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Top Gun: Maverick

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No pasan los años por Pete Mitchel, el Maverick. Ahí sigue flipando con sus Rayban, con su chupa, con su pelo inmaculado. Con sus andares de chulopiscinas. Es verdad que en el plano corto se le adivina alguna arruga, alguna tirantez en la piel, pero Maverick va demasiado rápido por la vida para que te fijes en esas cosas. Sigue siendo el más intrépido con la moto y el más escurridizo con el caza de combate. Y el que más liga, de lejos, en la cantina militar. Cuando era un niñato se tiraba a todas las niñatas de California, pero ahora, con la edad, ha ampliado su espectro a las divorciadas de buen ver. Hasta Jennifer Connelly, que ya es decir, se pirra por sus huesos de australopiteco. Lo digo sin ofender: ya en la primera película, cuando combatía al comunismo internacional, Maverick era un retaco como nuestros antepasados de la sabana; así que ahora, para su suerte, no se le nota tanto el encorvamiento de la edad. 

Desde 1986 han pasado varios Mavericks por mi vida y ninguno ha dejado gran huella que se diga. Había un tolai en nuestro instituto al que apodábamos “Maverick” porque se parecía mucho a Tom Cruise Tenía la misma sonrisa ahostiable y la misma prepotencia innata. Ya no recuerdo su nombre verdadero, que sería Javier, o Manolo, como todo hijo de vecino. Cada día aparecía por las inmediaciones con una novia diferente y le envidiábamos a dolor, casi sanguinariamente. Luego vino el Maverick de Mel Gibson, que era el truhan de las cartas, y Maverick Viñales, que hacía room-room con la moto, y los Dallas Mavericks, que entonces tenían a Dirk Nowitzki y ahora tienen a "Locura" Doncic. Ellos son los únicos Mavericks que me han conmovido en el sofá...

“Top Gun: Maverick” no me ha conmovido ni la punta del pijo. Ni siquiera cuando sale Val Kilmer arrancándose las palabras. La película es otra oda a estos sicarios de los neocons. El espectáculo aéreo es la hostia, no digo que no, pero jamás pierdo de vista el trasfondo del asunto. Estos aviadores molones llevan varias décadas bombardeando dictaduras espeluznantes, pero también democracias que molestan, sueños de emancipación y proyectos de bienestar. 


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Top Secret

🌟🌟🌟


En el disco duro del ordenador guardo varias películas de Fritz Lang -etapa norteamericana- que no me apetece nada ver, y también unas cuantas pelis de Kurosawa -Rashomon, Kagemusha, todas esas que llevan la “sh” intercalada-, que me apetecen bastante más, pero que son tan largas como las katanas de sus samuráis, o como un día sin arroz, y que justo ahora, paradójicamente, que ando de vacaciones, es cuando peor me encajan en los horarios.

Bajé todo esto hará cosa de un mes, y, conociéndome, pasarán muchos meses hasta que las carpetas queden vacías. Allá por Navidad, con suerte. El lector atento o la lectora atenta dirá: si no las quiere ver, o le producen una pereza mediterránea, ¿para qué narices se las baja? Pues porque -querido lector, y querida lectora- sigo empeñado en sacarme el título de cinéfilo contra viento y marea, y en la universidad presencial, y en la universidad a distancia, ya agoté todas las convocatorias. Allí no se puede llegar a los exámenes y soltar que Dreyer es un peñazo, o que bostezas con Cassavetes, o que sólo en Vértigo encuentra uno el solaz y las cosquillas con don Alfredo. Te suspenden, claro, y te hacen volver en septiembre, y no sé cómo, quizá porque llevan más de un siglo dando la matraca con el cine de postín, te cazan las mentiras si escribes que el cine de Bergman está de rabiosa actualidad, o que Alain Resnais es el gran e injusto olvidado de nuestros días.

También bajé, en aquel mismo arrebato pseudocinéfilo, Top Secret, que es una majadería de la factoría Zucker/Abrahams, con sus chorradas para adolescentes y gentes con un índice pensante inferior a 2 dedos. Fue como ir al supermercado y comprar verdura, pescado blanco y luego, de postre, para joderlo todo, un tazón de profiteroles. El pecado original. El suspenso inmediato en la facultad. Top Secret la tenía por ahí suelta, como una cabra sin apriscar, y hoy la he sacrificado en honor a los dioses, mientras les pedía un aprobado en la Escuela Nocturna de Cinefilia, que es donde ahora me peleo con los profesores.



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Heat

🌟🌟🌟🌟

Uno tenía el recuerdo de que Heat era una película plena de acción, trepidante y violenta. Pero lo es sólo a ratos. Policías y ladrones salen temprano a trabajar, se intercambian varios tiroteos muy profesionales -que diría el entrañable Pazos en Airbag- y cuando regresan a casa se encuentran una parienta enfurecida que les afea el mucho tiempo que pasan fuera del hogar. 

Las mujeres de Heat parecen muy sofisticadas porque son norteamericanas que siempre van vestidas de fiesta en su propia casa, y además son hermosas de caerse para atrás y no levantarse uno del suelo. Pero en realidad, si les pusieras una bata de boatiné y un rodillo de amasar en las manos, no serían muy distintas de aquellas ibéricas que en los cómics de Bruguera, o en las tiras de Forges, o en las películas tardofranquistas, esperaban al marido con el gesto torcido y la bronca preparada.

    Los maridos de Heat, que llegan a casa deshechos del tute que se pegan, a veces con la ropa ensangrentada y el susto todavía en el cuerpo, les explican con paciencia que su trabajo no conoce horarios ni días festivos. "Perdona, cariño, pero se nos enredó el atraco en el banco", o "Tuve que perseguir a esos cabrones hasta la frontera de Nevada", y cosas así. Lo normal sería celebrar que el tipo vuelve vivo, sin heridas, con la alegría de haber esquivado la muerte al menos dos veces en el día. Un polvazo de estremecida pasión sería el cierre lógico a tan bonito reencuentro con el superviviente. Pero en Heat -tal vez porque Michael Mann tiene un ramalazo misógino que carga las tintas y deforma los raciocinios- las mujeres se ponen muy farrucas y muy desafiantes cuando el marido llega a las tantas con pocas ganas de explicarse.

    En la famosa escena en la que Al Pacino y Robert de Niro se ven las caras en la cafetería, ellos, detective y ladrón, perseguidor y perseguido, no pierden el tiempo hablando de sus oficios contrapuestos, que mayormente ya conocen. La chicha de la conversación se les va en hablar de mujeres: de cuánto las quieren, de cuánto les exigen, de qué poco les comprenden. La triste confesión de dos tipos condenados a matarse que, durante diez minutos de tregua, se reconocen cofrades de la misma fatalidad.



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Life's too short

🌟🌟🌟🌟🌟

La vida es, en efecto, demasiado corta, sí hablamos de años y de expectativas que cumplir. Pero podría serlo aún más, escasa en centímetros, si hubiéramos nacido con la enfermedad de Warwick Davis, el enano más famoso del mundo actoral hasta que Peter Dinklage encarnara al hijo decente de Tywin Lannister en Juego de Tronos.


    Si hacemos caso de lo que cuentan por internet, Warwick Davis es un tipo felizmente casado, padre de familia, un profesional de éxito que sigue trabajando en las grandes producciones de la ciencia ficción y de la fantasía. No ha parado de maquillarse y de ponerse disfraces desde que en El retorno del Jedi le embutieron en aquel felpudo con patas llamado Wicket. Desde la distancia, Warwick parece instalado en el lado luminoso de la vida, y quizá por eso, en Life's too short, seducido por las artes irónicas de Ricky Gervais y Stephen Merchant, el pequeño gran hombre se presta al juego de mostrar el lado oscuro de su fuerza, interpretando a un alter ego en decadencia, mezquino, sin grandes expectativas en el trabajo ni en el amor. 



    El Warwick Davis virtual regenta una agencia de colocación para actores enanos que lo mismo hacen de duendes en películas de pacotilla que se alquilan como balas humanas para fiestas de borrachos. Este show business de Tercera División no es muy distinto al que rige las grandes ligas del espectáculo, y como sucede con todas las ocurrencias de Gervais y Merchant, Life's too short resulta ser una comedia muy poco generosa con el género humano. Los personajes ficticios son deleznables, y los personajes reales, que se prestan al mismo juego de Warwick Davis, se ríen de sí mismos mostrando la caricatura de sus bajos instintos. 

    En la serie no queda títere con cabeza: todo el mundo va a lo suyo, a rascar el contrato, la inversión, la distinción en un cartel promocional, y la amistad suele ser una molestia para alcanzar tales objetivos. Y cuando por fin, en algún oasis de esta misantropía, aparece alguien que no se deja guiar por el egoísmo, resulta ser un gilipollas de remate, o un incompetente de campeonato, y el humor negro toma otros derroteros, y la gran broma de Warwick Davis y su mundo inventado -o no, o a medias- sigue su curso...





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Kiss kiss bang bang

🌟🌟🌟

Kiss kiss bang bang es una comedia de detectives que juro haber visto hace unos años, pero de la que no recordaba ni un solo argumento, ni un solo fotograma. Picado por el orgullo la he vuelto a ver esta noche, que ha sido, por añadidura, la primera noche del invierno, con el vaho en la ventana y la calefacción puesta a todo trapo. Una ocasión especial que otros años celebraba con una obra maestra, o con una película de postín, para darle la bienvenida a los pijamas gruesos y a las sopas calientes, que son el atrezo básico del buen cinéfilo apoltronado en el sofá. 

    Este año, sin embargo, el frío ha venido de improviso, indetectado por los telediarios, a eso de las nueve y media de la noche, como quien recibe la visita de un familiar que no nos anunció su llegada. He visto Kiss kiss bang bang sin ponerme las mejores galas, ni cocinarme el menú más apropiado, y eso ya me ha dejado algo descolocado. Al final, ha resultado ser una patochada con cierta gracia, nada más. Una de esas moderneces en las que el personaje principal habla directamente con el espectador para preguntarle qué tal le va, a ver si se va coscando de la trama.




            El narrador excéntrico es Robert Downey Jr., que es un tipo de expresividad peculiar que siempre cae bien en cualquier película. Por muy mala que sea la función, siempre está él, subiendo la nota, animando la fiesta, poniendo un mohín de ironía o de cachondeo. La chica de turno es Michelle Monaghan, y yo, incomprensiblemente, no la recordaba, porque mira que es guapa esta mujer. Michelle Monaghan casi me funde la pantalla cuando aparece por primera vez en Kiss kiss bang bang, porque mi televisor es HD, pero no Full HD, que todavía no se habían inventado cuando lo compré, o estaban carísimos por la época, y no tengo píxeles suficientes para recoger tanta hermosura y tanta sonrisa. Mi escuálido ejército de puntitos no daba abasto para configurar su piel y su carne, y por un momento la imagen tembló, y los píxeles titubearon, y Michelle Monaghan casi desapareció de mi vida, en una pérdida irremediable.  Demasiada mujer para tan cavernícola tecnología. 


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