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El perfume

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En “El protegido”, aquella película de M. Night Shyamalan, aprendimos que las capacidades humanas están distribuidas estadísticamente en forma campana de Gauss. Si en un extremo vivía Samuel L. Jackson con sus huesos de cristal -que lo soplabas y se partía- en el otro vivía Bruce Willis con sus huesos de hormigón -que lo metías en un accidente de tren y salía como único superviviente. A cada minusválido, decía Shyamalan, le correspondía un superhéroe de acción para que la suma total de las capacidades siguiera siendo 0 y se mantuviera el equilibrio energético del universo.

He recordado esto porque viendo “El perfume” he encontrado a mi superhéroe olfativo, Jean-Baptiste Grenouille, ese personaje de cuento que compensa las graves limitaciones de mi pituitaria. Porque yo, entre que tengo el tabique nasal desviado, y que el bulbo olfativo lo tengo alquilado para almacenar nombres de futbolistas y títulos de películas, tengo que acercarme mucho para captar el aroma de las cosas más bellas del mundo: las flores de La Pedanía, y un buen potaje de cuchara, y el cuello estirado de T… También es verdad que gracias a esta limitación yo me libro de la hediondez que a otros les satura y les pone de mal humor, pero yo preferiría oler como Dios manda, como está prescrito para nuestra especie animal, y no verme relegado a este extremo de la campana donde la vida no tiene ningún sentido cuando hablamos de filosofía, y solo tiene cuatro sentidos y medio cuando hablamos de biología.

“El perfume”, no sé por qué, es una película que se había escapado de mi radar. Quizá en su día desconfié, o sentí que recordaba demasiado bien la novela. Craso error… La película es magnífica, espeluznante, con una rara poesía que hoy no sería admisible entre los ofendidos y los bien pensantes. “El perfume” se la debo a T., que me hizo la recomendación, y que tiene, por cierto, una pituitaria también muy evolucionada, emparentada lejanamente -eso espero, lejanamente- con la de Grenouille.





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Esperando al rey

🌟🌟🌟🌟

La tecnología de la galaxia muy lejana ha llegado por fin a la Tierra. Aquel holograma de la princesa Leia pidiendo ayuda a Obi-Wan ya no es ciencia-ficción en Esperando al rey, que es otra película que transcurre en un desierto de arena donde los protagonistas ya no saben si lo que ven es real o producto de una insolación. 

    Alan Clay, el vendedor de hologramas perdido en esta versión terrícola de los desiertos de Tatooine, ha despertado en mí una simpatía inmediata. Una identificación contra todo pronóstico, porque él es un alto ejecutivo que negocia contratos millonarios mientras uno recibe sueldos menguados enseñando a hacer oes con los canutos. Pero Alan, como en un espejo que de pronto ha sustituido la pantalla del televisor, resulta que también está madurito, fondón, decaído... También tiene pesadillas que le alteran el sueño y le hacen ir todo el día como alucinado, como gilipollas perdido. También le persiguen los recuerdos de las malas decisiones, de los caminos torcidos, de las vergüenzas sin solución. Si el destino laboral le ha llevado a un país extraño que no acaba de entender, con costumbres medievales y gentes inescrutables, a mí, hace veinte años, el periplo pedagógico me trajo a esta comarca que sigue pareciéndome ajena y provisional, con su clima tropical, sus asuntos agropecuarios, su gozoso aislamiento de las televisiones de pago y de las películas subtituladas.

    Alan, que anda tan lost in traslation en Arabia como el pobre Bill Murray en Tokio, presiente que está en una encrucijada vital y definitiva: a un lado la decadencia, el sinsabor, la enfermedad... El apagamiento. Al otro lado, una segunda oportunidad para tomar oxígeno y revivir. Quizá un empujón laboral que lo redima de los viejos fracasos; quizá el amor con una mujer inesperada y reluciente. El romance ideal es una semilla tan inaprensible como caprichosa, y germina donde uno menos se lo espera. Incluso entre las dunas del desierto. 





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