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Yo estuve una vez allí, en Madrid, en la Cuesta de los Ciegos, la que suben Andrés Pajares y Fernando Esteso en “Yo hice a Roque III”. Y perdí el amor de una mujer.
Bueno, tanto como un amor no sé, porque ella tenía novio de
nacimiento -tan guapetona y tan jovial-, pero yo a veces notaba que ella me
miraba, como si tuviera monos en la cara. Por su sonrisa, tan tonta, yo deducía que debían de ser unos monos muy simpáticos, y que quizá, en otras
circunstancias del amor, ella hubiese estudiado primatología como
Jane Goodall para luego adentrarse en mi selva. Quién sabe: en el
amor, como en el juego, hay muchos destinos no escritos, paralelos, multivérsicos...
Corría el año 95, yo vivía en Toledo, y en el colegio de
Educación Especial todos éramos jóvenes recién aprobados, unos de Madrid, y otros
de León, y otras, las más guapas, venidas de Asturias. Ella, mi Jane, era andaluza... Éramos la “crema y grasa”
-como decía Benito- del magisterio nacional. Un crisol de culturas y de formas
de ser. Uno de la pandilla era el logopeda, Santos, que se había criado en el
Madrid profundo, el de la Movida, el de las referencias culturales y los garitos
de moda, y todos los jueves nos llevaba de excursión, como los padres
Agustinos, a conocer mundo y quitarnos el pelo de la dehesa. De Toledo a Madrid
tardábamos una hora y cuarto escasa entre que llegábamos y aparcábamos, y
luego, guiados por la sabiduría de Santos, hacíamos un rule primero cultural,
luego gastronómico, y ya finalmente etílico, por los bares de Malasaña, que era
donde él tenía su refugio y su noviazgo.
La primera vez Santos nos pidió propuestas concretas: ver esto, visitar aquello, fotografiarnos en tal lugar, y mientras en la pandilla salía el ramalazo cultureta del profesorado -que si la casa natal de Lope de Vega o que si el Museo Nacional del Macramé- yo, como un mandril, educado en lo peor de la filmografía nacional, propuse visitar las escaleras que subían Pajares y Esteso en Roque III. A Santos le hizo tanta gracia mi parida que allí nos llevó, al pie de la escalera, mientras los demás protestaban mi ocurrencia por lo bajini.
Para mí aquello era como ser
católico y estar a los pies del Calvario: un momento de euforia y de cercanía con
los dioses, y así, en un arrebato de orangután, me dio por subir un tramo de escaleras
mientras cantaba “The eye of the tiger...”, reencarnado en el Rocky Balboa de
mi barrio. Nadie me siguió, claro. Al
pie de los escalones, Santos se descojonaba; los demás se removían
impacientes, ávidos de otra cultura; y ella, mi Jane, ya exGoodall del todo, miraba al suelo avergonzada... Nunca más volvió a dirigirme una sonrisa.