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Sentido y sensibilidad

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Sólo existe un -ismo verdadero, que es el clasismo. El clasismo explica todo lo que sucede a nuestro alrededor: la conducta de la gente y la política del Parlamento. La tontería y la crueldad. “Sentido y sensibilidad” es una obra maestra porque está muy bien hecha y además acierta con la enseñanza primordial. Jane Austen no conoció a Carlos Marx pero también sabía que los demás -ismos se subordinan al clasismo o se inculcan para despistarnos.

Lo que pasa es que Jane Austen era una burguesa agraria, conservadora por naturaleza, y no predicaba un mensaje revolucionario. Sus novelas eran románticas, sí, pero de un amor conveniente o resignado. Tuvo que ser el abuelo Karl quien nos enseñara que la única guerra verdadera es la lucha de clases, en vertical, y hacia arriba, y no estas batallas horizontales donde nos matamos entre nosotros como si fuéramos imbéciles o niños irredentos. El racismo solo es aporofobia; el nacionalismo, una histeria dirigida; la guerra de los sexos, un puro despiste que nos divide exactamente por la mitad. 

El romanticismo también es otro -ismo subordinado al clasismo. En unas épocas más que en otras, claro. A principios del siglo XIX, por ejemplo, las normas matrimoniales eran más estrictas que ahora. El amor entre clases antagónicas, si existía, se cortaba de raíz. Se trataba de mantener las haciendas o de ampliarlas, no de compartirlas con los piojosos. El romanticismo no tenía nada que ver con los matrimonios, que eran simples contratos comerciales. A veces una mera trata de ganado. El amor verdadero, en las clases altas, se reservaba para las amantes que vivían como reinas en un piso amueblado en la ciudad.

Ahora, por fortuna, gracias al cine de Hollywood que ha hecho reverdecer nuestros corazones, el amor sin interés económico ha encontrado un pequeño ecosistema para sobrevivir. A veces se producen ascensos sociales gracias a él. A veces incluso descensos... Somos espectadores criados en el romanticismo, aunque al confesarlo quedemos un poco ideales y tontorrones. No es lo más habitual, pero a veces canta el pajarillo.







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Full Monty

🌟🌟🌟


Ya han pasado 26 años desde aquel desnudo integral que devolvió la moral a los eternos parados de la ciudad de Sheffield. Donna Summer vivió su tercera y última juventud gracias a la materia caliente que decía necesitar esa misma noche para revivir.

Echo las cuentas y supongo que nuestros amigos stripers ya estarán todos jubilados, o en vías de jubilarse. Al menos los que gracias a la inyección de autoestima encontraron un empleo con el que pagar el alquiler del apartamento, la manutención de los hijos y las pintas de cerveza que alivian la tristeza en esas latitudes donde se hace tan pronto de noche.

Otros, imagino, los más alcoholizados o los más desafortunados, los que no cedieron a la humillación de trabajar sirviendo mesas o apilando palés en el hipermercado, habrán fallecido como suelen morir los parados cuando el paisaje se desindustrializa y en su lugar construyen centros comerciales y palacios de congresos para ejecutivos trajeados que se ocupan de otros menesteres.

Las gentes de bien estábamos con estos tipos simplones pero buenazos, a los que comandaba Robert Carlyle para salir del marasmo existencial. El iluminó sus vidas con la simple certeza de que sólo había que sacarse la polla delante de unas amas de casa mal folladas -mal folladas por ellos mismos, queridas Irene e Ione, lo decía sin acritud- para recolocar la sonrisa en su sitio y enfrentar la cola del INEM -o del SEPE, o de como hostias se llame la cola del paro en la pérfida Albión- con una sonrisa en la cara y un estremecimiento bailongo en las pantorrillas.

Sin embargo, visto lo visto, yo ya no pondría la mano en el fuego por estos tipos que en realidad tenían más pinta de hooligans borrachos que de proletarios convocados por Marx para hacer la revolución comunista. Lo digo porque ahora, seguramente, estos amiguetes de Carlyle votan a la extrema derecha para limpiar las calles de los negros, los moros y los polacos (y puede que también de los españoles) que realizan los trabajos mal pagados que ellos mismos rechazaban en “Full Monty”, como hidalgos de Sheffield muy orgullosos y venidos a menos. 




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RocknRolla

🌟🌟🌟


“La gente pregunta: “¿Qué es un rocknrolla?” Y yo les digo: “A todos nos gusta la buena vida… A unos el dinero, a otros las drogas, a otros el sexo, el glamour…, o la fama. Pero un rocknrolla es diferente. ¿Por qué?: porque un auténtico rocknrolla quiere el pack completo.”

Lo dice Johnny Libra al inicio de “Rocknrolla”, y yo me siento aludido en el sofá, en la noche de domingo, tan lejos de su mundo y de su golfería. Porque yo también nací para ser un rocknrolla aunque ustedes no se lo crean. Yo lo llevo en el alma, en la entretela, pero sé que no trasluce, que no aflora a la superficie. Mi fenotipo siempre fue el traidor de mi genotipo. Lo he escrito muchas veces. Una divergencia fatal y ya incorregible. Recuerdo que Albert Boadella -ese tipo tan divertido que le lamía el culo a doña Espe- escribía que la gente le tomaba por bueno porque tenía los ojos azules, el pelo rubio y la sonrisa de querubín. Qué lejos estoy de todo eso, decía él. Y qué lejos estoy yo, también, de esa estampa en mis fotografías, de esta cosa cardenalicia que ya nunca se me irá, como de película de Sorrentino. Qué bien hubiera quedado yo en su serie sobre el papa buenorro, haciendo de cardenal intrigante, con el vestido rojo, el corpachón osuno, las manos recogidas en la espalda, paseando entre fuentes y frutales.

Pero es que ni ahora ni entonces, porque en la adolescencia, que es cuando los rocknrollas eclosionan y salen a la luz, yo siempre tuve la estampa del niño tonto, del adolescente timorato, del jovenzuelo gilipollas. Y cuando juraba y perjuraba que yo era un rocknrolla, todos se partían de risa, las chicas y los chicos, y me dejaban apartado en un rincón. Nunca me dieron la oportunidad de demostrar que soy un rocknrolla, y un rocknrolla solitario es como una voz en el desierto...

 En mi interior vive una mariposa que nunca ha podido escapar del capullo que yo soy. Llevo una vida de mentira, a contracorriente, encapsulada. Siempre a punto de, pero no... Una vida falsaria, actoral, en el fondo tragicómica. Tendría que ponerme cachas, y vestirme raro, y agenciarme unas Rayban, y operarme un par de contradicciones, para que la vida me tomara en serio de una vez.




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El escritor

🌟🌟🌟🌟

Después de la comparecencia en el Parlamento, de la rueda de prensa, de la cumbre internacional, del Consejo de Ministros, del pulso con la oposición, de la reunión con los expertos, de la llamada secreta del Club Bilderberg… Después de todo eso, cuando termina el día, los gobernantes se retiran a sus aposentos para ser ellos mismos otra vez, despojados de caretas, y de poses esforzadas. Se quitan el traje de faena para darse una ducha, y allí, desnudos ante el espejo, vuelven a ser Perico Pérez, o Perica López, los compañeros sentimentales de Fulana de Tal, o de Mengano de Cual, que charlan con ellos en la intimidad del cuarto de baño, y luego en el reposo del sofá, ante la tele, y más tarde, quizá, si hay ganas, si el estrés no es mucho y la libido sigue carburando, en la comunión espiritual de los cuerpos.



    Muchas veces, el compañero de cama es alguien que no pertenece al mundo de la política, o que no quiere saber nada de él. Alguien que tal vez reconoce su incapacidad para estar a la altura del asunto,  y no se atreve a dar consejos a quien se supone que ya cuenta con buenos consejeros, y tiene acceso a información privilegiada que la mayoría no manejamos. Lo más habitual en la pareja es esto: el apoyo moral, la comprensión incondicional, el consejo anecdótico sobre el corte de pelo que más te favorece para salir en televisión…

    Pero a veces, en la ficción, y en la vida real, son ellos los que llevan la falda de la Primera Dama, o ellas, las que portan los pantalones del Primer Ministro. Los cerebros en la sombra. En tales casos, los que son cabeza de cartel sólo ponen la presencia, la fotogenia, la belleza incluso. La voz convincente y serena que encandila a los electores del mismo sexo, y a los del sexo contrario. Excelentes actores en este drama cotidiano de la política. Mientras tanto, los verdaderos autores de la obra quedan entre bambalinas, o aparecen en segundo plano, sosteniendo la copa de champán. No murmuran palabras de amor ni de apoyo cuando les sorprendes moviendo los labios. Están recitando el discurso que ellos mismos redactaron la noche anterior.



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Michael Clayton

🌟🌟🌟🌟

Los títulos de las películas ya se están agotando. Existe un número finito de combinaciones entre las palabras más manidas del repertorio: venganza, deseo, amor, estafa, seducción, vida, olvido, muerte, resurrección…, y en ciento y pico años de explotación el filón cinematográfico está dando sus últimas amalgamas. De todos modos, es curioso que casi todas las películas vayan sobre sexo –o sobre la imposibilidad del sexo, o sobre la iniciación al sexo, o sobre la añoranza del sexo- y muy pocas aludan a él en los títulos que encabezan sus carteles. Rescoldos del viejo puritanismo, supongo.

    El deseo del amor, o La venganza del olvido, o La estafa de la vida… La agonía de la combinatoria empieza a crear monstruos semánticos con escaso sentido. Así que últimamente, ante la imposibilidad de dar con un título original, los productores prefieren descargar la responsabilidad en el nombre del protagonista. Como haría Ignatius Farray guiado por su loca teoría de las películas. ¿Cómo titular una película en la que un abogado llamado Michael Clayton ocupa casi todos los planos y además siempre sale guapo a rabiar, el muy jodido? Pues Michael Clayton, qué cojones, como Julia Roberts en Erin Brockovich, o Tom Cruise en Jack Reacher, o incluso Julie Andrews en Mary Poppins, que en los tiempos clásicos también se recurría a estos atajos del titular.

    Para qué enredarnos, en el caso de Michael Clayton, con otras posibilidades tan socorridas como Justicia final, o El abogado impasible, o El triunfo de los desamparados. Ponemos a Michael Clayton como título y a Michael Clayton copando el 100% del cartel, y fiamos todos los premios y las recaudaciones al deseo de las mujeres, a la envidia de los hombres, y a la buena opinión de los espectadores en general, porque además nos ha salido una película entretenida y muy nutritiva. Más aún: una película de la hostia, como si adaptáramos a John Grisham, pero mejor, más oscura y misántropa. Con un plano final de leyenda, en el coche, con Michael Clayton rumiando la sal y el azúcar.. Qué guapo, y qué estilo, y qué bien aguanta el tipo en cada planao, el jodido de Clooney…




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¡Olvídate de mí!

🌟🌟🌟🌟🌟

El eterno resplandor de la mente inmaculada es uno de los sueños inalcanzados del ser humano. The eternal sunshine of the spottless mind, que dijo el poeta. El alivio de la mente sin recuerdos, de la memoria despojada de pesares. Quién tuviera, ay, acceso a su propio trastero, para quemar los rastrojos y convertirlos en humo; no volver a recordar el rostro, la voz, la nota de despedida. La sonrisa que se tornó en desplante. Para estos menesteres del olvido sólo tenemos el alcohol, que arrasa cualquier recuerdo sin distinción, como una mala quimioterapia de la uva. Y el tiempo, claro, el tiempo, que ni siquiera es un invento nuestro, y que en realidad no sabe olvidar, el muy inútil: sólo tapar, maquillar, añadir capas y capas de recuerdos sobre la herida supurante. Un tonto del culo que pone filtros de color sepia a fotografías que no sabe borrar.

      En The eternal sunshine of the spotless mind, Jim Carrey acude a la consulta del doctor Mierzwiak para que le sea extirpado, neurológicamente, de una vez para siempre, el recuerdo de Clementine, la extraña mujer con la que compartió la gran felicidad y el gran pesar. Unos electrodos rastrearán la presencia de Clementine en cada rincón de su cerebro para eliminarla imagen a imagen, conversación a conversación, hasta convertirla en una total desconocida. The eternal sunshine of the spotless mind se tradujo en España con un irrespetuoso ¡Olvídate de mí! que nos vendía una comedia loca y no una reflexión única sobre el amor y el desamor, el olvido y la memoria. Sobre el desencuentro entre hombres y mujeres que sin embargo viven abocados a entenderse. Algún imbécil patrio vio a Jim Carrey en el póster promocional y pensó: “otra majadería de chistes malos y mandíbulas desencajadas”. Diez años después todavía me encuentro a gente que me dice: “¡Hostia, sí, la vi! ¡Y lo que me reí!” ¿Reírse? ¿En ¡Olvídate de mí!? O no la han visto, y mienten, o sí la vieron, y son gilipollas perdidos. En cualquier caso, ojalá pudiera borrarlos de mi memoria. A ellos, y a otros muchos. The eternal sunshine of the spotless mind…

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El exótico Hotel Marigold

🌟

Saco el ordenador portátil de su maletín para escribir unas cuantas maldades sobre la aburridísima El exótico hotel Marigold, y en ese gesto brusco, de "te vas a enterar, Marigold", el disco duro externo, que no recordaba haber dejado allí, cae al suelo. Es un ligero “crash” el que llega a mis oídos. Ni siquiera ha rebotado en la baldosa: ha caído plano, barrigón, como un saltador desentrenado del trampolín. Más “plof” que “crash”, realmente. Lo recojo, vuelvo a conectarlo, y el monitor, para mi sorpresa, se vuelve todo azul, y empieza a escupir códigos alfanuméricos, anglosajones, de los que sólo entiendo uno en concreto: disco duro escoñado; siniestro total. Se me ha muerto el disco duro de un golpecito, de un ligero cachete, que seguramente le ha alcanzado en la nuca, o en el centro justo del corazón. Cerca de cuarenta películas llevaba guardadas en su vientre, el fruto de mis saqueos por los siete mares que yo atesoraba como una hormiguita para pasar el verano. Las cuarenta ladronas de Alí Babá que por culpa de un descuido ahora yacen perdidas en el fondo del mar, a kilómetros de profundidad de mis conocimientos informáticos. Podría organizar una expedición de rescate y llevarlo a la tienda, a que un nerd desenvuelto y vivaracho desenredara los datos, pero me temo que me van a estafar, y que me va a salir más cara la reparación en los astilleros que la compra de un nuevo barco. 

Con este disgusto mayúsculo del disco duro ya no quiero escribir nada sobre El exótico Hotel Marigold. Me cagüen la mar, Merche... Tuve que haberla dejado a los quince minutos , cuando percibí –y no es un gran mérito intelectual que digamos- el tono antenatresiano y sobremesero de su propuesta. Los ancianitos en la India folklórica y sus cuitas sexuales del pito caído y la vagina reseca... Bah. Una tontería sufragada por el INSERSO británico –INSERSOU- para convencer a las personas mayores de que viven en la mejor de las edades, y que han de seguir comprando, y  viajando, y poniéndose guapos, para que siga la fiesta y no decaiga el negocio. Una ridiculez sentimental que sólo salvan sus grandes actores, y sus tremendas actrices, y que sólo he sobrellevado hasta el final por respeto al buen amigo que me la recomendó, ahora un poco menos amigo en el escalafón, degradado en un rango, o quizá en dos, quién sabe, si no dejo de escribir ahora mismo y dejo de acumular sulfuro en la sangre...



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La deuda

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Veo, en la siesta recalentada del verano interminable y extenuante, La deuda. O es una película sin músculo, o mi atención se ha achicharrado poco a poco en la sartén de mi sesera. La he visto entre vapores, sin mover un músculo, temeroso de desencadenar la explosión de los mil géiseres de mi piel. Pero el esfuerzo supremo de la inacción tampoco ha ayudado gran cosa. Al contrario: me ha hecho fijarme más en lo aburrido de la propuesta. Hasta que llegas al final -que decían sorpresivo y espectacular en la red-, y resulta que lo protagoniza una agente del Mosad entradísima en años liándose a hostias con un nazi fugitivo, más viejuno todavía, en un remoto psiquiátrico de Ucrania. Ridículo todo. 

Sólo la presencia de Jessica Chastain impedirá el olvido fulminante de La deuda. Imposible no enamorarse de ella. Hay que ir muy despistado por la vida para encontrarse con una mujer así y no quedarse embobado, mirándola. Para no quedarse con su rostro y con su nombre en el primer encuentro. Sólo a un gilipollas como yo podría ocurrirle una cosa así.... Porque he visto La deuda pensando que Jessica paseaba su pelirroja belleza por primera vez en mi salón, y luego, cuando la he rebuscado en internet, ya del todo enamorado, he descubierto para mi sonrojo que ella era la esposa de Brad Pitt en El árbol de la vida, película a la que dediqué una mínima entrada en este diario sin mencionarla a ella, que levitaba ingrávida sobre el césped de su jardín, como hacen los ángeles en el paraíso de lo verde. Imperdonable, mi despiste. Vergonzoso, mi olvido. Preocupante, sobre todo, la desatención de este instinto mío, decadente y plomizo, al que antes no se le escapaba ni una, siempre alerta, concentrado. Hace años, Jessica Chastain no habría necesitado dos oportunidades para colarse en mi vida. No habría sufrido este desplante, este oprobio, esta desconsideración inexcusable. 





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