraní. Para ir conociendo la idiosincrasia del enemigo. Al final no serán los chinos -pueblo sin dioses coléricos- quienes destruyan el mundo en un arranque de orgullo religioso. Serán los persas, y los evangélicos de la América Profunda, quienes pulsen el botón rojo inspirados por el dedo vengador de los santos espíritus.

Así que inauguro este ciclo dedicado a la filmografía iraní -que presumo fértil en los sociológico, y mortal para el entretenimiento-,  con las películas de Jafar Panahi. De la primera, El globo blanco, no he podido extraer grandes aprendizajes sobre aquella civilización. La trama: una niña sale de su casa para comprar un pez de colores, pierde el billete en una alcantarilla y busca ayuda entre los transeúntes para recuperarlo. El globo blanco es el retrato minimalista de una simple anécdota. Apenas se ven las calles de Teherán, o salen adultos que digan algo importante, o yihadista. O quizá sí lo dicen, pero muy artísticamente, y muy subliminalmente, y yo no me he enterado. De hecho, busco en internet la opinión de algunos iraniólogos de guardia y descubro, sorprendido, lecturas profundísimas, de sociopolíticas para arriba, sobre el tío con boina que vendía el pez a la niña, o sobre el dueño de la tienda que bajaba la trapa con el gancho. Todo un submundo de pistas, de referencias, de claves. Y uno, como es sabido, no llega a tanto. 

Sólo me he quedado con la idea -por otra parte ya intuida- de que los niños de Irán, cuando quieren algo, pueden ser tan plastas y tan caprichosos como los niños de Occidente.





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Tournée

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Después de quitarse la escafandra y de ahuyentar a la mariposa, Mathieu Amalric dirige y protagoniza esta película llamada Tournée. Él interpreta a Joachim, un empresario teatral que regresa a Francia para dirigir una compañía de cabareteras -americanas y gordas- que tratan de levantar el moribundo arte del burlesque. Ya saben: al despelote artístico sobre un escenario, con parodias y extravagancias subidas de tono. El humor de nuestros bisabuelos... Joaquim aprovecha el retorno a su país para tratar viejos asuntos con los amigos, con los hijos, con los empresarios que no quieren alquilar sus salas a estas mujeres ya pasadas de moda.

Tournée me deja mal sabor de boca no porque sea una mala película, sino porque asisto a las desventuras con la sensación, continua y molesta, de estar perdiéndome algo muy sutil, y muy genuino. Intuyo, en todo momento, que Amalric trata de contarme algo muy profundo sobre sí mismo. Y sobre mí mismo, también. Algo que tiene que ver con el fracaso de los sueños, con la vergonzosa dimisión de las responsabilidades, con la supervivencia cutre de quien ha de conformarse con lo puesto. Pero no logro descodificar su lenguaje. Me pierdo en varias conversaciones, en varios paréntesis del guión. He visto Tournée a la hora de la siesta, y no me he quedado dormido. Un elogio así no se lo regalo a cualquier película. Y sin embargo, me queda el desasosiego de no haber entendido la moraleja. Me pudre el resquemor de una mala tarde de cine, pero no con Mathieu Amalric, el pobre, que se lo ha currado de lo lindo, sino conmigo mismo, una vez más, espectador de los estúpidos, antipoético y superficial, con el intelecto arruinado en el fácil mundo de los blockbusters.





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Insidious. No tengas miedo a la oscuridad.

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Insidious y No tengas miedo a la oscuridad son dos películas del género “casa encantada”. O sea: pasillos oscuros que se doblan, puertas chirriantes que se abren y fantasmas que aparecen de sopetón al mismo tiempo que suena un bocinazo en la banda sonora. Las hemos visto mil veces... Sólo cambian las casas en sí, y las caras desencajadas de los panolis desventurados.  No sé para qué las siguen haciendo, y peor aún: no sé  por qué las sigo viendo yo. Me asustan, y nada más. Pego tres o cuatro respingos en el sofá y luego paso el resto de la película maldiciendo mis bostezos. Son esas cosas mías que no tienen explicación, después de cuarenta años de introspecciones baldías. De psicoterapia autoaplicada, casera y gratuita. Las películas de susto o muerte son una infección que se ha venido conmigo en todas las maletas, adonde quiera que he trabajado, adonde quiera que he vivido, viajando de polizonte no deseado. Como si fueran un fantasma, precisamente.

Habría que redefinir, de todos modos, los términos. ¿Por qué a estas películas las llaman de terror cuando en realidad quieren decir susto? La existencia de fantasmas debería, más bien, alegrarnos el alma, pues más allá del miedo que causan sus apariciones, ellos serían la prueba irrefutable del más allá. La certeza ectoplásmica de que vamos a seguir rondando por aquí, incorpóreos, celebrando los goles, asustando a los enemigos, echando una mano transparente a los amiguetes. Son celebraciones encubiertas de la alegría, las películas de susto. Las de terror son otras muy distintas, terrenales y pedestres. Margin Call, por ejemplo, o Inside Job. Con éstas sí que te cagas en los pantalones. En ella, homínidos avariciosos y muy bien trajeados planean cómo arruinarte la vida en sus clubs de golf, en sus despachos sobre Manhattan, en sus restaurantes de cinco tenedores paladeando vinos muy caros. Estos tipos sí que dan miedo. Los psicópatas del billete... Los que te joden de verdad el sueño y la salud. El futuro de tus retoños, atrapados en el proletariado sin esperanzas. Y no los fantasmas de estas películas tontas, escondidos en los armarios, o en los desvanes de las casonas, que sólo son muertos que vienen a traernos el evangelio de una nueva vida. Aunque sean unos pelmazos sin el don de la sutileza. 




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Habemus Papam

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Hay veces que no ves venir una mala película ni cuando  has llegado a su mitad. Te engatusa con un arranque original, con un desarrollo que promete grandes hallazgos y relevantes filosofías, y luego, cuando menos te lo esperas, con la siesta o la hora prudente de acostarse ya sacrificada, te suelta un zarpazo como una gata arisca y te deja tirado en el sofá, rumiando de nuevo tu estupidez, tu escasa capacidad de anticiparte a los bodrios.

Habemus papam es un ejemplo canónico de estas películas traicioneras. Uno que yo sacaría en un simposium para ilustrar mi docta disertación. Tengo que decir, no obstante, en mi defensa, que la elección de un Papa de Roma filmada por Nanni Moretti era un anzuelo con gusano gordísimo que gritaba: "¡Cómeme!" Uno esperaba que Moretti, tan agnóstico y tan izquierdista, tan cercano a la sensibilidad social y política que uno mismo defiende, se marcara aquí un retrato ácido de la curia romana. No una cosa chabacana, o facilona, que se congraciara con nuestro ateísmo pero ofendiera a nuestra inteligencia, sino algo elegante, estiloso, que desnudara los torvos pensamientos de estos nigromantes sin insultarlos, o ridiculizarlos. Una mirada por aquí, una sentencia por allá, un pecado inconfesable que se adivina más que se sabe... Un trabajo muy fino y muy estudiado. 

Moretti, sin embargo, en un ataque de respeto  hacia la sagrada institución, quizá temeroso de Dios ahora que ya encara el declive pitopaúsico de su edad, trata de colarnos un retrato amable, condescendiente, muy petardo, de estos guardianes obesos de la -dicen ellos- Verdadera Fe. Uno sólo empatiza con un personaje: ese anciano cardenal Melville que elegido de rebote para ser Papa, se oculta del mundo acuciado por las dudas. Michel Piccoli ayuda mucho con su interpretación. Es el único personaje verdaderamente humano de la función. El único que no se deja llevar por el protocolo, por la tradición, por la ayuda ciega del Espíritu Santo.

Mientras el cardenal Melville vaga por las calles de Roma buscándose a sí mismo, los demás cardenales, encerrados en el Vaticano, juegan a las cartas o se enfrascan en estúpidos torneos de voleibol. Quizá sea ésta, después de todo, la crítica finísima que Moretti logra colar en el aparente lisonjeo a la curia: su pasividad, su robotismo, su petulancia de infalibilidad disfrazada de confianza ciega en las Alturas. Su vanidad. 



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Niños robados

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Al director italiano Gianni Amelio le dediqué hace tiempo estos lindos y poco afortunados poemas:

Sobre Las llaves de casa:
“Cursi, empalagosa, de lágrima fácil. Un melodramón de buenas intenciones y niños con parálisis. Para echarse a temblar, antes y después del visionado. Sólo esos minutos luminosos de Charlotte Rampling compensan el rato perdido.”

Sobre Così ridevano:
“Aplaudo el fondo social de la película. La denuncia de aquella miseria en que vivían los proletarios de Italia. Pero la propuesta de Così ridevano me pilla a contrapié desde el primer momento. Sus personajes me desconciertan todo el tiempo: cuando van, yo vengo, y cuando vuelven, yo estoy de camino. Bostezos, miradas al reloj, tentaciones continuas de pulsar el stop del DVD...”

Dos coñazos insufribles de los que ahora mismo no podría recordar ni una sola escena. ¿Qué me ha llevado, pues, al reencuentro con Gianni Amelio en esta siesta abrasadora y aún pegajosa de septiembre? Pues el recuerdo, ése sí imborrable, de Lamerica, de la que hablaban el otro día en una revista de cine, tantos años después de su estreno. Pero como de momento no soy capaz de cazarla en la jungla gratuita, he tenido que conformarme con ésta otra película suya, Niños robados, anterior a Lamerica, y muy bien considerada en los aquelarres de los culturetas. 

Cuenta la historia de un carabinero cuya misión es trasladar a dos huérfanos de Milán a Sicilia para ser internados en un instituto. Lo que pasa es que el carabinero, en vez de solventar su misión en un día, con el tren y con el ferry, se toma tres o cuatro jornadas en plan padre experimental, llevándose a los chavales a ver a la familia, a disfrutar de la playa, a tomarse unos helados, en un secuestro inocente pero delictivo que da nombre al título. El fulano no tiene muchas luces, la verdad, y Enrico Lo Verso, el actor fetiche de Amelio, le pone el jeto perfecto a su tontuna transalpina. Niños robados es una road movie que cumple a rajatabla la esencia del género, pues los personajes van cambiando por dentro a medida que el paisaje se transforma más allá de las ventanillas. Es una película triste, bonita, nada ridícula esta vez. El tentempié perfecto para volver a ver Lamerica, cuando la encuentre...




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Criadas y señoras

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Las arpías que uno se va encontrando por la vida no tienen cara de arpías, ni ponen mohines de arpías. La maldad que supura en sus entrañas no suele asomarse a los rostros, salvo en los casos más clínicos. Las mujeres malvadas -como los hombres malvados- son indistinguibles, a simple vista, de las demás. Mirándolas a la cara nunca sabrías cuál de ellas te va a apuñalar, hasta que te apuñala.

Digo esto porque termino de ver Criadas y señoras, aclamada película donde el reparto es casi exclusivamente femenino, y aun siendo una película estimable e instructiva, a uno le chirría que estas señoritingas racistas del Mississippi pongan todo el rato cara de malas. De muy malas. Se cruzan con una mujer negra en la calle y tuercen el gesto como niñas tontas; dan órdenes a la criada del hogar y la cara de asco que se les pone les deforma las facciones. No sé a que viene este subrayado innecesario, que mueve más a la risa que a la indignación. Su misma posición social ya las hace condenables a ojos del espectador. No necesitamos más información para saber que pertenecían -¡que pertenecen!- a una casta execrable, todavía por extinguir. No necesitamos que nos remarquen una y otra vez su maldad, en cada plano, en cada línea de diálogo. Los responsables de Criadas y señoras minusvaloran nuestra inteligencia de espectadores, o quizá se están dirigiendo a un público más básico y local, a saber.

Tampoco han estado muy finos en la confección del cásting, la verdad. No puede ser que estas brujas hayan sido bendecidas por igual en la lotería de la belleza. Que cinco amiguitas de la infancia se conviertan al crecer en cinco mujeres de hermosura indecible, por muy americanas y muy sureñas que sean, es una improbabilidad matemática que coloca a Criadas y señoras más cerca de la ciencia ficción que del género lacrimógeno. Si querían que el espectador masculino pasara por taquilla en esta historia atiborrada de mujeres y mujeríos, quizá hayan dado en el clavo. Pero no han conseguido que por ello disfrutemos más de la película, ni que la tengamos en mayor consideración. Al contrario: uno quiere predisponerse al drama, y solidarizarse con las esclavizadas, pero el desfile de mujeres malísimas y guapísimas le crea a uno una cacofonía mental, como de sinfonía compuesta en dos claves simultáneas. Ver Criadas y señoras es como salir en manifestación a favor de los inmigrantes y pasarte dos horas mirando las tetas de las pijas que pasan a tu lado llamándote perroflauta y rojo de mierda.      



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EVA

🌟🌟

Hay películas que se lo juegan todo a la carta de una sorpresa, de un giro inesperado que deja al espectador clavado en su sitio. Son películas que transcurren sin rumbo, aburridas, y que de repente, por obra y gracia del truco escondido, cobran sentido y se ganan nuestro aplauso final. EVA quiere jugar esta baza, y trata de dejarnos boquiabiertos con su conejo de última hora sacado de la chistera. Lo que pasa es que aquí todo el mundo se olía el pastel, incluidos los espectadores de inteligencia más limitada como la mía, que rara vez anticipa nada de las tramas, siempre tan torpe y tan ensimismada en la magia del cine. Y es que hay películas que se traicionan desde el mismo cartel que las promociona. No se puede escribir el título así, EVA, en mayúsculas, en tipo de letra cibernética, como WALL.E, o YO, ROBOT. Ni se puede poner a la susodicha Eva en la misma postura que guarda el niño de Inteligencia Artificial en su cartel, de perfil, con la cabeza levantada, como mirando hacia el futuro, o hacia las estrellas, vaya usted a saber.


            Es un error mayúsculo, éste de EVA. No lo es, en cambio, que salga mucho en pantalla Marta Etura. Bienvenida sea siempre, su gracia. Después de todo, más allá de los coqueteos con la ciencia-ficción, EVA nos es más que la historia de dos hermanos que quieren tirarse a Marta Etura, pero cada uno por separado, y en exclusiva, lo que provoca el inevitable conflicto sexual. Otra pareja de hermanos más liberales, que además se hubiese enamorado de una mujer propicia a los tríos, habría hecho de EVA una película muy diferente, menos dramática quizá, pero tan excitante que nos hubiese dado lo mismo el misterio tontorrón de la niña protagonista.


            Tiene EVA, no obstante, el mérito indudable de introducir una reflexión profunda, vamos a decir filosófica, que nada tiene que ver con los celos ni con el amor. Ni con el futuro incierto de la inteligencia artificial. Hay un momento en el que Daniel Brühl, desesperado por la indiferencia de Marta Etura, se abraza al mayordomo cibernético que le ayuda en las tareas doméstidcas. Una especie de C3PO humanizado que encarna Lluís Homar, y que se llama Max. Max posee un programa regulable de empatía con los seres humanos. En su nivel ocho, que es el que viene instalado por defecto, es un plasta de mucho cuidado, siempre atento, pendiente, efusivo, como los vendedores de El Corte Inglés que trabajan a comisión. Brühl no lo soporta en ese nivel, y rápidamente le ordena bajar al seis, que es el habitual en la película, donde Max se comporta como un tipo eficiente, educado, comedido. Pero Brühl, en esa noche aciaga sin Marta, condenado de nuevo a la masturbación enamorada, le coloca de nuevo en el nivel ocho de simpatía, sólo para ser abrazado en ese instante de tristeza absoluta. Lo artificial, una vez más, como sustituto irremediable de lo natural.  Como me pasa a mí, con las películas, que son una gran mentira repetida noche tras noche, a veces de nivel ocho, a veces de nivel uno, pero a las que abrazo como un borracho a su farola, decepcionado de la realidad aburrida, de los humanos desesperantes, del mí mismo, acobardado y dimitido.




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Papá está en viaje de negocios


🌟🌟🌟

Papá está en viaje de negocios ha resultado ser, a pesar de mis recelos iniciales, una entretenida película de Emir Kusturica, alejada de esas cosas barrocas que vi de él en los lejanos tiempos de mi cinefilia militante, como Underground, o Gato negro, gato blanco. Le tenía gato, sí, a Kusturica. Pero aquí se apunta un tanto con una película sencilla, de personajes que piensan y razonan, y que no se pasan toda la película pegando botes y tocando instrumentos sin ton ni son. Le pasa, al serbio, lo mismo que les pasaba a esos cineastas tan apaleados en este diario, Buñuel, y Saura, y Fellini, que cuando bajaban a la tierra y contaban cosas inteligibles, alumbraban grandísimas películas, obras maestras intemporales, pero que cuando visitaban a su psicoanalista filmaban películas que sólo ellos, ni siquiera sus más allegados, podían entender.



            Lo extraño de Papá está en viaje de negocios es que se rodara en Sarajevo y se estrenara en los cines yugoslavos allá por 1985. Aunque Tito llevara muerto alrededor de un lustro, Yugoslavia, oficialmente, seguía siendo un país comunista. Sin embargo, la película es crítica, corrosiva, muy poco complaciente con el pasado. Si hacemos caso de lo que cuenta Kusturica, bastaba con no reírse de un chiste que ridiculizaba a Stalin para ser deportado sin miramientos a los campos de trabajo. Supongo que quienes sucedieron a Tito en el poder no simpatizaban mucho con el viejete. Supongo, también, que quisieron aprovechar la película para hacerse pasar por liberales y modernos ante el mundo occidental.

No sé. Habría que tener nociones más profundas de la política yugoslava en los años ochenta, pero uno, naturalmente, no llega a tanto. Busco cuatro o cinco referencias en internet y rápidamente me canso de no saber. Es lo que tienen las películas de países lejanos, e incluso extintos: que uno ve, por ejemplo, Papá está en viaje de negocios, y no sabe bien hasta donde llega la crítica o la chanza de Kusturica. ¿Se pasa, o no llega? La sensación de estar perdiéndote malevolencias y dobles sentidos te asalta en cada escena. Cualquiera que conozca medianamente la historia de España, ve El verdugo y sabe bien dónde están escondidos los dardos venenosos. Entendemos de lo nuestro porque lo hemos vivido, o porque lo hemos estudiado en el cole ¿Pero qué sabemos, los españolitos de a pie, por mucha pre-LOGSE que nos hicieran estudiar, de los equilibrios sociales que regían allá en los Balcanes hace tres décadas? 


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Crazy stupid love

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Hay películas que como Crazy, stupid, love te ganan desde el título, porque en él se resume, con una cita elegante, la esencia de una gran verdad: que el amor es realmente un sentimiento loco y estúpido, aunque inevitable, como todos sabemos. De no ser así, indomable y anárquico, no estaríamos hoy aquí: ni quien esto malescribe, ni quien condesciende en leer las ocurrencias.

Que Steve Carell sea la estrella del reparto no es una casualidad. Crazy, stupid, love necesita su rostro ambiguo para dar con el tono justo de la comedia agria. Quieres reírte con él, en los amoríos y los desamoríos, en los requiebros y los desplantes, pero la sonrisa que a uno le sale es de simpatía, de reconocimiento de uno mismo en su personaje, más que de regocijo, o de burla. Quien no se identifique con alguna de las desventuras aquí retratadas, es que vaga por la vida sin un corazón que lo anime.

Iba para gran película, Crazy, stupid, love. Para segundo sobresaliente consecutivo en esta nueva tierra de promisión que parezco haber encontrado. Por debajo de sus chistes y sus equívocos, fluía una filosofía muy afín a mi pensamiento, como de finales del otoño, como de día que amanece melancólico y tonto. Pero sucede que los actores tienen que comer, y pagar las facturas de sus mansiones, y para ello necesitan el dinero abundantísimo de las taquillas. Es por eso que al final, después del gran trabajo de cinismo que habían desarrollado, se pliegan a un desenlace donde el amor triunfa, la esperanza se impone y las nubes plomizas dejan paso al solazo que nos alumbra. El negocio del cine, no nos olvidemos, vive sostenido por los optimistas. Ellos son quienes abarrotan las salas y los salones. Los depresivos y los nihilistas sólo aportamos el chocolate del loro. Somos el espíritu crítico que clama por la verosimilitud en el desierto.




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La deuda

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Veo, en la siesta recalentada del verano interminable y extenuante, La deuda. O es una película sin músculo, o mi atención se ha achicharrado poco a poco en la sartén de mi sesera. La he visto entre vapores, sin mover un músculo, temeroso de desencadenar la explosión de los mil géiseres de mi piel. Pero el esfuerzo supremo de la inacción tampoco ha ayudado gran cosa. Al contrario: me ha hecho fijarme más en lo aburrido de la propuesta. Hasta que llegas al final -que decían sorpresivo y espectacular en la red-, y resulta que lo protagoniza una agente del Mosad entradísima en años liándose a hostias con un nazi fugitivo, más viejuno todavía, en un remoto psiquiátrico de Ucrania. Ridículo todo. 

Sólo la presencia de Jessica Chastain impedirá el olvido fulminante de La deuda. Imposible no enamorarse de ella. Hay que ir muy despistado por la vida para encontrarse con una mujer así y no quedarse embobado, mirándola. Para no quedarse con su rostro y con su nombre en el primer encuentro. Sólo a un gilipollas como yo podría ocurrirle una cosa así.... Porque he visto La deuda pensando que Jessica paseaba su pelirroja belleza por primera vez en mi salón, y luego, cuando la he rebuscado en internet, ya del todo enamorado, he descubierto para mi sonrojo que ella era la esposa de Brad Pitt en El árbol de la vida, película a la que dediqué una mínima entrada en este diario sin mencionarla a ella, que levitaba ingrávida sobre el césped de su jardín, como hacen los ángeles en el paraíso de lo verde. Imperdonable, mi despiste. Vergonzoso, mi olvido. Preocupante, sobre todo, la desatención de este instinto mío, decadente y plomizo, al que antes no se le escapaba ni una, siempre alerta, concentrado. Hace años, Jessica Chastain no habría necesitado dos oportunidades para colarse en mi vida. No habría sufrido este desplante, este oprobio, esta desconsideración inexcusable. 





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Tiburón

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Por la noche, en las vísperas todavía libres del colegio, veo con Pitufo Tiburón. Al fin ha caído el bicho... Tiburón llevaba meses entre las candidatas a ser la película compartida del día. Pero por unas cosas o por otras siempre se caía de la elección definitiva. Pitufo sopesaba la carátula mientras yo le contaba las mil maravillas del invento, y al final, invariablemente, se decantaba por otra película. ¿Por qué? Son las cosas de Pitufo...ç

Es la una menos diez de la madrugada cuando Roy Scheider por fin acierta con la botella de aire comprimido. Termina la película y Pitufo me pregunta cómo demonios consiguieron animar el bicho mecánico. Ha quedado fascinado por el truco, sabiendo que casi cuarenta años lo contemplan. Busco en los extras del DVD y aparece un making off que promete ser ilustrativo. Estamos de suerte. Comenzamos a verlo y a los dos minutos busco la duración total del documento: ¡50 minutos!, exclamo. Pero Pitufo no capta la indirecta. Cincuenta minutos, sí, deja caer él con voz lacónica… No mueve ni un músculo para levantarse. Es la una de la madrugada y el making off viene en versión original subtitulada. Hablan los productores, los actores, los expertos que rodaron las secuencias de los tiburones reales. Spielberg cuenta sus ocurrencias durante el rodaje, sus temores, sus depresiones. Todo es interesante, instructivo, el destripamiento pedagógico de una película que se convirtió en  un clásico instantáneo. El fascinante espectáculo de las personas habilidosas y sabias explicando su oficio. 

Pero Pitufo tiene trece años, y vive en el anárquico siglo XXI donde ya ningún niño escucha las explicaciones de los adultos, y todo este rollo de Tiburón y sus manufactureros debería de aburrirle hasta el hastío. Su atención, sin embargo, no decae en ningún momento. A ratos pienso que es un niño excepcional, distinto a los demás en este entorno que nos toca vivir. Luego empiezo a pensar que el making off le está viniendo de perlas para no tener que irse a la cama, en estos últimos días de libertad veraniega. Ya no sabe uno que opinar. ¿Es un niño inteligente, un niño listo, un niño jeta? Preguntarle a él, desde luego, no iba a servir de nada...



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La piel suave

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Recupero, de las tinieblas del olvido, la que siempre tuve por mejor película de Truffaut, con excepción hecha de Los cuatrocientos golpes. La piel suave es, en efecto, una gran película, muy superior a la media del encumbradísimo cine francés de la época. Pero se ha quedado antigua, como casi todas. Su protagonista es Pierre Lachenay, un cuarentón bajito, gordito, con papada papal y gafas de concha. Su personaje es famoso porque sale en las tertulias de la tele, hablando sobre Balzac. Pero hoy en día, con semejante aspecto, y semejante currículum intelectual, no se comería un rosco en el festín de las hembras apetecibles. Puesto a ser infiel con su esposa, tendría que conformarse con una mujer del montón, de las que pasan a millares por nuestras vidas de homínidos siempre predispuestos, y conformistas con cualquier retozo.

Sin embargo, en La piel suave, porque los años sesenta eran otros tiempos, y a Truffaut le encantaba soñar con estas posibilidades, Pierre se trajina a una azafata de muy altos vuelos. Ella es joven, sofisticada, preciosa, multilingüe: Françoise Dorleac. Los pilotos se la rifan. Los hombres de negocios suspiran por ella. Y llega Pierre, con un rollo patatero sobre cómo se autoeditaba Balzac los novelones, y la deja patidifusa de amor en un hotel de Lisboa. Eso, en la Francia culta de los años sesenta, quizá tuviese un pase. Las mujeres eran distintas. Incluso las más guapas, eran distintas. A los feos del mundo aún les quedaba la esperanza de deslumbrarlas con su saber enciclopédico, con su disertar profuso sobre la nada. La inteligencia era un arma en decadencia, pero aún podía matar unos cuantos pájaros sexuales. Pero son cosas de los tiempos pretéritos, del paraíso erótico que los hombres con gafas de mi generación ya no tuvimos la suerte de vivir.

Ahora ya no hay sabios. Todo está en la Wikipedia.  






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Rachel, Rachel

🌟🌟🌟

En este principio de curso, con la tristeza de quien regresa a la dictadura del trabajo, me topo en los canales de pago con Rachel, Rachel, película dirigida por Paul Newman y protagonizada por su esposa Joanne Woodward. Rachel es una colega de profesión, allá en la profundidad de las Américas, que vive el último día de clase antes de que lleguen las vacaciones de verano. Uno, al principio, teme que la película nos restriegue, a los profesores que transitamos septiembre, la felicidad inmensa de los que aún viven el junio alborozado. Sería el colmo de la ironía. Pero no es el caso. Para la maestra Rachel, el verano es el desierto inabarcable del tiempo libre, el caudal inagotable de horas consecutivas en las que no podrá olvidar que es una mujer fracasada -al estilo de como fracasaban, o creían fracasar, las mujeres de antes: sin marido, sin hijos, al cuidado esclavizado de una madre manipuladora.

Yo entiendo a Rachel. Su mal es el mismo mal que yo padezco. Durante el curso uno tiene el trabajo, el fútbol, el trabajo doméstico, ¡las películas!, y cuando la soledad de un tiempo muerto amenaza con abrir la puerta a los fantasmas, ahí está la llegada del sueño, fulminante, para escabullirnos por otra. Pero en verano los días se estiran, el fútbol desaparece, y el largo sueño de la noche ya no deja regresar al liviano sueño de las tardes. Uno aprovecha para ver el cine que no vio durante el curso, casi siempre malo. Hay que caminar a tientas para no encontrarse con los monstruos en cualquier esquina, acechantes, y malolientes. El verano da miedo. El sol lo ilumina todo con una luz delatora.

En el aula vacía de los niños, ante la depresión veraniega que se acerca, Rachel pronuncia este pensamiento tan parecido a las confesiones que hace Louis C.K. en sus shows nocturnos. Tan parecido, también, a mis propias reflexiones de cuarentón recién estrenado, barrigudo y decadente:

“He llegado exactamente a la mitad de mi vida. Este es el último verano ascendente de mi vida. A partir de ahora todo será cuesta abajo, hasta llegar al final”.

Solo que yo, me temo, llevo ya varios veranos descendentes. Rachel, con sus treinta y pocos años, no deja de ser una jovencita para mí. Envidiable y bonita, colega de los temores, cofrade de la vocación fracasada.




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El matrimonio de María Braun

🌟🌟

De las primeras cosas que uno oye cuando se matricula en clase de cinefilia, es que las películas de Rainer Werner Fassbinder, ¡el maestro alemán!, son el no va más de la genialidad, el cine de autor elevado a la enésima potencia de lo personal. Uno, sin embargo, que se ha criado en provincias, y que se ha educado con una televisión vendida al dólar de los americanos, nunca había visto, hasta hoy, una película del insigne germano. Veinte años de cinefilia coja que han sido, por fin, reparados, con la que dicen los entendidos que es la pera limonera de su obra: El matrimonio de María Braun.

Qué quieren que les diga... Mi formación cultural, o más bien la falta de ella,  me impide apreciar estas películas en lo que seguro tienen de artístico, y de profundo. No es culpa de sus autores. Y eso que uno ha leído libros, y ha visto documentales, y entiende el trasfondo histórico de María Braun y su matrimonio fallido. Uno entiende que la prostitución de María es una metáfora de la Alemania alquilada a los americanos en la posguerra. Uno sabe del milagro económico, de los cadáveres bajo la alfombra, del orgullo herido que aún aflige el alma de los alemanes… Uno quiere interesarse realmente por María Braun, por su cónyuge encarcelado, por su vecindario famélico. Pero a los diez minutos de película, uno, que desea a toda costa volverse intelectual, cinéfilo, fassbinderiano de pura cepa, empieza a pensar, sin quererlo, en otras cosas: el final de agosto es el fin de las vacaciones, el principio de un nuevo curso, y en esta época crucial la mente vuela, calcula, se reaposenta. Uno pasa ratos enteros viendo a María Braun sin verla en realidad, como un fondo de pantalla en el ordenador.

Luego la trama se estanca, se hace pesada. Hay giros de guión que le dejan a uno turulato, e incrédulo. Otros los llamarán “arrebatos del talento”, o “destellos de autoría”. Si no fuera por la belleza de Hanna Schygulla, que llena la pantalla de rubio y de azul cual bandera ondeante de Ucrania, uno habría dimitido como espectador a mitad de película. Y ni siquiera es una belleza que te haga soñar, o flirtear con el amor imposible: tan rotunda ella, tan robusta, tan excesivamente teutona que asusta un poco.




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Attack the block

🌟🌟🌟

Está en una edad muy difícil, el chaval. La fronteriza, la indefinida: ahora mismo no es un niño, pero tampoco un adolescente. El mundo de Disney le queda muy lejos; el mundo de los muchachotes que se matan a pajas, también. Uno quiere dar en el clavo con las películas, y ofrecerle cosas que no pequen de ñoñería, pero que tampoco le avergüencen, o le sobresalten, con un adulto de carabina sentado a su lado.
Attack the block es una película que viene muy recomendada en los círculos de la juventud. La protagonizan cinco macarras con sudadera que se enfrentan a la invasión alienígena en los suburbios de Londres, a hostia limpia, armados de bates de béisbol, de armas blancas, y de mucha mala follá en la mirada. ¿No recomendada para...? Menores de 13 años. ¿Muertes? A porrón. ¿Tacos? Un cosechón, fecundo y variado. ¿Sanguinolencias? Digamos que de gore descafeinado. ¿Desnudos? La película no iba de eso. ¿El 13 de la recomendación? Quién sabe. Todo son opiniones.

Al terminar la película hemos bajado al parque. Pitufo juega unas partidas de ping-pong con otros muchachos de su edad. Uno de ellos, cuando golpea la pelota, emite gruñiditos de fatiga. Un amigo suyo, mientras espera  turno, comenta: “Se parece a la Sarapova cuando grita, que parece que se la están follando”. Todos los chavales, incluido Pitufo, se ríen. Más tarde, por la noche, en la portada de los telediarios, aparecen los huesos calcinados de dos pobres críos desaparecidos hace un año en el Sur. Se dan pelos y señales sobre el poder calorífico que tuvo que haberlos reducido a semejante estado. A los pocos minutos, quince mantas ensangrentadas cubren nuevos cadáveres en la guerra sin fin de la Tierra Prometida. Un miembro de la realeza se ríe en nuestra puta cara después de habernos robado –presuntamente, of course- los millones. La violencia campa por doquier. La película de la tarde ya no parece tan salvaje, ni tan inadecuada.

 Con Attack the block, por lo menos, te reías un rato.




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El otro

🌟🌟🌟

Gentes muy entendidas en el arte de la actuación me recomiendan, con gran profusión de alabanzas y adjetivos, El otro, película argentina que protagoniza un actor por el que dicen beber los vientos, y arrodillarse en pleitesía: Julio Chávez. Yo les miento, por supuesto, y les digo que es un tipo al que ya conozco de otras películas, cojonudo y tal, de registros amplísimos, y de repertorio inmensurable. No sé si me creen, porque miento igual de mal que las monjas novicias, pero tengo que mantener la pose de cinéfilo global, que no sólo sabe de cine norteamericano, o español, o de las películas de Pixar vistas con el chaval, sino que es capaz de mantener conversaciones sobre las filmografías del Cono Sur, y del Extremo Oriente. Mi prestigio, entre los cinéfilos de verdad, es ínfimo, y tengo que defenderlo con uñas y dientes, tan delgadito él, como un tallo recién brotado.

Me enfrento a El otro esperando ver una película argentina como todas, con mucha verborrea, mucho actor simpaticote. Mucha mina que, sin ser bella, tenga el encanto irresistible de su dicción rioplatense. Y lo que me encuentro, anonadado, es la otridad, la cara menos conocida del cine argentino. Su versión más arcana y minimalista. La película indescifrable que apela a la pasión nacional por el psicoanálisis ¿Cómo describir una película como El otro? Un tipo que viaja a otra ciudad, usurpa la identidad de un muerto, se tira a la Dulcinea más hermosa del villorrio, y luego regresa a su vida como si tal cosa hubiese sucedido, sin aparente moraleja, sin aprendizajes que el espectador pueda aprovechar para su aventura personal. ¿O he sido yo, quien sorprendido con la propuesta, no he llegado a entenderla? ¿Tan obtusa me han dejado la mente las cinefilias norteamericanas? Y más aún: ¿quién ha visto, en realidad, esta película? ¿Yo, yo mismo, el sujeto que esto escribe? ¿O fue, quizá, precisamente, el otro, el tipo que usurpa mi identidad a la hora de la siesta y ve el cine medio amodorrado y medio estupidizado? 

Inmenso, sí, Julio Chávez. Supongo. ¿Cómo distinguir una interpretación minimalista de una no-interpretación, o de una interpretación sólo al alcance de los mejores? A los expertos encomiendo mi juicio.



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Barbarroja

🌟🌟🌟

Comienzo a ver Barbarroja convencido de que es una película más de hostiazas y espadazos. Es de samuráis, en blanco y negro, de Kurosawa, con Toshiro Mifune en el papel principal... No hay equívoco posible. Sin embargo, al cuarto de hora, me veo inmerso en un drama de médicos con coleta que gestionan una clínica rural para pobres. Una clínica comunista, todo hay que decirlo, porque aquí, además de diagnosticar las enfermedades, los médicos se preocupan de las causas sociales que las provocan: de la pobreza, de la explotación, de la usura de los ricos... Y no cobran, además, a los más harapientos. Una película, pues, minoritaria, y peligrosa, que presumo será poco a poco apartada de las programaciones. Para que no cunda el ejemplo, y no surjan las preguntas incómodas, ahora que la salud habrá que pagarla, y copagarla, con unos extras exprimidos al bolsillo.

Pero no todo en Barbarroja es enfermedad y pobreza. También hay alguna pelea que rompe la monotonía y mata el gusanillo de las espadas y las cabriolas. En su última película juntos, Kurosawa le permitirá a Mifune una exhibición final de sus habilidades marciales.  Será en el burdel del pueblo, contra una pandilla de proxenetas que le impiden cuidar de una prostituta enferma. Mifune los destrozará sin despeinarse un pelo de la barba, a pleno cachete, como un Bud Spencer de los barrios de Kyoto. La última de sus peleas para el maestro. El último desahogo de la testosterona. Una paliza crepuscular.

En las casi tres horas que dura Barbarroja hay tiempo para todo: para estremecerse con la belleza de algunos paisajes; para bostezar con el movimiento ralentizado de los personajes; para ensimismarse con la poesía visual de algunas escenas. Para sentir vergüenza ajena cuando los actores sobreactúan y dejan de hacer cine para representar una obra del teatro kabuki. Una mente obtusa y occidental como la mía, enfrentada al cine japonés,  trata de recoger las flores apartando las espinas. Sólo hay que tener un poco de paciencia para recoger el premio de un diálogo profundo o de un momento bellísimo, que siempre están al caer. Los largo-largo-metrajes japoneses son ejercicios sintoístas de la paciencia, prescripciones orientales contra la prisa. Me vienen bien, de vez en cuando...




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Conocimiento carnal

🌟🌟🌟

El problema de Conocimiento carnal es que ya no puede escandalizar a los hipersexualizados espectadores del siglo XXI. Hace cuarenta años la película levantaba erecciones, arrancaba grititos, encendía debates... Ahora sólo es una curiosidad antropológica sobre el cine liberal de los años setenta: el que asustaba a las viejas, el que atareaba a los censores, el que provocaba soponcios entre las amas de casa.



       Las conversaciones de Nicholson y Garfunkel sobre si sus novias universitarias se dejarán tocar las tetas por encima del jersey, provocan -oídas ahora, en la posmodernidad de lo pornográfico- casi la risa. Uno, que ya va para viejo, y que todavía vivió esos coletazos del puritanismo, se reconoce en las cuitas amatorias de los protagonistas. Éramos así de inocentes y de románticos. Unos caballeros andantes, comparados con la muchachada de hoy en día. Ahora pasas por delante de cualquier instituto y las “fases aproximativas” de Conocimiento carnal aquí son lecciones de la vida aprobadas en Educación Primaria. Los adolescentes contemporáneos están a diez mil años sexuales de aquellos mojigatos universitarios de los setenta. Y de nosotros, los cuarentones, que llegamos tan tarde a la revolución de las costumbres. 

           Luego, a partir de la media hora, la película deriva hacia aburridas escenas del matrimonio, con mucha discusión sobre si “ya no lo hacemos tanto como antes” o  “empecemos de nuevo con lo nuestro”. Nos sabemos de memoria los diálogos y las reacciones. Se nos desencajaría la quijada en un bostezo si no fuera porque ella, la mujer que discute con Nicholson, es Ann Margret. Su belleza es lo único intemporal que atesora la película. Y cuando hablo de su belleza, hablo de su belleza casi íntegra, en inusual acontecimiento de las películas antiguas.. Me costó encontrar a Ann en una película decente –aunque indecente-, pero cuando por fin lo hice, me fue regalada de una vez por todas, sin acercamientos progresivos. Porque en Conocimiento carnal hay, además de mucha verborrea, mucho carnal conocimiento. Pero no vayan ustedes a pensar: se atisba, más que se ve; se adivina, más que se calibra; se calcula, más que se examina. Hay que ver con qué habilidad se manejaba por entonces la sábana, la sombra, el montaje aguafiestoso. Ann Margret es el único escándalo que sobrevivió a la película. Su más firme legado. 



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Patton

🌟🌟🌟

Recuerdo haber visto Patton de niño, con diez o doce años, en un reestreno para la pantalla grande que entonces era práctica habitual. Había batallas, tanques, cañonazos, y el general Patton soltaba muchas veces la expresión “hijo de perra”. La fiesta absoluta para un niño de barrio.... Eran una fiesta, sí, las películas de guerra. Nunca nos perdíamos una cuando la daban en la tele, o cuando la ponían en el cine. Sobre todo si era de la II Guerra Mundial, que nos la sabíamos de cabo a rabo, desde las playas de Iwo-Jima hasta las playas de Dunquerque.

       Si caía un soldado alemán nos alegrábamos, porque ellos eran los malos, los jodidos teutones. Caían a decenas, en cada cañonazo, lanzados al aire como guiñapos por la fuerza tremebunda de la onda expansiva, portadora de la verdad y de la democracia. Los alemanes siempre se llamaban Otto, o Hans, o Karl, y merecían la suerte que les había deparado el destino, por estar en el lado equivocado de la trinchera. Sentíamos pena, en cambio, si el que moría era un soldado americano, porque era una muerte siempre injusta, agónica, en la última bala de los diez ametrallamientos que lo persiguieron, con música muy sentida mientras transmitía sus últimos deseos a los compañeros. Al final siempre lo enterraban en una fosa improvisada, con su fusil haciendo de cruz, y en la culata que sobresalía grababan Sam, o Bill, o Jim, el nombre invariablemente monosilábico del muchachote que se había ganado nuestra simpatía porque guardaba bajo el colchón la foto de su novia rubia en bikini.

       De niños teníamos estos sentimientos, sí, pero no íbamos al cine para conmovernos por el drama humano. Sabíamos que esas batallas no eran inventadas, que habían causado muertes reales en escenarios sangrientos del pasado. Pero era un conocimiento sin emoción, neutro, como el que se aprende en un libro de texto. A nosotros nos interasaba ver en acción a los Panzer, a los Stukas, a los Spitfire, a los lanzallamas que casi siempre llevaban los alemanes y que arrasaban con un montón de soldados aliados a la vez, en un churrascazo de mucho cuidado que nos dejaba muertos de envidia. Quién tuviera uno así, en el cole, para freír a unos cuantos capullos en su punto… Éramos unos pequeños psicópatas, unos pequeños cabronazos insensibles. Unos monstruos fascinados por la tecnología de la muerte.

       Hoy he vuelto a ver Patton. Es una película que se ha quedado vieja. Muy vieja. Ya no puede conmover a nadie, excepto a los carcamales que sueñan con pasados heroicos, y con marchas militares sobre Cataluña. Hoy en día, la glorificación de un militar es igual de ridícula que la glorificación de un político. O de un obispo. Ya sabemos quiénes son, los unos y los otros. Sabemos de sobra qué les anima, qué les reconcome, qué les mueve a la acción. Qué mierda esconden detrás de las grandes palabras y de los grandes gestos. No son trigo limpio. Nunca lo fueron. Patton, la película, con su amable retrato del generalote malhablado y campechano, ya es prehistoria del cine.




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Sans Soleil

🌟🌟🌟

Venía muy recomendado este documental francés, Sans soleil, del recientemente fallecido Chris Marker. "Un embrujo, un ensueño, poesía filmada…". Cosas así decía la prensa y escribían los foreros. Y quizá fuese así, en el año 83, cuando nada sabíamos de Japón -del Japón, decíamos- y cualquier parrafada poética que sonara a orientalista nos dejaba el alma arrebatada. Pero ahora, casi treinta años después, Sans soleil no pasa de ser un documento curioso, entretenido, y también muy pedante. Han sido treinta años muy fructíferos en lo que al conocimiento de Japón se refiere: muchas siestas de La 2, mucho canal Viajar en las plataformas de pago, muchos españoles por el mundo que terminaban recalando allí por trabajo, o enamoriscados de una geisha complaciente… 

Ahora paseamos virtualmente por las calles de Tokio y nada nos sorprende en demasía. Ya sabemos tanto de los japoneses como de los extremeños. Sans soleil redunda, pero no aporta. Y en algunas cosas, como en la parte dedicada a la esencia taoísta de los videojuegos -o un rollo parecido- se ha quedado antiquísimo. Tanto como el PONG de Atari. O la primera película de Tron.

¿Hay alguien, de verdad, entre tanto entusiasta del documental, que entienda el sentido último de lo que narra la voz en off? ¿Hay alguien que sepa explicar esos saltos narrativos que de repente nos conducen a Cabo Verde, o a Islandia? ¿Qué pretende Sans soleil? Más allá de sus bellas imágenes, su discurso resulta arcano y cargante. Eso sí: quien tenga la suerte de escuchar la voz original francesa, podrá disfrutar, si no del contenido, sí del continente. Poco importa que el discurso sea inconexo y pretencioso si la voz de esta mujer, Florence Delay -gracias, IMDB- te acaricia con la suavidad de una amante. Ya he dicho en algún sitio que en francés, si es una mujer quien te habla, todo suena a seducción y a sexo presentido. Aunque sean filosofadas sobre el carácter peculiar de los nipones. Sans soleil es, en ese sentido, un documental erótico como pocos. 



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Una mujer en África

🌟🌟

Durante unas horas terribles del atardecer he temido estar loco. Loco de remate. De los de verdad, de los que son conducidos al manicomio arrastrados por cuatro forzudos de bata blanca. O eso, o que estaba sufriendo un delirium tremens sin alcohol. O un rapto psicótico sin marihuana. O un traumatismo craneal sin accidente. Así he pasado la tarde, con el sofocón, con el acojone, barajando las distintas explicaciones de mi mala cabeza, hasta que los foros de internet, a veces tan frustrantes, a veces tan salvíficos, vinieron a demostrarme que no estaba loco, o que al menos mi locura era ampliamente compartida: Una mujer en África, dijeran lo que dijeran algunos críticos insignes, era una sandez inexplicable, inexplicada, el despliegue emocional de una Isabelle Hupert entregada a la causa de la nada, entrando y saliendo del jodido cafetal sin más propósito aparente que entrar y salir. 

Tengo que apuntar el nombre de estos críticos en una libreta. Siempre lo digo, pero nunca lo hago. Luego pasa el tiempo y se me olvidan sus nombres. Y así nunca me desembarazo de ellos, porque tarde o temprano vuelvo a toparme con sus gustos antipodianos, con sus opiniones marcianas, con la autoridad intimidante que otorga el escribir en un periódico de prestigio, o en una web de lujo. Esos reductos donde sueltan -sin que les tiemble la escritura- que Una mujer en África es la obra maestra del último cine francés. Tengo que apuntarlos, sí… A estos sospechosos habituales.




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Conspiración de silencio

🌟🌟🌟

Mientras los pueblos de España celebran sus fiestas en honor a la Virgen, yo, escondido en la oscuridad del salón, me rasco la cabeza preguntándome por qué estoy viendo Conspiración de silencio a la hora de la siesta. Y no porque sea una mala película, ni mucho menos, aunque Spencer Tracy haciendo de héroe viejuno en el Far West sea una cosa de mucho pasmo. El guión juega sus cartas con habilidad, y los actores tienen carisma y jetos contundentes. Por ahí pululan Walter Brenan, Lee Marvin, Robert Ryan..., hombres hechos y derechos que nacieron para bordar estos papeles de pistoleros curtidos. Ya digo que no es una mala película, aunque grandiosa, la verdad sea dicha, tampoco.

Sucede, simplemente, que no puedo rebobinar el hilo mental que me llevó hasta Black Rock. ¿A quién perseguía yo cuando me topé con Conspiración de silencio? ¿A Spencer Tracy, quizá, que es uno de los espíritus que más se pasean por mi televisor? Es la opción más probable, porque Lee Marvin, por muy buen actor que sea, es un tipo al que me voy encontrando por casualidad, como esos amiguetes sin cita que suelen aparecer por el bar. Y el director de la función, John Sturges, apenas es un conocido al que saludo de vez en cuando. 

Preguntado así, a bocajarro, sólo podría mencionar de su obra Los siete magníficos, y La gran evasión. Mi ignorancia es, como ya ha quedado patente, lamentable en muchas materias. Mi pretendida cinefilia no es más que un queso gruyere con más agujeros que queso. El cinéfilo fetén se echará las manos a la cabeza cuando lea estas cosas. ¡El gran John Sturges, ninguneado por este mequetrefe! ¡El soberbio artesano, el gran maestro, el clásico director, maltratado por este mentecato que dice ser aficionado al cine! Pues sí, señores. Así son las cosas. No les voy a quitar la razón. Pero eso no hará que me ponga a bucear en su filmografía. Y no es que me regodeé en el error: es, simplemente, que ya no tengo tiempo para rectificar. ¿La filmografía incógnita de John Sturges o los próximos estrenos en la tele de pago? ¿Los inicios prometedores de John Sturges o la enésima temporada de mis series preferidas? ¿La época de madurez de John Sturges o el repaso gozoso a la filmografía íntegra de Azcona y Berlanga? Estudiaré a John Sturges en otra vida, con todo el tiempo por delante. Emprenderé un aprendizaje más sistemático, con una paciencia más refinada, con un tutor que me enseñe bien las lecciones, una a una, sin saltarme ninguna esencial. Como en esta vida han hecho los alumnos más aplicados.






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El mundo es grande y la felicidad está a la vuelta de la esquina

🌟🌟

Y aquí está, por fin, la primera película búlgara de mi vida. Se hizo de rogar, pero cuando llegó, lo hizo con el título más largo imaginable: El mundo es grande y la felicidad está a la vuelta de la esquina. Frase que pretende ser un canto a la vida, un acicate a nuestra lánguida voluntad, y que esconde algo de verdad y mucho de mentira. Porque que el mundo sea grande es asunto relativo y de mucha discusión, como bien saben los que viajan a Moscú y se encuentran al vecino del quinto en la Plaza Roja, visitando la momia. Y por otro lado, que la felicidad esté a la vuelta de la esquina, siendo muchas veces verdad, nada dice de la posibilidad real, casi siempre nula, de alcanzarla. Ahí está, sin ir más lejos, el despacho de quinielas que nunca me hace rico, o la pelirroja cuyo asentimiento me haría un hombre feliz. Ahí están, tan cerca, y tan lejos…

Ahora que ya no hay tanques soviéticos rondando por sus calles, los países del Este aprovechan sus películas para soltarle unos buenos palos al comunismo. Ahí están los extintos alemanes repúblico-democráticos, con Good bye, Lenin o La vida de los otros, o los polacos, con Katyn, o Popieluzsko, tan grata esta última a nuestra ultraderecha católica. Los rumanos dejaron testimonio de los grises tiempos de Ceaucescu con 4 meses, 3 semanas y 2 días, y los checos, pioneros en la denuncia, ya protestaron lo suyo en Kolya, o en La insoportable levedad del ser, aunque esta última la pagaran los americanos, y saliera en ella la belleza divina de una francesa muy chic. Eso sí: fueron los mismísimos rusos quienes gracias a Nikita Mijalkov filmaron la crítica más demoledora contra el sistema soviético, la más honda, la más poética, la que es distinta a todas las demás: Quemado por el sol.

Del cine búlgaro, en cambio -como del húngaro, o del eslovaco- nada sabíamos hasta la fecha. Y poco, muy poco, de la propia Bulgaria. Y por eso mismo, porque somos muy ignorantes, se agradecen las películas que vienene de países tan ignotos, ya que además de una historia que nos conmueva, nos traen noticias de cómo son sus gentes: qué comen, a qué juegan, qué programas ven por la televisión... De El mundo es grande y tal y tal, yo, la verdad, he sacado poca cosa. He aprendido, eso sí, que allí juegan mucho al backgammon. A todas horas. Que el backgammon, más que un juego, es una metáfora nacional de la vida. Que los abuelos regalan a sus nietos un tablero de backgammon como ritual de entrada al mundo de los adultos. Que el backgammon tienen pinta de ser un estrujamentes de mucho cuidado. Y cosas así... Porque sucede que una mitad de la película transcurre en Alemania, de cuya fauna y flora ya lo sabíamos casi todo, y la otra mitad en una taberna de la Bulgaria rural, que lo mismo podría ser el bar Paco de Villamulas del Peral, con su tabernero, sus parroquianos, sus mesas de formica. Floja como película, escasa como documental. La olvidaré, muy pronto.



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Últimos días de la víctima

🌟🌟🌟

Emperrado en la tarea de completar mis círculos imperfectos, veo -o más bien malveo- Últimos días de la víctima, una película  de Adolfo Aristarain. Y digo malveo porque la única copia que ofrece internet es una versión sacada de un VHS casero, con imagen borrosa y sonido lamentable. Millones de hispanohablantes aficionados al cine no han sido capaces, en años, de colgar en la red una versión más apañada. Y es extraño, porque por muy vieja que sea la película, se trata de Adolfo Aristarain, ya digo, y de Federico Luppi, dos pesos pesados a ambos lados del Atlántico. Así que uno, a pesar del cabreo, debe dar las gracias a este inspirado fulano -o fulana- que un buen día decidió que su cochambrosa grabación podía serle útil a alguien.

Últimos días de la víctima es un thriller patagónico que no consigue emular la atmósfera que sí crean sus primos californianos, aunque Luppi, como siempre, se deje el bigote en el intento. Pero debo de ser su único espectador defraudado, porque las opiniones en internet son todo loas y alabanzas. El que menos, la pone de magistral y de thriller modélico. ¡Su guión lo firmaría el mismísimo Borges, o el mismísimo Kafka!, claman los más entusiastas. Y yo, ante tal torrente de simpatía, me siento como un estúpido en mitad de la multitud, a solas con mi hosca opinión, que es la mía, faltaría más, pero en la que es evidente que algo no funciona. Algo me he perdido que los demás opinantes, todos de muy alta prosapia, sí han visto en Últimos días de la víctima: un tono, una alegoría, un magisterio. En las otras películas de Aristarain yo era uno más con la masa, que aplaudía casi unánime. Pero ahora vuelvo a ser el Jeremíah Johnson de las estribaciones cantábricas. Vuelvo a ser el cegarato de la platea, el despistado de lo artístico, el más estúpido de los espectadores. Tendría que volver a verla, para deshacer este equívoco. Repasarla con otra atención, con otra actitud, más sentado que tumbado, más despierto que somnoliento. 

Pero para verla de nuevo tendría que volver a descargarla, pues la he borrado del disco duro en un arrebato de decepción. Otra vez el tiempo infinito de la descarga, otra vez la imagen pésima y el sonido cochambroso…




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