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¡Lumière! Comienza la aventura

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Los obreros que salen de la fábrica, los viajeros que esperan el tren, el regador regado y el cabrocente del chaval... Están todos muertos. No queda ni uno. Los viandantes de Lyon y los viandantes de París. También los hermanos Lumière, por supuesto, que aparecían en algunas de las primeras filmaciones. Huesos y polvo. Quizá ya ni eso. Manchas en el viejo celuloide. Ceros y unos en los modernos dispositivos que alternan puntos blancos y negros para conformar cuerpos y rostros. Fantasmas convocados por la tecnología. Están muertos los niños que se bañan en el río, los soldados que bailan la jota, los vietnamitas que salen corriendo detrás de la cámara... Hologramas de una vida pretérita. Los ciclistas, los alpinistas, los visitantes de la Exposición Universal. Los que se afanan en la fábrica o sonríen en el ocio. El cine es un viaje mortuorio, un recordatorio de difuntos. Como los cuadros de los museos, o las viejas fotografías, o los mosaicos de los romanos. Pero en el cine la gente se mueve, gesticula, llora y sonríe, y el efecto que producen un siglo más tarde es devastador. Están vivos en esa muerte congelada y activa. Indiferentes al tiempo. Atrapados sin saberlo en las dos dimensiones carcelarias del viejo celuloide. Como los tres malotes de Supermán II, que vivían como muertos en aquella lámina de plexiglás que surcaba el espacio.


    Sin embargo, de las ciudades que retrataron los hermanos Lumière y su equipo de camarógrafos, quedan los esqueletos, las trazas, los edificios más simbólicos. Operadas hasta las cejas, las ciudades han sobrevivido. Pero sus inquietos habitantes no. Las 108 películas que se muestran en ¡Lumière, comienza la aventura! son otros tantos 108 viajes al más allá. El cine puede ser rabiosa actualidad y rabiosa muerte, y esta retrospectiva es una pura sesión de espiritismo. Apagas las luces, enciendes la tele, suena la música de Saint-Saëns, y te dejas llevar por la voz sugerente de Thierry Frémaux, que ejerce de médium. Supongo que sin él, sin su entusiasmo, sin su pedagogía, esta experiencia del cine arcaico, del cine mortuorio, no sería la misma. Él proporciona el contexto y la pincelada. Los demás unimos las manos y convocamos en actitud recogida a los espíritus.




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Black Mirror: White Bear

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El sufrimiento ajeno fue durante siglos el gran espectáculo de las clases populares. Y de las otras también, claro. Hasta que los hermanos Lumière no filmaron sus películas, los británicos no inventaron el fútbol y los italianos no nos trajeron Tele 5, la gente se aburría mucho cuando llegaba el fin de semana. Para tenerlos contentos, y no darles tiempo a pensar en revoluciones, los garantes del orden social les ofrecían todo tipo de torturas y sacrificios. Los habitantes de Judea, por ejemplo, eran muy fieles al espectáculo de ladrones crucificados y mujeres lapidadas. En la antigua Roma, los circos explotaban de regocijo con los cristianos comidos por los leones, y los esclavos convertidos en gladiadores. Aquí mismo, en los reinos de Castilla, raro era el domingo o la fiesta de guardar en que los inquisidores no servían un auto de fe de primer plato, y un churrasco de pecador como acompañamiento con proteíanas. Eran tiempos de barbarie, si... Ahora la pena de muerte -cuando la hay- se ejecuta en la más estricta intimidad de los familiares, y la tortura ha pasado a ser una práctica de intramuros, muy poco edificante. Los sociópatas tienen que conformarse con verla en las películas, o hacer oposiciones para entrar en la policía o en el ejército, y esperar a escondidas su propia oportunidad.

    En Black Mirror: White Bear, Charlie Brooker ha imaginado otro mundo futurista en lo tecnológico, pero medieval en usos y costumbres. Si en lo económico estamos regresando al vasallaje y a los siervos de la gleba, no hay motivo para pensar que en otros aspectos vayamos a sufrir un retroceso similar. De todos modos, en el mundo distópico de White Bear algo hemos avanzado. Aquí la tortura física del delincuente sigue estando muy mal vista, pero la psicológica es otro cantar, y sirve para hacer negocio en programas de televisión de máxima audiencia, y en atracciones de circo que reúnen a toda la familia. No hay límites para la humillación, para la vergüenza, para el puteo, para la tortura neurológica, mientras el reo se conserve físicamente intacto. Todo un detalle, y todo un síntoma de urbanidad, como cantaba Serrat. Los padres filman con sus móviles, los niños aplauden divertidos, y el empresario se llena los bolsillos con neosestercios y neodoblones.





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