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Tiempo de revancha

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En las películas de Adolfo Aristarain, cuando aparece la empresa Tulsaco jodiendo la marrana, es que sus personajes –casi siempre Federico Luppi y su señora- están a punto de perder lo que tenían. O la empresa provoca su ruina cuando ya iban sacando la cabeza, o certifica que su vida pequeñoburguesa se ha terminado por culpa de la crisis mundial, o de la cíclica, o del corralito, que los argentinos, pobrecitos, las han sufrido de todos los colores en las últimas décadas.

    En Un lugar en el mundo, Tulsaco era la empresa que se cargaba el trabajo de aquellas gentes que hacían socialismo agropecuario en la Pampa; y en Lugares comunes, era la inmobiliaria que vendía la casa de Fernando y Lily para rubricar su caída a los infiernos de la clase depauperada. Este ingenioso ardid de usar el mismo logo para perpetrar latrocinios diferentes -¿o se trata, quizá, de un holding florentiniano que abarca mil actividades?- empezaba en Tiempo de revancha, en los páramos picapedreros donde Tulsaco era la empresa minera que fingía sacar cobre para atraer inversores, y que, para hacer un poco de paripé, y presentarse como una industria seria del sector, se cargaba un obrero de vez en cuando en explosiones muy poco controladas con condiciones mínimas de seguridad.

    Tulsaco es la encarnación del Mal empresarial. La SPECTRE de James Bond. La Federación de Comercio de la galaxia lejana. El juguete simbólico y vitriólico de Adolfo Aristarain, que tiene registrado ese nombre para que ninguna empresa verdadera pueda utilizarlo. Pero si Tulsaco representa a los gigantes malvados, Federico Luppi, en las películas, es el Quijote muy cuerdo que se enfrenta a ellos lanzado al galope. No sé si son las canas, o la voz, o la presencia, o la conjunción serena y a la vez desafiante de estos atributos, pero los personajes de Luppi hablan, o actúan –o se expresan a través de la lengua de signos, como en Tiempo de revancha- y uno queda prendado de su triste y  combativa figura, aunque sea de un modo no-sexual. No, al menos, en mi caso. Más bien de un modo bolchevique, tocacojones, idealista hasta casi la inocencia.


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El mismo amor, la misma lluvia

🌟🌟🌟🌟

Uno de los libros que más me han ayudado a entender el mundo se titula La supervivencia de los más guapos. En él, Nancy Etcoff, que es una psicóloga americana muy lista y muy intuitiva, cuenta que ser guapo o guapa no es sólo una ventaja evolutiva que permite encontrar más y mejores parejas sexuales. Su éxito también se extiende al ámbito laboral, al mundo de las amistades, a las colas de las panaderías o de los restaurantes. A los así agraciados se les abren puertas que a otros se nos cierran en las narices. Se les conceden oportunidades que a los demás se nos deniegan con mal gesto. Los guapos nos seducen, nos confunden, nos secuestran la voluntad. La simetría facial tiene algo de hipnótico; los ojos bonitos son como ascuas brujeriles que nos hechizan. Los cuerpos bien formados nos acomplejan, nos aturullan, nos vuelven serviciales y sumisos. A un hombre de bandera, o a una mujer de rompe y rasga, les perdonamos cosas a que nuestros congéneres de la fealdad, a nuestros hermanos del infortunio,  tardaríamos mucho tiempo en olvidar. Lo que enseña Nancy Etcoff es que nadie es culpable de todo esto, ni los seductores ni los seducidos: es la biología en marcha, el instinto en acción...




    En El mismo amor, la misma lluvia, el personaje de Ricardo Darín es un fulano execrable que pone los cuernos a su pareja, deniega la ayuda a sus amigos y extorsiona a los artistas para escribirles una buena crítica en su columna. Un tipo de conducta errática, caprichosa, que sin embargo sale bien parado de todos sus lances porque tiene ojos azules de niño y sonrisa pícara de truhán. Y maneja, además, esa verborrea argentina que seduce los oídos y enreda las voluntades. Un tipo muy peligroso. Un superviviente nato. Un canallita. Un estafador biológico de primera categoría. Incluso el personaje de Soledad Villamil -que es una mujer guapísima que podría tener a cualquier hombre que deseara- cae rendida una y otra vez a los encantos de este fulano que mientras se la tira, sonriendo con cara de amante beatífico, de hombre comprometido para la causa, ya está pensando en el próximo movimiento sexual de su partida de ajedrez. No sé de dónde han sacado que El mismo amor, la misma lluvia es una película romántica... Despojada de músicas y de lirismos, la cinta de Campanella es el crudo National Geographic de un macho alfa que medraba en el ecosistema argentino de los años ochenta.




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