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La balada de Buster Scruggs

🌟🌟🌟🌟

La primera vez que vi La balada de Buster Scruggs me enteré casi por casualidad de que los hermanos Coen habían estrenado nueva película. Lo hice de refilón, casi de canto, gracias a que leí una reseña en el periódico mientras pasaba la página, distraído. Antes, en mi cinefilia comprometida, estas cosas no me pasaban: yo estaba al loro, al tema, siguiendo la filmografía de estos santos americanos que son de mi particular devoción. Porque los hermanos Coen, en mi iglesia, San Joel y San Ethan, aunque ellos sean judíos y yo ateo perdido, tienen una de las capillas más barrocas y más floridas, donde se exponen todas sus obras y milagros en retablos que son los carteles de sus películas. Allí, a ese espacio de recogimiento donde la creatividad y el buen humor se palpan en el aire, y se respiran con el incienso, voy a rezar varias veces al cabo del año, cuando me aburro de la vida y de las películas horrorosas, o sin sustancia.

La verdad es que entonces, en el primer visionado -casi como ahora, para qué engañarnos- no andaba yo muy centrado. Iba disperso, a salto de mata de la vida y de la cinefilia, Sufría interferencias que provocaban despistes ridículos e imperdonables. Pero no fue culpa mía del todo: lo último que yo podía imaginar es que los hermanos Coen estuvieran en tratos con la televisión de pago, con la omnipresente Netflix, que ya es un poco como Dios, o como el wifi, que están en todas partes. Y que tal noticia, ¡la nueva película de los hermanos Coen!, que antes encabezaba las secciones de cultura y las portadas de las revistas, ahora apareciese en un recóndito rincón donde no suelo mirar: en el cajón de las verduras donde están las TV movies que yo siempre obvié con desdén.

¿Y la película? Bueno... En realidad no es una película: son seis cuentos sobre el Far West que los santos de Minnesota han rescatado del cajón de sus ocurrencias. Hay una historia floja, una tristísima, tres que son una auténtica maravilla, y una, la aventura del buscador de oro en Alaska, que es una obra maestra que tres años después, en el segundo visionado, permanece tal cual, incorrupta, a salvo de la erosión del viento y de las torrenteras. Oro puro.






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La conjura contra América


🌟🌟🌟

El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Lo decía Paco Costas, en La segunda oportunidad, aquel programa de nuestra infancia que daba consejos sobre seguridad vial y que empezaba con un coche estrellándose contra una roca.

    El ser humano también es el único animal que no sabe reconocer a sus depredadores, decía otro sabio por la misma época. Están las lombrices, claro, que no saben distinguir al jilguero, pero a partir de un cierto nivel de conciencia, hasta los conejos saben quiénes son sus enemigos naturales, y tratan de evitarlos. El homo sapiens no. Sobre todo cuando acude a las urnas… Somos una especie brillante y estúpida. La envidia de todas las demás, y también el motivo de sus chistes más gloriosos.



    Charles Lindbergh, en la vida real, fue un héroe americano. Fue el primer piloto que cruzó el océano Atlántico sin escalas. Pocos años después perdió a su hijo pequeño en un secuestro que terminó en asesinato, y todo el mundo lloró su pena y su desgracia. Lindbergh era un tipo frío y distante, pero rubio, y muy guapo, y un valiente que rayaba lo suicida cuando volaba. Por eso, cuando hablaba, todo el mundo le escuchaba, y en 1939, a su regreso de un viaje por Europa, Lindbergh dijo que Hitler era un gran hombre, se declaró simpatizante del fascismo, y perdió toda la gracia ganada en los doce años anteriores.

    La conjura contra América es una distopía del pasado. Lindbergh se presenta a las elecciones de 1940 por el Partido Republicano, derrota a Franklin D. Roosevelt y forma un gobierno con secretarios simpatizantes del fascismo. La oportunidad soñada de Henry Ford, el fabricante de los coches, que era un antisemita vocacional. EEUU no entra en guerra y decide poner orden dentro de sus fronteras. Y como en el poema de Bertold Brecht, primero se llevaron a los judíos… A la pobreza, y después a los campos de concentración.

     Lo más curioso de todo, lo más sangrante, lo que no deja tranquilo al espectador que se retuerce en su sofá, es que son muchos los judíos que votan alegremente por Lindbergh. Que le siguen apoyando incluso cuando asoma su patita tatuada, con la esvástica. Unos no se enteran, y otros no quieren enterarse. Otros le votan por motivos estúpidos y accesorios… Es lo mismo que yo veo aquí cada vez que hay unas elecciones: lemmings haciendo cola para suicidarse en el acantilado.



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La gran enfermedad del amor

🌟🌟🌟🌟

En La gran enfermedad del amor –que ya el título, de por sí, es cojonudo, porque el amor es verdaderamente un sarampión de los testículos, una papera de los ovarios, un trastorno psiquiátrico que no conoce vacuna ni tratamiento- Kumail y Emily se pasan dos horas de metraje yendo y viniendo, afirmando y negando. Metiendo sólo la puntita del zapato, o de la curiosidad, o del miembro viril, a la espera de que pase la borrasca de las dudas. Pero al final –y esto no es un spoiler, porque es una comedía romántica- ambos acaban compartiendo el mismo virus que los hizo enfermar.

    Ambos se saben predestinados desde el primer saludo devuelto con una sonrisa, porque en esas cosas el instinto es un viejo zorro que raras veces se equivoca. Sólo muy borracho, y muy ardiente, en el marero estroboscópico de las discotecas… Kumail y Emily se aceptan desde la primera noche en que se conocen y se acuestan, porque ellos son dos chicos modernos, desprejuiciados, que primero tantean los cuerpos y luego, si la cosa funciona, alinean con esmero los karmas y los espíritus, en el orden inverso al tradicional. ¿Quién dijo que el conocimiento carnal vale menos, es más inmoral, menos aconsejable, que la cháchara eterna que mantiene la tensión sexual y alimenta el estrés y la desconfianza? 

    Kumail y Emily tienen que rellenar una película entera con hojas deshojadas de la margarita. Dar un pasito pa’lante y un pasito pa’tras, como en el baile de Ricky Martin. Y esto, además, no lo olvidemos, es la true story del propio Kumail y de su esposa Emily, coautora del guion, y hay que atenerse a los hechos fundamentales aderezándolos con buenos actores y con chistes ingeniosos que no suenen a viejuno ni a chotuno. La película es, por cierto, tan cojonuda como su título.

     No queda más remedio que poner barreras, impedimentos, jodiendas de todo tipo para separar a los amantes el tiempo prescrito que dura un largometraje. Y la primera cuestión es que ellos son jóvenes, y guapos, y listos de la hostia, y ligan con suma facilidad en la noche de Chicago, y están acostumbrados a no quedarse con el primero que pasa, ni con la primera que asiente. La noche es promiscua, y la juventud florida, y tras el primer encuentro prefieren tomarse un respiro y una duda. Seguir posándose en otras flores, alimentándose de otros néctares, a ver si alguno mejora lo que ya han catado y les trastorna el gusto y los otro cuatro sinsentidos.



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Ruby Sparks

🌟🌟🌟

Uno escribe para que le lean. Los diarios íntimos son cosa de adolescentes tímidos o de escritores consagrados que entrenan el estilo. Escribir supone un ejercicio, un desahogo, un esclarecimiento de las propias ideas. Incluso un modo de ganarse la vida. Pero todo eso viene después, como consecuencia, no como causa. Escribir, en su impulso primario, consciente o inconsciente, confesado o inconfesado, es llamar la atención del prójimo. Y, más en concreto, si seguimos la pista de la selección sexual, de la prójima. Escribir es pavonearse, distinguirse, ponerse de puntillas para que le vean uno entre la multitud. El intento de demostrar que poseemos una inteligencia, una inquietud por la vida, cuando fallan los atributos básicos de la conquista: el atractivo físico y la simpatía natural. Ganarse el respeto de los hombres, y la admiración de las mujeres. Atraer clientes a nuestro puesto en el mercadillo, tan vacío de existencias como una tienda soviética de la Perestroika.

    En Ruby Sparks, el apocado Calvin ha olvidado las verdaderas razones de su vocación. Inflamado por el éxito de su primera novela, ahora que trata de escribir la segunda se cree un artista, un creador, un sublimador de los instintos, y las palabras gloriosas se enredan en su mente. Las musas, que no dan abasto con tanto escritor como anda suelto, no pueden atenderle, pero sí lo hará un demiurgo juguetón que convertirá en carne exacta, transustanciada, la descripción que Calvin hace de su personaje femenino: una chica guapa, jovial, que viene a alegrarle la vida y al mismo tiempo a complicársela. “Escribes para esto, imbécil”, viene a decirle el demiurgo.

    Calvin se ha convertido en un dios creador de la literatura. En un sentido literal. La Fantasía Masculina hecha realidad. “En nombre de todos los hombres: no nos falles”, le dice su hermano, muerto de envidia. Ruby Sparks –que así se llama el milagro de la carne- es su criatura. Hace exactamente lo que Calvin teclea en su máquina de escribir. Ella llora, o baila, o se vuelve loca de contenta. Calvin puede retocar lo que no le guste. Añadir nuevos atractivos. Morales y físicos. Quitar pegas y defectos. Todo vale. Ruby es plastilina hecha con bases nitrogenadas.  Y nunca se queja, porque no sabe… 

La mente se vuelve muy perversa en esta fantasía. La tentación es muy fuerte; el dilema moral, de la hostia. Ruby ha dejado de ser un personaje para ser una persona. Por fantástico que sea su origen. Y las personas tienen derecho a ser felices. A decidir por sí mismas. No diré tanto como libre albedrío -que es un engendro filosófico- pero sí algo parecido. Calvin, que es un tío con moral, lo sabe. Y ahí empieza su drama de escritor enamorado.  



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Happythankyoumoreplease

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Happythankyoumoreplease es una película simpática, buenrrollista, de diálogos ingeniosos que a veces me provocan la sonrisa. Pero es una película que en realidad no me interesa gran cosa. Va de treintañeros muy talentosos y de treintañeras muy guapas que toman decisiones trascendentes mientras se revuelcan en las sábanas, dan largos paseos por las aceras y toman cervezas en los pubs acogedores de Manhattan. Como en una película de Woody Allen, en efecto. 

    Josh Radnor, guionista y director del invento, se ve que es un admirador del maestro. Y es muy estimable, su esfuerzo, y muy valorable, su película. Pero su mensaje me llega muy tarde, y desde muy lejos. Qué tiene uno que ver con Nueva York, y con los jóvenes seductores que allí viven, yo que vivo en la otra punta de la geografía, y en la otra orilla de la edad, y de la apostura. Qué tiene uno en común con las anglosajonas tan hermosas y tan rubias, o tan pelirrojas. En Happythankyoumoreplease reconozco el paisaje urbano de Nueva York, y el paisanaje humano de sus habitantes, pero el universo vital me resbala por la piel, patina por mis meninges, y siento que todo lo que cuenta no me alude, ni me pertenece, en una ósmosis clausurada de mi empatía.

    He vuelto a ver esta película del título insólito sólo porque me tocaba mucho los cojones no recordar nada de su historia, cuando no hace ni cuatro años que la vi en los canales de pago. He regresado a Happythankyoumoreplease para conocer el alcance exacto de mi desmemoria, como en un test psiquiátrico que yo mismo me aplico. Y los resultados han sido preocupantes. La película de Josh Radnor se me había evaporado del recuerdo como si nunca hubiera existido, y sólo la sonrisa de Kate Mara, y la cara de Zoe Kazan, porque soy un romántico incorregible, permanecían indemnes en el despropósito. Los únicos soldados en pie, entre los restos de la matanza.



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