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Trainspotting 2

🌟🌟

Veinte años después de haberles desplumado 16.000 libras, Renton regresa a Edimburgo para visitar a sus viejos amigos del trapicheo. A sus cuarenta y seis años le ha dado un ataque de nostalgia muy propio de la edad, y ese impulso, sensiblero pero vigoroso, es más poderoso que el miedo a recibir un par de hostias de sus ex-colegas del suburbio, que tal vez, sólo tal vez, no le hayan perdonado su traición



    Sick Boy sigue sobreviviendo en el lado oscuro de la ley, Spud va y viene con sus chutes de heroína y sus deschutes de metadona, y Begbie, que ahora se hace llamar Franco, se sigue liando a hostias con cualquiera que le mira de soslayo, aunque ahora lo haga dentro de los muros del talego. Si alguien pensaba que Trainspotting 2 iba a contradecir la primera ley de la termopsicología, que afirma que las personas no cambian jamás, y que todos estamos condenados a repetirnos con mayor o menor disimulo, se va a llevar un buen chasco con el argumento. Los gamberretes que en Trainspotting rezumaban juventud loca, ahora transitan la muy jodida década de la cuarentena, que no por casualidad tiene nombre de peligro por enfermedad. Los desperfectos en la fachada ya no hay cuadrilla que pueda revocarlos, y por dentro, en la fontanería de las vísceras, empieza a escucharse un runrún sospechoso, un siseo persistente, que tarde o temprano desembocará en la enfermedad que habrá de llevarnos por delante.

   A nuestros muchachos de Trainspotting peinan canas y están algo arrugados. Se les ve más torpes, más hieráticos, menos ocurrentes. Corren y se cansan; pelean y se caen; filosofan y se extravían. Ya ni siquiera se drogan con asiduidad, y sólo de vez en cuando se dan el homenaje de un "trainspotting" por los viejos tiempos. Pero no han cambiado en absoluto. Siguen cayendo en los mismos hoyos, en las mismos errores, como autómatas programados para seguir un único camino por la vida. Son como nosotros, y nos com-padecemos de ellos. Aunque la película sea un experimento innecesario. Un sacacuartos -lo que sólo es un decir, si te la has bajado por el morro- para los nostálgicos. 



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Trainspotting

🌟🌟🌟🌟

En los períodos de sequía creativa, cuando no sé qué escribir sobre una película y sufro la tentación de volver a los temas archisabidos, me doy un garbeo por los extras del DVD para inspirarme en las entrevistas que concedió el director, o el actor principal, a ver si ellos me dan el germen de una idea. El hilo conductor que me permita enhebrar cuatro filosofías baratas y cuatro chascarrillos de barrio para solventar la entrada del día y mantener vivo este engendro sin pies ni cabeza, sin orden ni estructura. Como el bebé monstruoso que Jack Nance alimentaba sin esperanza en Cabeza borradora: el producto informe y errático de mi nulo talento para escribir cosas originales.

    Venía uno a Trainspotting -por ejemplocon la intención de disertar un poco sobre las drogas, sobre la sociedad injusta que alimenta la desesperanza en la juventud. Pero de pronto las palabras me han parecido altisonantes, impropias de un blog sin altura ni pretensiones. Es por eso que he perdido casi una hora buscando otra idea alimenticia en el DVD, como quien busca un salvavidas o un clavo al que agarrarse. Trainspotting, en efecto, como allí afirman sus propios creadores, desde Irvine Welsh a Danny Boyle, no es una película sobre pandilleros heroinómanos en Edimburgo, aunque pudiera parecerlo. Su tema central es la amistad que se derrumba, aunque se hayan pasado los años mozos en las cuchipandas y en las correrías, jurando un compromiso eterno que el tiempo finalmente se llevó. El gran drama de Renton no es la heroína, sino la certeza de vivir desplazado, en una tierra que no ama, en  un grupo de amigos que lo llevan por senderos que no quiere transitar. Renton no se drogaba para hacer piña, sino para olvidar que estaba en ella. Ese es el viaje personal de Trainspotting. Una cosa muy profunda en realidad, enmascarada tras músicas molonas y planos desquiciados. Y picos en vena.

    Creo que por hoy, gracias a los extras en DVD, he salvado el culo.


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Filth

🌟

Llego muy desconfiado a Filth, que se anuncia como una película de humor posmoderno al estilo de Guy Ritchie. En los compases iniciales, que no son nada prometedores, aparece Irvine Welsh en los títulos de crédito, y uno, por esas cosas de la nostalgia, siente un escalofrío de bendición al recordar Trainspotting y sus locas travesuras. Me arrellano, pues, en el hueco homersimpsoniano del sofá, algo más confiado y risueño. Son las once de la noche y el sueño todavía está lejos, muy lejos, acercándose a veinte por hora por una carretera secundaria del cerebro.



            El primer chiste de Filth, acompañado de música punk y molona, es el asesinato de un chico japonés a mano de unos poligoneros escoceses, o mejor dicho, a pie, porque estos, apostados en un paso subterráneo, lo cosen a patadas mientras el muchacho se defiende haciendo escorzos patéticos de Bruce Lee, por ver si les asusta. La violencia es, a falta de otro adjetivo mejor, gratuita, y no tiene ni puta gracia. Y esto lo dice un espectador que se lo pasa teta con las películas de Quentin Tarantino. No es el asunto moral lo que me indigna, sino lo tonto de la situación, lo ridículo de la banda sonora, la gracia estúpida del pobre japonés imitando al profesor Miyagi.

            El segundo chiste es un niño malcriado haciéndole la puñeta a nuestro dicharachero protagonista, un detective que va echando pestes de sus compatriotas escoceses. El antihéroe, que es un tipo duro de gesto desafiante, le devuelve la puñeta al chaval, y por partida doble, con ambos dedos corazón señalando al cielo nublado, y además, de premio, para regocijo de los espectadores más limitados, le quita el globo de las manos y lo suelta al albur de los vientos. Un jicho, el tío. Un descojone, vamos.

            El tercer chiste -por llamarlo de algún modo, y aún no hemos superado los diez minutos de metraje- es el mismo detective soltando un pedo silencioso en la reunión mañanera de la comisaría, y descojonándose por dentro al ver la reacción de sus compañeros, que olisquean las heces volátiles lanzándose miradas acusadoras. Humor inglés, que se dice. La música que acompaña estas memeces no ha dejado de sonar, discotequera, popera, como de canal VH1 a las seis de la tarde. Filth, por mucho Irvine Welsh que avale sus argumentos, es un truño de mucho cuidado, ridículo y desquiciado. A lo mejor la novela es un deshueve, no digo que no, pero su traducción en imágenes es una cosa de vergüenza ajena. Son las once y diez de la noche y el sueño todavía está en las primeras curvas de su sinuoso trayecto. Ascensor para el cadalso, el clásico noir de Louis Malle, espera turno en el disco duro. Pero eso, queridos gatos del callejón, será otra película...


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