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Venga Juan

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Tomando las cañas del viernes, el amigo me dice que no le gusta la trilogía de Juan Carrasco porque lo ve todo inverosímil y astracanoso. Que sí, que te ríes, y que Javier Cámara borda su papel, pero que él acaba distanciándose porque ningún político puede ser así: tan estúpido, tan inculto, tan metepatas. Mi amigo -que es un soñador y un pedazo de pan- está convencido de que un auténtico berzotas como Carrasco no puede ser elevado sucesivamente a la categoría de alcalde de Logroño, ministro de Agricultura y vicepresidente del Gobierno, para luego encontrar acomodo en una empresa energética de esas que nos roban a manos llenas. Bueno: esto último sí se lo cree. Lo otro no.

Mi amigo es de los que aún piensa que la política es para hombres buenos o malvados, pero siempre competentes y decididos. Mi amigo no termina de creerse que los estúpidos viven infiltrados en cualquier puesto de la administración, o en cualquier puesto de venta de pollos. Que hay tantos imbéciles dando órdenes como recibiéndolas; tantos anormales ganando elecciones como anormales que les votan sonriendo.

Yo le  digo  que la trilogía de Juan Carrasco es una comedia ejemplar precisamente porque no se aleja del retrato diario que aparece en los periódicos. De lo que se lee, y de lo que se sobreentiende: esa risión vergonzosa de gran parte de nuestra clase política. Y he dicho “gran parte”, que conste, y no “toda”, como afirman los ultracentristas que luego votan a la derecha, o los fascistas que tratan de socavar la legitimidad de la democracia.

El amigo y yo estamos enzarzados en una agria polémica -es un decir - cuando llega un tercer amigo para contarnos la tragicómica aventura del diputado del PP que hoy mismo, en votación telemática, por hallarse enfermo en su domicilio, confundió el no con el sí, o el sí con el no, y avaló sin querer la reforma laboral del gobierno social-comunista. Si su peripecia completa -el equívoco, y las carreras, y las excusas, y su cara de panoli- no son puro Juan Carrasco, puro “Venga Juan”, que baje el dios de las telecomedias y lo vea.





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El vecino. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟


En realidad, si lo piensas bien, El vecino es un remake a la española de Friends, justo ahora que los americanos preparaban su vuelta, o ya habían vuelto, no sé, en forma de serie, o de programa especial, que tampoco me aclaro, la verdad, porque ya me da igual, tan viejuno y tan roussoniano todo, to er mundo e güeno, y guapo, y todo ese rollo de la propaganda... El planeta catódico pendiente del regreso de la tonadilla diabólica -I’ll be there for you, molona la treinta primeras veces y carne de hoguera a partir de ahí- y vienen estos chicos y chicas de Usera para entregarnos otra ficción que básicamente transcurre en dos pisos de treintañeros y un terreno neutral que es el bareto de la esquina, donde protagonistas y secundarios dirimen los asuntos comunes, y los amores pendientes.

Como esto es Usera, ya digo, y no Nueva York, y mucho menos el Nueva York de aquellos grandes pijos y aquellas pijas egregias, todo lo que sale en El vecino es como más cutre, o más aceitoso, pasado por el filtro de la crisis económica y de los alquileres por las nubes. Las chicas madrileñas no son feas, pero son bellezas más corrientes, de andar por casa, y los chicos, en fin, uno es medio lelo y el otro medio paleto, y follan como cien veces menos que sus emulados de Norteamérica. Y el bar, pues eso: un bar cañí, nada que ver con el Central Perk de los sofás y los cafés como cuencos soperos: un bar a la nuestra, con sus cervezas, sus bocatas de tortilla, su tragaperras en la esquina, sus huesos de aceituna y su borrachuzo al final de la barra, preguntándote si tú eres Titán y si tienes un euro que te sobre para convidarle.

Un bar de esos de arreglar el mundo a golpe de exabrupto, y de pónme otra, y para una vez, ¡cachis diez!, que un par de parroquianos tienen el poder verdadero de cambiar las cosas, superhéroes de la galaxia y elegidos para la gloria, resulta que se pasan los episodios discutiendo quién tiene la polla más larga, o los ovarios más grandes, gilipollas, merluza, vete a tomar por el culo, te quiero, y yo a ti...






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El vecino. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟

A mí es que me ponen una nave espacial, o un superhéroe volando, o una actriz pelirroja fumando un cigarrillo, y ya me quedo enganchado a cualquier cosa. Y, si luego, la cualquier cosa resulta que está muy bien hecha, con diálogos frescos, actores en estado de gracia y actrices en estado de gracio, pues mira, miel sobre hojuelas.

Es lo que me ha pasado, por ejemplo, con El vecino, que tiene la sinopsis imbatible -como diría nuestro presidente- de un superhéroe de andar por casa, de barrio de Madrid. Un remake a la ayusana de El gran héroe americano, donde los personajes no paran de beber cervezas en sus pisos minúsculos o en sus baretos del barrio. La diferencia con el clásico de nuestra infancia es que aquí los superpoderes no los adquiere un hombre adulto, sino un adulto que sólo fingía serlo; un espíritu libre -vamos a decirlo así- que cuando se ve ordenado Caballero de la Galaxia ya no sabe ni qué hacer con su vida.

Si, como sostenía el tío de Peter Parker, un gran poder conlleva una gran responsabilidad, un gran poder, caído en manos de un tipo que es irresponsable por definición, sólo puede originar esto que se ve en pantalla: una serie descacharrante, y bizarra, como aquel supervillano de los cómics de mi infancia, el Bizarro, que era la antítesis especular de todas las virtudes de Supermán. ¿Quiere esto decir que Clara Lago, en la serie, también es la antítesis lamentable de Lois Lane? No. Vamos, ni de coña.

De todos modos, yo entiendo a Javi, el superhéroe madrileño. Je suis Javi. Si a mí me tocara la lotería del superpoder galáctico haría como él: lo primero, arreglar el desaguisado de mi vida, el amor, y el trabajo, y mi relación con el Real Madrid. Y ya luego, una vez alcanzada la paz interior, tan necesaria para abordar cualquier empresa, lanzarme a ayudar a los demás: a detener trenes descarrilados, y a levantar aviones que se caen, y a reponer en su sitio el cartel de Tío Pepe que ya se desplomaba. Las labores habituales de cualquier superhéroe que se precie. No sé si la segunda temporada de El vecino irá de eso. Espero que no. Aún queda mucha tela que cortar en la vida privada de nuestro superhéroe. Muchas risas que echar.







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Los europeos

🌟🌟🌟🌟


Termino de ver “Los europeos” casi a la una de la madrugada, rendido de sueño. Sin embargo, antes de apagar la tele, vuelvo sobre algunas escenas de la película. He seguido la trama sin mayores dificultades, pero me he perdido varios diálogos que quería recuperar. Podría hacerlo al día siguiente, con la mente despejada, y ahora meterme en la cama con los reyes de la noche. Pero me puede la impaciencia: tengo que verla otra vez, a ella, a la actriz francesa...

Esta vez mi desatención no provenía del teléfono móvil, ni del desinterés por la película. Yo soy muy de Víctor García León, desde los tiempos de la pena y la Gloria. Y aunque esta vez la crítica oficial venía tibia y poco entusiasta, yo he vuelto a encontrar en su cine las grandezas y miserias que nos definen como celtíberos. Esa cosa azconiana que además, esta vez, venía sustentada en una novela del propio Azcona. Con el cine de García León te ríes, sí, pero sólo a veces, y a media sonrisa, como movido por un escalofrío. A veces te ríes por no llorar. Y en la segunda parte de “Los europeos” ya ni eso...

No: esta vez me he perdido porque me quedaba mirando el rostro de esta actriz llamada Stéphane Caillard y no me lo creía. Su primera aparición se produce más o menos a las doce de la noche, y es como si se hubieran juntado el hoy con el mañana, y la vigilia con el sueño. La fantasía de lo imaginado con la crudeza de lo existente. Hay un momento de duda en el que pienso que acabo de morirme y que ella es el ángel encargado de recogerme.

Esta misma tarde, en la terraza del bar, en conversación recurrente y animada, yo le decía al amigo que la mujer más hermosa del mundo era Christina Rosenvinge, la cantante que hacía ¡chas! y aparecía al lado de un tipo con mucha suerte. La vi el otro día en una entrevista y se me quedó su recuerdo... Pero si esta misma tarde volviera a juntarme con el amigo, le diría que es esta chica, la francesa, sin duda... Stéphane tiene algo que comunica directamente con mi entraña. Algo que no puedo explicar con palabras: es como si ella fuera el resumen de las aspiraciones imposibles, o de las poesías inacabadas. Era la una y media de la madrugada y yo seguía repasando las escenas.




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Vamos Juan

🌟🌟🌟🌟

Lo primero que haría Juan Carrasco como ministro de Sanidad sería preguntar si esto del coronavirus no puede tratarse con un antibiótico, que mira que hay muchos, e incluso de amplio espectro, en los stocks de las farmacias, y que mientras llega la vacuna, pues bueno, vamos matando al bicho con amoxicilina, o con lo que sea, para no ir creando hábito o dependencia, que algo de eso ha leído en un suplemento dominical…. Juan Carrasco, además, se haría la pregunta en voz alta, con micrófonos delante, sin haber consultado primero con un asesor, o haberse documentado antes en internet, o en el Libro Gordo de Petete, porque Juan es así, impulsivo, echao p’alante, un hombre del pueblo que no teme hacerse las preguntas del pueblo.



    Juan Carrasco es un merluzo que podría desempeñar su cargo sin saber distinguir un virus de una bacteria, porque lo suyo no es el conocimiento, o la investigación, sino el trapicheo político que quita y otorga los cargos. Un populista sin formación, sin ideología, que tiene una carrera como la tenemos muchos otros, sepultada en el olvido, intrascendente para desarrollar el sentido común con el paso de los años. Y además, todo el mundo sabe que el verdadero trabajo ministerial lo hacen los subsecretarios, y los funcionarios de tropa, y que a un político como él, limitadito y campechano, le basta con seguirle el rollo al presidente, rodearse de asesores que le recojan justo antes de estrellarse, y, por encima de todo, lo primordial, darle muchos palos a la oposición, a poder ser irónicos y refinados, que eso siempre divierte mucho al votante infatigable.

    Por fortuna, Juan Carrasco es un político de ciencia-ficción, y todas sus trapisondas como ministro, o como aspirante a fundar un nuevo partido, se quedan dentro de la tele, en una tragicomedia que es de reírse mucho por las noches. Luego, al despertar, el dinosaurio del virus sigue ahí, y en la vida real comparece en rueda de prensa un ministro que al menos mide las palabras, es educado en las respuestas, y se ve que ha estudiado lo que le preparan sus asesores. El fantasma de Juan Carrasco se difumina por las mañanas con el primer café, pero no se va del todo, porque la membrana que separa a los políticos reales de los ficticios es muy permeable, y a veces se producen unas ósmosis terroríficas que dejan la televisión hecha un colador. Como cuando se infiltraron los fantasmas traviesos de Poltergeist



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Vota Juan

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No me molesta que Vota Juan sea un refrito de Veep cocinado a la española. Bienvenido sea el homenaje ibérico, la traducción al vernáculo. ¿Por qué no? La genialidad de Armando Ianucci puede ser cultivada en cualquier clima donde crezcan políticos de medio pelo, asesores merluzos, estrategas gilipollas, periodistas paniguados y, por supuesto, votantes sin criterio. O lo que es lo mismo: casi en cualquier lugar del mundo.



    Vota Juan retoma la idea genial del político tontolaba que va superando escollos contra todo pronóstico, le pone un sofrito de ajo y cebolla, unos choricitos picantes, un plato de buen jamón extremeño para acompañar, y por supuesto, para beber, un buen vino de Rioja, que es la patria natal de Juan Carrasco, el Juan del título, un político que ya no es de medio pelo, sino de pelo ninguno. Ni de listo ni de tonto. Un animal político, que se dice, de esos que nunca sabes si es que no llegan o es que se pasan. Un CI imposible de calcular, que lo mismo le pones un test y te sale un deficiente profundo que un genio incomprendido. Sólo tenemos que encender el ordenador o poner el telediario cada día -y más ahora, en estos tiempos tan excepcionales- para encontrarnos con varios Juan Carrasco que en realidad sólo saben de aparatos internos, de trapicheos de partido, de estrategias caciquiles, y que carecen de la inteligencia necesaria para conjugar el bien propio con el bien común. O eso, o que son más inteligentes de lo que pensamos…

    Supongo que en los países serios -los nórdicos, los canadienses, y poco más- , una serie como Vota Juan no puede hacer mucha gracia porque no conciben que un tipo como éste pueda gestionar los asuntos del bien común, y que nosotros, además, le dejemos hacerlo con nuestro voto. Y donde ellos, los rubios del Norte, sólo verían a un inútil que va causando vergüenza ajena, nosotros, los que padecemos esta lacra social, nos descojonamos de lo lindo en el sofá, porque estos impresentables de la serie son tan veraces, tan palpables, que casi dan miedo, y nuestra carcajada sirve para sublimar la inquietud profunda que nos provocan.



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Selfie

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En La Moraleja, y en otros paraísos capitalistas por el estilo, no existe la crisis económica. Al revés: les va de puta madre con todo esto. Es el epicentro de la movida. Cada mañana, a primera hora, salen de allí unos ejecutores muy bien vestidos que llevan sus coches al Ministerio de Tal, o a la Compañía de Cual, para seguir urdiendo cómo nos quitan la última pela o nos recortan el último privilegio. Por la noche, satisfechos, regresan a sus mansiones más ricos de lo que ya eran, y mientras paladean un vino francés del Año la Pera, hacen cálculos para  ampliar la piscina, remodelar el gimnasio, pagarle un Máster de Latrocinio al nene que está acabando sus estudios universitarios. Viven a pocos kilómetros de nosotros, pero en realidad habitan un planeta muy lejano. Sus preocupaciones y sus temas de conservación son como chino mandarino para nuestros oídos. El comienzo de Selfie es una pura descojonación en ese sentido. No es que los actores vocalicen mal como ocurre casi siempre en el cine español: es que los pijos de Jauja ni siquiera hablan nuestro idioma. Hablan una cosa muy rara en la intimidad de sus hogares. Como hacía Ánsar con el catalán.


    En una escena de María Antonieta, la película de Sofia Coppola, la reina adolescente se asoma al balcón de Versalles para ver a la muchedumbre que se manifiesta. Son los san-culottes que protestan por la subida del pan. Ella les mira con la extrañeza de quien ha descubierto una especie humana diferente. Inferior y fascinante. Un hito antropológico. Es la misma perplejidad que en Selfie acompaña a Bosco en su deambular por el barrio de Lavapiés. Bosco es un pijo canónico caído en desgracia. Su padre ha robado más de lo permitido por los telediarios y ha dado con sus huesos en la cárcel. El embargo de todos su bienes ha dejado a Bosco sin casa, sin novia, sin el apoyo de sus antiguos camaradas peperos, que no lo quieren ni ver rondando por los mítines de doña Espe. Su castigo es ser hijo de alguien que robó con demasiada ostentación, o que se dejó pillar como un rojo cualquiera de los ERE. Su pecado es ser hijo de un indiscreto, no de un ladrón, que por allí hay muchos y muy queridos.

    Así que Bosco ha de buscarse las habichuelas y los camastros en el mundo donde reinan los votantes de Podemos y los perdedores de la sociedad. Los parias y los minusválidos, los parados y los currelas. Es un viaje muy particular hacia el corazón de las tinieblas… Pero Bosco, sorprendentemente, se adapta de puta madre a su nueva circunstancia. Es un tipo vivaz, de muchos recursos, que además es guapo y simpaticón. Sólo tiene que ligarse a Macarena, la activista podemita, para ir prosperando en un ecosistema tan poco favorable para él. La supervivencia de los más guapos es un libro muy instructivo que habría que releer estos días. Muy apropiado, también, para entender mejor la “festividad” de San Valentín.





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Más pena que Gloria

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Hay un momento terrible, en la adolescencia, cuando te enamoras por primera vez sin ser correspondido, en el que comprendes con sumo dolor que las mujeres, a la larga, hasta que el impulso sexual se extinga en la senectud, van a traerte más pena que gloria. Que sólo un puñado de escogidos, de tipos muy selectos, que entran en la adolescencia triunfando y ya nunca dejan de ganar, van a vivir el orgullo del deseo casi siempre correspondido, del amor casi siempre reflejado. Que en esto, como en todo, hay clases y castas, y que la mayoría de nosotros, como el David de la película, llevará para siempre el rejonazo de una mala faena. Una herida que nunca curará del todo, y que empezará a doler justo antes de iniciar cada nueva conquista, como un recordatorio de que el fracaso es el resultado más probable de nuestro anhelo tontorrón.




    David, en Más pena que Gloria, está viviendo esa edad puñetera en la que sus compañeras de pronto se vuelven más listas, más maduras, mucho más guapas, y levantan el vuelo para ir a posarse en las ramas superiores donde viven los tíos mayores: los que van en moto, o ya han follado, o te partirían la cara a hostias si te cruzaras en su camino. David -como nos pasaría a cualquier de nosotros- se enamora de Gloria hasta la baba, hasta el arrobo, y durante unos días de risueña ficción cree que tiene posibilidades de conquistarla. Ella le habla, le sonríe, le permite conversaciones y paseos hasta llegar a su portal... Pero es todo una entelequia. Aunque tienen la misma edad, y van al mismo instituto, y comparten los mismos botellones en la plaza del barrio, David y Gloria habitan dos planetas distintos. Cuando le llega la bofetada, tan cruel como inesperada, David se introducirá en la bañera para que las lágrimas se confundan con el agua. Allí jugará con el condón que ya nunca utilizará con Gloria, su amor frustrado e imposible... Pero él es joven, y decidido, y en la siguiente fiesta de estudiantes buscará un clavo más accesible con el que sacar el anterior. Cree que la herida de Gloria cicatrizará muy pronto. Pero no es cierto. David aún no ha comprendido que esa llaga es un tatuaje de sangre indeleble, que le identificará ya para toda la vida.



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Vete de mí

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A las amistades las escogemos dentro del contexto que nos toca vivir: el patio del colegio, el lugar de trabajo o el bar de la esquina. Son, en cierto modo -porque también nos guía nuestra afinidad, y nuestro carácter- personas casuales, sustituibles si vienen mal dadas o si una mudanza nos separa. 

    La familia, en cambio, nos viene dada para siempre. Es obligatoria y eterna, hasta que la muerte nos separe. La familia no viene escrita a lapicero, sino cincelada en piedra como un mandamiento caído en el desierto, aunque uno viva en Melbourne y el otro en Ripollet. La lejanía, o el rencor, o la indiferencia, no te salvan de saber que en el mundo hay familiares que se parecen a ti. Que son como tú, en un porcentaje variable de sangre común. Los amigos, después de todo, son hijos de su padre y de su madre, y allá cada cual con lo suyo. Pero un familiar es el portador de nuestras reliquias más o menos presentables: un rasgo, un gesto, una manía, algo que nos recuerda que por esas venas también navega un barco con nuestro nombre repintado.

    Si el padre mira al hijo, o el hijo mira al padre, y se produce la aceptación resignada de esa similitud, la relación pude llegar a buen puerto. Pero si sucede, como en Vete de mí, que padre e hijo se miran y no se aceptan, y el primero ve en su hijo al fracasado que no despega en la vida, y el segundo ve en su padre al carca que no se atiende a razones, las puyas saldrán de las bocas como puñales que se clavan en lo más íntimo, envenenadas en el alcohol de la noche madrileña, de los bares y los prostíbulos. Juan Diego y Juan Diego Jr. no soportan mirarse en el espejo porque se reconocen a sí mismos imperfectos, y desgraciados, y prefieren echarse culpas que en realidad ninguno tiene. Cada uno es como es, y viene condenado por los genes.

    Hasta que llega la madrugada, y la resaca, y el cansancio de la brega dialéctica, y tomando como ejemplo a la Dama y el Vagabundo, Juan y Juan Diego firmarán la paz y la reconciliación compartiendo unos espaguetis sacados del frigorífico. Dos tipos lamentables que se abalanzan en silencio sobre el mismo plato, maleducados y ojerosos, reconociendo en silencio que lo que Dios ha unido jamás podrá separarlo el hombre.


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