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Truman

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Mientras veo Truman, en el penúltimo frescor de la primavera, lanzo miradas de interrogación a Eddie, mi perrete, que dormita y se estira de vez en cuando en su sofá. ¿A quién se lo encasquetaría yo, si me dijeran que voy a morir dentro de un mes, o de dos, como le dicen a Ricardo Darín en la película? La gran preocupación de su personaje -aparte de la de morirse, claro, y de hacerlo dignamente, y no como yo, que sería un premuerto esperpéntico e insoportable - es a quién dejar a ese perro suyo tan enorme y tan mayor, en el entorno urbano de los pisos angostos, y de las aceras como tallarines de ancho de Madrid.



    Creo, o quiero creer, que mi perrete encontraría rápidamente quien le acogiera, porque es pequeño y afable. Come más bien nada, y saluda con el rabo a todo el que entra por la puerta. Aunque luego, cuando sale a la calle, le hierve no sé qué instinto por las venas y se convierte en el Mad Max de los senderos, y es como un demonio canijo que no deja una viña sin inspeccionar, un camino sin recorrer, un viandante sin olisquear.

    Cuando Ricardo Darín se despide de su perro a uno se le parte el corazón, y se le salta la lágrima traidora, porque recuerda sus propias despedidas de otros perros nada ficticios. Entonces eran ellos los que tenían todas las papeletas para irse, por ley de vida, pero ahora, con Eddie, la lotería se va igualando. A Eddie, con un poco de suerte, le quedan ocho o diez años de vida, y yo, en ese tránsito, ya habré pasado por la inspección de próstata, por la espeleología del culo, por el primer bulto sospechoso en algún lugar de mi geografía. Por el primer dolor en el pecho, al forzar un día el pedaleo… Quién sabe: los cincuenta son una edad muy traicionera, y quizá, ayer, mientras yo atendía al drama de la película, Eddie también me escudriñaba haciéndose el dormido. Quizá, de un modo instintivo, él siempre está pendiente de mi tos, de mi gruñido, de mi quejido postural. y piensa: madre mía, como éste se me vaya, a ver quién me va a dar esta vidorra de perro asilvestrado de la pedanía.

    Por las mañanas, pocos minutos antes de que suene el despertador, Eddie siempre viene a darme un par de lametazos en la mano descolgada. Pero tal vez no es un gesto de cariño, sino una comprobación de que no estoy muerto. O no del todo...



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